ALBERTO SALCEDO RAMOS
Nace en Barranquilla, 21 de mayo de 1963 es un periodista colombiano. Forma parte del grupo Nuevos Cronistas de Indias. Ha dictado talleres de periodismo narrativo en distintos países. Varios de los temas que ha abordado están relacionados con la cultura popular. Sus trabajos han aparecido en publicaciones comoSoHo y El Malpensante, de Colombia, así como Laberinto, de México, Sábado y Dossier, de Chile, Ecos, de Alemania, e Internazionale, de Italia, entre otras. Algunas de sus crónicas han sido traducidas a diferentes idiomas. En la actualidad es columnista semanal del suplemento «Papel», del diario El Mundo, de España. (https://es.wikipedia.org/wiki/Alberto_Salcedo_Ramos).
El último gol de Darío Silva
UNO
Darío Silva avista una vieja pelota
en el patio de su casa paterna. Mientras va a buscarla lo observo con atención.
Me sigue asombrando que camine con tanta seguridad. En septiembre de 2006,
cuando sufrió el accidente de tránsito que lo apartó del fútbol, muchos
pensaron que quedaría cojo. Pero hoy no solo camina sin renquear sino que
además es capaz de bailar candombe. Si algún extraño irrumpiera ahora en este
lugar no se percataría de que tiene una prótesis en la pierna derecha.
Silva sacude la pelota contra el
tronco de un árbol, la hace girar entre sus manos callosas. A continuación
retoma el tema que interrumpió hace un momento: su indisciplina como
futbolista. Dice que en la Copa América de 2004, disputada en Lima, se escapó
todas las noches del hotel donde estaba concentrado con la selección uruguaya;
que cuando jugó en Peñarol llegó muchas veces trasnochado a la cancha; que
durante su periodo en el Portsmouth se volvió más fiestero.
—¿Cómo hacías para volárteles a los
ingleses?
—Allá los equipos no se concentran antes de los partidos. Es más fácil salir de noche.
—Con razón el Portsmouth en esa época no levantaba cabeza.
—Y en esta, tampoco.
—Allá los equipos no se concentran antes de los partidos. Es más fácil salir de noche.
—Con razón el Portsmouth en esa época no levantaba cabeza.
—Y en esta, tampoco.
Entonces suelta la carcajada.
—Lo que pasa, ¿viste?, es que ellos
confían en uno. Uno es adulto y sabe cuidarse.
—Sobre todo, cuidarse. Entiendo.
—Sobre todo, cuidarse. Entiendo.
Silva vuelve a carcajearse. Luego
dice que los futbolistas no forjan sus amistades en las canchas sino en los
boliches. En las canchas, explica, él solo veía fecha tras fecha a los once
jugadores del equipo contrario. Tenía que enfrentarlos y punto. A lo sumo
intercambiaba con ellos un saludo durante el protocolo inicial o una palabra
durante el partido. En los bares, en cambio, se topaba con multitudes de
futbolistas, especialmente los domingos por la noche. Allí sí era posible
intimar porque la presión de la competencia había quedado atrás.
Uno de esos amigos conseguidos en los
boliches fue el panameño Julio César Dely Valdés. Cuando se conocieron, Silva
pertenecía al Peñarol y Valdés, al Nacional. Pese a la rivalidad de sus
equipos, tuvieron química desde el comienzo. Se emborrachaban después de los
partidos, salían juntos con mujeres, compartían sus discos. Años después la
vida les dio la oportunidad de jugar en el mismo club, el Málaga de España,
donde conformaron una dupla goleadora. Silva cree que se entendían tan bien en
las canchas porque habían intimado muchísimo durante las noches de farra.
DOS
—Cuando me ven en la calle se quedan
locos los hijos de puta. Vos viste que yo no cojeo. Seguro piensan: “¿Y este no
tenía una pata de palo?”.
Si hay algo que me ha impresionado en
los cuatro días que he pasado con Silva es su procacidad. También, la habilidad
de su pie artificial. Con ese pie encendió la moto de su hermana Andrea para
llevarme a conocer el río Olimar. Con ese pie pateó una lata vacía de gaseosa
en el barrio La Agraciada. Con ese pie saltó emocionado cuando su hijo Diego,
de diez años, anotó un gol. Aquella tarde confirmé que en la cultura
rioplatense el fútbol tiene unos rituales de iniciación similares a los del
amor: acompañar al hijo en la cancha es como apadrinarle la primera novia.
Con el pie de la prótesis, digo,
corrió hasta alcanzar un taxi que estaba detenido en el semáforo. Cuando nos
acomodamos le dije al taxista que Darío Silva debe de haber sido el futbolista
más indisciplinado de Uruguay en todos los tiempos.
—No crea —respondió, mirándome con
malicia a través del espejo retrovisor—: los hemos tenido peores.
—¡O’Neill, O’Neill! —exclamó Silva, muerto de la risa.
—¿De dónde es usted? —preguntó el taxista.
—Colombiano.
—¿Ya vio la noticia de Fabián O’Neill?
—No.
—Ayer publicó un libro en el que habla de su indisciplina. Ha habido mucho revuelo.
—Peor que yo el hijo de puta —exclamó Silva entre risas—. Cuando estaba pequeño le llenaban la mamadera de vino.
—¡O’Neill, O’Neill! —exclamó Silva, muerto de la risa.
—¿De dónde es usted? —preguntó el taxista.
—Colombiano.
—¿Ya vio la noticia de Fabián O’Neill?
—No.
—Ayer publicó un libro en el que habla de su indisciplina. Ha habido mucho revuelo.
—Peor que yo el hijo de puta —exclamó Silva entre risas—. Cuando estaba pequeño le llenaban la mamadera de vino.
Con ese pie recorrió varias cuadras
para llevarme al restaurante donde gastó su primera mesada como esquilador de
ovejas. Pidió ensalada rusa, bebió cerveza, afirmó que nunca más volverá a
manejar un automóvil. Prefiere movilizarse en la motocicleta de su hermana o
caminar. La camioneta donde andaba el día del accidente —añadió— quedó
inservible. Sin embargo, se la vendió a una señora millonaria que colecciona
objetos raros.
TRES
Silva me muestra el pie derecho. Dice
que desde el primer momento se sintió cómodo con la prótesis, sin duda porque
fue amputado por debajo de la rodilla, así que conservó la flexibilidad.
—Fue una cosa ilógica que ni yo mismo
entendí —señala, y raspa el balón con las uñas.
Luego vuelve a hablar de su ética de
trabajo como futbolista. Antes de hacer juicios hay que analizar muchas cosas,
dice. Por ejemplo, él se mantuvo juicioso cuando jugó en el Cagliari, y sin
embargo, solo marcó veinte veces en los cuatro años que duró el ciclo. En el
Málaga, a pesar de que volvió a las juergas, duplicó sus goles. A él la
disciplina excesiva le resecaba el alma, advierte. Por eso rendía más cuando
disfrutaba la noche, así durmiera poco. Nada lo motiva más que amanecer entre
los brazos de una mina. Eso es como reabastecerse de energía: le dan ganas de
entrar a la cancha silbando y jugar cinco partidos seguidos.
Silva arroja el balón al suelo, me
muestra su teléfono móvil.
—¿Ves cuántas rayitas le quedan a la
batería?
—Una sola.
—Exacto. Cuando vos te pasás la noche garchando con una mina, la carga te llega hasta acá.
—Una sola.
—Exacto. Cuando vos te pasás la noche garchando con una mina, la carga te llega hasta acá.
Y toca la pantalla con uno de sus
dedos gruesos. Noto que tiene las uñas sucias.
Me asombran, digo, esas manos tan
ásperas. Él responde que durante la mayor parte de su vida ha sido labriego. De
niño esquiló ovejas, de adolescente ordeñó cabras. En aquella época el fútbol
era apenas una diversión. Por las tardes se iba a jugar con sus amigos en
cualquier calle del barrio. Los partidos se disputaban sin árbitros, sin
reglas, y terminaban solo cuando la oscuridad de la noche imposibilitaba ver la
pelota. Entonces aparecían los padres para ofrecer un brindis. Había vino,
empanadas y, en algunas ocasiones especiales, bife. Al día siguiente todo el
mundo retornaba a sus deberes.
Para Darío Silva, el fútbol era eso:
respiro, camaradería. Pausa entre una jornada cumplida y otra por cumplir. En
Treinta y Tres, el pueblo donde nació, las opciones siempre han sido escasas:
laburo en el campo para garantizar el pan, fútbol en los ratos libres para entretenerse.
¿Qué más se puede hacer en esos parajes solitarios tan apartados de la
capital?, pregunta.
—Se hace una cosa o la otra. ¡Ya
está!
De modo que empezó a patear balones
por la misma razón por la cual comenzó a arrear cabras: no había más alternativas.
Sucedió cuando contaba, más o menos, seis años. Su padre era celador en una
escuela y su madre, cocinera en otra. Para no dejarlo solo en casa, ambos se lo
llevaban, por turnos, a sus puestos de trabajo. Cada colegio tenía cancha de
fútbol, así que el pequeño Darío siempre terminaba metido en los partidos.
—¿Estudiaste en alguno de los
colegios donde trabajaban tus viejos?
—Estudiar es un decir. Mi paciencia para eso es cero.
—¿“Eso”? ¿Te refieres al estudio?
—No me va la palabra “estudio” porque yo no estudié. Yo solo fui.
—¿Adónde fuiste?
—Fui al colegio donde laburaba mi padre. Pero era muy haragán.
—¿Hasta qué grado llegaste?
—Segundo. Me dormía en clase. Yo sabía que jamás iba a asomarme por una universidad.
—¿Y el fútbol?
—No pasaba nada con el fútbol.
—¿En la infancia no imaginabas que serías futbolista?
—Nada, no pasaba nada.
—Listo, no pasaba nada, pero ¿nunca imaginaste que podías ser futbolista?
—No.
—Estudiar es un decir. Mi paciencia para eso es cero.
—¿“Eso”? ¿Te refieres al estudio?
—No me va la palabra “estudio” porque yo no estudié. Yo solo fui.
—¿Adónde fuiste?
—Fui al colegio donde laburaba mi padre. Pero era muy haragán.
—¿Hasta qué grado llegaste?
—Segundo. Me dormía en clase. Yo sabía que jamás iba a asomarme por una universidad.
—¿Y el fútbol?
—No pasaba nada con el fútbol.
—¿En la infancia no imaginabas que serías futbolista?
—Nada, no pasaba nada.
—Listo, no pasaba nada, pero ¿nunca imaginaste que podías ser futbolista?
—No.
Por lo menos —añade— no lo imaginaba
cuando tenía diez años y comenzaba a esquilar ovejas. Los futbolistas le
parecían unos señores famosos que aparecen por televisión jugando en estadios
bonitos. Un pibe de provincia que solo aspiraba a entretenerse tras el laburo
no accedería ni en sueños a un recinto de esos. Si alguien le hubiera
profetizado en aquel momento su destino de futbolista, él lo habría refutado
con una frase irónica de su padre: “¡Andá a cantarle a Gardel!”. Lo suyo,
pensaba, sería la ganadería. Al entrecerrar los ojos sobre la almohada se veía
en una finca propia orientando un rebaño de vacas Hereford.
La vida gira como una pelota, dice
Silva ahora. Lo dice mientras pisa el balón con el pie derecho, el de la
prótesis. Le doy un vistazo de abajo arriba. Calculo que mide, a lo sumo, 1,76.
Me pregunto cómo pudo haber sido un atacante tan depredador con esa estatura.
En la selección uruguaya, el 9 casi siempre ha sido un tipo de más de 1,80. Él
retoma su idea: la vida es un viaje en redondo. Te desvías, te alejas, pero
siempre llegas al lugar predestinado.
Siguió jugando de manera informal,
dice. En este punto aclara que no recuerda cómo hizo el tránsito de la calle a
la cancha. Lo que sí recuerda es que al principio, quizá por su estatura, fue
ubicado como lateral derecho. Tenía velocidad, despliegue físico, ganas,
potencia, pero en los recorridos largos fracasaba: no sabía hacer diagonales
para acortar el terreno, tiraba mal los centros. Una tarde apareció un
entrenador que lo alineó como delantero. ¡Bingo! El patito feo se convirtió en
cisne: explosivo en los piques cortos, certero cuando quedaba en posición
anotadora.
—¿Vos recordás lo que decía Menotti
sobre Romario?
—No.
—Decía que dentro del área era mejor que Pelé.
—¿Te estás comparando con Romario?
—Andate despacio, cada quien entiende lo que quiere.
—No.
—Decía que dentro del área era mejor que Pelé.
—¿Te estás comparando con Romario?
—Andate despacio, cada quien entiende lo que quiere.
A continuación señala que Romario
siempre fue su referente. Lo cita solo para darme a entender que cuando se
convirtió en delantero mostró su mejor faceta dentro de la cancha. Ahí comenzó
a despejarse su panorama. La vida, repite, es como una pelota. Da vueltas, va y
viene, trae sorpresas, llega adonde debe llegar. Para demostrármelo, me cuenta
cómo fue que el fútbol vino hacia él en un momento en que él no estaba yendo
hacia el fútbol.
Oigo la historia, coreo su frase: la
vida es como una pelota de fútbol. La pelota viaja, se escapa, la controlan los
otros, se ve inalcanzable por allá lejos, se acerca, te llega de repente, te
rebota, huye de ti, se eleva y, cuando ya la das por perdida, atraviesa un
bosque de piernas y te cae cortita y al pie, toda tuya, frente al arco, para
que te llenes el empeine con ella, ¡zas!, y metas el gol del triunfo en el
último minuto.
Ese fue su caso, ni más ni menos: el
balón perdido le llegó directo al pie. Sucedió en 1990, cuando tenía diecisiete
años. Juan José Duarte, director técnico de la selección uruguaya sub-20,
andaba observando jugadores. Una tarde anunció que viajaría a Treinta y Tres.
El periodista radial que lo entrevistaba ni siquiera sabía dónde quedaba ese
lugar. ¿Treinta y Tres? Un oyente llamó a la emisora para informar que el
pueblo quedaba, más o menos, a trescientos kilómetros de Montevideo. Entonces
Silva reconoció su oportunidad, vio de golpe lo que ocurriría. El resto es
historia, concluye.
De la selección sub-20 que quedó
cuarta en el Mundial de 1991 pasó al Defensor Sporting. Luego, al Peñarol;
después, al Cagliari. Vinieron cuatro equipos más, y muchas convocatorias a la
selección de mayores. Entonces Silva sintió que vivía al contrario de como lo
había pronosticado: dedicado al fútbol y apartado de las granjas donde se hizo
hombre. En su viaje se topó con lo inesperado. Asfalto, vértigo, esmog, grandes
clubes, estadios llenos, hoteles de cinco estrellas, aplausos, fama,
autógrafos, fotos de primera plana, mujeres, licor, discotecas, trasnochos,
otra vez mujeres. Una camioneta, un tipo temerario que conduce borracho —él
mismo— y el accidente que casi le arrebata la vida.
El accidente que lo hizo salir del
fútbol por la puerta trasera, cuando apenas tenía treinta y cuatro años.
Un viaje redondo, después de todo,
porque aquí está otra vez, a sus cuarenta y un años, como si nunca se hubiera
ido.
Silva calla, mira hacia el otro
extremo del patio, donde su hermana Andrea prepara café. Si analizamos bien el
asunto —dice a continuación—, su predicción se está cumpliendo: hoy es el
adulto estanciero que aparecía en sus sueños infantiles. No guía ningún rebaño
de ganado Hereford, es verdad, pero en cambio sí tiene una tropilla de vacas
Aberdeen Angus, y ovejas finas como las que esquilaba cuando era niño, ovejas
Corriedale, nada menos, y también caballos árabes, y ciervos Axis, y una
campiña bien podada.
CUATRO
Cuando estuvimos en su finca, a unos
diez kilómetros del pueblo, Darío abrió un baúl en el que guarda recuerdos de
su vida en el fútbol: una camiseta de Batistuta, un brazalete de Baresi, unas
zapatillas de Ronaldo.
Me mostró sus animales, sus monturas
de caballería, el retrato de sus padres ya fallecidos, las fotos de sus dos
hijos, una tetera que le dieron en Paraguay y un poncho que le regalaron en
Argentina.
Eso es todo lo que necesita para ser
feliz, dijo.
Eso, más Lorena, su novia actual.
Hace dos días se puso a pensar que ella es la única mujer a la que ha amado.
—¿Por qué lo crees?—Bueno, es la
única a la que nunca le he sido infiel, ¡y llevamos más de un año juntos!
—¿Eras muy infiel?
—Ni te cuento.
—¿Eras muy infiel?
—Ni te cuento.
Me extrañó que ventilara el tema.
Para los futbolistas, eso hace parte de la mugre que se oculta bajo la
alfombra. Él estuvo de acuerdo, y agregó que la promiscuidad solo sale a flote
cuando el equipo pierde, o cuando el dueño necesita un pretexto para borrar a
algún fulano de la nómina.
Entonces Darío volvió a hablar de su
indisciplina. Un poco después de cumplir treinta años fue contratado por el
Sevilla F.C. Allí coincidió con el andaluz Sergio Ramos, que entonces solo
tenía diecisiete años.
Como Darío era tan desordenado, no
quería que Ramos se le acercara, ya que podría dañarse viendo su mal ejemplo.
Así se lo dijo.
—Pero es que tú me caes bien —le
respondió Ramos.
—Bueno, hagamos algo —propuso Silva—: al andar conmigo vas a ver que yo digo cosas lindas, como que hay que portarse bien, y también hago cosas malas, como salir de farra la noche antes del partido. Bueno, fijáte en lo que yo digo, no en lo que yo hago.
—Bueno, hagamos algo —propuso Silva—: al andar conmigo vas a ver que yo digo cosas lindas, como que hay que portarse bien, y también hago cosas malas, como salir de farra la noche antes del partido. Bueno, fijáte en lo que yo digo, no en lo que yo hago.
Y volvió a soltar su eterna risotada.
CINCO
En la casa de los Silva ya huele a
café.
Darío dice que Andrea, su hermana, es
adicta al laburo. Cocina, plancha, barre, hace lo que sea necesario. Así es él:
en su finca no se la pasa sentado viendo cómo vuelan los pajaritos sino sudando
la gota gorda como le enseñaron sus mayores. Por eso tiene las manos ásperas:
el trajín en el campo percude, encallece. Entonces guarda el teléfono móvil en
el pantalón y me muestra el dorso de las manos. Inspecciono sus dedos gruesos,
nudosos, su piel cundida de cicatrices.
Le pregunto de quién es el balón. Se
encoge de hombros, el ceño fruncido, calla.
—¿Querés café?
—Sí.
—Creo que esta pelota es de mi sobrino.
—¿Cuántos años tiene tu sobrino?
—Y… ya es un hombre.
—¿Es futbolista también?
—Jugaba de chico. Después, largó.
—¡Quién sabe cuánto tiempo llevará esa pelota ahí abandonada!
—Es lo que te digo. Hace un ratito ni la veíamos, y ahora la tengo en el pie.
—Sí.
—Creo que esta pelota es de mi sobrino.
—¿Cuántos años tiene tu sobrino?
—Y… ya es un hombre.
—¿Es futbolista también?
—Jugaba de chico. Después, largó.
—¡Quién sabe cuánto tiempo llevará esa pelota ahí abandonada!
—Es lo que te digo. Hace un ratito ni la veíamos, y ahora la tengo en el pie.
Quisiera saber, digo, si ha vuelto a
meter goles con el pie derecho. Silva responde que por supuesto. A veces
participa en torneos de veteranos. Ahí donde lo ven con su pata de palo
—bromea— él todavía corre, todavía salta, y siempre que lo pongan mano a mano
con el arquero, le va a pasar factura. Hace cuatro años estuvo en Colombia
jugando en la despedida de su colega Iván René Valenciano. Después del partido
hubiera podido bailar una tanda de candombe, porque se sentía entero.
—Me gustaría verte haciendo pinolas.
—¿Qué son pinolas?
—Cuando haces saltar el balón en el pie, una y otra vez, sin dejarlo caer.
—Ah, como jueguito…
—En algunas partes de Colombia les llaman pinolas y en otras, la 21.
—Qué nombres tan raros. Acá en Uruguay a eso se le llama “dominar”.
—Bueno, por favor, domina el balón para hacerte fotos.
—¡Estás loco!
—No entiendo.
—Así juegan los niños de siete años.
—¿Te parece malo?
—Mala, la muerte de mi abuelita. Pasa que no entrenamos así.
—¡Pero si no estamos en entrenamiento! Es solo para la foto.
—Decile a Maradona. Sacarías miles de fotos, ¿viste?, porque el tipo es capaz de durar una semana sin dejar caer la pelota.
—¿Qué son pinolas?
—Cuando haces saltar el balón en el pie, una y otra vez, sin dejarlo caer.
—Ah, como jueguito…
—En algunas partes de Colombia les llaman pinolas y en otras, la 21.
—Qué nombres tan raros. Acá en Uruguay a eso se le llama “dominar”.
—Bueno, por favor, domina el balón para hacerte fotos.
—¡Estás loco!
—No entiendo.
—Así juegan los niños de siete años.
—¿Te parece malo?
—Mala, la muerte de mi abuelita. Pasa que no entrenamos así.
—¡Pero si no estamos en entrenamiento! Es solo para la foto.
—Decile a Maradona. Sacarías miles de fotos, ¿viste?, porque el tipo es capaz de durar una semana sin dejar caer la pelota.
Le pido el balón a ver si lo incito
con mi ejemplo. Como apenas logro siete pinolas, Darío suelta una nueva
risotada.
—Devolvémelo antes de que te broten
hojas. ¡Sos un tronco!
Y otra vez se ríe.
De pronto, sin ningún aviso, se pone
a dominar. Me pide que vaya contando en voz alta. Veo su rostro grave,
concentrado —va una—, veo su pie izquierdo apoyado en el piso —van dos—, veo
cómo el balón rebota suavemente en su pie derecho —tres—, veo cómo se tensa su
cuerpo magro —cuatro—, veo sus brazos venosos —cinco—, veo cómo su camiseta
lila se infla y se encoge —seis—, veo su nariz aguileña, veo sus pómulos
angulosos —siete—, veo su piel cobriza —ocho—, veo su pelo ensortijado, ahora
del color negro original —nueve—, veo la bota de su pantalón blanco arremangada
hasta la rodilla —diez—, veo su pierna artificial cubierta con espuma de
poliuretano —once—, veo cómo el muñón delgado de la prótesis naufraga en la
abertura de su zapato. Me pregunto cómo se sostiene, por qué no se mueve.
Doce.
Trece.
Veo que Darío esboza una sonrisa
burlona.
Catorce.
Descubro que no estoy contando con la
vista sino con los oídos. Sigo oyendo, sigo contando.
Oigo el golpe de la pelota contra el
empeine —quince—, oigo el jadeo de Silva —dieciséis.
Y ahora oigo su voz.
—Bueno, ya está.
Se detiene, atenaza el balón con la
mano derecha. En seguida dice que nunca fue futbolista de pasatiempos. Los
considera inútiles, pues en la cancha nadie anda tonteando. A él dénsela
redondita en el área, y ya verán cómo pone a cobrar a todo el equipo.
Siempre creí lo contrario: que su
nombre y la palabra divertimento encajaban sin tropiezos en la misma oración.
Lo veía contento en la cancha, como más dispuesto a pasarla bien que a
competir. En su pelo teñido de amarillo intuía un espíritu vivaracho, en su
sonrisa permanente divisaba un temperamento afable. Además estaba el contraste
entre su piel achocolatada y la piel blanca de sus compañeros. ¿Qué hacía ese
negro mandinga revuelto con aquellos jugadores de aspecto europeo? En este
punto Silva vuelve a largar la risotada.
—¡Pero si en la selección uruguaya ha
habido más negros!
—Ya lo sé. Pero algunas veces tú fuiste el único.
—Ya lo sé. Pero algunas veces tú fuiste el único.
Silva se mira un brazo, luego el
otro.
—¿Te acordás de Marcelo Zalayeta?
—Sí, claro.
—¡A ese hijo de puta lo demoraron en el toaster más que a mí!
—Sí, claro.
—¡A ese hijo de puta lo demoraron en el toaster más que a mí!
Y de nuevo suelta la carcajada.
A mi modo de ver, la apariencia
correcta de Zalayeta no desentonaba en aquella tropa de blancos austeros. En
cambio Silva me parecía, a ratos, un bailador de samba entrometido en una liga
de tango. Era festivo, saltarín, desabrochado. Siempre creí que reivindicaba el
significado primario del verbo jugar. Un día tenía el pelo amarillo, otro día
rojizo; a veces lo usaba largo, a veces se rapaba. Celebraba los goles sacando
la lengua, o brincando como canguro, o metiéndose el balón en la camiseta. Eso
sí: aunque pareciera el miembro calavera del grupo, siempre actuó durante los
partidos como un competidor feroz.
—Te ponés con firuletes y por ahí te
matan.
—Entiendo: la pinta de payaso no impide trabajar en serio cuando empieza la función del circo.
—Si no, no cobrás.
—Claro.
—Cobrás con goles, no con jueguitos.
—Entiendo: la pinta de payaso no impide trabajar en serio cuando empieza la función del circo.
—Si no, no cobrás.
—Claro.
—Cobrás con goles, no con jueguitos.
Calla un instante. Ahora tiene la
pelota bajo el brazo izquierdo.
—Yo ensayaba penaltis en aquella
pared. ¿Querés que tire uno?
—Claro.
—Patear es mejor que dominar.
—Claro, claro.
—Si nos imaginamos que esa pared es el arco, me vas a ver metiendo un gol con la derecha.
—¿Nunca te dijeron que pareces brasileño?
—¡Puta, miles de veces! Acordate de Catanha.
—Me acuerdo de Catanha, tu compañero brasileño en el Málaga. ¿Por qué lo mencionas?
—Nos confundían, ¿viste? A él le decían Silva y a mí, Catanha.
—Claro.
—Patear es mejor que dominar.
—Claro, claro.
—Si nos imaginamos que esa pared es el arco, me vas a ver metiendo un gol con la derecha.
—¿Nunca te dijeron que pareces brasileño?
—¡Puta, miles de veces! Acordate de Catanha.
—Me acuerdo de Catanha, tu compañero brasileño en el Málaga. ¿Por qué lo mencionas?
—Nos confundían, ¿viste? A él le decían Silva y a mí, Catanha.
Andrea, la hermana de Darío, nos trae
café.
—¿Ya le contó los desastres que hacía
en casa? —me pregunta.
—No.
—No.
Entonces se miran, sonríen. Andrea me
pasa el pocillo.
—Creció sin ley porque todos lo
mimábamos. Es el menor de los tres, el único varón.
—¿Qué desastres hizo?
—Las paredes eran su portería. Mi padre vivía pagando vidrios rotos en el vecindario.
—Le queda muy bien su pelo amarillo.
—¿Qué desastres hizo?
—Las paredes eran su portería. Mi padre vivía pagando vidrios rotos en el vecindario.
—Le queda muy bien su pelo amarillo.
Por toda respuesta, Andrea sonríe. Sus
ojos verdes se iluminan.
—Mi pelo era como el de ella.
—Me imitaba desde pibito.
—Pero ella también me imitó. Ese pelo que tiene ahora se parece al mío cuando jugaba.
—El tuyo se parecía al mío.
—Los dos nos pintábamos.
—Sí, pero yo lo hice primero.
—Me imitaba desde pibito.
—Pero ella también me imitó. Ese pelo que tiene ahora se parece al mío cuando jugaba.
—El tuyo se parecía al mío.
—Los dos nos pintábamos.
—Sí, pero yo lo hice primero.
Ambos ríen. Darío arroja el balón al
piso para recibir su café.
—¡Mirala bien a mi hermana, es
trigueña! ¡A la hija de puta nunca la pasaron por el toaster!
Y suelta la enésima carcajada.
Andrea me mira, y después mira a
Darío.
—Él me imitaba. Un día se puso lentes
de contacto verdes.
—Pero eso fue de pibe, mirá que ya ni me acuerdo.
—Tuviste ojos verdes.
—No me acuerdo.
—Lo volviste a hacer cuando jugabas en el Málaga.
—Y, bueno, yo era dueño de una discoteca. Esos lentes fueron cosas de la fiesta.
—Me imitabas.
—Pero eso fue de pibe, mirá que ya ni me acuerdo.
—Tuviste ojos verdes.
—No me acuerdo.
—Lo volviste a hacer cuando jugabas en el Málaga.
—Y, bueno, yo era dueño de una discoteca. Esos lentes fueron cosas de la fiesta.
—Me imitabas.
Entonces Darío se dirige a mí:
—¿Vos te imaginás las minas que me
hubiera cogido con los ojos de mi hermana?
Y otra vez empezó a ahogarse de la
risa.
Me sorprende que haya tenido una
discoteca durante su paso por el Málaga. Silva responde que divertirse en un
boliche propio siempre será más seguro que hacerlo en uno ajeno. Se trataba de
una ocupación adicional como cualquier otra. Como estudiar de noche, por
ejemplo, o cuidar un banco. El presidente del club sabía, sus compañeros
sabían, la ciudad entera sabía. Nadie protestaba, pues la discoteca era “una
inversión personal”. Además, él rendía en la cancha.
Jamás había conocido un deportista
que se expresara de manera tan políticamente incorrecta. Para Silva —recapitulo
en voz alta— beber antes de un partido era impedir que se le resecara el alma,
desvelarse con una mujer era llenarse de motivaciones y atender una discoteca
era como estudiar en jornada nocturna. En su credo personal ningún exceso es
condenable si el futbolista ofrece resultados. Esto último lo aprendió con la
experiencia, advierte entre risas. Al principio se escondía si veía periodistas
deportivos en los boliches. Después descubrió que cuando rendía en la cancha a
nadie le importaba si se acostaba temprano o amanecía en la calle. Por eso siempre
llegó puntual a los entrenamientos, por eso siempre dejó el alma en cada
jugada.
En este punto señala que a él le
bastaban dos horas de sueño. Andrea asiente con la cabeza. Quisiera saber,
digo, cómo puede competir en serio un futbolista desvelado y borracho. Entonces
Darío esgrime su tesis más descarada: por haberse criado en el campo, tiene la
ventaja de contar con un cuerpo muy fuerte. Me cuesta saber si en verdad piensa
eso, o si solo me está gastando una broma. Por lo pronto, digo que quedamos notificados:
debemos emplear a nuestros niños como ordeñadores de cabras para que más tarde
disfruten de un libertinaje saludable.
Darío se ríe, dice que soy un hijo de
puta. Luego agrega que la bohemia es muy común en el fútbol latinoamericano.
Los entrenadores suelen mirar para otro lado, porque si ven demasiado pueden
perder el control del grupo. Los compañeros suelen ser fieles al código de
guardar silencio, porque nunca se ha dado el caso de que a un futbolista lo
condecoren por soplón. El que muestra el trapo sucio afuera ensucia adentro.
Además, ¿a quién le incumbe lo que vos hagás en tu tiempo libre? Emborrachate,
cogete a ese minón que te pidió el autógrafo. Eso sí: al día siguiente llegá
puntual al entrenamiento y rompete el orto laburando. Si ganás, nadie te armará
lío.
Así funciona, concluye. Uno puede
taparse los ojos para no darse cuenta o vendarse la boca para no hablar, pero
la indisciplina está ahí.
—Lo que fue, fue. Ya está.
Me niego a creer —le digo— que cuando
se encuentra a solas sea tan indulgente consigo mismo. Él responde que nunca lo
ha sido. Siempre se ha culpado por su irresponsabilidad, y antes hasta se
odiaba por eso. Pudo haber matado a los dos amigos que viajaban con él en la
camioneta, pudo haberlos dejado inválidos. Menos mal no sucedió ni lo uno ni lo
otro. Jamás se lo habría perdonado, así que ahora yo no estaría conversando con
él sino solo con la morocha —y señala a su hermana.
No mató a los amigos, de acuerdo,
pero humilló a su familia, la hizo sufrir mucho. Él también estaba
desconsolado. Hacía como que olvidaba, como que todo le importaba un higo. Sin
embargo, tenía un ahogo en el corazón. Veía su pierna rota, sentía sangre en un
oído, escuchaba ruidos en la cabeza. Era quizá la voz de su conciencia. Nada
ganaba con quedarse ahí, echado a la pena. Debía existir alguna forma de
aprovechar la vida que le quedaba. Una tarde su psicóloga en Montevideo le dijo
cuál era: valorarla, honrarla día tras día. Lo único que se le ocurrió entonces
para lograr ese propósito fue devolverse para Treinta y Tres a cumplir su sueño
de infancia.
Silva pone su mano áspera en mi
hombro y me pide que lo acompañe hasta donde está la pared. Quiere que vea su
último gol, ese que también fue el primero, el más bonito de todos, el que
empezó a marcar desde niño en este patio amado.
La travesía de Wikdi
En la áspera trocha de ocho
kilómetros que separa a Wikdi de su escuela se han desnucado decenas de burros.
Allí, además, los paramilitares han torturado y asesinado a muchas personas.
Sin embargo, Wikdi no se detiene a pensar en lo peligrosa que es esa senda
atestada de piedras, barro seco y maleza. Si lo hiciera, se moriría de susto y
no podría estudiar. En la caminata de ida y vuelta entre su rancho, localizado
en el resguardo indígena de Arquía, y su colegio, ubicado en el municipio de
Unguía, emplea cinco horas diarias. Así que siempre afronta la travesía con el
mismo aspecto tranquilo que exhibe ahora, mientras cierra la corredera de su
morral.
Son las 4:35 de la mañana. En enero
la temperatura suele ser de extremos en esta zona del Darién chocoano: ardiente
durante el día y gélida durante la madrugada. Wikdi —trece años, cuerpo menudo—
tirita de frío. Hace un instante le dijo a Prisciliano, su padre, que prefiere
bañarse de noche. En este momento ambos especulan sobre lo helado que debe de
haber amanecido el río Arquía.
—Menos mal que nos bañamos anoche
—dice el padre.
—Esta noche volvemos al río —contesta el hijo.
—Esta noche volvemos al río —contesta el hijo.
Diagonal adonde ellos se encuentran,
un perro se acerca al fogón de leña emplazado en el suelo de tierra. Arquea el
lomo contra uno de los ladrillos del brasero, y allí se queda recostado
absorbiendo el calor. Prisciliano le pregunta a su hijo si guardó el cuaderno
de geografía en el morral. El niño asiente con la cabeza, dice que ya se sabe
de memoria la ubicación de América. El padre mira su reloj y se dirige a mí.
—Cinco menos veinte —dice.
Luego agrega que Wikdi ya debería ir
andando hacia el colegio. Lo que pasa, explica, es que en esta época clarea
casi a las seis de la mañana y a él no le gusta que el muchachito transite por
ese camino tan anochecido. Hace unos minutos, cuando él y yo éramos los únicos
ocupantes despiertos del rancho, Prisciliano me contó que el nacimiento de
Wikdi, el mayor de sus cinco hijos, sucedió en una madrugada tan oscura como
esta. Fue el 13 de mayo de 1998. A Ana Cecilia, su mujer, le sobrevinieron los
dolores de parto un poco antes de las tres de la mañana. Así que él, fiel a un
antiguo precepto de su etnia, corrió a avisarles a los padres de ambos. Los
cuatro abuelos se plantaron alrededor de la cama, cada uno con un candil
encendido entre las manos. Entonces fue como si de repente todos los kunas
mayores, muertos o vivos, conocidos o desconocidos, hubieran convertido la
noche en día solo para despejarle el horizonte al nuevo miembro de la familia.
Por eso Prisciliano cree que a los seres de su raza siempre los recibe la
aurora, así el mundo se encuentre sumergido en las tinieblas. Eso sí —concluye
con aire reflexivo—: aunque lleven la claridad por dentro arriesgan demasiado
cuando se internan por la trocha de Arquía en medio de tamaña negrura.
Prisciliano —treinta y ocho años,
cuerpo menudo— espera que el sacrificio que está haciendo su hijo valga la
pena. Él cree que en la Institución Educativa Agrícola de Unguía el niño
desarrollará habilidades prácticas muy útiles para su comunidad, como aplicar
vacunas veterinarias o manejar fertilizantes. Además, al culminar el
bachillerato en ese colegio de “libres” seguramente hablará mejor el idioma
español. Para los indígenas kunas, “libres” son todas aquellas personas que no
pertenecen a su etnia.
—El colegio está lejos —dice— pero no
hay ninguno cerca. El que tenemos nosotros aquí en el resguardo solo llega
hasta quinto grado, y Wikdi ya está en séptimo.
—La única opción es cursar el bachillerato en Unguía.
—Así es. Ahí me gradué yo también.
—La única opción es cursar el bachillerato en Unguía.
—Así es. Ahí me gradué yo también.
Prisciliano advierte que con el favor
de Papatumadi —es decir, Dios— Wikdi estudiará para convertirse en profesor una
vez termine su ciclo de secundaria.
—Nunca le he insinuado que elija esa
opción —aclara—. Él vio el ejemplo en casa porque yo soy profesor de la escuela
de Arquía.
¿Podrá Wikdi abrirse paso en la vida
con los conocimientos que adquiera en el colegio de los “libres”? Es algo que
está por verse, responde Prisciliano. Quizá se enriquecerá al asimilar ciertos
códigos del mundo ilustrado, ese mundo que se encuentra más allá de la selva y
el mar que aíslan a sus hermanos. Se acercará a la nación blanca y a la nación
negra. De ese modo contribuirá a ensanchar los confines de su propia comarca.
Se documentará sobre la historia de Colombia, y así podrá, al menos, averiguar
en qué momento se obstruyeron los caminos que vinculaban a los kunas con el
resto del país. Estudiará el Álgebra de Baldor, se aprenderá los nombres de
algunas penínsulas, oirá mencionar a Don Quijote de la Mancha. Después,
transformado ya en profesor, les transmitirá sus conocimientos a las futuras
generaciones. Entonces será como si otra vez, por cuenta de los saberes de un
predecesor, brotara la aurora en medio de la noche.
—Las cinco y todavía oscuro —dice
ahora Prisciliano.
Anabelkis, su cuñada, ya está
despierta: hierve café en el mismo fogón en el que hace un momento tomaba calor
el perro. Su marido intenta tranquilizar al bebé recién nacido de ambos, que
llora a moco tendido. Nadie más falta por levantarse, pues Ana Cecilia y los
otros hijos de Prisciliano durmieron anoche en Turbo, Antioquia. En el radio
suena una conocida canción de despecho interpretada por Darío Gómez.
Ya lo ves me tiré el matrimonio
y ya te la jugué de verdad
fuiste mala, ay, demasiado mala
pero en esta vida todo hay que aguantar.
y ya te la jugué de verdad
fuiste mala, ay, demasiado mala
pero en esta vida todo hay que aguantar.
El fogón es ahora una hoguera que
esparce su resplandor por todo el recinto. Cantan los gallos, rebuznan los
burros. En el rancho ha empezado a bullir la nueva jornada. Más allá siguen
reinando las tinieblas. Pareciera que en ninguna de las 61 casas restantes del
cabildo se hubiera encendido un solo candil. Eso sí: cualquiera que haya nacido
aquí sabe que, a esta hora, la mayoría de los 582 habitantes de la comarca ya
está en pie.
Wikdi le dice hasta luego a
Prisciliano en su lengua nativa (“¡kusalmalo!”), y comienza a caminar a través
del pasillo que le van abriendo los cuatro perros de la familia.
***
Hemos caminado por entre un riachuelo
como de treinta centímetros de profundidad. Hemos atravesado un puente roto
sobre una quebrada sin agua. Hemos escalado una pendiente cuyas rocas enormes
casi no dejan espacio para introducir el pie. Hemos cruzado un trecho de barro
revestido de huellas endurecidas: pezuñas, garras, pisadas humanas. Hemos
bajado por una cuesta invadida de guijarros filosos que parecen a punto de
desfondarnos las botas. Ahora nos aprestamos a vadear una cañada repleta de
peñascos resbaladizos. Un vistazo a la izquierda, otro a la derecha. Ni modo,
toca pisar encima de estas piedras recubiertas de cieno. Me asalta una idea
pavorosa: aquí es fácil caer y romperse la columna. A Wikdi, es evidente, no lo
atormentan estos recelos de nosotros los “libres”: zambulle las manos en el
agua, se remoja los brazos y el rostro.
Hace hora y media salimos de Arquía.
La temperatura ha subido, calculo, a unos 38 grados centígrados. Todavía nos
falta una hora de viaje para llegar al colegio, y luego Wikdi deberá hacer el
recorrido inverso hasta su rancho. Cinco horas diarias de travesía: se dice muy
fácil, pero créanme: hay que vivir la experiencia en carne propia para entender
de qué les estoy hablando. En esta trocha —me contó Jáider Durán, exfuncionario
del municipio de Unguía— los caballos se hunden hasta la barriga y hay que
desenterrarlos halándolos con sogas. Algunos se estropean, otros mueren. Unos
zapatos primorosos de esos que usa cierta gente en la ciudad —unos Converse,
por ejemplo— ya se me habrían desbaratado. Aquí los pedruscos afilados taladran
la suela. El caminante siente las punzadas en las plantas de los pies aunque
calce botas pantaneras como las que tengo en este momento.
—¡Qué sed! —le digo a Wikdi.
—¿Usted no trajo agua?
—No.
—Apenas nos faltan tres puentes para llegar al pueblo.
—¿Usted no trajo agua?
—No.
—Apenas nos faltan tres puentes para llegar al pueblo.
Agradezco en silencio que Wikdi tenga
la cortesía de intentar consolarme. Entonces él, tras esbozar una sonrisa
candorosa, corrige la información que acaba de suministrarme.
—No, mentiras: faltan son cuatro
puentes.
En la gran urbe en la que habito,
mencionar a un niño indígena que gasta cinco horas diarias caminando para poder
asistir a la escuela es referirse al protagonista de un episodio bucólico. ¡Qué
quijotada, por Dios, qué historias tan románticas las que florecen en nuestro
país! Pero acá, en el barro de la realidad, al sentir los rigores de la
travesía, al observar las carencias de los personajes implicados, uno entiende
que no se encuentra frente a una anécdota sino frente a un drama. Visto desde
lejos, un camino de herradura en el Chocó o en cualquier otro lugar de la
periferia colombiana es mero paisaje. Visto desde cerca es símbolo de
discriminación. Además se transforma en pesadilla. Cuando la trocha se sale de
la foto de Google y aparece debajo de uno, es un monstruo que hiere los pies.
Produce quemazón entre los dedos, acalambra los músculos gemelos. Extenúa,
asfixia, maltrata. Sin embargo, Wikdi luce fresco. Tiene la piel cubierta de
arena pero se ve entero. Le pregunto si está cansado.
—No.
—¿Tienes sed?
—Tampoco.
—¿Tienes sed?
—Tampoco.
Wikdi calla, y así, en silencio, se
adelanta un par de metros. Luego, sin mirarme, dice que lo que tiene es hambre
porque hoy se vino sin desayunar.
—¿Cuántas veces vas a clases sin
desayunar?
—Yo voy sin desayunar, pero en el colegio dan un refrigerio.
—Entonces comes cuando llegues.
—El año pasado era que daban refrigerio. Este año no dan nada.
—Yo voy sin desayunar, pero en el colegio dan un refrigerio.
—Entonces comes cuando llegues.
—El año pasado era que daban refrigerio. Este año no dan nada.
Captada en su propio ambiente, digo,
la historia que estoy contando suscita tanta admiración como tristeza. Y susto:
aquí los paramilitares han matado a muchísimas personas. Hubo un tiempo en el
que adentrarse en estos parajes equivalía a firmar anticipadamente el acta de
defunción. El camino quedó abandonado y fue arrasado por la maleza en varios
tramos. Todavía hoy existen partes cerradas. Así que nos ha tocado desviarnos y
avanzar, sin permiso de nadie, por el interior de algunas fincas paralelas. Doy
un vistazo panorámico, tanteo la magnitud de nuestra soledad. En este instante
no hay en el mundo un blanco más fácil que nosotros. Si nos saliera al paso un
paramilitar dispuesto a exterminarnos, lo conseguiría sin necesidad de
despeinarse. Sobrevivir en la trocha de Arquía, después de todo, es un simple
acto de fe. Y por eso, supongo, Wikdi permanece a salvo al final de cada
caminata: él nunca teme lo peor.
—Faltan dos puentes —dice.
Solo una vez se ha sentido en riesgo.
Caminaba distraído por un atajo cuando divisó, de improviso, una culebra que
iba arrastrándose muy cerca de él. Se asustó, pensó en devolverse. También
estuvo a punto de saltar por encima del animal. Al final no hizo ni lo uno ni
lo otro, sino que se quedó inmóvil viendo cómo la serpiente se alejaba.
—¿Por qué te quedaste quieto cuando
viste la culebra?
—Me quedé así.
—Sí, pero ¿por qué?
—Yo me quedé quieto y la culebra se fue.
—¿Tú sabes por qué se fue la culebra?
—Porque yo me quedé quieto.
—¿Y cómo supiste que si te quedabas quieto la culebra se iría?
—No sé.
—¿Tu papá te enseñó eso?
—No.
—Me quedé así.
—Sí, pero ¿por qué?
—Yo me quedé quieto y la culebra se fue.
—¿Tú sabes por qué se fue la culebra?
—Porque yo me quedé quieto.
—¿Y cómo supiste que si te quedabas quieto la culebra se iría?
—No sé.
—¿Tu papá te enseñó eso?
—No.
Deduzco que Wikdi, fiel a su casta,
vive en armonía con el universo que le correspondió. Él, por ejemplo, marcha
sin balancear los brazos hacia atrás y hacia adelante, como hacemos nosotros,
los “libres”. Al llevar los brazos pegados al cuerpo evita gastar más energías
de las necesarias. Deduzco también que tanto Wikdi como los demás integrantes
de su comunidad son capaces de mantenerse firmes porque ven más allá de donde
termina el horizonte. Si se sentaran bajo la copa de un árbol a dolerse del
camino, si solo tuvieran en cuenta la aspereza de la travesía y sus peligros,
no llegarían a ninguna parte.
—¿Tú por qué estás estudiando?
—Porque quiero ser profesor.
—¿Profesor de qué?
—De inglés y de matemáticas.
—¿Y eso para qué?
—Para que mis alumnos aprendan.
—¿Quiénes van a ser tus alumnos?
—Los niños de Arquía.
—Porque quiero ser profesor.
—¿Profesor de qué?
—De inglés y de matemáticas.
—¿Y eso para qué?
—Para que mis alumnos aprendan.
—¿Quiénes van a ser tus alumnos?
—Los niños de Arquía.
Deduzco, además, que para hacer camino
al andar como proponía el poeta Antonio Machado, conviene tener una feliz dosis
de ignorancia. Que es justamente lo que sucede con Wikdi. Él desconoce las
amenazas que representan los paramilitares, y no se plantea la posibilidad de
convertirse, al final de tanto esfuerzo, en una de las víctimas del desempleo
que afecta a su departamento. En el Chocó, según un informe de las Naciones
Unidas que será publicado a finales de este mes, el 54% de los habitantes
sobrevive gracias a una ocupación informal. Allí, en el año 2002, el 20% de la
población devengaba menos de dos dólares diarios. En esta misma región donde
nos encontramos, a propósito, se presentó en 2007 una emergencia por
desnutrición infantil que ocasionó la muerte de doce niños. Wikdi, insisto, no
se detiene a pensar en tales problemas. Y en eso radica parte de la fuerza con
la que sus pies talla 35 devoran el mundo.
—Ese es el último puente —dice,
mientras me dirige una mirada astuta.
—¿El que está sobre el río Unguía?
—Sí, ese. Ahí mismito está el pueblo.
—¿El que está sobre el río Unguía?
—Sí, ese. Ahí mismito está el pueblo.
***
La Institución Educativa Agrícola de
Unguía, fundada en 1961, ha forjado ebanistas, costureras, microempresarios
avícolas. Pero hoy el taller de carpintería se encuentra cerrado, no hay ni una
sola máquina de modistería y tampoco sobrevive ningún pollo de engorde.
Supuestamente, aquí enseñan a criar conejos; sin embargo, la última vez que los
estudiantes vieron un conejo fue hace ocho años. Tampoco quedan cuyes ni patos.
En los 18 salones de clases abundan las sillas inservibles: están desfondadas,
o cojas, o sin brazos. La sección de informática causa tanto pesar como
indignación: los computadores son prehistóricos, no tienen puerto de memoria
USB sino ranuras para disquetes que ya desaparecieron del mercado. Apenas cinco
funcionan a medias. Recorrer las instalaciones del colegio es hacer un
inventario de desastres.
—Este año no hemos podido darles a
los estudiantes su refrigerio diario —dice Benigno Murillo, el rector—. El
Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, que es el que nos ayuda en ese
campo, nos mandó un oficio informándonos que volverá a dar la merienda en
marzo. Hemos tenido que reducir la duración de las clases y finalizar las
jornadas más temprano. ¡Usted no se imagina la cantidad de muchachos que vienen
sin desayunar!
Ahora los estudiantes del grupo
Séptimo A van entrando atropelladamente al salón. Se sientan, sacan sus
cuadernos. En el colegio nadie conoce a nuestro personaje como Wikdi: acá le
llaman ‘Anderson’, el nombre alterno que le puso su padre para que encajara con
menos tropiezos en el ámbito de los “libres”.
—Anderson —dice el profesor de
geografía—: ¿trajo la tarea?
Mientras el niño le muestra el
trabajo al profesor, reviso mi teléfono celular. Está sin señal, un trasto
inútil que durante la travesía solo me ha funcionado como reloj despertador. La
“aldea global” que los pontífices de la comunicación exaltan desde los tiempos
de McLuhan, sigue teniendo más de aldea que de global. En el mundo civilizado
vamos a remolque de la tecnología; en estos parajes atrasados la tecnología va
a remolque de nosotros. Allá, en las grandes ciudades, al otro lado de la selva
y el mar, el hombre acorta las distancias sin necesidad de moverse un
milímetro. Acá toca calzarse las botas y ponerle el pecho al viaje.
—América es el segundo continente en
extensión —lee el profesor en el cuaderno de Anderson.
Se me viene a la mente una palabra
que desecho en seguida porque me parece gastada por el abuso: ‘odisea’. Para
entrar en este lugar de la costa pacífica colombiana que parece enclavado en el
recodo más hermético del planeta, toca apretar las mandíbulas y asumir riesgos.
El trayecto entre mi casa y el salón en el cual me encuentro este martes ha
sido uno de los más arduos de mi vida: el domingo por la mañana abordé un avión
comercial de Bogotá a Medellín. La tarde de ese mismo día viajé a Carepa —Urabá
antioqueño— en una avioneta que mi compañero de viaje, el fotógrafo Camilo
Rozo, describió como “una pequeña buseta con alas”. En seguida tomé un taxi
que, una hora después, me dejó en Turbo. El lunes madrugué a embarcarme, junto
con veintitrés pasajeros más, en una lancha veloz que se abrió paso en el
enfurecido mar a través de olas de tres metros de alto. Atravesé el caudaloso
río Atrato, surqué la Ciénaga de Unguía, hice en caballo el viaje de ida hacia
el resguardo de los kunas. Y hoy caminé con Wikdi, durante dos horas y media,
por la trocha de Arquía.
El profesor sigue hablando:
—Chocó, nuestro departamento, es un
puntito en el mapa de América.
¡Ah, si bastara con figurar en el
Atlas Universal para ser tenido en cuenta! Estas lejuras de pobres nunca les
han interesado a los indolentes gobernantes nuestros, y por eso los
paramilitares están al mando. En la práctica ellos son los patronos y los legisladores
reconocidos por la gente. ¿Cómo se podría romper el círculo vicioso del atraso?
En parte con educación, supongo. Pero entonces vuelvo al documento de las
Naciones Unidas. Según el censo de 2005, Chocó tiene la segunda tasa de
analfabetismo más alta en Colombia entre la población de 15 a 24 años: 9,47%.
Un estudio de 2009 determinó que en el departamento uno de cada dos niños que
terminan la educación primaria no continúa la secundaria. En este punto pienso,
además, en un dato que parece una mofa de la dura realidad: el comandante de
los paramilitares en el área es apodado ‘el Profe’.
Anderson regresa sonriente a su
silla. Me pregunto adónde lo llevará el camino al final del ciclo académico. Su
profesora Eyda Luz Valencia, que fue quien lo bautizó con el nombre de “libre”,
cree que llegará lejos porque es despabilado y tiene buen juicio a la hora de
tomar decisiones. Existen razones para vaticinar que no será un ‘profe’
siniestro como el de los paramilitares, sino un profesor sabio como su padre, capaz
de improvisar una aurora aunque la noche esté perdida en las tinieblas.
Viaje al Macondo real
Publicado: 30 septiembre 2012 en Alberto
Salcedo Ramos
Etiquetas:Colombia, Gabriel García Márquez, Macondo, Soho
Etiquetas:Colombia, Gabriel García Márquez, Macondo, Soho
CASA DEL HIELO, esquina del barrio
Boston, Aracataca. Empiezo la historia del Macondo real en el mismo punto donde
empieza la del Macondo de ficción. A este lugar acuden de cuando en cuando
viajeros procedentes de todo el mundo, admiradores de Gabriel García Márquez
que pretenden encontrar aquí, en el pueblo donde él nació, elementos tangibles
de su universo literario.
Cuando ciertos nativos desocupados
avistan a esos forasteros en las calles del pueblo, entienden que ha llegado el
momento de actuar. Macondo será historia pura en las páginas de Cien años de
soledad, compadre, pero aquí en Aracataca existe, es materia genuina, ellos lo
ven cada día y pueden hacérselo visible a los visitantes que tengan fe en
hallarlo más allá de la literatura. En esa casa esquinera, por ejemplo, fue
donde el coronel Aureliano Buendía conoció el hielo que habría de recordar
muchos años después, usted sabe, frente al pelotón de fusilamiento. Présteme la
cámara si quiere y yo lo retrato ahí con su novia.
Si el turista pide más detalles, se
le dan. La casa de madera fue construida en 1923. En su patio se almacenaban
hasta 200 bloques semanales de hielo durante los tiempos de la United Fruit
Company, multinacional que entonces manejaba la producción de banano en estas
tierras. Para los abuelos que poblaban Aracataca en aquella época, la llegada
del hielo representó un avance notable. Acababan de descubrir un prodigio que
servía para conservar los alimentos y espantar el bochorno.
Algunas veces, los guías espontáneos
añaden que durante gran parte del siglo pasado el hielo fue un símbolo de
estatus. Tú sabes, viejo gringo, hielito para la limonada del mediodía y
hielito para el refresco del atardecer. Un lujo que no podía permitirse todo el
mundo, apenas los ricos de Aracataca y los mandamases de la compañía bananera.
Los bloques venían desde Ciénaga en un tren de la United Fruit Company. Eran
cubiertos con aserrín para evitar que se derritieran, pues la madera es un
aislante térmico. El que quisiera beber frío debía ir al patio y picar un poco
de escarcha.
—Eche, Míster, tú sabes cómo es la
película por aquí con estos calores.
Es posible que mientras el guía
atiende a los forasteros aparezcan niños en chanclas de esos que en la
actualidad se ganan la vida vendiendo bolsas de agua helada. El anfitrión les
dará un vistazo cómplice, sonreirá.
—Las vueltas que da la vida: antes
salía carísimo beber agua fría y ahora es lo más barato del mundo. Trescientas
barritas nada más, Míster. Hoy el hielo es el aire acondicionado de los pobres.
El guía retoma su discurso en el
mismo punto en que lo había abandonado cuando hizo la digresión. Entonces dice
que en los años veinte del siglo XX a los niños les encantaban esos bloques,
pues estaban surcados por agujas que se tornaban iridiscentes cuando les pegaba
el sol. Así que uno de los planes familiares predilectos era entrar en esta
casa a contemplar el hielo. Gabito —así lo llaman casi todos— seguramente vino
muchas veces con su abuelo, el coronel Nicolás Márquez. Lo que pasa es que
según la novela quien vino a conocer el hielo fue el coronel Aureliano Buendía.
¡Es que ese Gabito es más embusterooooo!
En el Macondo real, mucha gente vive
convencida de que conoce al dedillo cada elemento del Macondo ficticio. Cita a
sus personajes como si los hubiera visto en la vecindad, describe sus espacios
como si los tuviera al frente. De eso me habla ahora el poeta Rafael Darío
Jiménez mientras entramos en la Casa del Hielo.
¿Casa del Hielo?
El nombre suena irónico: al franquear
la puerta, nos recibe una vaharada de aire caliente. En el suelo hay un reguero
de cables eléctricos y muchas piezas automotrices desbaratadas.
—Esto es ahora un taller mecánico
—dice Jiménez.
***
Son muchos los visitantes que buscan
en el Macondo real la resonancia poética del Macondo literario. Pero acá el
hielo no es un témpano luminoso que permanece intacto en la memoria sino una
sustancia vulgar que se deslíe entre las manos. Eso sí: me cuenta el poeta
Jiménez que algunos visitantes insisten. Quieren saber, por ejemplo, qué mujer
del pueblo fue el molde original de Petra Cotes, la amante de Aureliano Segundo
en Cien años de soledad. Nunca falta un nativo astuto que aporte el dato
solicitado.
—Esa es Fulana, la querida de
Perencejo.
Los guías agregan a continuación que
según decían sus padres que habían dicho sus abuelos, el Mauricio Babilonia de
la novela era un electricista que cada vez que pasaba por donde los Márquez
Iguarán —abuelos de Gabito— dejaba tras de sí un enjambre de mariposas
amarillas. Curiosamente, muchos de los nativos jamás han leído un libro de
García Márquez. Pero llevan años oyendo hablar de sus criaturas y de sus
historias, saben de sobra cómo explotar ciertos códigos macondianos. Además,
sienten que el Macondo de la literatura es un simple reflejo de la vida de
ellos. Así que ¿para qué perder el tiempo buscándolo en las novelas cuando
pueden verlo en sus propias esquinas?
—¿Ustedes quieren saber quién era la
tal Rebeca que comía tierra? Una señora llamada Francisca que vivía en la calle
Monseñor Espejo.
Le digo a Rafael Darío que si yo
fuera un lugareño sin formación académica, también pensaría que conozco a mi
coterráneo más ilustre sin necesidad de haberlo leído. Total, llevo años
viéndolo en la prensa, he oído su voz en la voz de todo el mundo. Si fuera un
aldeano más y cerrara los ojos para que alguien me leyera pasajes de Cien años
de soledad en voz alta, sentiría que me nombran a mis parientes cercanos,
sentiría que me conducen a través de senderos familiares. Reconocería el
aguamanil donde se lavaba las manos la tía y el mosquitero donde se guarecía el
tío. Reencontraría en la ficción ciertos objetos de la realidad que ya no se
ven en la realidad misma: la cama de tijera, el gramófono, la bacinilla de
peltre. Identificaría el gallo de riña de mi compadre, supondría que Remedios
la Bella ascendió al cielo envuelta en las sábanas blancas que lavó mi nana
esta mañana. Vería a Úrsula Iguarán como la personificación de mi bisabuela:
cegatona, indestructible.
Entiendo a esos paisanos que no ven
las historias de García Márquez como transposición poética de la realidad, sino
como simple reproducción documental de los sucesos cotidianos que narraban los
vecinos.
—Eche, gringo, ¿quién dijo que Gabito
inventó esos cuentos? Él mismo se la pasa diciendo en las entrevistas que solo
ha sido un notario. Vae pues, por mi madre.
Los paisanos de Gabito saben que él
es un señor muy importante con unas alas enormes, ni más faltaba, saben que es
célebre, celebrado, gracioso, distinguido, pero muchos de ellos no lo ven
precisamente como fabulador, como alguien que creó el universo por el cual se
volvió tan famoso. Lo ven tan solo como un amanuense, como un tipo que supo
plasmar en los libros el acervo que heredó de sus mayores, un compadre que echó
en su maletín de viaje los cuentos de todos, y los hizo circular hasta en el
último rincón del planeta.
***
En este momento el poeta Rafael Darío
Jiménez me entrega uno de los muchos recortes de prensa que ha ido acumulando
en su larga vida como estudioso de la obra de García Márquez. Hace varios años
fundó en Aracataca el restaurante Gabo, una especie de altar al que acuden los
devotos del escritor. Allí pueden rendirle culto y, de paso, comerse un buen filete
de pargo rojo con patacones. En las paredes hay portadas de revistas dedicadas
a Gabito, fotografías de Gabito, autógrafos de Gabito. Mientras uno se sienta
en el taburete de cuero a esperar el almuerzo, puede escuchar fascinado al
anfitrión, que conversa con la gracia típica de los palabreros del Caribe.
—El primer Macondo que existió fue un
árbol —dice—. Es originario de África y alcanza hasta 35 metros de altura.
—Como la bonga.
—Como la bonga. En la Zona Bananera había una finca que todavía existe. Se llama Macondo porque tenía muchos árboles de esos.
—La finca vendría siendo el segundo Macondo.
—Exacto. El tercero es el de Gabito. Él cuenta en sus memorias que un día iba viajando en tren y de pronto vio la finca a un lado de la carretera. Leyó el letrero “Macondo” de la fachada y quedó impresionado.
—Claro, esta historia de la finca también es una parte muy conocida del mito.
—Gabito cuenta que antes de acabar el viaje, supo que el pueblo de Cien años de soledad se llamaría Macondo.
—Tercer Macondo, pues.
—Sí, el tercero. El primero y el segundo eran Macondos reales. El Macondo de Gabito es un mundo imaginario como el condado de Yoknapatawa creado por Faulkner.
—Como la bonga.
—Como la bonga. En la Zona Bananera había una finca que todavía existe. Se llama Macondo porque tenía muchos árboles de esos.
—La finca vendría siendo el segundo Macondo.
—Exacto. El tercero es el de Gabito. Él cuenta en sus memorias que un día iba viajando en tren y de pronto vio la finca a un lado de la carretera. Leyó el letrero “Macondo” de la fachada y quedó impresionado.
—Claro, esta historia de la finca también es una parte muy conocida del mito.
—Gabito cuenta que antes de acabar el viaje, supo que el pueblo de Cien años de soledad se llamaría Macondo.
—Tercer Macondo, pues.
—Sí, el tercero. El primero y el segundo eran Macondos reales. El Macondo de Gabito es un mundo imaginario como el condado de Yoknapatawa creado por Faulkner.
Le digo a Rafael Darío que, en
principio, el Macondo de la ficción se alimentó del Macondo de la realidad,
pero después empezó a suceder lo contrario: la voz del escritor —irresistible,
contagiosa— le impuso ciertos códigos a la realidad. Para la muestra, un botón:
en Colombia nunca hubo un registro exacto de los trabajadores masacrados durante
la huelga bananera de 1928. Gabito escribió en Cien años de soledad que habían
sido 3000, y así pasó a la historia. Entonces un congresista propuso un minuto
de silencio en honor a las 3000 víctimas de la matanza.
Si en el remoto país capitalino los
senadores de la República inventan la realidad a partir de la ficción, con
mayor razón tienen que hacerlo los habitantes de este ardiente Macondo real
donde nació el truco. Así las cosas, vamos desembocando en una conclusión
exótica: también es posible reinventar la cotidianidad a través de los
espejismos. La realidad como imagen de sí misma, la imagen como una nueva
realidad.
Extiendo frente a mis ojos, por fin,
el recorte de prensa que me acaba de pasar Rafael Darío. Él sonríe, pone su
índice derecho sobre un párrafo escrito por el propio García Márquez. Lo leo en
voz alta:
“Siempre he tenido un gran respeto
por los lectores que andan buscando la realidad escondida detrás de mis libros.
Pero más respeto a quienes la encuentran, porque yo nunca lo he logrado. En Aracataca,
el pueblo del Caribe donde nací, esto parece ser un oficio de todos los días.
Allí ha surgido en los últimos veinte años una generación de niños astutos que
esperan en la estación del tren a los cazadores de mitos para llevarlos a
conocer los lugares, las cosas y aun los personajes de mis novelas: el árbol
donde estuvo amarrado José Arcadio el viejo, o el castaño a cuya sombra murió
el coronel Aureliano Buendía, o la tumba donde Úrsula Iguarán fue enterrada —y
tal vez viva— en una caja de zapatos”.
Sonrío, bebo un sorbo de la limonada
repleta de hielo que hace un momento me trajo la camarera. Sigo leyendo.
“Esos niños no han leído mis novelas,
por supuesto, de modo que su conocimiento del Macondo mítico no proviene de
ellas, y los lugares, las cosas y los personajes que les muestran a los
turistas solo son reales en la medida en que éstos están dispuestos a
aceptarlos. Es decir, que detrás del Macondo creado por la ficción literaria
hay otro Macondo más imaginario y más mítico aún, creado por los lectores, y
certificado por los niños de Aracataca con un tercer Macondo visible y
palpable, que es sin duda el más falso de todos. Por fortuna, Macondo no es un
lugar sino un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere ver, y
verlo como quiere”.
De modo que Macondo no se lleva por
fuera sino por dentro. Está en el alma, mucho más allá de las piedras del
Macondo real, mucho más allá de las páginas del Macondo literario. Macondo es
un mito que se elevó para siempre a los más altos aires, allá donde solo pueden
alcanzarlo los más altos pájaros de la memoria.
Macondo es una invención tanto del
autor como de sus cultores. Ahora bien: las licencias literarias con las que
uno mata son las mismas con las que uno muere. En el epígrafe de Vivir para
contarla, su libro autobiográfico, García Márquez dice: “La vida no es la que
uno vivió sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”. Eso es,
ni más ni menos, lo que aplican quienes hacen turismo con los elementos que le
sirvieron a Gabito para hacer literatura. Ellos también tienen sus historias,
ellos también narran. Eche, gringo, ahora no te pongas a averiguar si lo que
oíste es cierto o falso. A nosotros no nos interesa esa vaina. Si te lo dijimos
es porque es cierto. En el Caribe la verdad no sucede: se cuenta. ?Hace poco,
otro gran escritor de esta región, Ramón Illán Bacca, me contó una historia de
esas que demuestran que en el Caribe lo importante no es saber la respuesta
sino decirla, y decirla con gracia. En cierta ocasión Ramón estaba conversando
con un tipo que, de repente, mencionó “la espada de Demóstenes”. Ramón, dueño
de una vasta erudición, no aguantó la tentación de corregirlo.
—Es la espada de Damocles.
Pero el tipo, lejos de acomplejarse,
supo encontrar un argumento bastante digno.
—Bueno, da lo mismo que sea
Demóstenes o Damocles porque en esa época todo el mundo andaba armado con
espada.
Aquella mañana, al otro lado de la
línea telefónica, Ramón soltó entre carcajadas su conclusión luminosa: en el
Caribe a nadie le dan ganas de suicidarse por confundir el talón de Aquiles con
el de Atila, ni por lavarle las manos a Herodes y dejárselas sucias a Pilatos.
Así que resérvate esos escrúpulos racionales, Míster, no vengas de por allá tan
lejos a dañarnos el cuento.
Cada persona con la que uno se
tropieza tiene su propio Macondo, cada quien va por ahí con la historia que le
tocó en suerte. Ahora, mientras Rafael Darío Jiménez guarda el recorte de
prensa, recuerdo una anécdota que me contó el poeta Juan Manuel Roca cuando le
anuncié mi viaje a Aracataca. Una tarde, después de un recital en Santa Marta,
Roca vino a este pueblo con varios poetas de otros países, entre ellos el
cubano Eliseo Alberto. El guía que los recibió era el tipo más locuaz del
mundo. Sin ningún pudor buscaba en el Macondo real ciertas equivalencias del
Macondo ficticio. La peste del olvido, según él, surgió en el Puente de los
Varaos; el hilo de sangre que recorrió la Calle de los Turcos en Cien años de
soledad era de un tipo que había sido amigo de su abuelo, y así.
Uno de los poetas, medio en broma y
medio en serio, le obsequió un cumplido.
—¡Qué inteligente es usted!?Entonces
el guía le expresó su gratitud al mejor estilo macondiano:
—Me gusta que me digas eso, poeta. Es que aquí en Aracataca todos somos inteligentes, lo que pasa es que Gabito es el único que sabe redactá.
—Me gusta que me digas eso, poeta. Es que aquí en Aracataca todos somos inteligentes, lo que pasa es que Gabito es el único que sabe redactá.
***
Vine a la Zona Bananera del
Magdalena, en el Caribe colombiano, porque me dijeron que acá quedaba Macondo,
el mítico pueblo creado por el escritor Gabriel García Márquez. Llevo cuatro
días recorriendo este territorio y aún sigo preguntándome dónde está Macondo,
cuáles son sus confines.
—Macondo queda por allá arribita,
compadre. Es una finca.
—¿Macondo? Ñerda, esa te la debo: no sé.
—Macondo es toda la tierra que pisamos —dice el poeta Rafael Darío Jiménez—. Por donde veníamos era Macondo y para donde vamos será Macondo.
—Eche, me extraña esa pregunta. Macondo está en los libros de García Márquez. ¿Acaso tú no has leído Cien años de soledad?
—¿Macondo? Ñerda, esa te la debo: no sé.
—Macondo es toda la tierra que pisamos —dice el poeta Rafael Darío Jiménez—. Por donde veníamos era Macondo y para donde vamos será Macondo.
—Eche, me extraña esa pregunta. Macondo está en los libros de García Márquez. ¿Acaso tú no has leído Cien años de soledad?
He encontrado a Macondo en varios
elementos a lo largo de mi caminata. En las plantaciones de banano que se
extienden a ambos lados de la carretera. En la canícula de las dos de la tarde.
En la gallina jabada que puso un huevo en el alar y después alborotó el
vecindario con su cacareo. En las calles contiguas a la finca donde nació esta
fábula: polvorientas, torcidas. Sin duda, en ese pasaje el mundo es todavía tan
reciente que muchas cosas siguen careciendo de nombre y para mencionarlas hay
que señalarlas con el dedo.
He encontrado a Macondo, digo, en esa
tristura que a veces tiene la gente aunque muestre una risa. En las
conversaciones sobre la guerra, la guerra de siempre que pasa del Macondo real
al ficticio y viceversa. En la anciana enlutada que a pesar de su apariencia
frágil estremece la casa con su voz de mando. En el caos, en la desmemoria, en
la repetición cíclica de nuestras calamidades. En los cuentos que me contaron
sobre las disputas políticas eternas y sobre la corrupción sistemática. Macondo
es esta Aracataca por donde voy caminando, aunque ya no sea una aldea de 20
casas de barro y cañabrava, como en la novela, sino una villa de 40.000
habitantes.
Macondo es también lo que he oído
durante el viaje. Fui al colegio Gabriel García Márquez a entrevistarme con el
profesor Frank Domínguez, conocedor de la obra de Gabito. Me dijo que Macondo
es chispa, brujería. Mantente alerta y oirás su música. Macondo suena, Macondo
canta, Macondo encanta.
—Si vas a escribir sobre Macondo —me
dijo el profesor Domínguez— tienes que leer a Federico Nietzsche.
En ese momento, desde luego, me sentí
a punto de alucinar.
—¿Nietzsche en Macondo?
—Claro que sí: Nietzsche. Él dijo la mejor frase que conozco para describir a Gabito: “La potencia intelectual de un hombre se mide por la dosis de humor que es capaz de utilizar”.
—Qué buena frase.
—Es el epígrafe del libro que escribí para celebrar el humor de Gabito.
—Claro que sí: Nietzsche. Él dijo la mejor frase que conozco para describir a Gabito: “La potencia intelectual de un hombre se mide por la dosis de humor que es capaz de utilizar”.
—Qué buena frase.
—Es el epígrafe del libro que escribí para celebrar el humor de Gabito.
Cuando iba saliendo del colegio,
volví a toparme con el espíritu disparatado del que me habló Ramón Illán Bacca.
En una de las paredes leí la siguiente cita, atribuida al poeta “Pedro” Neruda:
“Cien años de soledad es quizá la más grande revelación de la lengua española
después de Don Quijote de Cervantes”.
A esas alturas ya había entendido las
reglas de juego. En Macondo da lo mismo Pedro que Pablo porque acá, carajo,
todos son poetas.
Ya dije que Macondo es lo que uno oye
mientras transita por la Zona Bananera. Aguza el oído, quédate quieto cuando
zumbe la brisa. Después caminas un poco más y oyes a la profesora Aura
Ballesteros, a quien llaman “Fernanda del Carpio” porque es “la cachaca de la
historia”. Ella nació en Simijaca, cerca a la fría Bogotá.
—Macondo es un chorro de luz —dice—.
Acá el sol no se oculta por mucho tiempo.
Buscando a Macondo en los paisajes y
en las voces de la Zona Bananera, desemboqué en una historia insólita, la
historia del holandés Tim Aan’t Goor, quien llegó a Aracataca a lo mismo que
llegan todos los visitantes: quería encontrar en la realidad la magia que le
había deslumbrado en la literatura. Vino por una semana y ya lleva tres años.
Hace poco construyó en el pueblo una bóveda para enterrar simbólicamente a
Melquíades, el gitano inolvidable del Macondo ficticio.
Cuando conocí la tumba, me pregunté
si el Macondo de mi crónica también tendría un final alegórico. Pero ahora
estoy aquí, en Bogotá, frente a mi computador, convencido de que Macondo es
mucho más que todo lo que vi y oí en la Zona Bananera. Macondo se vino conmigo
porque siempre ha estado dentro de mí. Es la pasión por narrar que bebí en la
palabra de Gabito, mi profeta, el único brujo al que le creo. Muchos pueden
contar bien una historia, pero pocos son capaces, como él, de crear un universo
personal fácil de identificar desde la primera hasta la última línea. Y por eso
me parece más justo cerrar los ojos para que Macondo siga vivo en mi memoria y
las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin la segunda
oportunidad que se merecen.
El boricua Zárate, el futbolista en el olvido
I
Mientras llega el camarero con
nuestros almuerzos, Boricua Zárate advierte que está acostumbrado a ser un
extraño para casi todas las personas con las que se tropieza en la calle. La
última vez que pateó un balón —añade, meditabundo— fue en 1985, es decir, hace
veintiséis años. Así que el mesero joven que nos atiende en este restaurante de
Barranquilla tendría que ser sobrino suyo para haberlo reconocido. De otro
modo, ¿cómo podría saber que el cliente de cabello ralo al que acaba de tomarle
el pedido, el cojo de la pierna ortopédica, fue uno de los dos defensores centrales
de la Selección Colombia que en 1975 quedó subcampeona de la Copa América?
Boricua aprieta con las dos manos el
mango de su bastón. Luego insiste en que su época como jugador de la Selección
Colombia pasó hace más de tres décadas. Resulta apenas lógico que a estas
alturas él se haya envejecido y no se asemeje ya al mocetón que el país conoció
en las canchas. Pienso que tiene razón pero me abstengo de decírselo. El
Boricua de los años setenta era uno de esos zagueros intimidantes que parecen
andar siempre a punto de descabezar a alguien. El de hoy es un sesentón
maltrecho al que uno no se imaginaría en una cancha de fútbol ni siquiera como
espectador. Uno se lo figuraría, más bien, jugando dominó en un parque de
jubilados.
Como lo he frecuentado durante cuatro
días estoy familiarizado con él, pero si me lo hubiera topado en cualquier
esquina sin antes ojear en la prensa las imágenes de su aspecto actual,
seguramente lo habría desconocido. Y eso que pertenezco a la generación de
hinchas nacidos en los sesenta. Yo alcancé a ser testigo de su carrera, lo vi
enfundado en las camisetas del Junior, del Medellín y de la Selección Colombia.
Un domingo remoto de mi adolescencia, incluso, lo tuve a pocos metros de
distancia en el viejo Estadio Romelio Martínez. Era un hombre brioso a pesar de
su corpulencia, lo contrario de este señor menguado y lento que ahora empieza a
tomarse la sopa.
Boricua se esfumó del panorama desde
el momento en que se retiró de las canchas, y no volvió a aparecer en público.
Jamás hizo el saque de honor en un partido importante ni en uno de poca monta;
jamás fue entrevistado en los noticieros de televisión. Una que otra vez era
evocado en son de mofa por los periodistas deportivos veteranos: cuando un
zaguero pifiaba la pelota de manera horrible, o cuando la mandaba hacia las
tribunas con un patadón antiestético, exclamaban: “Hizo la de Boricua”. Cuando
el defensor se aturdía y en vez de rechazar el balón se quedaba estático
viéndolo pasar por su lado, los comentaristas mayores citaban la frase burlona
que el locutor Pastor Londoño decía a mediados de los años setenta: “No me la
deje ahí, Boricua, no me la deje ahí”.
Se referían, cómo no, al error que
estigmatizó a Boricua durante la mayor parte de su carrera. Sucedió en el juego
de vuelta por la final de la Copa América de 1975. Colombia había ganado 1 a 0
el primer partido, disputado en Bogotá. En el segundo partido, el de Lima,
estaba alcanzando el título gracias al empate parcial, pero el equipo peruano
mandaba en la cancha. De pronto, un atacante de Perú que avanzaba por la
derecha envió un centro aparentemente inofensivo al área colombiana. Parecía
que Zárate controlaría la situación de manera fácil, ya que el balón cruzaba
englobado, manso, frente a sus narices. Bastaba con darle un cabezazo para
mandarlo al córner o hacia un costado. Zárate, los brazos pegados al cuerpo,
las manos posadas en las piernas, se quedó idiotizado viéndolo pasar, como si
esperara que al balón mismo le diera la gana de alejarse sin causar problemas.
O como si creyera que podía desviarlo con una simple mirada. Cuando el balón lo
rebasó, intentó reaccionar, pero ya era tarde: Juan Carlos Oblitas irrumpía
como un bólido por la izquierda. Al peruano, sin embargo, también lo sobró el
balón y por eso no disparó en seguida. En todo caso logró detenerlo antes de
que traspusiera la línea final. Entonces, de espaldas al arco, decidió jugarse
un albur: le pegó un taconazo con la zurda para centrarlo de nuevo, a ver qué
sucedía. Y lo que sucedió fue que le rebotó a Zárate en el pie derecho y se
metió en la portería de Colombia.
Desde ese día hasta el momento en que
se retiró, diez años después, Boricua soportó las chanzas más pesadas. Cada vez
que la pelota llegaba a sus predios el público rugía con saña, mientras Pastor Londoño
soltaba el consabido gracejo:
—No me la deje ahí, Boricua, no me la
deje ahí.
La gente se burlaba de él, incluso,
en lugares distintos al estadio: en las calles, en los centros comerciales.
—No me la deje ahí, Boricua, no me la
deje ahí.
Aunque la broma lo irritaba, Zárate
se mostraba risueño ante los provocadores, en parte por su temperamento
apacible y en parte porque entendía que si perdía los estribos le iría peor.
Para consolarse apelaba, además, a un argumento ingenuo: si se mofaban de él era
porque, al menos, lo reconocían. Pero eso fue hace mucho tiempo, dice ahora,
mientras aparta hacia un lado de la mesa el plato ya vacío de la sopa. Hoy solo
encuentra indiferencia a su paso. Nadie lo señala con el dedo índice, nadie le
pregunta por la Selección Colombia del 75. El taxista que nos trajo al
restaurante, a propósito, no lo reconoció, pese a que vivió en el mismo barrio
suyo cuando ambos eran adolescentes. Zárate sonríe, insiste en que ya está
acostumbrado a esa situación.
II
En esta Colombia vertiginosa donde
las noticias caducan al instante, un futbolista de los años setenta pertenece a
la prehistoria. Más aún si su carrera fue gris y nadie volvió a saber de su
vida durante el último cuarto de siglo. Ese personaje es a la prensa lo que el
medicamento vencido a la farmacia: un producto desclasificado, sacado de
circulación. Lo máximo que los editores de los periódicos podrían concederle es
un rinconcito en la sección de efemérides, para evocar algún acontecimiento
suyo —un autogol, por ejemplo— o contarles a los lectores en qué anda tras el
retiro. Eso sí: el día que el personaje sufra un percance o estire la pata,
será incluido otra vez, sin falta, en las páginas de actualidad. Ahora,
mientras el mesero nos entrega las bandejas de pescado que le pedimos, recuerdo
la frase irónica de Chesterton: “El periodismo consiste en decir ‘Lord Jones ha
muerto’ a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo”.
Boricua hinca la punta del cuchillo
en la posta de bagre frito. Dos años atrás nadie lo mencionaba, ni siquiera los
locutores deportivos más viejos. Yo, lo confieso, tampoco lo extrañaba. No era
que lo creyera ya un Lord Jones muerto: era que, sencillamente, su nombre se me
había borrado de la memoria. Entonces sobrevino la calamidad que lo volvió noticia
otra vez. “En estado crítico Boricua Zárate” —informaba El Heraldo a principios
de 2010—: “Tiene diabetes y requiere ser amputado”. El reporte abundaba en
detalles sobre las desdichas del personaje: sus dolencias, sus apuros
económicos. Además advertía que Boricua no se encontraba afiliado a ninguna
Empresa Promotora de Salud y, por tanto, los médicos se negaban a practicarle
la cirugía. Sus excompañeros del Junior se aprestaban a organizar en
Barranquilla un partido de veteranos para conseguirle fondos. Por primera vez
nos mostraban el rumbo que tomó el personaje durante el tiempo en que le
perdimos la pista. Al principio trabajó en las divisiones inferiores del
Deportivo Independiente Medellín. Después se quedó sin empleo. Fue el momento
en que surgieron las penurias: perdió el hogar, pasó hambre. Terminó yéndose
para Mocoa, ciudad petrolífera de la región amazónica colombiana, donde se
vinculó a una escuela de fútbol infantil. Un día amaneció con una uña del pie
izquierdo encarnada. Como creyó que se trataba de un mal menor, no le prestó
atención. Un mes después caminaba apoyado en un bastón.
—La pierna se me puso flaca como la
de un niño con polio —dice Boricua.
Los cubiertos con los que corta el
bagre naufragan en sus manos enormes. Mastica despacio, el ceño fruncido, la
mirada grave.
Encuentro un parale-lismo entre el
zaguero central que se durmió frente a aquel balón manso en la final contra
Perú y el señor que se descuidó porque creyó que la uña encarnada era una
minucia. Se me ocurre, además, una idea malévola: también este último Boricua
“la dejó ahí”. Sin embargo, no me atrevo a comentarle en voz alta lo que estoy
pensando. Me gustaría saber con qué ojos mira la realidad un hombre que no
percibe ciertas señales de alarma que para los demás mortales resultan
evidentes. Su hermana Isabel lo define como una persona ingenua y confiada.
Físicamente parecería capaz de protegerse de cualquier adversidad, pero el
pobre José —ella jamás le dice el apodo— siempre ha escondido a un niño
indefenso dentro de ese cuerpo fortachón. Un niño que a veces es lento de
reflejos.
—¿Por qué demoró para hacerse ver del
médico la uña ulcerada?
—No, para nada, yo no me demoré. A mí la pierna se me adelgazó en cuestión de un momentico.
—No, para nada, yo no me demoré. A mí la pierna se me adelgazó en cuestión de un momentico.
Me arrepiento de la pregunta: es
injusto que uno se enferme y encima tenga que sentirse culpable. Veo otra vez
el tenedor extraviado en la mano descomunal de Boricua, sus ojos que ahora no
se me antojan graves sino afables. Definitivamente se parece al hombre que
retrata su hermana: grandulón, desamparado, como un ogro bueno de historieta
infantil. Así era también cuando jugaba: tosco, noble.
—Un locutor salió un día con este
chiste: “Boricua pega más que un cable de energía pelado”.
—¿Y usted no era acaso pegador?
—A mí me expulsaron como dos veces apenas.
—Entonces, ¿de dónde salió esa fama?
—No sé. Vainas de ustedes los periodistas. Y como mido 1,82 y en esa época pesaba 86 kilos… Yo era muy fuerte. El que chocaba conmigo se caía, pero no era que me la pasara pegando patadas.
—¿Y usted no era acaso pegador?
—A mí me expulsaron como dos veces apenas.
—Entonces, ¿de dónde salió esa fama?
—No sé. Vainas de ustedes los periodistas. Y como mido 1,82 y en esa época pesaba 86 kilos… Yo era muy fuerte. El que chocaba conmigo se caía, pero no era que me la pasara pegando patadas.
Manos grandotas, dedos muy gruesos.
De alguna manera su contextura incidió en la clase de jugador que fue. Boricua
no patrullaba la zona defensiva en la carroza de los príncipes sino en el burro
de los leñadores. Quizá por esa razón lo olvidamos. Jugaba en el puesto de un exquisito
como Beckenbauer pero pertenecía a la estirpe de un rústico como Scirea. ¿Lo
que le cobramos, entonces, fue su falta de virtuosismo? Tal vez. El mundo no
celebra al que corta la madera para hacer el violín sino al que crea la música.
Le digo a Boricua que el tiempo
arrojó sobre él un manto de olvido pero, por otra parte, actuó en su favor. Si
hubiera anotado aquel autogol a finales de los años ochenta o a principios de
los noventa, cuando el fútbol colombiano estaba en la mira de las mafias y de los
apostadores, posiblemente no estaría aquí echando el cuento.
—Huy, sí, de pronto me hubieran dado
balín —dice con una expresión sombría.
—Así es.
—Vea usted el caso del finado Escobar…
—Así es.
—Vea usted el caso del finado Escobar…
En este punto Boricua hace el clásico
gesto de la degollada, pasándose el índice derecho por el cuello. Se refiere al
autogol que le costó la vida a Andrés Escobar tras el Mundial USA 94.
—Es preferible la broma de Pastor
Londoño, ¿cierto?
—Sí, es preferible.
—Sí, es preferible.
Y se ríe.
—¡No me la deje ahí, Boricua, no me
la deje ahí!
Y se ríe otra vez.
¡Ah, el tiempo! He pensado mucho en
el tiempo a lo largo de estos días. Boricua ajustaba 36 años cuando se apartó
de los reflectores y 61 cuando regresó a ellos. Mucha agua ha corrido desde
entonces bajo el puente. El personaje dejó de usar las patillas gruesas que
usaba en los setenta, se encorvó un poco, perdió varios dientes. Y, sobre todo,
sufrió quebrantos de salud y se convirtió en un desempleado frecuente. Sin
embargo, en los archivos de prensa se mantuvo ocupado pateando balones, ostentando
la firmeza de un guayacán. El reducido sector de la sociedad que se acordaba de
él, lo divisaba aún dentro del mismo vagón de sus años mozos, pero él había
concluido ese viaje hacía una eternidad. Seguimos viendo a los exfutbolistas
tal y como eran cuando jugaban, prestos todavía a cobrar el córner, o
calentándose en la pista atlética. El día que decidimos buscarlos a ellos
mismos para que nos cuenten qué fue de sus vidas, la realidad nos entra en los
ojos como un puñado de tierra. Pregunta uno por Bonifacio Martínez, aquel veloz
puntero del Junior, y responde Boricua:
—Me dijeron que anda en chancletas
vendiendo pescado por las calles de Soledad.
Después pregunta uno por Ernesto
Díaz, delantero de la Selección del 75, y vuelve a responder Boricua.
—Murió en una cancha de Estados
Unidos. No tenía ni cincuenta años cuando le dio el infarto ese.
Enseguida pregunta uno por Pescaíto
Calero, otro integrante de la Selección del 75, y a Boricua se le quiebra la
voz en la respuesta:
—Hombre, Pescaíto murió en un accidente
de tránsito en Pereira.
Y así sucesivamente.
Ayer, enfundados en una camiseta que
llevaba cruzada en el pecho los colores de nuestra bandera, representaban a
Colombia ante el resto del mundo; hoy andan desaparecidos, necesitados,
muriéndose sin que nos enteremos. Y no nos enteramos porque ya no nos
interesan, ya les pasó su tiempo. Si en estos momentos no pueden darnos circo,
¿por qué tendríamos nosotros que darles pan? Todo exfutbolista que llega pobre
a la vejez —nos recordaba el entrenador holandés Rinus Michels— se vuelve
extranjero en su propio país.
III
Al final de la tarde, cuando baja la
temperatura en Barranquilla, Boricua sale de su casa en el barrio Montes y le
da doce vueltas a la manzana. El médico que le ordenó la terapia —el mismo que
le amputó la pierna izquierda— le aconsejó recorrer un kilómetro diariamente.
Boricua dice que cumple la tarea de manera juiciosa, pero en cierta ocasión su
hermana Isabel me condujo a escondidas hacia el patio para desmentirlo.
—Esos son puros embustes de él —me
dijo, bajando la voz y mirando con cautela hacia el interior de la casa—. Él no
camina todas las tardes. Viera usted la lucha que hay que tener para que salga
a hacer el ejercicio.
—Pero ayer caminó conmigo…
—Sí, claro, y hoy va a caminar otra vez. En estos días sale a caminar porque usted está aquí.
—Caramba…
—Yo quiero que usted lo regañe. Como usted es periodista, a usted le para bolas.
—O sea que si no hay periodistas él no da ninguna vuelta.
—Bueno, él sí sale algunas veces. Pero yo quiero que usted lo regañe, porque el médico le pidió que camine con el bastón y él camina es con el caminador.
—Pero ayer caminó conmigo…
—Sí, claro, y hoy va a caminar otra vez. En estos días sale a caminar porque usted está aquí.
—Caramba…
—Yo quiero que usted lo regañe. Como usted es periodista, a usted le para bolas.
—O sea que si no hay periodistas él no da ninguna vuelta.
—Bueno, él sí sale algunas veces. Pero yo quiero que usted lo regañe, porque el médico le pidió que camine con el bastón y él camina es con el caminador.
Esta tarde Boricua también utiliza el
caminador. Dice que con el bastón se cansa mucho. Además, si usara el bastón
tendría que caminar muy despacio, lo cual, según él, es poco recomendable en
este barrio peligroso. A ambos lados de la calle 29 hay vecinos que vociferan
como si estuvieran en una plaza de mercado. Boricua los mira de reojo, los
saluda, y en seguida vuelve a fijar la vista en el piso. La prótesis, engarzada
en un zapato de punta vaciada, le llega hasta el muslo. El Boricua de hoy será
un alfeñique en comparación con el zaguero macizo de los años setenta, pero
seguro es Sansón al lado del paciente demacrado que nos mostró la prensa a
principios de 2010, en vísperas de la cirugía. Tres pasos, seis pasos, pausa.
No es que le falle el estado físico —se excusa— sino que necesita más tiempo
para acostumbrarse a su condición actual. Entonces separa los dedos tensos de
las empuñaduras del caminador y estira las manos en el aire.
El sector por el cual avanzamos es
considerado la Meca del fútbol colombiano. Al fondo, allá en la calle 30, vemos
el Estadio Moderno, donde el 7 de agosto de 1922 se disputó el primer partido
oficial de nuestra historia. Ese día se enfrentaron dos equipos cuyos nombres
parecían aludir a los colores de nuestros partidos políticos tradicionales: Los
Colorados y Los Azules. Después, en 1946 —tres años antes del nacimiento de
Boricua—, el estadio fue sede de la Selección Colombia que ganó invicta los
Juegos Centroamericanos y del Caribe.
La pasión de Montes por el fútbol
surgió antes de que existiera ese estadio. Como las calles eran desnudas,
terrosas, resultaban favorables para ciertos juegos. También se practicaba el
‘bate de la chequita’, una especie de béisbol en el que las pelotas eran las
tapas de gaseosa que los jóvenes solicitaban en las tiendas. Los padres, dice
Boricua, preferían ver a sus hijos jugando que cotorreando en las esquinas,
donde se exponían a ser influenciados por los viciosos y por los ladrones.
Tanto apreciaban los habitantes estos deportes que en los años sesenta, cuando
la Alcaldía de Barranquilla anunció que empezaría a asfaltar el barrio, se
rebelaron. Para ellos el pavimento era un simple afeite, pues allí nadie era
dueño de ningún carro ni le tenía asco a la arena. Además temían que la medida
desencadenara una crisis social. ¿A qué se dedicarían los muchachos
—desempleados y sin estudios universitarios— cuando ya no tuvieran dónde jugar?
Ahora bordeamos un canal de aguas
negras. Boricua dice que el fútbol lo salvó de “agarrar el mal camino”. Empezó
a practicarlo, más o menos, a los ocho años. Entonces a ningún muchacho se le
ocurría la idea de que ese pasatiempo sirviera para ganar dinero. Para ganar dinero
estaban los oficios serios de los mayores: cargar bultos en la terminal
marítima, o lavar envases en la fábrica local de cervezas, o vender butifarras
en el centro de la ciudad. El fútbol era un simple recreo, un burladero para
escondérseles a las tentaciones del ocio. Cuando mucho, le reportaría a quien
lograra jugarlo profesionalmente unos cuantos pesitos para garantizar la
vespertina del sábado en El Mogador, el cine del barrio. Lo de
“profesionalmente” es un decir: Boricua recuerda que en 1970, cuando principió
su carrera en el Junior, se sintió como si estuviera trabajando en una tienda.
El jefe de personal le daba en efectivo los tres mil pesos del sueldo, un
billete detrás del otro, y luego lo ponía a firmar un cuaderno escolar averiado
en el lomo.
—¿Qué más, viejo Bori? —le grita un
señor, cerveza en mano, desde la tienda de la esquina.
Boricua responde el saludo. Luego, el
rostro ceñudo de siempre, me dirige una frase que no sé si es broma o reclamo:
—Vea que todavía hay quien se acuerde
de mí.
Para desagraviarlo le digo que no
solo me acuerdo de él sino de la época difícil que le tocó durante su carrera,
esos años perdidos que fueron una especie de Patria Boba del fútbol: no
clasificábamos a los mundiales, no le ganábamos a casi ningún equipo (el
subcampeonato en la Copa América del 75 fue un hecho aislado); nuestros mejores
clubes jamás pasaban de la primera ronda en la Copa Libertadores, nuestros
mejores jugadores no le interesaban a nadie en el exterior. Mientras Boricua se
pone a conversar con un vecino que le sale al paso, reproduzco en mi memoria
algunas instantáneas de aquellos tiempos: veo a Pedro Pablo Pasculli
metiéndonos dos goles y a Jorge Luis Burruchaga rematándonos con el tercero, en
el Estadio El Campín de Bogotá. Perdemos 3 a 1 con Argentina y quedamos por
fuera de México 86. Veo a los brasileños masacrándonos 6 a 0 en el Maracaná,
así que tampoco iremos a Argentina 78. Pero no hay drama: caer ante Brasil es
el tipo de traspié anunciado que solo nos hace encoger los hombros. Veo a continuación
una imagen que revela nuestra mentalidad de entonces: tras el cuarto gol
brasileño, el delantero Eduardo Vilarete se ubica en el centro de la cancha
para reanudar las acciones. Sin embargo, en lugar de hacer el saque
reglamentario se sienta encima de la pelota y empieza a manotear, impotente,
como diciendo que estamos vencidos desde siempre, que no tenemos salvación, y
que lo razonable es arrellanarnos de una vez por todas sin mover ni un puto
dedo, pues pase lo que pase perderemos. Y eso fue, justamente, lo que le
sucedió a la Selección Colombia durante aquel periodo de desastre: siguió
perdiendo.
Cuando Boricua debutó llevábamos ocho
años sin asistir a un mundial; cuando se retiró aún nos faltaban cinco para
volver a clasificar. Mala suerte, pienso, mientras lo veo despidiéndose del
vecino. En su época andábamos tan mal que lo más parecido a una hazaña que
podíamos exhibir era el empate ante la antigua Unión Soviética, conseguido en
Chile 62. Empezamos perdiendo 3 a 0 y al final igualamos 4 a 4. El histórico
partido era una referencia obligatoria en Colombia, incluso para quienes
nacimos después de aquel mundial. Todos, tarde o temprano, contábamos el chiste
que en este momento le estoy contando a Boricua.
—¿Usted sabe qué significaban las
letras “CCCP” que las camisetas de los soviéticos llevaban en el pecho?
—Me lo sabía, pero ahora no me acuerdo.
—Con Colombia Casi Perdemos.
—Me lo sabía, pero ahora no me acuerdo.
—Con Colombia Casi Perdemos.
Boricua sonríe. Luego vuelve a su
expresión adusta. Da dos pasos, tres pasos. Su rostro cetrino destila sudor.
Por un instante tengo la impresión de que ha envejecido diez años durante esta
caminata. Le pesa la andadura, le pesa el país. Cualquier equipo de los grandes
habría sobrevivido a un zaguero central limitado como él. Brasil, como todos
sabemos, ganó el Mundial del 70 prácticamente sin arquero. Hubiera podido
ganarlo también con Boricua en la defensa. Por eso supongo que el problema de
Colombia en la Copa América del 75 no fue la presencia de Boricua, sino la
ausencia de Pelé, Rivelino, Tostão y Jairzinho. Quisiera compartir mi deducción
con él, pero me temo que la entendería como un sarcasmo, o como un artificio
encaminado a hacerlo sentir bien. Boricua se enjuga el sudor de la frente con
el índice derecho, se detiene de nuevo. Más que como un enfermo agotado por el esfuerzo
físico, lo veo como un penitente castigado por nosotros. Primero dejamos que
cargara él solo una cruz que tendríamos que estar cargando entre todos, la de
nuestras frustraciones. Después lo olvidamos. Y ahora, cuando es un veterano
discapacitado y sin ingresos, le damos la espalda.
Nos encontramos justo al frente del
Estadio Moderno. Está distinto, dice Boricua. Antes no existían esas paredes
frontales. Los espectadores entraban libremente y se sentaban en las graderías
de cemento. En realidad fueron muchos los cambios que se presentaron en
Barranquilla durante su ausencia, que empezó en 1976, cuando fue contratado por
el Deportivo Independiente Medellín, y terminó en 2010, cuando regresó
arruinado y enfermo. Desapareció el bar de salsa El Boricua, que inspiró su
apodo (se lo puso el periodista Carlos Castillo Monterrosa). Disminuyeron las
primitivas casas bajas, aumentaron las modernas casas altas. En la ciudad se
siente más el olor del humo industrial que el de los caños. Ya nadie juega al
‘bate de la chequita’, ya no venden cubos de brillantina en las tiendas. Las
flores de batatillas solo perduran en las canciones de Esthercita Forero. Y
también se extinguieron los barberos que recorrían el barrio en bicicleta para
ofrecer sus servicios de casa en casa. En esta urbe anárquica, desconocida,
José del Carmen Zárate Samudio, Boricua, se siente a la deriva.
—Duré veinticinco años sin venir a
Barranquilla.
—El año pasado volvió debido a su problema de salud. Antes de eso, ¿cuándo había venido?
—En el 85 vine con el Cúcuta. Me acuerdo porque fue mi último año como jugador. El Estadio Metropolitano estaba recién inaugurado y yo lo estrené.
—¿Por qué tanto tiempo sin venir?
—Bueno, usted sabe, en Medellín vivía con mi mujer y mis dos hijos.
—No entiendo. ¿Por tener mujer e hijos en otra ciudad no podía venir ni siquiera de visita?
—Nadie sabe la sed con la que bebe el otro. ¿Cómo iba a comprar los pasajes, si no tenía ni cinco centavos? Me quedé varado en Medellín y me tocó irme para El Putumayo porque fue la única parte donde salió trabajito.
—¿Nunca buscó en Barranquilla?
—No.?—¿Y ahora?
—Ahora es más difícil.
—El año pasado volvió debido a su problema de salud. Antes de eso, ¿cuándo había venido?
—En el 85 vine con el Cúcuta. Me acuerdo porque fue mi último año como jugador. El Estadio Metropolitano estaba recién inaugurado y yo lo estrené.
—¿Por qué tanto tiempo sin venir?
—Bueno, usted sabe, en Medellín vivía con mi mujer y mis dos hijos.
—No entiendo. ¿Por tener mujer e hijos en otra ciudad no podía venir ni siquiera de visita?
—Nadie sabe la sed con la que bebe el otro. ¿Cómo iba a comprar los pasajes, si no tenía ni cinco centavos? Me quedé varado en Medellín y me tocó irme para El Putumayo porque fue la única parte donde salió trabajito.
—¿Nunca buscó en Barranquilla?
—No.?—¿Y ahora?
—Ahora es más difícil.
Afuera del estadio hay tres muchachos
que nos miran insistentemente. Quizá sienten curiosidad por el forastero que
anota en su libreta las palabras del vecino cojo. Al momento de empezar la
caminata, Boricua me había aconsejado dejar la grabadora, el reloj y el
teléfono móvil en la casa. Y hace unos minutos, cuando nos aproximábamos al
Moderno, me pareció que masculló algo sobre ellos. Uno de los muchachos, el
torso desnudo, lleva la camisa enrollada en la cabeza como un turbante. Otro
tiene el rostro atravesado por una gran cicatriz. El tercero está de espaldas a
nosotros. De vez en cuando se voltea, nos observa y sigue cuchicheando con sus
amigos.
Husmeo a través del portón a los
veteranos que, allá en la cancha, disputan un partido. No hay cámaras, ni
vallas publicitarias, ni público. Me imagino a los protagonistas de este juego
vespertino como viejas glorias a las que nadie les presta atención. Tal vez
alguno también sufre una enfermedad o está necesitado. Jamás lo sabremos porque
para ellos hace mucho rato cayó el telón. Juegan en la trasescena, adonde no
llegan las luces halógenas de la industria del fútbol. Ellos son el tiro de
esquina sin el patrocinador, la página ya desgarrada del álbum, el moho en el
Botín de Oro. Mientras podían competir estaban blindados contra la miseria:
recibían sueldos, primas. Cuando se retiraron quedaron desprotegidos. El
futbolista profesional goza de inmunidad tanto tiempo como sea productivo en el
campo de juego. Termina su carrera y ahí mismo, al salir del estadio,
reencuentra sus problemas de siempre.
—Nos vamos —dice Boricua.
Nos vamos. Cuando hemos avanzado, más
o menos, cincuenta metros, vuelve a hablar.
—Esos muchachos que nos estaban
mirando son de aquellos. Lo que pasa es que me conocen y por eso se quedaron
quietos.
—¿“De aquellos”?
—Rateritos. Ahí en esa esquina se roban como tres celulares todas las tardes.
—¿“De aquellos”?
—Rateritos. Ahí en esa esquina se roban como tres celulares todas las tardes.
Entonces pienso otra vez en los
veteranos a los que hace unos minutos me imaginé como exfutbolistas legendarios
abandonados a su suerte. Después de todo, allá en la cancha se encuentran
seguros. Porque en Colombia, no nos engañemos, los estadios funcionan más como
trincheras para proteger la vida que como santuarios del buen fútbol. Al
encerrarse a jugar, lo que esos veteranos hacen, aunque no se den cuenta, es
salvarse de los pillos que montan guardia en los alrededores. La mala noticia
es que el partido se acabará, y cuando eso suceda tendrán que salir a exponerse.
El país, que no los acompaña en su juego, los espera afuera con todas sus
inclemencias. Y en estas calles ninguna pelota sirve como escudo. Boricua
respira profundo. Todavía nos queda un largo trecho por recorrer.
IV
Estamos rastreando los archivos de
Boricua para ver si damos con una foto de la Selección Colombia que nos
representó en los VI Juegos Panamericanos, celebrados en Cali en 1971. Es la
segunda vez que exploramos el cuaderno donde él tiene pegados sus recortes de
prensa, pero seguimos sin encontrar lo que buscamos. En aquel equipo del 71
Boricua coincidió con el atacante Jaime Morón, quien hace seis años también se
complicó a causa de la diabetes. Primero perdió una pierna, luego la otra, y
finalmente murió, a los 55 años, en su natal Cartagena. ¿Habrá alguna otra
selección de fútbol sobre la faz de la Tierra en la que dos jugadores hayan
terminado amputados?
Boricua calla, sigue revisando sus
recortes de prensa. La diabetes, advierte, le trastornó la vida. En este punto
cierra el cuaderno para subrayar con sus grandes dedos una retahíla de
calamidades. Se quedó sin trabajo —y agita el meñique en el aire—, regresó de
improviso a Barranquilla —y sacude el anular—, tuvo que aprender a caminar otra
vez —y agita el dedo del corazón—, se “recostó como mantenido” en la casa de su
hermana Chave —y mueve el índice— y, sobre todo, se convirtió en un paciente
crónico que debe estar todo el tiempo consumiendo medicinas —y menea el
pulgar—. Cuando se le terminan los dedos, cierra la mano como si fuera a
descargar un puñetazo contra algo, pero solo la posa suavemente en su muslo
derecho. Entonces, la voz quebrada, dice que lo más triste de todo lo que
mencionó es sentirse una carga para su hermana y sus sobrinos.
Si hemos abordado estos temas
difíciles, a propósito, ha sido sobre todo por la presión de Isabel. Según
ella, es injusto que su hermano siga contando en las entrevistas cómo fue que
rebautizó a Hernán Darío Gómez, exdirector técnico de la selección Colombia,
con el apodo de Bolillo, o cómo metió aquel autogol viejísimo del que ya nadie
se acuerda. Siempre lo mismo, lo mismo. ¿Y quién pregunta por el Anafrin, que
vale setenta y pico mil pesos? ¿Quién habla de los doce centímetros cúbicos de
insulina que necesita diariamente? Solidarizarse con un deportista que
representó a Colombia no es tomarle fotos ni darle palmaditas en el hombro.
Tampoco es despacharlo para su casa con los recaudos de un partido de caridad
disputado en su honor, y luego desentenderse de sus necesidades. Chave aclara,
eso sí, que sin la misericordia de los amigos del fútbol a su hermano le habría
resultado imposible sobrevivir. Menciona a exjugadores, a directores técnicos,
a periodistas deportivos. Ellos organizaron el juego amistoso para recolectar
fondos, ellos le consiguieron la cirugía, ellos le dieron ánimo en los días
posteriores a la amputación. Pero, y más allá de eso, ¿qué hay para él? No
puede ser que la única consideración que se merezca sea la limosna. Bastante
que se jodió el cuero chupando sol en los entrenamientos. ¿Es mucho pedir que
los equipos para los cuales jugó le encarguen alguna tarea en la que pueda
sentirse útil y al mismo tiempo ganarse unos pesitos de manera honrada?
Boricua evade mi mirada, pasa
mecánicamente las páginas del cuaderno. En la sala se siente un silencio
pesado. Isabel vuelve a la carga, esta vez bajando el tono de la voz. A José le
tocaron sueldos malísimos en su época, dice. Tanto así que cuando ya era titular
de la Selección Colombia seguía yendo en bus urbano a las prácticas del Junior.
Reunía sus moneditas por la mañana y se plantaba en la esquina del Estadio
Moderno a esperar el transporte. Ahora cualquier Don Juan de los Palotes que
esté empezando y nunca haya sido llamado a la Selección, llega al club en
tremendo carro último modelo. Cuando muestran en la televisión las sedes
deportivas de los equipos, ella no sabe si los jugadores están entrenando o
cuidando un parqueadero público. El giro que ha tomado la conversación
entusiasma a Boricua. Entonces sí me mira, sonríe. A continuación cuenta que,
en efecto, el Medellín de finales de los setenta les pagaba mal y tarde a sus
jugadores criollos. En cambio a los extranjeros les cancelaba puntual y en dólares.
Un viernes de 1979 los futbolistas nativos estaban en las oficinas
administrativas suplicando que les abonaran siquiera uno de los sueldos
pendientes. Aunque el tesorero repetía que no había dinero, los jugadores se
negaban a marcharse. Unos jugaban cartas, los otros leían cómics, los de más
allá charlaban. De pronto divisaron al argentino Juan José Irigoyen saliendo de
la gerencia. Exhibía una sonrisa de oreja a oreja y traía un fajo de dólares en
la mano. Cuando pasó frente a ellos, odioso, empezó a abanicarse con los
billetes. Ahí mismo los colombianos montaron en cólera y se le fueron encima.
—¿Qué le pasa, gran marica? —gruñó
uno.
—Vaya a burlarse de su madre —lo increpó otro.
—¿Alguno de nosotros tiene cara de puta? —le preguntó Boricua—. Porque las que son felices cuando les muestran la plata son las putas.
—Vaya a burlarse de su madre —lo increpó otro.
—¿Alguno de nosotros tiene cara de puta? —le preguntó Boricua—. Porque las que son felices cuando les muestran la plata son las putas.
Aquella fue la única vez —advierte
Boricua— en que estuvo a punto de liarse a golpes con un compañero. Entonces
Isabel, que evidentemente no se desvive por esa parte de la historia, retoma su
tema en el mismo punto en que lo dejó cuando fue interrumpida. La situación
actual de José es insostenible, advierte. El pobre es dizque entrenador de los
exjugadores del Junior que participan en un torneo local para mayores de 55
años. ¿Quién le habrá dicho a él que esos vejetes panzones necesitan director
técnico? Mire, el campeonato de ellos es lo que en Barranquilla se llama un
vacilón, es decir, un divertimento. Allí se juega por gusto, solamente como
pretexto para juntarse y beber cervezas al final de los partidos. José se
arrimó a curiosear un domingo cualquiera de 2010, cuando ya el muñón de su
pierna había cicatrizado. Necesitaba, simplemente, salir del encierro y tener
con quién hablar. Se sintió tan bien en el reencuentro con sus compañeros de gremio
que siguió asistiendo a la cita los domingos siguientes. En cierta ocasión, uno
de los jugadores propuso hacer una colecta para ayudar a Boricua. Algunos
aportaron monedas; otros, billetes. El recaudo total fue de cuarenta mil pesos.
La donación se repitió, puntual, semana tras semana, y así se convirtió en un
acto sagrado de la rutina dominical. Entonces Boricua decidió hacer algo para
merecerse los treinta mil o cuarenta mil pesos que aquellos camaradas le
entregaban al final de cada jornada: se autodenominó ‘director técnico’ del
equipo.
—Cuarenta mil pesos —afirma Isabel,
afligida.
Boricua cierra el cuaderno. Dice que,
definitivamente, no tiene ninguna foto en la que aparezca junto a Jaime Morón.
—Cuarenta mil pesos —repite Isabel.
Todos volvemos a enmudecernos. Abro
el cuaderno que Boricua acaba de abandonar en la mesa y me aparece un retrato
suyo del año 75. Aunque exhibe el rostro grave de siempre, refleja un aire de
satisfacción. Quizá lo que en aquel momento lo hacía lucir rozagante era la
certeza de que se aprestaba a jugar. Estaba vivo, se sentía importante.
Seguramente cuando el fotógrafo se le paró al frente Boricua no oyó el disparo
de la cámara, porque lo que predominaba en el ambiente era el rugido del
público. Hoy, en cambio, el silencio es tan profundo que se oiría, nítido, el
clic del obturador. Si lo retrataran ahora, derrumbado en su mecedora de
mimbre, quedaría con una expresión melancólica. En este otro extremo de la boca
del túnel que ayer lo conducía a la cancha no se percibe el bullicio de la
gente, sino el peso de la soledad.
El testamento del viejo Mile
Publicado: 7 enero 2012 en Alberto
Salcedo Ramos
Etiquetas:Colombia, El Malpensante, Emiliano Zuleta, Música
Etiquetas:Colombia, El Malpensante, Emiliano Zuleta, Música
A los 86 años Emiliano Zuleta Baquero
conoció el aburrimiento.
Ocurrió en septiembre de 1998, cuando
sus problemas cardíacos lo forzaron a marcharse del pueblo de Urumita para la
ciudad de Valledupar.
La mudanza fue ordenada por sus
cardiólogos, con el argumento de que en Valledupar era más fácil controlarle la
salud. Antes de venirse para acá, dice Zuleta, había sentido el dolor y la
tristeza, jamás el tedio.
—Uno se aguanta el dolor y tarde o
temprano lo supera –advierte–, pero esto de ahora es lo peor. Yo creo que es
mejor morirse que estar aburrido.
Desde su taburete de cuero, el
compositor Alberto Murgas, que me acompaña, guiña un ojo. Cuando veníamos por
el camino, me había contado que el hastío de Zuleta en Valledupar se debe a que
se siente reprimido por sus hijos mayores, que viven aquí y no le permiten ni
oler un trago de whisky. En cambio en Urumita, lejos de esa supervisión
exasperante, bebía todos los fines de semana.
Desde cuando a Zuleta le instalaron
el marcapasos, sus amigos sólo lo visitan de lunes a viernes. Los fines de
semana se le pierden, porque saben que él los invitará a tomar unas copas y no
quieren pasar por la pena de decirle que no a un hombre que merece respeto.
Complacerlo implica el peligro de matarlo, y nadie está dispuesto a echarse
encima la cruz de ese muerto.
De repente, Ana Olivella, la
compañera de Zuleta, llega al patio, con una bandeja que contiene tres pocillos
de café tinto y un tarro de azúcar. Le sirve primero a los visitantes y después
se dirige a su marido:
—El suyo no lo endulcé, viejo Mile.
Ana Olivella es una mujer tímida que
responde con frases estrictas a lo que se le pregunta. Si no se le pregunta
nada, puede permanecer callada durante horas. A veces, cuando sus ojos se
tropiezan con los del visitante, esboza una sonrisa que evidentemente le cuesta
trabajo. Y en seguida desaparece de la escena de la misma manera en que ha
aparecido: caminando con sigilo, casi en puntillas, como queriendo volverse
leve para que sus pisadas no llamen la atención.
Cuando la mujer se marcha, Zuleta
dice que si por lo menos tuviéramos una botella de whisky, la conversación
sería agradable. Hago como si no hubiera entendido la insinuación.
En este instante, el maestro no tiene
aspecto de víctima. La simple evocación del licor pareciera emborracharlo de
alegría.
—A mí el ron me gusta tanto –dice,
con los ojos encendidos–, que nunca lo combino con comida, para no dañarlo.
Vea: uno come y en seguida se le quitan las ganas de beber. Queda uno pasmado.
Mejor aguanto hambre y así estoy en pie hasta que se termina la parranda.
En una región en la que los hombres
se comparan con gallos de riña o con ceibas que resisten tempestades,
mantenerse despierto aunque se beban galones de whisky es una exhibición de
virilidad. De allí que Zuleta se jacte de que todavía puede amanecer tomando
trago.
—Todo el mundo se ha empeñado en que
esté quieto –señala, esta vez con la misma expresión aburrida del principio– y por
eso me he vuelto dormilón. Lo que me vence es el sueño. El trago no me hace ni
cosquillas.
Luego agrega, con seriedad teatral,
que el primer trago de ron que se tomó no fue por gusto sino por necesidad.
Tendría tal vez 10 años cuando una vecina lo vio comiendo barro. Enterada del
incidente, Sara Baquero, la madre de Emiliano, dijo que ahora entendía porqué a
su hijo se le soplaba la barriga con tanta frecuencia. La vecina le indicó a la
vieja Sara que para quitarle la mala costumbre al muchacho, debía darle ron con
quina.
—Lo más maluco que yo he probado en
mi vida –señala el maestro– fue ese primer trago. Me dieron ganas de trasbocar.
Claro que a la semana de estar en el tratamiento, le agarré el gusto al
remedio, y hasta me parecía más sabroso cuando me lo tomaba sin quina. Dios
debe tener en su santa gloria a esa vecina que le dio el sabio consejo a mamá.
¡El ron me salvó del barro!
Convencido tal vez de que la risotada
que ha generado su chanza es señal de buen clima, Zuleta me manda por fin el
sablazo que venía preparando:
—Si está pensando en comprar algo,
que sea whisky, oyó. El cuerpo de uno se vuelve pretencioso en la vejez. Antes
yo me tomaba el primer ron barato que me ofrecieran, pero el médico me ha dicho
que ya no puedo hacer eso. Sólo puedo tomar whisky, y no muy puro que digamos,
sino con mucho hielo y bastante agua.
Beto Murgas, que había estado
callado, me salva la vida:
—Déjese de eso, viejo Mile. Yo lo
complací hace poco, exponiéndome a un problema con sus hijos. Acuérdese del
incidente de Barranquilla.
El incidente al que se refiere
Murgas, estuvo a punto de acabar con la vida de Zuleta. Emocionado por los
aplausos que el público le prodigaba en una presentación pública, bebió whisky
a pico de botella y cantó en un tono mucho más alto de lo que su voz le
permite. Cuando las piernas empezaron a aflojársele, él pareció ser la única
persona entre las miles que ocupaban el Paseo de Bolívar que no se dio cuenta
de que se estaba cayendo. Mientras caía al piso lentamente, seguía entonando La
gota fría, como si apenas estuviera durmiéndose con el arrullo de su propio
canto. Despertó dos días después, en la camilla de un hospital.
—Desde hace más de 30 años –dice
Zuleta– vengo oyendo que el ron me hace daño, que me va a matar, que como siga
así no voy a festejar la próxima Navidad, y vamos a ver que ya estoy llegando a
los 90 años. Yo he hecho quedar mal a los médicos. Un hombre que ha sido
trabajador como yo, no está para que lo manden sino para mandar. A mí el cuerpo
siempre me ha pedido que le dé ron, música y mujer. Y a un cuerpo que ha sido
tan servicial y voluntarioso, yo no podría negarle lo que me pide.
***
Desde pequeño, Emiliano Zuleta
Baquero escuchó que ir a la escuela es una pérdida de tiempo. Con saber oler el
viento y leer las nubes –decía su tío Francisco Salas–, con saber cultivar la
tierra y conseguir la malanga para el almuerzo, con eso es más que suficiente.
Ese conocimiento primario, que en
cualquier urbe de nuestros días parecería anacrónico, fue vital en La Jagua del
Pilar durante gran parte del siglo pasado. En esta pequeña aldea de La Guajira
nació Zuleta, el 11 de enero de 1912.
La primera carretera que hubo en La
Jagua del Pilar fue construida a finales de los años 50. En aquel tiempo, nadie
había visto por aquí un periódico ni escuchado un programa de radio. No había
ni escuelas ni hospitales. Las noticias de la vida y de la muerte andaban a
lomo de burro.
Interpretar los caprichos del clima
en medio de semejante aislamiento no era poca cosa. De eso dependían el
prestigio y la estabilidad económica de los hombres de bien. Todavía hoy, el
viejo Mile se ufana de su habilidad para anticipar con precisión si lo que
anuncian las nubes es una lluvia o una sequía.
El campo en el que Zuleta creció como
un muchacho silvestre de pie en el suelo era una despensa universal que lo
abastecía de todo lo que necesitaba. En el principio, fue remedio: las raíces
de las plantas servían, según el caso, contra la insolación o como analgésico.
Con la corteza del paico, un árbol ordinario que abunda en la región, se creaba
el jarabe conocido como Carlos Santos, que lo mismo se recetaba para matar los
parásitos que para aliviar un dolor de muelas. Las matas tenían nombres de
acuerdo con las enfermedades para las cuales se utilizaban: había Calentura de
vieja y Languidez de muchacho, Sofoco de señorita y Comezón de abandonado. En
el campo estaban, en fin, los medicamentos para todos los malestares del mundo,
y el que se moría era porque le tocaba, de la misma manera en que se muere la
gente en los hospitales. “Los hombres vivían felices y se morían viejos”, dice
el maestro.
La choza donde nació y se crió Zuleta
fue construida con paja y bahareque a mediados del Siglo XIX. El piso era de
tierra y la segunda planta, donde dormían todos, era un zarzo de varas de
bambú, protegido con esteras de junco.
Las cuatro familias que se levantaron
con Emiliano Zuleta se las arreglaban con sus escasos pertrechos domésticos:
una olla de barro para hacer la comida, una cazuela, también de barro, para
echar la sopa y un juego de cucharas de totumo. Las hojas del platanal servían
como platos y como manteles. Las sillas eran los troncos de las bongas añosas
que se derrumbaban. Cuando había que partir algo, los 13 inquilinos del rancho
usaban por turnos el único cuchillo que tenían. A ese cuchillo, por cierto, no
le se gastó la hoja sino la cacha, a fuerza de andar de mano en mano.
—Fue una infancia feliz y se lo digo
con toda la boca –afirma el maestro, nostálgico–. No teníamos nada pero al
mismo tiempo lo teníamos todo. Teníamos el agua, la leña y la verdura.
Sembrábamos caña de azúcar, para hacer panela y endulzar con ella todo lo que
hubiera que endulzar. La carne era gratis, porque cazábamos palomas, perdices,
saínos y conejos. Lo único que había que comprar era el sebo de la res y la
sal. El resto estaba en la casa, oyó, hasta el fuego.
Zuleta me pregunta, con aire de
burla, si tengo idea de cómo producían ellos el fuego. Se ve convencido de que
ignoro la respuesta y me lo hace sentir con una cierta zorrería en los ojos. A lo
mejor piensa también que soy una criatura disminuida, un pobre cristiano que
estaría liquidado si la Civilización no actuara por él. Cuando confirma que, en
efecto, no sé de qué diablos me está hablando, Zuleta responde su propia
pregunta. La candela, explica, era creada mediante una invención artesanal de
los antepasados, conocida como “dislabón”. El procedimiento era simple: una
mecha de algodón suspendida en el centro se encendía cuando la piedra y el
hierro que la circundaban entraban en contacto. Entonces aparecía, como acabado
de fundar, el fuego. Cada hombre tenía que ser capaz de iluminarse en la
oscuridad con la lumbre creada por sus propias manos, para demostrar que era
útil.
Zuleta conoció muy pronto el derecho
y el revés de ese alfabeto único del monte que le obsequiaron sus mayores. Sin
embargo, su sabiduría llegaba hasta donde alcanzaba su vista. Más allá de ese
límite, la vida se le trastornaba: el fácil paisaje empezaba a ser un error de
Dios, el mundo se poblaba de elementos nuevos que se rebelaban contra su
dominio de muchacho autosuficiente.
A los 12 años, cuando debió salir de
La Jagua del Pilar, Mile conoció la ignorancia. En ese momento fue entregado
como peón en la finca La Sierra Montaña, cercana a Valledupar. El arreglo se
hizo directamente entre Sara Baquero, madre de Zuleta, y Conchita Ustáriz, la
dueña de la hacienda. El contrato verbal obligaba a la señora Ustáriz a pagar
30 centavos mensuales, a razón de un centavo diario, a la mamá del niño. La
modalidad, conocida con el nombre de concertación, fue muy común en la antigua
región del Magdalena Grande, durante la primera mitad del siglo XX. A cada
menor de edad que era cedido por sus propios padres en los latifundios se le
llamaba “concertado”, una denominación benévola –y hasta lírica– para esta
suerte de esclavismo trasnochado.
La noche de su llegada a La Sierra
Montaña, Zuleta no pudo dormir, porque su cuerpo, acostumbrado a descansar
sobre trojas, no halló acomodo en el colchón de lana que le asignaron.
Al día siguiente se levantó temprano
y se encontró con un chico de su edad que, al parecer, había pasado también la
noche en vela. Algo en el semblante de aquel niño dejaba entrever un garbo que
principiaba a desteñirse, en medio de esa tierra prestada, desconocida, esa
vida que no le pertenecía. Zuleta reconoció su propia desdicha en los ojos
tristes del hombrecito de apariencia correcta que tenía al frente. Quiso
abrazarlo, caramba, o por lo menos darle las gracias por notificarle, con su
sola presencia, que el destino no podía ser tan injusto. Ahí estaban, pues,
esos dos mocosos desamparados: escrutándose, oliéndose, descubriendo juntos el
nacimiento de una complicidad que sería afortunada para ambos.
En vez de abrazarlo como quería,
Zuleta se limitó a decirle buenos días, con una voz quebrada por la emoción. El
otro ni siquiera se dignó a contestarle. Y Zuleta tuvo ganas de correr, para
fugarse de una vez por todas de aquella geografía desconsiderada que lo hacía
sentir insignificante.
Conchita Ustáriz le salió al paso y
Zuleta le preguntó que quién era ese niño maleducado que estaba en el corredor
del rancho de los corraleros. La señora, extrañada, le respondió que el único
concertado que ella tenía en ese momento en su finca, era él. Como Zuleta
insistió en que acababa de ver a un muchachito que no le había devuelto el
saludo, la mujer empezó a impacientarse. Para quitarle la pataleta, decidió ir
con él hasta el lugar mencionado. Cuando llegaron, vieron que, en efecto, ahí
estaba el niño. Esta vez, sin embargo, había algo inquietante: al chico lo
acompañaba la mismísima Conchita Ustáriz. ¿Cómo podía ser que Conchita Ustáriz
tuviera el don de repetirse, para estar parada al lado de aquel monstruo
malcriado y al mismo tiempo al lado de Zuleta? Sintiendo que terminaría
desquiciándose, Mile extendió un dedo acusador sobre el muchacho, justo en el
instante en que el muchacho alargaba la mano para señalarlo a él.
—Ay, mijo –dijo la patrona, muerta de
la risa–, eso es un espejo.
Zuleta anda siempre con el
chascarrillo en la punta de la lengua y es de los que festejan sus propios
apuntes. Pero esta vez no ha sonreído, tal vez porque siente que la historia
del espejo es más sobrecogedora que jocosa.
—Yo me conocí a los 12 años –agrega,
con una expresión mansurrona en los ojos.
Hoy, cuando se mira en el espejo,
Zuleta encuentra algunas diferencias con el niño aquel que se negó a contestar
su propio saludo: la estatura es casi la misma, un metro con 66 centímetros,
pero la piel, a salvo de los soles indómitos que la percudieron en la infancia,
es ahora más blanca. La energía que parecía predisponerlo a llevarse el mundo
por delante ha derivado en unos ademanes lentos. Viéndose de cuerpo entero, no
se explica a qué horas le siguieron creciendo las orejas. Los ojos de ardilla,
en cambio, se han ido achicando cada vez más, hundidos en unos gruesos lentes
que no han podido embozalar la astucia de su mirada.
A ratos, frente al espejo, Zuleta es
un Narciso que quiere precipitarse hasta el fondo de sus propios ojos, allí
donde, según cuenta, se ahogaron más de tres hembras ariscas. Entonces, con esa
vanidad tan suya que no tiene fisuras por ninguna parte, se dice en voz alta,
para escucharse a sí mismo y para que lo escuche su propia imagen, que él,
Emiliano Zuleta Baquero, es un viejo sinvergüenzón, carajo. Contemplando ese
rostro que se le antoja jovial a pesar de los años, el maestro tiene a menudo
la impresión de que las canas que le blanquearon la cabeza son, literalmente,
una tomadura de pelo, un maquillaje de juguete del ocioso tiempo, empeñado en
embromarle la paciencia. De ahí que sean contadas las veces en que se quita la
gorra de marinero. La gorra con la que, en este momento, se abanica el pecho.
A continuación, Zuleta señala que
apenas estuvo en capacidad de decidir sobre su propia vida, abandonó La sierra
montaña y volvió a La Jagua del Pilar. Su madre le decía que se sentía
orgullosa de él, puesto que había demostrado ser un hombre de servicio, capaz
de defenderse solo y ayudarla a ella a costear la crianza de sus otros hijos.
Por esos días, Mile empezó a componer
coplas. Las hacía de 10 versos, influenciado, como tantos viejos trovadores del
Magdalena Grande, por el Romancero de Castilla, que algún antepasado difundió
por aquellos andurriales. Zuleta y todos los de su estirpe se animaban con sus
propios cantos en las ásperas labores del campo.
En los primeros tiempos, cada canto
era una crónica que narraba un suceso significativo de la región: las travesías
mundanas de un sacerdote al que todos creían casto, el chismorreo que le sirve
a ciertos pueblos como ejercicio colectivo contra el tedio, o la fuga de una
muchacha rica y bonita con un muchacho pobre y feo. Esos motivos elementales,
al ser contados con gracia y precisión, adquirían una gran fuerza expresiva.
Era una música hecha para el consumo vital de sus propios cultores: cada verso
se festejaba ruidosamente en el lugar mismo en el que nacía y en el momento
mismo de su creación, y nadie esperaba que la práctica de aquella vocación
primaria le condujera a la fama o le engordara los bolsillos. Cantaban por puro
gusto. Para poner un poco de color en la gris labranza de todos los días, y
como pretexto para departir con los amigos.
La vieja Sara levantaba el pecho para
decirle a todo el que quisiera oírla que la inteligencia de Mile para la improvisación
era una herencia de ella. Cuando el muchacho aprendió a tocar el acordeón ya no
fue más el hijo de mostrar sino un pedazo de animal bruto, una nueva víctima de
ese instrumento diabólico que empujaba a los hombres a tomar ron y a preñar a
cuanta mujer se les atravesara. La señora se preguntaba cuál sería la falta que
había cometido, para que la castigaran con un hijo de perdición que con
seguridad sería mal visto por la gente decente.
El pecado era haberlo criado en la
misma casa donde vivía el tío Francisco Salas, quien tenía seis acordeones
colgados en las paredes de su alcoba.
Todos los días, Mile veía con
impotencia cómo su tío se sudaba y se despeinaba tocando los acordeones, y en
vez de aprender, empeoraba. El pobre hombre era tan tosco que ni siquiera se
daba cuenta de su incapacidad y, por el contrario, parecía convencido de que
sabía mucho. Cada ejercicio era peor que el anterior, un desastre que sólo
sería superado por el autor, en la jornada siguiente. Jamás se acercaron las
manos del tío a algo que pudiera asemejarse a una melodía. Oyéndolas desde
lejos, sus notas se confundían con los aullidos de un cerdo envalentonado. Eso
sí: viéndolo entregado a sus prácticas con los ojos cerrados por el entusiasmo,
viendo su constancia tremenda, resultaba infame decirle que su torpeza no tenía
remedio.
Francisco Salas no permitía que nadie
más colocara un dedo encima de sus acordeones. Pero Emiliano les tenía puesto
el ojo desde el primer momento en que los vio y sintió una comezón en la
sangre. Cuando Salas se descuidaba, Mile desacataba sus advertencias, como si
el acordeón le echara brujería. Apenas el tío escuchaba las notas, venía hecho
una furia y regañaba al insolente, pero la tarea de aprendizaje ya estaba
adelantada, y además iba a continuar, a las buenas o a las malas.
Zuleta compara su situación de
aquellos días con la de un enamorado que se entiende a escondidas con una
muchacha. Según dice, eso no hay papá celoso que lo ataje. Y siempre se llega
hasta donde el tipo y la mujer quieren que se llegue. Cuando necesitan
manosearse, se manosean, así los padres los encierren en una jaula de hierro,
así se ofendan los trastos de la iglesia.
Al mes, el progreso de Mile con el
acordeón era notable. Un día decidió que no estaba dispuesto a aceptar que el
viejo Francisco siguiera interrumpiéndole los coitos, con sus apariciones
inoportunas. Entonces, como un novio que se lleva a la novia para darse gusto
con ella donde nadie los estorbe, tomó el acordeón y se largó de La Jagua del
Pilar.
—Mamá descubrió la trastada cuando ya
era clavo pasado y no había nada que hacer –dice el maestro, mientras cruza las
piernas en su butaca.
Varios días después, cuando la amante
le había entregado hasta la última de sus gracias, Zuleta volvió al pueblo con
el ánimo de devolvérsela al dueño. Además, compuso una canción, para cantársela
al agraviado al pie de su ventana. Llegó de noche. Una noche clara y fresca,
recuerda. Una noche de las que le gustaban al tío. Con una noche así, sería
difícil que no lo perdonaran.
La primera estrofa de la pieza, era
un portento de inocencia. Zuleta la entonó con un sentimentalismo infantil,
casi en los límites del villancico. Decía así:
Le vivo pidiendo a Dios
que me perdone mi tío
por culpa del acordeón
que yo le saqué escondío”.
que me perdone mi tío
por culpa del acordeón
que yo le saqué escondío”.
Era una letra más bien pobre, en la
cual las buenas intenciones superaban al talento. Lo extraordinario fueron las
notas del acordeón que acompañaban el almibarado canto: unas notas
desenvueltas, precisas, afinadas, enriquecidas por la profundidad de los bajos.
El tío las escuchó alelado, en un limbo que tenía tanto de gozo como de
desdicha. Cuando el sobrino terminó la serenata, Francisco Salas le dio un
abrazo estremecido, le dijo que podía quedarse con el acordeón y se fue para su
cuarto sin añadir ni una sola palabra. Nunca más volvieron a verlo en sus
prácticas desatinadas y enjundiosas. Mile se quedó con el acordeón que le
obsequiaron. Y los otros acordeones se enmohecieron para siempre en las paredes
descascaradas de su dueño.
También con un canto, afirma, se ganó
a la primera novia. Ocurrió cuando tenía 18 años. No hubo matrimonio, pero los
padres de la muchacha exigieron formalizar la relación, mediante un acta
notarial. Zuleta duró tres días ensayando su firma, para no pasar por la
vergüenza de que le dijeran que había conseguido mujer, sin saber leer ni
escribir. El lápiz con el que garabateó su nombre fue el primero que vio en su
vida.
Zuleta piensa, y lo dice con una
sonrisa bandida, que la escuela podrá ser muy buena para hacerse doctor, pero
no es necesaria para arrimarse a las muchachas. El que quiere besar,
simplemente busca la boca, y ahí no hay abecedario que valga. Lo que único que
vale es tener dulce en el pellejo, para que las mujeres se vayan pegando como
enjambres de mariposas. El que no tiene eso, está muerto, así sea dueño de
todos los códigos y de todas las biblias. Si naciste mal despachado de miel,
las mujeres no se engolosinarán contigo, y deberás conformarte con verlas volar
a lo lejos, bonitas y sabrosas, pero ajenas.
Llegado a este punto, los ojos de
Zuleta tienen el desenfreno del glotón que está por fin frente al banquete
prometido. Ningún otro tema le produce un estado de gracia similar. Casi podría
decirse que en este momento la tierra es poca cosa para él. Está levitando en
cuerpo y alma. Me está hablando desde arriba.
—Las mujeres –suspira, relamiendo
cada palabra–. Las mujeres. Cosa linda en la vida.
—¿Tuvo muchas?
—Caramba, mijito, yo tuve de 80 mujeres para arriba, porque fui travieso. Y si hubiera sido joven en esta época, hubiera tenido muchas más, porque ahora la mujer es más fácil y más silvestre. La mujer de ahora es mango bajito.
—¿Tuvo muchas?
—Caramba, mijito, yo tuve de 80 mujeres para arriba, porque fui travieso. Y si hubiera sido joven en esta época, hubiera tenido muchas más, porque ahora la mujer es más fácil y más silvestre. La mujer de ahora es mango bajito.
Zuleta se agarra la barbilla con los
dedos índice y pulgar de la mano derecha:
—Las mujeres antes escaseaban –dice.
Casi en seguida, y sin ninguna transición,
el semblante reflexivo da paso a un engreimiento de pavo real. Entonces, lleva
su desvergüenza hasta el extremo de protestar porque en una situación tan
ventajosa como la actual, “cualquiera es mujeriego”.
—Antes –añade– los únicos mujeriegos
éramos los acordeoneros y los choferes. Y con tanto estorbo que ponían los
padres de las muchachas era mucho mérito que uno fuera capaz de conquistarlas y
llevárselas. En cambio ahora es más fácil. Yo veo que las mujeres se les meten
a los nietos míos en el cuarto y ellos son los que tienen que quitárselas de
encima, oyó, como si estuvieran espantando moscas.
—Cuidado lo oyen las mujeres llamándolas “mangos bajitos” y “moscas de espantar”. Lo van a linchar, maestro.
—A mí me enseñaron que patada de yegua no mata a caballo. Las mujeres tienen que hacerme es un monumento, porque bastante que las he querido. Yo digo como los viejos de mi pueblo: desde la madre de Jesús para acá, que vivan todas las mujeres. Si no fuera por ellas, ¿qué hombre trabajaría? Ellas son las que nos hacen a nosotros en todo sentido. Que viva la mujer que lo parió a usted y la mujer que me parió a mí. Que vivan las hijas del ministro, las hijas del carpintero y las hijas mías. Todas, todas ellas. Que no se mueran nunca, que Dios no nos haga la maldad de llevárselas.
—Cuidado lo oyen las mujeres llamándolas “mangos bajitos” y “moscas de espantar”. Lo van a linchar, maestro.
—A mí me enseñaron que patada de yegua no mata a caballo. Las mujeres tienen que hacerme es un monumento, porque bastante que las he querido. Yo digo como los viejos de mi pueblo: desde la madre de Jesús para acá, que vivan todas las mujeres. Si no fuera por ellas, ¿qué hombre trabajaría? Ellas son las que nos hacen a nosotros en todo sentido. Que viva la mujer que lo parió a usted y la mujer que me parió a mí. Que vivan las hijas del ministro, las hijas del carpintero y las hijas mías. Todas, todas ellas. Que no se mueran nunca, que Dios no nos haga la maldad de llevárselas.
En la región en la que se crió
Zuleta, es normal que los hombres no tengan reparos de conciencia frente a sus
múltiples travesuras amorosas. Muchas mujeres, incluso, ven en el macho
aventurero un símbolo de respetabilidad, un animal marrullero que por haber
sido jugado en varias plazas, les inspira tanto temor como atracción, y de ñapa
les plantea el reto de ver si son capaces de amansarlo. Domarlo no significa,
desde luego, ser la única en su vida, sino ser la principal, el puerto de
partida y de llegada, la que puede dormir con él toda la noche sin que la
llamen vagabunda, y luego echar el cuento de que ahí, en su cama, es donde él
amanece todos los días. Ni las de la casa ni las de afuera se consideran las
víctimas de un destino miserable. Ninguna piensa que está recibiendo migajas.
Cada una se cree poseedora de la mejor parte del surtido, pero en el fondo
saben que alcanza para todas. Por eso lo comparten sin problemas. Por eso,
hasta se dan el lujo de utilizar al marido común como mensajero, para
intercambiar sus especialidades culinarias. Como además tienen un sentido
primario del clan, preservan por encima de todo la unión de la familia: los
hijos que le nacen a la una son hermanos de los que le nacen a la otra y a la
de más allá, y esa ligazón de sangre no merece que nadie la arruine por algo
tan mezquino como los celos.
Los hombres, por su parte, escuchan
desde pequeños un verbo que en los diccionarios resultaría pérfido, pero que
los mayores conjugan sin sonrojarse, ya que ni a las mujeres mismas les parece
ominoso: el verbo mujerear.
A Sara Baquero, una matrona
inconfundible de la región, no le preocupaba en lo más mínimo que Emiliano
hiciera versos. Por el contrario, insistía en que la vena poética del muchacho
era herencia de ella. El problema era que los cantos estuvieran apareados con
el acordeón, un instrumento que, según ella, volvía irresponsables a los
hombres. Sin embargo, la vieja Sara tuvo claro desde el principio que esa causa
estaba perdida, porque si su hijo cantó antes de hablar; si fue capaz de
componer y de aprenderse largas canciones en décimas, sin saber leer ni
escribir; si se convirtió en un diablo del acordeón, desafiando el duro
carácter de su tío Francisco, entonces no habría poder humano ni divino que lo
apartara de la música.
Que Emiliano fuera mujeriego tampoco
le quitaba el sueño a Sara Baquero. Lo máximo que podía hacer era aconsejarles
a las mujeres que amarraran a sus hijas, que por las calles andaba suelto un
gallo de casta. Además, si se miraban las cosas al derecho, Mile no era más que
el típico hijo de tigre que salía pintado, ya que el sinvergüenza de su padre
sólo estuvo con ella a la hora de engendrarlo, y después de eso no se dejó ver
ni el visaje.
Con semejantes antecedentes, era
natural que Emiliano no se ajuiciara. Por los días en que se puso a convivir
con su primera mujer, empezó su reconocimiento. Era un reconocimiento que le
pertenecía más a los cantos que a él mismo. Las personas que tarareaban sus
versos en aquellos pueblos y veredas retirados de la Civilización no lo habían
visto a él ni en pintura. No sabían cómo era su rostro ni les interesaba. Pero
reconocían en sus coplas el mejor correo posible, porque no les informaba sobre
lo urgente –nada era urgente– sino sobre lo importante. Por eso las acogían
aunque llegaran retrasadas: venían de muy lejos y conservaban el aroma de los
montes. Quienquiera que fuera su autor, les estaba regalando ricas historias,
contadas a la manera de las buenas crónicas periodísticas: historias completas,
redondas, en las que había burla, deliciosos arcaísmos, apuntes sobre la suerte
de las cosechas, regaños para bajarle los humos a algún aparecido, guiños a una
mujer amada que hoy se llamaba Manuela y mañana María.
Conforme a la tradición, sus versos
parecían destinados no más que a los compañeros de parranda y de labranza. Pero
tenían tanta gracia melódica, tanta vitalidad narrativa, que, a pesar de que no
habían sido grabados aún, se extendieron de boca en boca, de manera espontánea,
por toda la costa caribe colombiana. En las trochas malsanas de la región se
desnucaban las bestias, se extraviaban los caminantes, y los versos seguían su
marcha a lomo del viento, porque fueron hechos por uno de esos juglares
auténticos que no necesitan fijar su voz en el papel para protegerla del
olvido. Un juglar que no se dejó extinguir durante el tiempo en que permaneció
a la zaga de su propio canto.
—Si me hubiera tocado pagar para
cantar –dice Zuleta–, lo hubiera hecho sin problemas.
Zuleta refiere sus historias de
manera lenta y lineal. Las satura de detalles, para alargarlas y regodearse con
ellas. Y no permite que lo desprendan de la palabra. Si lo interrumpen, o si le
formulan una pregunta que maliciosamente pretenda precipitar el final, escupe
fuego por los ojos, en dirección al insolente, y retoma el hilo del relato en
el mismo punto en que trataron de arrebatárselo. Así, hasta que termina de
saborear la golosina de su propio verbo. Lo que más le gusta son las anécdotas,
que en su boca fluyen copiosas y continuas, como un aluvión.
Justo en este momento, Zuleta esboza
una sonrisa bribona. Acaba de recordar una de las muchas historias divertidas
que protagonizó, durante sus correrías como trovador celebrado y anónimo.
Sucedió a mediados de 1949, en un caserío conocido con el nombre de Hatico de
los Indios, donde lo contrataron para que amenizara una fiesta de matrimonio.
Para el joven esposo fue un honor
decirles a los presentes que ese que estaba ahí con su acordeón era nada más ni
nada menos que Emiliano Zuleta Baquero, viejo conocido suyo, sí señor, el
compositor de La gota fría, una pieza que ya gozaba de prestigio en toda la
comarca. El muchacho, sin embargo, no se quedó en el amplio patio para
acompañar la rumba que había inaugurado: sus afiebradas glándulas de marido
novicio lo arrearon antes de tiempo hacia una habitación del segundo piso,
donde lo esperaba la novia.
En su condición de animador de la
fiesta, Zuleta era el menos indicado para preocuparse por la suerte de los
casados en su estreno. Pero, como buen chismoso, era el que estaba más
pendiente. Incluso, cuando el muchacho se retiraba hacia la alcoba, le deseó
suerte, con un guiño cómplice de su ojo izquierdo.
No habían pasado ni dos horas cuando
el novio bajó del segundo piso, despeinado y desencajado. Parecía venir de un
velorio y no de un festín exquisito. Ubicado en un sitio estratégico en el que
no era percibido por los invitados a la parranda, el joven aprovechó una pausa
del conjunto musical y llamó a Emiliano Zuleta, con una seña de la mano. Éste
acudió en seguida, diligente, descarado, como si llevara años esperando ese
momento. Como si la demora lo perjudicara a él y no al otro.
—Hombre, señor Emiliano –dijo el
muchacho–: me está sucediendo un problemita y de pronto usted me pueda ayudar.
—Usted dirá –respondió Zuleta, con un tono displicente, para disimular que lo mataba la curiosidad.
—Es que llevo un buen rato encerrado en el cuarto y no he podido hacerle nada a la mujer.
—¿Cómo así?
—Yo más bien ya tengo es pena con ella, porque no he podido pasar del jugueteo ese del principio.
—Usted dirá –respondió Zuleta, con un tono displicente, para disimular que lo mataba la curiosidad.
—Es que llevo un buen rato encerrado en el cuarto y no he podido hacerle nada a la mujer.
—¿Cómo así?
—Yo más bien ya tengo es pena con ella, porque no he podido pasar del jugueteo ese del principio.
Como hombre ducho y avispado, Zuleta
supo en el acto qué era lo que ocurría: el muchacho no estaba preparado todavía
para alcanzar el fruto principal y por eso se aburrió del paraíso aunque nadie
lo hubiera expulsado. Para confirmar su sospecha, el maestro no tuvo mejor idea
que emboscar a su agitado interlocutor con una pregunta maligna.
—Bueno, pero dígame una cosa: ¿usted
alguna vez que no fuera hoy había probado mujer?
El joven no estaba para dárselas de
héroe sino para resolver un problema que consideraba gravísimo. Intuía que la
efectividad del consejo que solicitaba dependía de que fuera sincero. Por eso
respondió, humilde, sin pensarlo dos veces.
—No, señor Emiliano. Ésta es la
primera.
—Ah, caramba –se pavoneó Zuleta, como si fuera el oráculo divino que le salvaría la vida al otro–, ya yo sé qué es lo que pasa.
—¡Yo sabía que usted me iba a ayudar, señor Emiliano! ¡Yo sabía!
—Mire: lo que pasa es que las mujeres tienen dos tiempos. Está el tiempo en que son señoritas y está el tiempo en que son señoras. Cuando son señoras, eso es facilito, porque ya lo que había que vencer está vencido. Pero cuando son señoritas es más difícil: hay que conocer la técnica. Lo que usted me dice, deja dicho que usted no la conoce.
—¿Y qué es lo que tengo que hacer?
—Cálmese. Tómese un vaso de agua. Y no se desespere, que la desesperación no es buena para estas cosas. Ya verá que si se tranquiliza, le va a ir bien.
—Ah, caramba –se pavoneó Zuleta, como si fuera el oráculo divino que le salvaría la vida al otro–, ya yo sé qué es lo que pasa.
—¡Yo sabía que usted me iba a ayudar, señor Emiliano! ¡Yo sabía!
—Mire: lo que pasa es que las mujeres tienen dos tiempos. Está el tiempo en que son señoritas y está el tiempo en que son señoras. Cuando son señoras, eso es facilito, porque ya lo que había que vencer está vencido. Pero cuando son señoritas es más difícil: hay que conocer la técnica. Lo que usted me dice, deja dicho que usted no la conoce.
—¿Y qué es lo que tengo que hacer?
—Cálmese. Tómese un vaso de agua. Y no se desespere, que la desesperación no es buena para estas cosas. Ya verá que si se tranquiliza, le va a ir bien.
Zuleta le dio una palmada alentadora
en el hombro y le anunció que volvería al patio, para seguir animando la fiesta
con su acordeón. Tenía cara de haber cumplido con su deber. Pero entonces
ocurrió lo inesperado: el muchacho no se dio por satisfecho sino que le dijo a
Zuleta que necesitaba “un último favor”.
—¿Cuál sería?
—Vea, señor Emiliano, usted, que es un hombre veterano, ¿por qué no me hace el favor de estar con mi mujer?
—Vea, señor Emiliano, usted, que es un hombre veterano, ¿por qué no me hace el favor de estar con mi mujer?
Parte del morbo con el que Zuleta
había seguido el desenlace de la velada nupcial se debía a que la recién casada
era una hembrota de carnes prietas, y caminaba con un bamboleo perturbador en
las caderas, esas caderas que les producían a los hombres que las miraban,
cuando las sabían ajenas para siempre, físicas ganas de morirse. Zuleta no iba,
pues, a rechazar la oferta que acababa de recibir, por escrúpulos que no le
pertenecían. Ahora bien: tampoco podía mostrar su interés de manera tan rápida,
porque eso sería una descortesía innecesaria con el marido. Para tomarse su
tiempo, lo que hizo fue expresar el temor de que la mujer no aceptara y entonces
él quedara en ridículo, después de haber subido hasta la habitación. El
muchacho insistió en que ése no sería ningún problema.
—Ah, bueno –dijo por fin Zuleta,
condescendiente–: la verdad es que yo nunca en mi vida he hecho un favorcito de
esos que usted me pide. ¡Pero me sentiría muy mal si le digo que no!
***
—Sigamos hablando de mujeres –propone
el viejo Mile, socarrón.
—¿Qué más va a decir sobre ellas?
—No sé. Me gustaría hablarle de las mañitas que uno emplea para conseguirlas.
—¿Qué más va a decir sobre ellas?
—No sé. Me gustaría hablarle de las mañitas que uno emplea para conseguirlas.
La periodista Griselda Gómez, quien
hoy me acompaña, me mira sonriente, como si el de la gracia fuera yo. Luego
mira al viejo, que evidentemente quiere impresionarla a ella y no a mí.
A continuación, Zuleta advierte que
frente a una mujer difícil no hay mejor arma que apartarse por un tiempo del
camino. La indiferencia, según él, le desbarata el orgullo y la lleva a buscar
al tipo con la cabeza gacha. En ese momento, como ya no está en una posición
ventajosa, “es posible que dé lo que antes había negado”.
Con las dos manos en el vientre,
muriéndose de la risa, Griselda Gómez trata de decir algo que no se le
entiende. Pasada la histeria, le recuerda a Zuleta que no todas las mujeres
caen en la trampa del hombre que se retira. Algunas, incluso, hasta respiran
aliviadas cuando eso sucede.
Como si llevara siglos con la
respuesta preparada, Zuleta dice entonces, con la malicia de siempre, que en
ese caso el hombre tampoco pierde, porque se quita de encima la mortificación
de una mujer que no nació para él.
Griselda le pregunta al viejo que si
acaso una mujer que no se acuesta con él es una mortificación. Se nota que
disfruta tirando al viejo de la lengua.
Zuleta le responde en el acto que la
mujer que dice que no desde el principio, merece todo su respeto. La que lo
saca de quicio es la otra: la que muestra para atraer y luego esconde para
matar. La que pinta la cama al comienzo y la borra después con una patada. La
que toca y se deja tocar, pero sale corriendo cuando siente que la mano del
hombre se pone seria.
Ana Olivella, que está en el lavadero
fregando la ropa, voltea sonriente para donde estamos nosotros. Parece más
interesada en la risotada fácil de Griselda que en el apunte de su marido.
Justo en ese momento descubre que la estoy mirando, y entonces gira el cuerpo y
vuelve a concentrarse en su oficio.
El maestro aclara que, de todos
modos, para que la mujer difícil busque al hombre cuando este se le pierde de
vista, se necesita que el hombre le haya caído en gracia desde el primer
momento. Que la haya hecho reír, por ejemplo. O que le haya enseñado que no
todo lo que parece verde es verde. O que le haya hecho pensar cosas que antes
no había pensado. Muchas veces, añade, el problema se debe a que el hombre
halaga a la mujer más de la cuenta, y entonces ella piensa que, como es perfecta,
no necesita a un tipo sino a Dios.
Animado por la euforia que ha
desatado su apunte, el viejo Mile se pone de pie, y desde esta nueva posición,
sintiéndose ya el dueño absoluto de la reunión y del universo, enuncia el
mandamiento central de su decálogo vagabundo:
—Por muy difícil que sea la mujer
–sentencia–, el hombre es el único dueño de esa cosa que a ella tanto le gusta.
Zuleta cree –y lo expresa guiñándome
un ojo– que por cada mujer que un hombre no consigue, hay dos esperando más
adelante.
—La que no está para mí está para
otro tipo. Y eso es lo que se necesita, oyó, para que todos seamos felices.
Mujeres y hombres siempre se acotejan, porque son como la caja y la tapa. Ellas
ponen la cerradura y nosotros ponemos la llave. ¿Así quién no se acomoda?
Y entonces, como para comprobar que,
en efecto, ha sido un sinvergüenza temible, esgrime su prontuario:
—Antes de casarme con la señora
Carmen Díaz, yo tuve dos hijos. Mi hijo mayor se llama Cristóbal y debe andar
por los 66 años. El segundo lo tuve con una mujer de Urumita. Se llama Teobaldo
pero le dicen El beato. Yo he tenido hijos como con seis mujeres. En La Jagua
dejé un hijo. En Villanueva, otro. Tuve ocho con Carmen y uno con Mirce. De
pronto no tengo las cuentas bien claras: usted sabe que en el tiempo de antes,
uno a veces ni se enteraba. Menos mal que uno no embaraza a todas las mujeres
con las que se tropieza.
Zuleta ha vuelto a sentarse en la
hamaca. Ahora habla de un caserío de la Guajira llamado El Monte de la Rosa,
donde vivió un tiempo. Allí, según él, hay dos clases de mujeres: las que lo
odian y las que lo aman. Unas y otras se parecen en que no pueden vivir sin
mencionarlo, como lo sugiere en una de sus mejores canciones:
En El Monte de la Rosa
las mujeres bien temprano
se van a enjuagar la boca
con el nombre de Emiliano.
las mujeres bien temprano
se van a enjuagar la boca
con el nombre de Emiliano.
De repente, Ana Olivella pasa frente
a nosotros con un platón lleno de ropa. Cuando Mile la ve, la señala con el
dedo y dice que ella fue una de las víctimas del método de la indiferencia. La
mujer sonríe. Casi podría decirse que interpreta las palabras de su marido como
un piropo. Sin embargo, fiel a su costumbre de escabullirse, sigue de largo
hacia la sala y no escucha el resto de la historia.
Cuenta Zuleta que cuando quedó viudo
de Mirce Molina, empezó a montarle la cacería a Ana Olivella, no para sumarla a
su lista de aventuras, sino para organizarse con ella seriamente. El tiempo
pasaba y Zuleta no veía que se concretara ninguna de las promesas que la mujer
le enviaba con sus miradas. Cansado, dejó de frecuentarla y hasta pensó en
marcharse de Villanueva.
No había pasado ni una semana cuando
una hermana y una prima de Ana fueron a buscarlo, para averiguar por qué no
había vuelto a visitarlas. Que si acaso en la casa de ellas le habían echado
agua caliente, le preguntaron. Zuleta captó el mensaje, y el relato termina en
esta casa de Valledupar, donde hoy sigue junto a Ana, después de 19 años de
convivencia.
—Ay, carajo –dice de pronto el
maestro–. Se me estaban olvidando los tres hijos que tengo con Ana. También me
faltó un muchachito que tuve con una hembra de El Piñal.
El viejo Mile nos advierte de que a
cada mujer que ha tenido, así sea de paso, le ha dedicado por lo menos una
canción. Él tiene que vivir para poder cantar, explica, pues no cree en esos
compositores que hacen en versos lo que nadie les ve hacer en la vida real.
—Yo no podría emocionarme cantando
embustes –concluye, tajante.
La canción que le costó más trabajo,
nos informa, fue El milagro, inspirada en la aventura que vivió en secreto con
una de sus ahijadas, una mujer que parecía incapaz de matar una mosca y al
final le jugó sucio. Zuleta añade que la deslealtad no lo sorprendió en
absoluto, porque él ya estaba entrado en años y la muchacha tenía un fuego que
no se apagaba con cualquier lloviznita.
—Uno tiene que ser realista –agrega–
. Después de cierta edad, uno ya no puede con una muchacha de esas. Ahí lo
mejor es que uno calme la bestia.
Acostumbrado a hacer canciones con
cuanta cosa le sucedía, Zuleta no sabía cómo contar esta historia. Por un lado,
necesitaba denunciar a la traidora. Pero, por el otro, temía quedar al
descubierto como un hombre sin escrúpulos, capaz de acostarse con sus ahijadas.
—Mencionar a la muchacha con el
nombre verdadero –señala– hubiera sido un irrespeto con mi comadre, y yo siempre
he sido un hombre respetuoso.
En esta oportunidad, el viejo no se
suma a nuestras carcajadas. Quien lo vea y no lo conozca no alcanzaría a
percibir la chispa de picardía que titila en el fondo de su gravedad teatral.
El problema –explica, todavía serio–
se solucionó de manera simple: diciendo el nombre del milagro, pero ocultando
el del santo. Sin que nadie se lo solicite, tararea una estrofa de la canción
que se derivó de ese episodio:
Le comuniqué a un amigo
lo que le pasó a Emiliano
pero yo tengo un motivo
para quedarme callado
por eso digo el milagro
pero el santo yo lo olvido.
lo que le pasó a Emiliano
pero yo tengo un motivo
para quedarme callado
por eso digo el milagro
pero el santo yo lo olvido.
Zuleta revela que una de las mujeres
más importantes de su vida fue La Pula Muegues, a quien se refiere con un
adjetivo rudo: “bellacona”. La vieja Sara la detestaba y recurría a los brujos
de la Provincia, para suplicarles el favor de alejarla para siempre del corazón
de su hijo. Mile, siempre atento a los designios de su madre, quería
complacerla pero no podía: los bebedizos de cebolla en rama con leche de vaca
recién parida lo hundían cada vez más en las polleras de La Pula.
Un día, La Pula Muegues amaneció con
un par de úlceras en las corvas. No hubo remedio al que no apelara. Se untó
Quítame este mal y Sácame de esta desgracia. Bebió consomé de torcaza preparado
por una mujer señorita. Rezó el rosario de madrugada, con el Cristo al revés.
Pero las llagas siguieron progresando, hasta postrarla en una cama de lienzo. A
esas alturas, Mile había decidido llevársela a Jerónimo Montaño y al Indio
Manuel María, los dos brujos más afamados de la región.
Justo entonces ocurrió un suceso que
alteró sus planes: llegó a Urumita, Guajira, un circo de pueblo, cuyo
propietario, según los rumores, “era casi Dios”. Se llamaba Cocoliche y usaba
una boa enrollada en el cuello.
La avidez de Zuleta por el
diagnóstico de Cocoliche desapareció más temprano que tarde: en cuanto apareció
en el recinto una mujer de pelo negro y ojos almendrados, que portaba un tarro
humeante con aroma de eucalipto. Venía vestida con una túnica de cañamazo y traía
unas sandalias de cordobán. Tras cruzar dos miradas con ella, Zuleta comprendió
que el romance no iba a necesitar de mayores preámbulos, porque ya estaba
madurito. Era, concluyó en el instante, una mujer que le habían guardado: no
más tenía que reclamarla.
Aprovechando una ausencia momentánea
de Cocoliche, Mile se abalanzó sobre su presa sin chistar ni un monosílabo.
Guiado por el instinto, tomó su mata de cabello entre las manos, y al
colocársela en el rostro, sintió que se desbarrancaba por un abismo sin fondo
que olía a limones tiernos. Allí estuvo retozando durante un tiempo que aún hoy
no es capaz de medir. Descarado, irresponsable. Más como un polluelo
desprotegido que como el gallo de casta que dice ser. Con el cabello de la
mujer improvisó un cobertizo seguro, adonde no llegaban ni las dolencias de La
Pula Muegues ni los maleficios de la vieja Sara. Estando allí, no valía la pena
preocuparse por la posibilidad de que Cocoliche fuera el padre o el marido de
la mujer, y apareciera de repente con un machete, dispuesto a dañarle el
momento.
Todavía hoy Zuleta no sabe si
Cocoliche vio o no vio, ni le importa. Lo cierto es que
cuando el hombre regresó, Zuleta no
le consultó nada más sino que le pidió empleo. De modo que los siguientes dos
meses de su vida transcurrieron bajo la mugrosa carpa del circo, hoy en Uribia
y mañana en San Juan, desenamorado en un lado y enamorado en el otro, ajeno por
completo a la suerte que hubiese corrido La Pula Muegues.
De la vivencia en el circo, señala
Zuleta, también salió una canción, que fue grabada por Colacho Mendoza. Por
solicitud mía, entona una estrofa:
“Dos limones en el suelo
yo cogí el que estaba biche
voy a hablar con Cocoliche
pa’ irme con los maromeros.
yo cogí el que estaba biche
voy a hablar con Cocoliche
pa’ irme con los maromeros.
El viejo Mile salta de golpe hacia un
burro que alquiló no sé dónde, para llevar a La Pula Muegues hacia Sabanas de
Manuela, donde vivía Jerónimo Montaño. Lo acompaña Andrés Salas, hermano y
compadre suyo, quien viaja a lomo de un caballo barcino. Noto que a pesar de
que suele ser meticuloso en los detalles de sus anécdotas, no me ha contado ni
cómo abandonó a la mujer del circo ni cómo encontró a su compañera, después de
su larga ausencia. Cuando lo hago caer en la cuenta, me despacha con un cierto
desdén, como si el tema que le propongo fuera secundario. Dice simplemente que
La Pula había empeorado y que por eso era que se la llevaba al mejor brujo de
la región.
Lo importante, afirma Zuleta, es que
dejó a su mujer en manos de Montaño, quien se comprometió a devolvérsela curada
en el término de dos semanas. Él, entre tanto, siguió de largo con su hermano
Andrés hacia Guayacanal, para asesorarse con el otro gran gurú de la Provincia,
el Indio Manuel María. El hecho, me recuerda Zuleta, está recreado en una
canción suya:
Ay, el indio Manuel María
que vive en Guayacanal
ese sí sabe curar
con plantas desconocidas
Ay, cómo se dejan quitar
los médicos su clientela
de un indio que está en la sierra
y cura con vegetal.
que vive en Guayacanal
ese sí sabe curar
con plantas desconocidas
Ay, cómo se dejan quitar
los médicos su clientela
de un indio que está en la sierra
y cura con vegetal.
Zuleta interrumpe su relato sobre La
Pula Muegues para hablar de Carmen Díaz, a quien considera la mujer más
importante de su vida.
—Fue la más importante –repite–, pero
fue también la que menos me sirvió, porque se gastaba un genio imponente y
quería gobernarme a toda hora, delante de mis amigos. No nos quedó más remedio
que abandonarnos.
—Usted le ha hecho a ella por lo menos una docena de canciones.
—Sí, claro, y eso a Carmen la acreditó mucho. Imagínese usted: ser la mujer de Emiliano Zuleta. Gracias a mí es que la conocen a ella. Sobre todo, cuando yo digo en una canción: “me siento lo más contento/ porque resolví casarme/ si me caso en otro tiempo/ me vuelvo a casar con Carmen”. Ahí fue cuando ella cogió vuelo y se volvió orgullosa, que no quería hablarle a nadie. Ni a mí.
—Usted le ha hecho a ella por lo menos una docena de canciones.
—Sí, claro, y eso a Carmen la acreditó mucho. Imagínese usted: ser la mujer de Emiliano Zuleta. Gracias a mí es que la conocen a ella. Sobre todo, cuando yo digo en una canción: “me siento lo más contento/ porque resolví casarme/ si me caso en otro tiempo/ me vuelvo a casar con Carmen”. Ahí fue cuando ella cogió vuelo y se volvió orgullosa, que no quería hablarle a nadie. Ni a mí.
Zuleta se conoció con Carmen Díaz en
Manaure de la Montaña, un pueblito del Cesar, gracias a un enamorado que ella
tenía. Ocurrió en un mes de diciembre.
Emiliano estaba parrandeando con unos
amigos, la noche en que llegó un señor con acento del interior del país, a
preguntarle que cuánto le cobraba por acompañarlo a llevar una serenata.
Según el hombre, cuyas ropas
percudidas revelaban que venía de una andadura larga, la mujer a la cual
pretendía conquistar con la serenata era la más bonita que existía en 20
pueblos a la redonda.
Desde el momento en que el tipo le
describió a la mujer, Zuleta intuyó que sería él quien terminaría consiguiendo
sus favores:
—Yo pensé: ay, papa Dios: este
cliente se está matando solito. ¡Porque si la hembra está buena, me tiene que
tocar es a mí!
Una vez más, Zuleta se levanta de su
hamaca, como en busca de más espacio para reafirmarse como el héroe de la
película, el chacho de las conquistas, un terreno en el que se cree superior al
resto de los hombres.
La noche de la serenata, Carmen Díaz
no se dio por enterada. Fuera por desatención o fuera por su sueño tan
profundo, lo cierto es que no se asomó por ninguna de las dos ventanas. La que
sí salió para dar las gracias fue Julia Bula, una prima de Carmen, que al
parecer estaba convencida de que el detalle era para ella.
Un hombre como Emiliano Zuleta no
nació para quedarse con intrigas en asuntos de mujeres. Así que esa misma
noche, mientras se despedía de sus músicos y del pretendiente frustrado, empezó
a urdir el plan que ejecutaría pocas horas después, cuando clareara la luz del
día. Volvería a esa casa de frente, sin aspavientos, para decirle a la tal
Carmen Díaz que era “la mujer más bonita de 20 pueblos a la redonda”.
En este punto, el maestro me dirige
una mirada vivaracha y suelta una broma inspirada:
—Ajá, para algo que tenía que servir
la frase del cachaco.
Cuando Zuleta volvió a la casa donde
se encontraba Carmen Díaz, eran las 10 de la mañana. No necesitó que se la
presentaran para conocerla. Estaba sola en la sala, sentada en una mecedora de
mimbre, pelando plátanos con un cuchillo basto. Tenía el cabello recogido en un
moño de gasa morada y llevaba un traje cerrado de negro desde los pies hasta el
cuello. Más allá de su indumentaria severa, que insinuaba un luto más antiguo
que ella misma, la mujer se gastaba una estampa de faraona que invitaba a besarle
los pies. “Es una hembraza”, pensó Zuleta.
Como siempre que veía a una mujer que
le gustaba, Mile quiso arrojarse sobre ella en el acto. Pero no lo hizo, porque
percibió en su adusto semblante de doña la amenaza de que si se pasaba de la
raya, era hombre muerto. De modo que se limitó a contemplarla, alelado. Ni
siquiera la saludó. Y ella seguía desconchando aquellos plátanos, sin
determinarlo.
De pronto, a Carmen Díaz se le cayó
un plátano. Mile lo recogió del suelo, le sacudió la tierra en su propio pantalón,
y se lo devolvió. Carmen, a duras penas, le dio las gracias, reconcentrada en
su faena, ajena por completo al hombre con cara de bobo que tenía enfrente.
En ese momento, Julia Bula entró en
la sala. Había visto la última parte de la escena y venía carraspeando con
ironía.
—Anda, prima –gritó, como para que la
escucharan en el resto del pueblo–. Por haber dejado caer el plátano, vas a
salir en un disco de Emiliano Zuleta.
A Mile le pareció que la aparición de
esta mujer era un regalo del cielo. A todas estas, Carmen Díaz no había vuelto
a mirarlo.
Carmen le preguntó a su prima que si
el Emiliano Zuleta al cual se refería era el que había compuesto La gota fría.
—¡Ese mismo! –chilló Julia–. ¿Cuántos
Emilianos Zuletas compositores hay en La Guajira?
Con la turbación de quien todavía no
ha comprendido por dónde le entra el agua al coco, Carmen preguntó que porqué
motivo Emiliano Zuleta le iba a sacar una canción a ella.
—¡Porque pelaste el plátano y lo
dejaste caer! – gritó Julia, con doble intención.
Entonces, a Carmen Díaz se le salió
una frase inocente, con la cual apretó el nudo de su propia horca:
—¿Y dónde está el Emiliano de mierda
ese? Yo siempre lo he querido conocer.
De ahí para allá, dice Zuleta, el
amorío ya estaba pilado. Por la noche volvió a la casa para ofrecerle una
serenata a Carmen. Esta vez –agrega, vanidoso– la mujer sí se levantó para
agradecer el detalle. Y no sólo eso: salió de la casa y les pidió a los músicos
que interpretaran una cuarta canción por su cuenta, para ella bailarla con
Emiliano en plena calle. En la mitad de la pieza, Carmen se quitó un anillo de
oro y se lo colocó a su parejo en la mano izquierda, un ritual muy frecuente en
La Guajira por aquellos tiempos.
En este punto, el viejo esboza una de
esas risas picaronas que preceden a sus chanzas.
—Apenas me vi ese anillo puesto,
pensé: carajo, este anillo está bueno para cambiarlo por una caja de whisky.
Retorciéndose de la risa, Griselda
Gómez exclama:
—¡Este viejo es la trampa!
A Zuleta le encanta el cumplido.
Cuando abre la boca de nuevo es para decir que Carmen Díaz le quitó el anillo
al rato de habérselo puesto, porque, avispada que es, debió de haber calibrado
sus intenciones. El caso es que a él no le gustó esa actitud, porque consideró
que era una injusta señal de desconfianza.
—¿Y usted no acaba de decir que pensó
en beberse el anillo?
—Eso fue algo chusco que se me salió, para hacerlos reír a ustedes. Pero yo nunca haría una cosa de esas. A lo máximo que llegué con una mujer, fue a pintarle pajaritos en el cielo, para que se amañara conmigo. Pero aprovecharme del cariño para sacarle plata o regalos…¡eso, nunca!
—Eso fue algo chusco que se me salió, para hacerlos reír a ustedes. Pero yo nunca haría una cosa de esas. A lo máximo que llegué con una mujer, fue a pintarle pajaritos en el cielo, para que se amañara conmigo. Pero aprovecharme del cariño para sacarle plata o regalos…¡eso, nunca!
Carmen se despidió de Emiliano porque
debía regresar a Villanueva, su pueblo natal. Quedaron de verse el seis de
enero, cuando él fuera a la casa de ella para pedir su mano de manera formal.
Ese día –le advirtió– le devolvería el anillo. Y sería para siempre.
Zuleta no cumplió la cita sino en
abril, y además lo hizo por pura casualidad. Cuando regresaba de Guayacanal
hacia Sabanas de Manuela, para recoger a La Pula Muegues en la casa de Jerónimo
Montaño, tuvo que pasar por Villanueva.
—Apenas vi las primeras casas del
pueblo –señala–, le dije a mi hermano Andrés: mierda, compadre, acabo de
recordar que yo tengo una novia aquí. Espéreme un momentico, que voy para allá
a ver si esa mujer todavía se considera novia mía.
Contrario a lo que temía Emiliano,
Carmen Díaz lo recibió con los brazos abiertos. Hasta buscó a los parranderos
del pueblo para que lo acompañaran, mientras ella preparaba un sancocho de
gallina en el patio. Sólo por la noche Zuleta se acordó de que había dejado a
Andrés Salas esperándolo en el cementerio. Lo mandó a buscar, pero el hombre ya
se había marchado.
—Qué pena con mi compadre –dice el
viejo Mile, con un tono de lamentación que ni él mismo se cree.
La parranda duró tres días, al cabo
de los cuales Emiliano Zuleta comprendió que estaba enamorado y le pidió a
Carmen que se fuera a vivir con él. A partir de ese momento, La Pula Muegues
fue historia, materia de olvido. Del mismo modo en que su rostro había
reemplazado un rostro anterior, ahora había una piel fresca donde antes había
estado la suya. Ya vendría otra que desplazara a Carmen Díaz del lecho del que
ahora disfrutaba. En el fondo, todas ellas son la misma mujer que se renueva en
los balcones, protagonistas de una historia escrita en el viento. Una historia
que nunca termina, porque siempre habrá otra mujer disponible, al otro lado de
la ventana.
—Estas experiencias –concluye Zuleta–
son las que me han hecho cantar. Si no hubiera mujeres en este mundo, téngalo
por seguro que yo no hubiera sido compositor.
***
No sólo el amor predispuso a Zuleta
para el canto. Tan poderoso como esa motivación, ha sido el odio. El maestro lo
reconoce con una franqueza pasmosa.
—Desde chiquito fui rencoroso –dice–
y no sé por qué tuve que haber salido así, si nunca vi ese ejemplo en mamá.
Zuleta aclara, sin embargo, que jamás
ha dado un paso que pudiera conducirlo del rencor a la venganza, y tampoco ha
manejado sus odios de manera desleal, a espaldas de sus enemigos. Lo suyo no es
levantarse de la cama preguntándose qué hará durante el día para destruir a un
fulano incómodo, sino detestar a secas. Amargarse la vida viéndole la cara al
tipo que le cae mal. Pensar lo peor de él. Negarse de manera radical a reconocerle
algún mérito, en especial si es en público.
—Es que también soy muy envidioso
–confiesa sin rubor.
Zuleta no concibe que pueda existir
un compositor más hábil que él para improvisar, y en esto no se anda con medias
tintas: dice que su cabeza es la más inteligente, que sus palabras no tienen
pierde, que su lengua es la más picante, que sus melodías son las mejores.
Cuando amanece humilde –una situación
tan frecuente como un eclipse de sol– acepta que hay compositores mejores que
él. Menciona, por ejemplo, a Rafael Escalona, a Máximo Movil y a Calixto Ochoa.
No muchos, en todo caso. La explicación del fenómeno obedecería, según Zuleta,
a que quienes aprendieron a escribir derivan de esa circunstancia alguna
ventaja para contar historias. Hecha esa pequeña concesión, vuelve por sus
fueros con un argumento rotundo:
—Si usted se pone a buscar
compositores mejores que Emiliano Zuleta, los va a encontrar. ¡Pero el que
compuso La gota fría fui yo!
Donde no concede ni un milímetro es
en el Olimpo de la improvisación. No hay nadie como él, repite con la boca
llena, a la hora de repentizar. Es él quien le saca más partido a los temas, el
más aplaudido por la gente, el que doblega al contendor de tal manera que no le
deja más opción que la del retiro.
Las cuartetas no le gustan porque,
según él, “eso lo canta cualquiera”. Prefiere las décimas –“versos de 10
palabras”, las llama él– porque representan un reto superior. El maestro no
tiene ningún reato para vociferar que es capaz de contar una historia completa
–y además en décima, siempre en décima– sobre un suceso que en apariencia es
insignificante. Para demostrarlo, canta la canción que hizo el día que se mandó
a lustrar los zapatos en un pueblo ajeno, y a la hora de pagar descubrió que le
habían robado la plata.
También se ufana de la métrica de Con
la misma fuerza, un merengue clásico del vallenato que ha sobrevivido a cuatro
generaciones:
Dice Zuleta Baquero
El hijo de la vieja Sara
Me dicen que ya estoy viejo
Pero no estoy viejo nada
Yo estoy como una naranja
Viviendo a sol y sereno
Recibo los aguaceros
Prendido del mismo ramo
Y aunque se estremezca el palo
Nunca arrastro por el suelo.
El hijo de la vieja Sara
Me dicen que ya estoy viejo
Pero no estoy viejo nada
Yo estoy como una naranja
Viviendo a sol y sereno
Recibo los aguaceros
Prendido del mismo ramo
Y aunque se estremezca el palo
Nunca arrastro por el suelo.
Antes de que surgieran las voces
andróginas de hoy; antes de la invasión de acordeoneros afectados que no
parecen tocar su instrumento con dedos recios sino con una plumita de ganso;
antes de que las composiciones se volvieran una mezcla insufrible de novelita
rosa con balada –papel higiénico de empleadas domésticas desarraigadas–, el
vallenato era una música genuina y vigorosa. Nada de melcochas, ni de paños de
lágrimas, ni de palabras escogidas de afán en los basureros del diccionario. Se
trataba de contar historias. De cantarle a la tierra mojada, al cruce de los
novillos por el playón, a la leche espumosa que se apura al pie de la ubre, al
compadre resentido por el bautizo aplazado, al sacerdote que pontifica aunque
se haya robado los trastos de la parroquia, a la pezuña que deja una huella en
forma de corazón, al lucero que es más alto que el hombre, al enamorado que espera
hallar a la novia perdida, mediante el recurso cándido de describir sus cejas
encontradas; al sol, que es viejísimo pero todavía alumbra; a la hembra que
mueve el caderaje, para que Dios se sienta engreído; a la víspera de Año Nuevo,
estando la noche serena; a la hamaca que es más grande que el Cerro de Maco; al
jornalero que apenas tiene una camisa, pero sabe usar la brisa como sombrero.
Los trovadores de la región, dueños
de un primario sentido de la virilidad y el orgullo, también cantaban para
aniquilar a los otros. Tarareaban alto para notificarle al mundo que no estaban
dispuestos a permitir más gallos en su gallinero. Así nació la piquería, una
expresión folclórica que consiste en enfrentar a dos cantores, para que se
destrocen a punta de coplas.
Cultor aventajado de esa modalidad
fue Emiliano Zuleta.
Tanto le gustaba la pugna, que la
primera enemistad la buscó en su propia casa. El rival fue nada menos que
Antonio Salas, uno de sus hermanos, quien –crecidito por el efecto de un par de
copas– cometió la insolencia de compararse con Emiliano. El tatequieto de
Zuleta fue inmediato:
Una noche en Villanueva
se quiso Toño lucir conmigo
Pero a veces me imagino
Que esa es la gente que lo aconseja
Díganmele a Toño
A toño mi hermano
Qué él está muy pollo
Y yo soy muy gallo.
se quiso Toño lucir conmigo
Pero a veces me imagino
Que esa es la gente que lo aconseja
Díganmele a Toño
A toño mi hermano
Qué él está muy pollo
Y yo soy muy gallo.
La puja entre los dos hermanos duró
20 años, al cabo de los cuales se habían dedicado, por lo menos, una docena de
canciones coléricas. Por cierto, ambos sienten que la cálida relación de la que
disfrutan a estas alturas se debe en gran parte a todas las ofensas que se
gritaron.
—Ni Toño ni yo nos quedamos con nada
guardado, y por eso estamos en paz –dice Zuleta.
Zuleta opina que era mejor antes,
cuando los hombres se contramataban con décimas y no con plomo. En seguida, más
en serio que en broma, añade que aunque ya me informó que él y Toño se
reconciliaron para siempre, “de todos modos a la gente le quedó claro que el
gallo soy yo y el pollo es él”.
La discordia con su hermano no fue
tan enconada como la que, años después, mantuvo con Lorenzo Morales, otro
juglar valioso de la región.
Azuzados por sus seguidores, los dos
cultivaron la antipatía a la distancia, sin conocerse siquiera. En su casa de
Guacoche, Guajira, alguien le contó a Morales que Emiliano andaba diciendo que
era mejor que él. Zuleta, por su parte, escuchaba con frecuencia, en su casa de
El Plan, que el rey del acordeón y de los versos era Lorenzo Morales. En ese
correveidile, ambos se fueron llenando de requisitos para desplumarse cuando se
encontraran.
Zuleta y Morales pasaron nueve años
detestándose por correspondencia, lanzando coplas envenenadas en el buzón del
viento, para que el monstruo del odio común, que ambos necesitaban, no fuera a
resecarse por el abandono. Cada agresión los lastimaba y los redimía. A ellos y
a sus corifeos. Y, de paso, iba levantando un reguero de polvos y colores en
los senderos. Documentando el recuerdo. Haciendo la vida llevadera mientras
llegaba la hora inevitable de cruzarse en alguna vereda neutral, para
desenterrarse las espinas y definir de una vez por todas quién era el mandamás
de la rima y del acordeón.
Aunque ambos eran tajantes en cuanto
a que no se prestarían para un enfrentamiento en el terreno del contrario, la
oportunidad de matarse las pulgas se presentó en Guacoche, sede de Morales, de
la manera más inesperada.
Zuleta había salido de El Plan hacia
Bosconia para realizar una diligencia personal. Cuando pasaba por Guacoche vio
una parranda que le llamó la atención y se arrimó a curiosear. En el centro de
la ronda estaba un hombrecito menudo, que parecía un colgandejo ridículo de su
propio sombrero. Tenía los garbos de un monarca que cree que no hay más ley que
la suya, y tocaba el son de monte con una solvencia ofensiva, moviéndose de un
lado para el otro con una cierta vanidad, como si estuviera convencido de que,
además de buen acordeonero, era un tipo bonito.
Zuleta pensó en el acto que ese
hombre estaba muy chiquito y muy mohoso para que anduviera con tantas ínfulas.
Luchando contra la primera impresión que tuvo –la de que el tipo “tocaba hasta
bien”–, estuvo a punto de decirle a uno de sus vecinos ocasionales que lo único
que le servía a aquel hombre que gobernaba la parranda, era su acordeón. En vez
de ese comentario bilioso, lo que se le salió fue una pregunta mansa:
—¿Quién es el que toca el acordeón?
El vecino lo ignoró. Siguió mirando
al hombrecito del centro, con la cara idiotizada por la veneración. A Zuleta le
cayó el detalle como una patada en el hígado. Ya era demasiado: primero, tener
que soportar que un enano fuera dueño del acordeón más bonito que él había
visto en su vida. Después, descubrir que no lo tocaba mal. Y ahora, saber que
sus paisanos no lo estaban escuchando sino adorando. Y, para como de males,
sentir que él, Emiliano Zuleta Baquero, era uno más de la comparsa.
Cuando Zuleta repitió la pregunta, ya
presentía lo peor:
—¿Quién es el tipo del acordeón?
La respuesta que recibió no sólo
confirmó sus sospechas sino que, además, tenía una carga de atrocidad con la
que él no había contado.
—Ese es Lorenzo Morales –le dijo el
vecino, todavía sin mirarlo–. Lorenzo Morales, el papá de Emiliano Zuleta.
Golpeado en su orgullo, Zuleta le
preguntó a su interlocutor que si acaso él conocía a Emiliano Zuleta para que
estuviera tan seguro de que no era buen acordeonero. La respuesta, esta vez,
fue más insolente.
—A ese Zuleta no lo conocen sino en
el pueblo de él –dijo el inamistoso vecino, que seguía mirando los malabares
del dueño de la parranda–. El chacho es Moralito.
Zuleta se quedó petrificado. De
repente, el entorno se convirtió en un mapa de manchas, una cara borrosa por
aquí, una expresión de alegría por allá, y en el centro, presidiendo el horror,
Lorenzo Morales con sus notas de pesadilla. Por un momento, Zuleta se vio a sí
mismo como la única criatura que estaba al margen del carrusel, que giraba y
giraba ante sus ojos enfermos. Se sintió como un bicho minúsculo en medio
engendros enormes que zarandeaban su honor a placer, sin percatarse siquiera de
su presencia. Eran los colmillos del desprecio, que apenas ahora se le
revelaban y que lo dejaban sin reacción.
En ese trance no duró mucho tiempo
porque, al fin y al cabo –me dice ahora–, un hombre como él siempre encuentra
la manera de aclararse entre el oscuro.
Para asegurarse de que esta vez su
interlocutor no le iba a responder sin mirarlo, Zuleta le habló mientras le
daba una palmada brusca sobre el hombro.
—Oiga –le dijo–. Yo también toco
acordeón.
El hombre lo miró por fin. Pero su
mirada fue tan hostil como su desdén. Lo reparó de pies a cabeza, con el gesto
de quien muerde un limón demasiado ácido, y volvió a concentrarse en la faena
de Morales.
Zuleta repitió el procedimiento: la
palmada áspera sobre el hombro y la información de que él también era
acordeonero. Entonces el vecino le prometió que le conseguiría un acordeón para
que se metiera en la ronda y participara en la parranda, siempre y cuando le
jurara que no lo haría quedar mal.
—Yo lo hago quedar bien –contestó
Zuleta.
Cuando acabó la canción, el hombre se
dirigió a Morales.
—Oye, Lorenzo: aquí está un tipo con
la cantaleta de que quiere tocar tu acordeón. Préstaselo un momentico, para que
se le quite la idea.
Zuleta considera que lo más
humillante de la escena fue la amabilidad de Lorenzo Morales. No entiende cómo
un hombre que tiene un acordeón tan bonito sobre el pecho, se desprende de él
de buenas a primeras, para entregárselo al primer desconocido que dice querer
tocarlo. A menos –añade después, con aire reflexivo– que esté muy seguro de sí
mismo y piense que el otro es un pintado en la pared.
Mientras le pasaba el instrumento,
Morales lo miró por primera vez en su vida. No había arrogancia en sus ojos,
sino una especie de humildad que a Zuleta, de todos modos, le resultó
insoportable.
—Yo me tercié el acordeón al pecho y
toqué una puya –recuerda el maestro–. La toqué tan bien, que alguien destapó
una botella nueva de ron y me ofreció a mí el primer trago.
Zuleta me explica que en aquel tiempo
había un código de honor que determinaba que, al abrir una botella de ron, los
tragos se repartían de acuerdo con la importancia de los bebedores: el primero
le correspondía al acordeonero. Si había más de uno, se empezaba por el que
tuviera mayor reconocimiento y de ahí en adelante se iba descendiendo. Después
seguían, en estricto orden jerárquico, el tamborero, el guacharaquero, el resto
de los músicos y el público.
A Morales le sentó mal que le
hubieran ofrecido aquel primer trago a un advenedizo. En cambio Zuleta,
emocionado por los halagos de la gente, pidió dos copas más y se las bebió de
un tirón. Y a continuación, se dispuso a tocar una nueva pieza. Entonces
Morales, botando fuego por los ojos que minutos antes parecían tranquilos, le
arrebató el instrumento con un zarpazo feroz.
—Traiga acá mi acordeón –fue lo único
que dijo.
Pero Zuleta, aun sin el acordeón, no
quedó inerme: todavía le quedaba su lengua afilada.
—Oiga –le dijo a Morales, con
ironía–: usted me prestó y me quitó el acordeón, y no me ha preguntado ni el
nombre.
Morales intentó desentenderse del
intruso. Abrió su acordeón, amagando con tocar una nueva canción, para taparle
la boca. Pero Zuleta no le dio respiro.
—Yo me llamo Emiliano Zuleta Baquero.
¿Ese nombre no le dice nada?
Después, los dos bandos echaron el
cuento de aquel primer encuentro según sus conveniencias. Morales dijo que le
había dado una lección a Zuleta. Zuleta dijo que Morales tembló de susto cuando
lo reconoció. Los seguidores del primero afirmaron que Zuleta era tan desganado
que ni siquiera cargaba un acordeón propio. Los seguidores del segundo
advirtieron que Morales se corrió como los gallos bastos. Unos y otros
coincidían en que había que propiciar un cita definitiva, para saber de una vez
por todas quién era el mejor.
Pasaron muchos años, sin embargo,
antes de que Zuleta y Morales volvieran a verse las caras. Según Zuleta, porque
Morales estaba muerto de miedo. Y según Morales, porque Zuleta lo esquivaba. Lo
cierto es que, desde sus distanciadas trincheras, siguieron disparándose con
versos. Ambos perdieron la cuenta de las canciones que se dedicaron en aquellos
años de ofuscación. Muchas de esas canciones, a propósito, son de una calidad
lamentable. Que a estas alturas los dos hayan conseguido olvidarlas es un
argumento a favor de quienes creen que el diablo es más sabio por viejo que por
diablo.
Zuleta me informa que antes del tropezón
que motivó su canción más conocida, hubo una cita que no se pudo concretar,
porque Morales, por pura maldad, le dañó un pito a su acordeón, para justificar
su cobardía. Él creía que el segundo encuentro, si acaso se producía, sería
obra de la casualidad, pero se equivocó de cabo a rabo.
Emiliano estaba parrandeando en
Urumita cuando le llegó el rumor de que en la plaza del pueblo había un hombre
rabioso preguntando por él. Zuleta pensó que podría tratarse de algún enamorado
resentido por una hembra que perdió. Jamás habría imaginado que quien lo
buscaba era Lorenzo Morales en persona.
Al rato de haberse marchado el hombre
que le llevó el rumor, llegó Morales.
—Venía –cuenta Zuleta– con una
gavilla detrás, porque no hubiera tenido el valor de enfrentarme estando solo.
—¿Y estaba rabioso de verdad?
—Yo ceo que era puro teatro. Se notaba a leguas que traía un repertorio preparado y por eso se sentía valiente. A mí no me van a salir con el cuento de que Lorenzo había venido a improvisar conmigo.
—¿Y estaba rabioso de verdad?
—Yo ceo que era puro teatro. Se notaba a leguas que traía un repertorio preparado y por eso se sentía valiente. A mí no me van a salir con el cuento de que Lorenzo había venido a improvisar conmigo.
Zuleta señala que, en principio, sus
amigos se opusieron al enfrentamiento, porque él estaba borracho y sin dormir
desde hacía dos días, y en cambio Lorenzo Morales se encontraba en sus cabales.
Sin embargo, añade, él no iba a desperdiciar la oportunidad que había buscado
durante tanto tiempo.
Emiliano tocó primero y lo hizo con
una torpeza bochornosa, que él atribuye a su borrachera.
Lorenzo se dispuso a aprovechar su
turno con la cara de felicidad del que se va a comer una mogolla. No contaba
con que en la cuerda contraria había gente tramposa, decidida a sabotearle la
presentación.
—Esto no puede seguir –planteó uno de
los seguidores de Zuleta–. Emiliano está muy borracho y hay que acostarlo para
que se recupere. Vamos a continuar la piquería a las cinco de la madrugada.
Zuleta reconoce que dejar a Morales
solo, como un cualquiera, no fue precisamente una muestra de buena educación.
Pero no se arrepiente, porque sabe que era el único camino que le quedaba para
no darle a Morales el gusto de decir que le había ganado. En su favor, alega
que enfrentar al otro sin haber dormido, no iba a servir, de todos modos, para
definir quién era el mejor. La verdad se sabría cuando ambos estuvieran en
igualdad de condiciones. O los dos borrachos o los dos buenos y sanos.
—Además –dice el maestro, con un
guiño sinvergüenza–, mis amigos desagraviaron a Lorenzo. Porque mientras yo
dormía, ellos lo contrataron para que siguiera animando la parranda. Que no se
le olvide que por cuenta de mis amigos, se ganó 50 centavos.
Zuleta calcula que habían pasado dos
horas cuando despertó y escuchó el acordeón de Lorenzo Morales. Entonces se
levantó de la cama, volvió a la reunión y planteó reanudar la contienda. Esta
vez fue Morales el del desplante: dijo que le dolía la cabeza, que él también tenía
derecho a dormir, que el reto que valía era el primero, no el segundo. Y que
sólo aceptaría el desafío a las cinco de la madrugada, después de que hubiera
descansado.
De modo que los papeles se
invirtieron: Zuleta se quedó en la parranda en la que había estado Morales y
Morales se fue a dormir en la cama en la que había dormido Zuleta. El cuento se
alargaba –y aún se alarga– de manera perniciosa, lo que confirma que, en el
fondo, fue más una guerra de compadres que de enemigos. Parecidos, casi idénticos
en el carácter y en el talento, los dos se sentían a gusto en una reyerta que
no era más que polvorín para la platea, alharaca para mantener vivo el odio sin
necesidad de matarse, mientras se presentaba la ocasión de darse por fin el
abrazo que ambos querían sin saberlo.
Así las cosas, no fue raro que a las
cinco y quince de la madrugada, cuando dos de los parranderos fueron a buscar a
Morales, encontraran la cama vacía.
Zuleta asegura que apenas se enteró
de lo que había sucedido, se le ocurrieron dos de los versos de su canción:
“Te fuiste de mañanita
sería de la misma rabia”.
sería de la misma rabia”.
Tal y como la primera vez, cada uno
cantó y contó el cuento a su manera. Morales dijo que Emiliano era tramposo y
embustero. Zuleta le llamó cobarde al derecho y al revés. Y así, el círculo
vicioso volvía al mismo punto: las coplas desde lejos, la ojeriza que no mata
ni engorda.
Lo único novedoso, en esta ocasión,
fue que Morales apeló al color de la piel, para lastimar: le dijo a Zuleta que
era un blanco descolorido. Y además lo llamó hijodeputa. Fue en ese momento
cuando Emiliano Zuleta se sentó a hilvanar los versos de La gota fría, que le
salieron de chorro.
Morales mienta mi mama
solamente pa’ ofender
para que también se ofenda
ahora le miento la de él.
solamente pa’ ofender
para que también se ofenda
ahora le miento la de él.
El título de la canción, explica
Zuleta, se debe a una historia que le escuchó a un expresidiario. El hombre
había estado recluido en Tunja, Boyacá, dentro de un calabozo que en el piso
era caliente y por el techo filtraba una gota helada, interminable, que no
mataba de pulmonía sino de tristeza. El cuento del exconvicto causó revuelo en
La Guajira, me informa el maestro. El que recibía un castigo, o le iba mal en
alguna siembra, o perdía una pelea, era rematado con esa frase lapidaria: le
cayó la gota fría.
Qué criterio, qué criterio
va a tener, un negro yumeca
como Lorenzo Morales
Qué criterio va a tener
Si nació en los cardonales.
va a tener, un negro yumeca
como Lorenzo Morales
Qué criterio va a tener
Si nació en los cardonales.
Zuleta pronuncia ahora un lugar
común: la canción fue el comienzo del fin. Después de haberse gritado pálido y
negro yumeca, embustero y más embustero es él, hijodeputa y yo también le
miento la de él, cobarde y más cobarde serás tú, los dos se habían quedado sin
agravios. Así fuera por física sustracción de materia, no les quedaba más
remedio que hacer las paces.
El que tomó la iniciativa fue Zuleta,
un día que se encontró a Morales en la plaza de Urumita. Ninguno de los dos se
había tomado un trago, por lo que el acercamiento –presume Zuleta– no fue una
simple zalamería de borrachos. Ese día se pusieron a ver que los únicos que
ganaban con su discordia, eran los chismosos que no saben vivir sin sembrar
cizaña. Gente que nació para ser bulto, compañía de ocasión, y que no le daba
por las rodillas a ninguno de ellos dos.
Pienso –y se lo digo al maestro– que
como no pudieron matarse, como Morales no se lo llevó a él, ni él se llevó a
Morales, ni se acabó la vaina, optaron por el recurso fácil de declararse
empatados en un estadio superior, desde el cual pudieran vivir su delirio sin
estorbos, por encima de los demás mortales.
Zuleta me responde que la admiración
y el cariño que le profesa a Morales son sinceros. Que lo que pasa es que ambos
son muy envidiosos –“competentes pero envidiosos”– y por eso tardaron mucho
tiempo en descubrir que nacieron para quererse. Además me informa que Lorenzo
lo puso de padrino de uno de sus hijos, que conversan por teléfono casi todos
los días –“cuando yo no lo llamo, me llama él a mí”– y que en la casa de
Morales no se prepara ningún plato especial al cual no lo inviten a él.
—Él está más enfermo que yo y, sin
embargo, viaja especialmente para verme, como si pensara que me voy a morir
primero que él. Y siempre se presenta con una ollita de sancocho. No más le
falta que me ponga un babero y me la dé, cuchara por cuchara.
Zuleta carga con su compadre adonde
quiera que lo invitan a dar un concierto, porque estima apenas justo dejarlo
participar de las ganancias que ayudó a forjar. Sabe que sin él, su canto
habría quedado inconcluso. Sabe que el odio paciente y disciplinado de Morales
fue la mejor arcilla posible, porque le permitió pegotear sus versos de mil
maneras, hasta que le salió una obra maestra. Sabe que los dos están condenados
a perpetuarse juntos.
Hace poco, a Zuleta se le ocurrió que
apostaran un dinero, a ver quién se moría primero. Morales consideró que la
apuesta era una tontería, porque de todos modos el perdedor se iría de este
mundo sin pagarla. Y propuso, más bien, hacer un pacto de sangre: cuando uno de
los dos se muera, el otro deja de tocar el acordeón para siempre.
A Zuleta le sigue sonando la idea.
Pero ahora, con su cara de truhán, me dice que está seguro de que Morales se va
a morir primero.
—Y cuando eso suceda –remata,
haciendo esfuerzos por contener la risa– yo voy a seguir tocando escondido.
La víctima del paseo
Publicado: 15 diciembre 2011 en Alberto
Salcedo Ramos
Etiquetas:Colombia, delincuencia, Letralia, Robos
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Tomé el taxi en el centro, a las
nueve de la noche.
Una excesiva confianza, sin duda un
lastre de mi formación rural, ajena a las paranoias, no me permitió ver aquello
como una imprudencia.
Cuando le di el nombre del barrio al
cual debía conducirme, el tipo me preguntó por dónde nos íbamos y yo le indiqué
que por la carrera 30.
—¿Por dónde quiere que cojamos la 30?
—inquirió entonces, con un tono amable.
Le contesté que por la calle 26, y no
me incomodó que hablara sin mirarme, ni que su carro estuviera tan
destartalado.
Mientras escribo, pienso que abordar
un taxi de noche —o inclusive de día— en cualquier calle bogotana, nos
convierte en jugadores de ruleta rusa: sólo nos queda el recurso defensivo de
esperar, a veces con ingenuidad, a veces con soberbia, que no nos toque a
nosotros, precisamente a nosotros, el tiro fatal. Algo similar deben de pensar
los muchos taxistas decentes y honrados que todavía quedan, quienes también
arriesgan su vida, sin más armadura que la necesidad de conseguir el pan y una
estampita de la Virgen.
Nada de eso pasó por mi mente mientras
avanzaba el viejo carro. El conductor sólo abría la boca para preguntar cosas
puntuales relacionadas con la ruta: “¿A la izquierda o a la derecha?”. Cuando
le respondía, lanzaba frases como “muy bien, señor”, o “estamos para servirle”.
A seis cuadras de la casa, en una
calle estrecha en la que habita un militar, el tipo me soltó una pregunta
extrañísima, pero ni siquiera eso activó mis precarias alarmas.
—Entonces qué: ¿me devuelvo?
—No, siga derecho.
—Ah, yo pensé que tenía que devolverme.
—No, siga derecho.
—Ah, yo pensé que tenía que devolverme.
Esta última frase fue aun más rara y
sólo ahora percibo que fue pronunciada con ansiedad.
Siempre había visto severamente
custodiada la calle en la que reside el militar. Pero esta vez estaba vacía. Al
final de la cuadra, frente a un solar oscuro con pretensiones de parque, hay un
reductor de velocidad, de esos que en Colombia llamamos policías acostados.
Allí se detuvo el conductor, simulando que el carro se le había apagado. En ese
instante vi con nitidez lo que se avecinaba. Pero ya era tarde. Dos hombres
corpulentos se abalanzaron sobre las puertas traseras del carro y antes de que
pudiera reponerme de la sorpresa, estaban adentro.
Golpes de pecho
Lo primero que hizo el que se acomodó
a mi izquierda fue pegarme un bofetón, que todavía me arde, en el centro de la
cara. El otro me sujetó las manos y me ordenó que me escurriera en el asiento.
El taxista volteó el rostro hacia mí por primera vez y lo que vi me pareció
grosero: el hombre mascaba chicle con un desenfado que ni siquiera era teatral,
calculado para intimidar, sino absolutamente espontáneo.
Espontáneo fue también el grito que
solté, un quejido ruidoso que exacerbó a mi vecino de la izquierda. Con un
nuevo pescozón que hizo saltar mis lentes por el aire, me indicó cómo quería
que me comportara a partir de ese momento: nada de bulla delatora, nada de
dármelas de avispado llorando fuerte para que me oyeran. Pero mi llanto no
tenía que ver con estratagemas sino con pavor físico, y por eso no había manera
de controlarlo. Ni siquiera con la pedagogía brutal de las bofetadas. El sujeto
de la derecha, más rollizo que los otros, aplastó su mano áspera en mi boca y
me dijo que ya estaba bueno de niñerías. Si seguía llorando, me advirtió, no me
iban a dar más golpes sino que se verían obligados a matarme.
—Bueno, hijueputa —intervino el más
rudo—: ahora quiero que cierre los ojos y como los abra, se muere.
—Es que estas gonorreas —dijo el gordo, con un tono de odio visceral— se meten a sapos y ni para eso sirven.
—Ni para eso sirven —repitió el chofer, como si estuviera aprobando la frase más genial que hubiera escuchado en su vida.
—Es que estas gonorreas —dijo el gordo, con un tono de odio visceral— se meten a sapos y ni para eso sirven.
—Ni para eso sirven —repitió el chofer, como si estuviera aprobando la frase más genial que hubiera escuchado en su vida.
Comprendo muy bien lo que quisieron
decirme al llamarme sapo: yo no sólo había desafiado su imperio al tomar un
taxi en la calle un viernes por la noche, sino que además lo había hecho de la
manera más ostentosa posible. Iba ataviado con una chaqueta de cuero que
cualquier modisto de la alta costura habría descalificado de tajo, pero que
ante los ojos de ellos debió de prestarme el semblante del heredero de un
magnate que se hubiera extraviado de su escolta.
De nada habría valido explicarles que
esa chaqueta la compré en promoción, que el reloj, como todos los relojes que
he tenido en la vida, me lo regalaron y que yo no fabrico teléfonos celulares
sino que tan sólo utilizaba el que tenía como herramienta de trabajo. Otra cosa
era el bolígrafo, un mont blanc lustroso que, aunque también recibí como
obsequio, me hacía ver, no sin razón, como alguien que se exhibe cruelmente,
con sus chucherías inútiles pero caras, frente a una galería de seres humillados.
La culpa, pues, era mía. ¿Acaso creía
que podía engañarlos atribuyéndome el síndrome de la pobre viejecita? Lo único
que importaba era que yo estaba allí, en aquel taxi ruinoso, con una pinta de
animal presumido que no respeta las leyes de la selva. Si no era rico sino
apenas un remedo de rico, peor para mí, no para ellos. De malas si me metí a
sapo y ni siquiera para eso sirvo, porque, según se deduce de su amargo
reproche, un sapo que se considere debería tener por lo menos una pistola para
defender su sapería, en vez de llorar como señorita.
Entendámonos: es un atraco
Antes de notificarme que se trataba
de un atraco, indagaron por mi nombre y mi profesión. El taxista recibió la
información con una exclamación triunfal.
—¡Esos periodistas ganan plata!
El gordo me preguntó a continuación
si tenía cuenta de ahorros y, cuando le dije que sí, me indicó que si les daba
la clave y me portaba bien, no me pasaría nada malo. El vecino de la izquierda
al parecer juzgó inconveniente el tono consolador de la advertencia de su
amigo:
—¡Cómo que no le pasa nada malo!
—tronó, salpicándome la cara con su tufo de aguardiente—. ¡Este hijueputa se
muere! ¡Yo mismo lo mato ya si no me colabora!
Les dije que si la única razón para
matarme era que no les colaborara, podían estar tranquilos. Gemí, mencioné a
Dios, invoqué a mis hijos, y en las tinieblas me sorprendió que aquella voz, mi
propia voz, no sonara tan débil, como si saliera de una boca menos asustada que
la mía, que a última hora intentara salvarme ordenando los destrozos de mis
argumentos sentimentales y expulsándolos a borbotones.
La exclamación infame que soltó el
chofer después de mi alegato, me recordó que ninguno de ellos estaba en el plan
de conmoverse: “¡Bingooo: tiene hijos!”.
—¿Y cómo se llaman? —preguntó el de
la derecha.
—¿Qué?
—Sus hijos. ¿No acaba de decir que tiene hijos?
—¿Qué?
—Sus hijos. ¿No acaba de decir que tiene hijos?
Dije sin titubeos los primeros
nombres que se me ocurrieron.
—Uy, hermano —repuso el gordo—: a los
niños a veces les pasan cosas muy malas. Sobre todo a las niñas. Por eso es bueno
que los papitos no se metan a brutos.
Desde la izquierda del asiento partió
un nuevo porrazo, que se estrelló contra mi cara. No tardé en descubrir el
motivo.
—¡Cierre los ojos, hijueputa!
El vecino de la derecha también se
impacientó y descargó un puñetazo sobre mi hombro.
—¿Qué le pasa, malparido? ¿Nos piensa
sapear o qué? Como vuelva a abrir los ojos, se muere.
Mientras de un lado me levantaban de
la silla para sacarme la billetera, del otro surgía una voz que averiguaba la
dirección exacta de mi residencia. Cuando entregué la información, uno de ellos
dijo: “okey, vamos a ver si apuntamos eso”.
—¿Y el teléfono? —preguntó el chofer.
Otra vez el dato solicitado. En
seguida, la repetición silabeada del que aparentemente estaba anotando.
Después habló el gordo. Lo hizo en un
tono reflexivo, íntimo, como si estuviera solo en el carro.
—Este man no tiene ni una prenda.
—¿No le gusta el orito? —preguntó el chofer.
—¿No le gusta el orito? —preguntó el chofer.
Dije que no y además les imploré que
fuéramos pronto al cajero, a ver si después me hacían el favor de soltarme con
vida.
El tipo de la derecha escupió una
respuesta compasiva, con una risita que, más que irónica, se me antojó
didáctica.
—El man no quiere entender que está
es atracado. ¡Venir a preguntarnos que por qué no hacemos las cosas cuándo él diga!
Manual del inerme
De pronto, el tipo de la izquierda me
tomó por los hombros y me hundió desesperadamente en el asiento, al tiempo que
se dirigía al chofer.
—¡Pilas, mijo, déle duro! ¡Déle más
duro!
Cuatro manos jalaron mi chaqueta por
el cuello, y con ella me cubrieron el rostro. Sentí que no me estaban tapando
la cabeza sino que me la estaban tronchando. Me sentí ahogado, reducido. Sentí
que ni la muerte misma podía ser peor que aquella asfixia que me oprimía el
corazón. Y los tipos seguían tironeando la chaqueta. Sus voces sonaban
angustiadas.
—¡Rápido, huevón!
—¡Como grite, se muere!
—¡Cuidado abre los ojos!
—Si se forma un tiroteo, la policía no va a sufrir. El primero que lleva del bulto es usted.
—¡Déle más rápido!
—¡Ya, hermano, ya, no acosen tanto! Ese taxi es de los nuestros.
—¿Está seguro?
—¿Ustedes no ven?
—Sí, sí, ese es El Indio.
—Y nosotros asustados casi ahogamos al pobre man.
—Vamos a aprovechar de una vez para bajarlo de la chaquetica y que respire.
—¡Como grite, se muere!
—¡Cuidado abre los ojos!
—Si se forma un tiroteo, la policía no va a sufrir. El primero que lleva del bulto es usted.
—¡Déle más rápido!
—¡Ya, hermano, ya, no acosen tanto! Ese taxi es de los nuestros.
—¿Está seguro?
—¿Ustedes no ven?
—Sí, sí, ese es El Indio.
—Y nosotros asustados casi ahogamos al pobre man.
—Vamos a aprovechar de una vez para bajarlo de la chaquetica y que respire.
Cuando finalmente me quitaron la
chaqueta, volvió el aire. Lo aspiré con urgencia, con gratitud, y me dije que
mientras contara con él, no resultaba tan malo estar vivo.
—Es que ahora hay mucho taxista sapo
y uno tiene que estar pilas con ellos —anotó el gordo, asumiendo, una vez más,
su tono de vocero intelectual del grupo—. Se creen que son la ley, esas
hijueputas gonorreas.
El menos hablador de los tres, mi
vecino de la izquierda, sacó entonces de su manga un as envenenado con el que
yo no contaba.
—Bueno, amigo, vamos a ver si nos
repite la dirección de su casa.
—¡Pero si en la casa no hay nada que pueda servirles! —exclamé aterrorizado.
—No nos interesa ir allá —ilustró el otro—. Esto lo hacemos es por si de pronto usted se tuerce y nos sapea con la policía.
—¿Que no vamos a ir? —terció el más violento—. Vamos allá y le damos plomo hasta al más hijueputa. Espere y verá.
—¡Pero si en la casa no hay nada que pueda servirles! —exclamé aterrorizado.
—No nos interesa ir allá —ilustró el otro—. Esto lo hacemos es por si de pronto usted se tuerce y nos sapea con la policía.
—¿Que no vamos a ir? —terció el más violento—. Vamos allá y le damos plomo hasta al más hijueputa. Espere y verá.
Señalé que podían hacerme todo lo que
quisieran, pero que por favor no se metieran con mi familia. Y añadí que estaba
tan dispuesto a colaborarles que les había dado la dirección de mi casa.
—Sí, y nosotros la apuntamos —observó
el chofer—. Pero queremos asegurarnos.
—Repítala, huevón —chilló el de la izquierda.
—Repítala, huevón —chilló el de la izquierda.
Como la dirección que les di en ese
momento no coincidió con la que les había entregado antes, descargaron sobre mí
su más variado repertorio de golpes.
—Ah, no, hermano —dijo el de la
izquierda, irritado como siempre— este man nos está es faltoneando.
—A este hijueputa va a haber que matarlo es ya.
—Ah, ¡y encima de todo, la gonorrea me está mirando!
—A este hijueputa va a haber que matarlo es ya.
—Ah, ¡y encima de todo, la gonorrea me está mirando!
Utilizando alguno de sus dedos como
daga, el hombre me mandó un zarpazo criminal. No atinó en el ojo abierto, como
pretendía, pero me dejó un arañazo en la ceja izquierda. Y profirió la enésima
amenaza con su aliento de alcohol destilado en las alcantarillas: “la próxima
se lo saco, malparido”.
Lo más doloroso del paseo es ese
montón de oscuridad que pesa sobre los ojos y nos hace sentir humillados. Al
cerrarnos los ojos, el verdugo nos arrebata la posibilidad de calibrar sus
intenciones, de intentar manipularlo. Con las glándulas disminuidas y los
brazos maniatados, te tienen a su merced. Sólo te dejan un par de orejas que,
como podrás imaginarte, no son un arma contra ellos sino contra ti mismo,
porque en las tinieblas magnifican el horror de cada palabra que escuchas.
Queda todavía la opción de tu propia palabra para defenderte. A veces el
instinto hablará por ti. A veces lo hará el cerebro. En todo caso, nunca sobra
aclarar que no te interesa identificar ni delatar a nadie, ni impedir que te
roben, sino apenas seguir vivo. Si eres un fiambre convincente, es posible que
cuando despegues los párpados por simple pánico, sólo te quede un feo rayón
sobre la ceja y no un ojo descuajado.
El último recurso
Cuando volví a entregar la dirección
y el teléfono, ya conocía la lección: tenía que grabarme los datos, para no
equivocarme de nuevo.
El hombre de la izquierda se bajó del
carro, para despacharse felizmente con mi tarjeta, en algún cajero electrónico.
El gordo me advirtió que como intentara escapar, ahora que él se había quedado
solo en la parte trasera del taxi, me volaría los sesos. Ni entonces, ni antes,
ni después, percibí que estuvieran armados. De lo que sí estoy absolutamente
seguro es de que no lo necesitaban.
Muy pronto se desvaneció el alivio
que me produjo la marcha del más hostil. Cuando los otros dos empezaron a
pasearme, vi con claridad que teniendo la tarjeta y la clave, mi vida ya no les
importaría ni cinco. Si me dejaban vivo, pensé y lo dije en voz alta, sería un
regalazo que Dios les iba a reconocer. Les pregunté que por qué, si el
compañero ya se había bajado, seguían conmigo en el carro. “Por que no somos
huevones”, respondió el taxista. Lloré, dije que me quería morir y que si me
salvaba de ese trance, quizás terminaría ahorcándome. El taxista habló de
nuevo:
—No, viejito, tampoco así. Ese es el
problema de la gente como usted, que ni siquiera saben lo que es el maltrato y
ya se están es quejando. Usted no ha visto nada, mijo.
—Nosotros somos ladrones, papá, no asesinos —dijo el gordo, con un tono de dignidad ofendida—. Aquí los únicos que se mueren son los que no colaboran, y usted se ha portado bien.
—Ya estamos terminando —observó el taxista—. No se meta a bruto a última hora y verá que no le pasa nada.
—Pero si ustedes dicen que estamos terminando, ¿para dónde me llevan?
—Ay, hermano, ¿se va a poner cansón?
—Tenemos que dejarlo en la puta mierda. ¿Qué tal llevarlo a un barrio con gente y que usted se nos rebote o empiece a gritar?
—Nosotros somos ladrones, papá, no asesinos —dijo el gordo, con un tono de dignidad ofendida—. Aquí los únicos que se mueren son los que no colaboran, y usted se ha portado bien.
—Ya estamos terminando —observó el taxista—. No se meta a bruto a última hora y verá que no le pasa nada.
—Pero si ustedes dicen que estamos terminando, ¿para dónde me llevan?
—Ay, hermano, ¿se va a poner cansón?
—Tenemos que dejarlo en la puta mierda. ¿Qué tal llevarlo a un barrio con gente y que usted se nos rebote o empiece a gritar?
Creo que de no haberse bajado el
energúmeno de la izquierda, el tono consolador de sus dos compinches, que me
procuró un cierto descanso, no se habría presentado.
—¿Usted sabe por qué hacemos esto?
—preguntó el chofer—. Porque hirieron a uno de los de la banda y necesitamos
reunir tres millones de pesos esta misma noche.
—¡Somos una mano de desempleados! —dijo el otro.
—¡Somos una mano de desempleados! —dijo el otro.
Aquel fue el momento menos dramático
de la velada. Pero también el de mayor cinismo.
Ese cinismo se hizo evidente cuando
el gordo introdujo su mano en el bolsillo de mi camisa y me dijo que tomara
esos 10 mil pesitos para que pagara el taxi de regreso hacia la casa. Le
expresé el temor de que el próximo taxista me atracara también, y su respuesta,
que intentaba ser tierna, se convirtió, sin que él se lo propusiera, en una
joya legítima del humor negro.
—Noooooooo, cómo se le ocurre.
¡Nosotros le cogemos las placas a ese hijueputa!
Luego colocó un objeto frío sobre mi
mano derecha.
—¿Qué es eso?
—Las gafas, huevón. ¿Ya se le olvidó hasta que usa lentes?
—Las gafas, huevón. ¿Ya se le olvidó hasta que usa lentes?
Aprovechando tanta camaradería, les
supliqué que me dejaran la cajetilla de cigarrillos, en la que recordaba tener
todavía tres unidades.
—Ah, no, ahí si no. Pierda siquiera
una. Nosotros también fumamos.
Hoy debo decir con absoluta crudeza
que no les deseo nada piadoso.
Pero en el momento en que me
soltaron, en la carrera 30, hacia el sur de la ciudad, experimenté por ellos
una intensa gratitud. Si no les di la mano y los invité a desayunar al otro
día, fue porque me faltaron arrestos. Parado en aquella calle solitaria, infeliz
y acalambrado, sabía muy bien que aún no era prudente cantar victoria. Lloré
otra vez. No se me ocurrió mirar a la luna. Y pensé que en este país estamos
tan jodidos que al final el único recurso que nos queda es darles las gracias a
los canallas.
El pueblo que sobrevivió a una masacre amenizada con gaitas
Sucede que los asesinos -advierto de
pronto, mientras camino frente al árbol donde fue colgada una de las 66 víctimas-
nos enseñan a punta de plomo el país que no conocemos ni en los libros de texto
ni en los catálogos de turismo. Porque, dígame usted, y perdone que sea tan
crudo, si no fuera por esa masacre, ¿cuántos bogotanos o pastusos sabrían
siquiera que en el departamento de Bolívar, en la Costa Caribe de Colombia, hay
un pueblo llamado El Salado? Los habitantes de estos sitios pobres y apartados
solo son visibles cuando padecen una tragedia. Mueren, luego existen.
José Manuel Montes, mi guía, un
campesino rollizo y taciturno que se ha pasado la vida sembrando tabaco,
asiente con la cabeza. Cae la tarde del sábado, empieza la sonata de las
cigarras. El sol ya se ocultó pero su fogaje permanece concentrado en el aire.
Mi acompañante cuenta entonces que en este punto en el que estamos ahora, más o
menos aquí, en la mitad de la cancha, los paramilitares torturaron a Eduardo
Novoa Alvis, la primera de sus víctimas. Le arrancaron las orejas con un
cuchillo de carnicería y después le embutieron la cabeza en un costal. Lo
apuñalaron en el vientre, le descerrajaron un tiro de fusil en la nuca. Al
final, para celebrar su muerte, hicieron sonar los tambores y gaitas que habían
sustraído previamente de la Casa de la Cultura. En los alrededores desolados de
este campo de microfútbol apenas hay un par de burros lánguidos que se rascan
entre sí las pulgas del espinazo. Sin embargo, es posible imaginar cómo se
veían esos espacios aquella mañana del viernes 18 de febrero del año 2000,
cuando los indefensos habitantes se encontraban apostados allí por orden de los
verdugos.
—Casi toda la gente estaba sentada en
ese costado —dice Montes, mientras señala un montículo de arena parda que se
encuentra perpendicular a la iglesia, a unos veinte metros de distancia.
Hoy por la mañana, al despuntar el
día, Édita Garrido me había mostrado esa misma lomita de tierra. Ella, una
aldeana enjuta de tez cetrina, también sobrevivió para echar el cuento. Los
paramilitares, dijo, llegaron al pueblo un poco antes de las nueve, disparando
en ráfagas y profiriendo insultos. Debajo de su cama, en el piso, donde se
hallaba escondida, Édita oyó la algarabía de los bárbaros:
—¡Partida de malparidos: párense
firmes, que somos los paracos y vamos a acabar con este pueblo de mierda!
—¡Eso les pasa por ser sapos de la
guerrilla!
En seguida arrancaron a los
pobladores de sus casas y los condujeron como borregos de sacrificio hacia la
cancha. Allí —aquí— los obligaron a sentarse en el suelo. En el centro del
rectángulo donde normalmente es situado el balón cuando va a empezar el
partido, se plantaron tres de los criminales. Uno de ellos blandió un papel en
el que estaban anotados los nombres de los lugareños a quienes acusaban de
colaborarle a la guerrilla. En la lista, después de Novoa Alvis, seguía Nayibis
Osorio. La arrastraron prendida por el pelo desde su casa hasta el templo,
acusada de ser amante de un comandante guerrillero. La sometieron al escarnio
público, la fusilaron. Y a continuación, en el colmo de la sevicia, le clavaron
en la vagina una de esas estacas filosas que utilizan los campesinos para
ensartar las hojas de tabaco antes de extenderlas al sol. “¿A quién le toca el
turno?”, preguntó en tono burlón uno de los asesinos, mientras miraba a los
aterrados espectadores. El compañero que manejaba la lista le entregó el dato
solicitado: Rosmira Torres Gamarra. Separaron a la señora del grupo, le
amarraron al cuello una soga y comenzaron a jalarla de un lado al otro, al
tiempo que imitaban los gritos de monte característicos de la arriería de
ganado en la región. La ahorcaron en medio de un nuevo estrépito de tambores y
gaitas. Luego ametrallaron, sucesivamente, a Pedro Torres Montes, a Marcos Caro
Torres, a José Urueta Guzmán y a un burro vagabundo que tuvo la desgracia de
asomar su hocico por aquel inesperado recodo del infierno. Uno de los
paramilitares amenazó a la muchedumbre: el que llore será desfigurado a tiros.
Otro levantó su arma por el aire como una bandera y prometió que no se iría de
El Salado sin volarle los sesos a alguien. “Díganme cuál es el que me toca a
mí, díganme cuál es el que me toca a mí”, repetía, mientras caminaba por entre
el gentío con las ínfulas de un guapetón de cine. Hubo más muertes, más
humillaciones, más redobles de tambores. Varios tramos de la cancha se
encontraban alfombrados por el reguero de cadáveres y órganos tronchados que
había dejado la carnicería. Entonces, como al parecer no quedaban más nombres
pendientes en la lista, los paramilitares se inventaron un juego de azar
perverso para prolongar la pesadilla: pusieron a los habitantes en fila para
contarlos en voz alta. La persona a la cual le correspondiera el número 30
—advirtió uno de los verdugos— estiraría la pata. Así mataron a Hermides Cohen
Redondo y a Enrique Medina Rico. Después llevaron su crueldad, convertida ya en
un divertimento, hasta el extremo más delirante: de una casa sacaron un loro y
de otra un gallo de riña, y los echaron a pelear en medio de un círculo
frenético. Cuando, finalmente, el gallo descuartizó al loro a punta de
picotazos, estalló una tremenda ovación.
Ahora, José Manuel Montes me explica
que la mortandad de la cancha era apenas una parte del desastre. El país ha
conocido después —gracias a los familiares de las víctimas, a las confesiones
de los verdugos y al copioso archivo de la prensa— los pormenores de la
masacre. Fue consumada por 300 hombres armados que portaban brazaletes de las
Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Los paramilitares comenzaron a acordonar
el área desde el miércoles 16 de febrero de 2000. Mientras estrechaban el cerco
sobre El Salado, se dedicaron a asesinar a los campesinos que transitaban
inermes por las veredas. No los mataban a bala sino a golpes de martillo en la
cabeza, para evitar ruidos que alertaran a los desprevenidos habitantes que se
encontraban aún en el pueblo. El viernes 18, ya durante la invasión, forzaron
las casas que permanecían cerradas y ametrallaron a sus ocupantes. Cometieron
abusos sexuales contra varias adolescentes, obligaron a algunas mujeres adultas
a bailar desnudas una cumbiamba. Por la noche les ordenaron a los
sobrevivientes regresar a sus moradas. Pero eso sí: les exigieron que durmieran
con las puertas abiertas si no querían amanecer con la piel agujereada. Entre
tanto ellos, los bárbaros, se quedaron montando guardia por las calles:
bebieron licor, cantaron, aporrearon otra vez los tambores, hicieron aullar las
gaitas. Se marcharon el sábado 19 de febrero, casi a las cinco de la tarde. A
esa hora los lugareños corrieron en busca de sus muertos. El panorama con el
cual se toparon era lo más horrendo que hubiesen visto jamás: la cancha que con
tanto esfuerzo les habían construido a sus hijos cinco años atrás, estaba
convertida en una cloaca de matadero público: manchones de sangre seca,
enjambres de moscas, atmósfera pestilente. Y, para rematar, los cerdos
callejeros les caían a dentelladas a los cadáveres, corrompidos ya por el sol.
—Mi marido —dijo Édita Garrido esta
mañana— ayudó a cargar uno de esos cadáveres, y cuando terminó tenía las manos
llenas de pellejo podrido.
Le reitero a José Manuel Montes que
mi visita se debe a la matazón cometida por los paramilitares. Si no se hubiese
presentado ese hecho infame, seguramente yo andaría ahora perdiendo el tiempo
frente a las vitrinas de un centro comercial en Bogotá, o extraviado en una siesta
indolente. El terrorismo, fíjese usted, hace que algunos de quienes todavía
seguimos vivos, pongamos los ojos más allá del mundillo que nos tocó en suerte.
Por eso nos conocemos usted y yo. Y aquí vamos juntos, recorriendo a pie los
150 metros que separan la cancha del panteón donde reposan los mártires.
Mientras avanzamos, digo que acaso lo peor de estos atropellos es que dejan una
marca indeleble en la memoria colectiva. Así, la relación que la psiquis
establece entre el lugar afectado y la tragedia es tan indisoluble como la que
existe entre la herida y la cicatriz. No nos engañemos: El Salado es “el pueblo
de la masacre”, así como San Jacinto es el de las hamacas, Tuchín el de los
sombreros vueltiaos y Soledad el de las butifarras. Hemos llegado por fin al
monumento erigido en honor a las personas acribilladas. En el centro del
redondel donde yacen las osamentas, se levanta una enorme cruz de cemento. La
pusieron allí como el típico símbolo de la misericordia cristiana, pero en la
práctica, como no hay a la entrada de El Salado ningún cartel de bienvenida,
esta cruz es la señal que le indica al forastero dónde se encuentra el mojón
que demarca el territorio del pueblo. Porque en muchas regiones olvidadas de
Colombia, fíjese usted, los límites geográficos no son trazados por la
cartografía sino por la barbarie. Al distinguir los nombres labrados en las
lápidas con caligrafía primorosa, soy consciente de que camino por entre las
tumbas de compatriotas a quienes ya no podré ver vivos. Habitantes de un país
terriblemente injusto que solo reconoce a su gente humilde cuando está
enterrada en una fosa. ?
***
Domingo de rutina en El Salado: Nubia
Urueta hierve el café en una hornilla de barro. Vitaliano Cárdenas les echa
maíz a las gallinas. Eneida Narváez amasa las arepas del desayuno. Miguel
Torres hiende la leña con un hacha. Juan Arias se apresta a sacrificar una
novilla. Juan Antonio Ramírez cuelga la angarilla de su burro en una horqueta.
Hugo Montes viaja hacia su parcela con un talego de semillas de tabaco. Édita
Garrido pela yucas con un cuchillo de punta roma. Eusebia Castro machaca panela
con un martillo. Jamilton Cárdenas compra aceite al menudeo en la tienda de
David Montes. Y Oswaldo Torres, quien me acompaña en este recorrido matinal,
fuma su tercer cigarrillo del día. Los demás lugareños seguramente están dentro
de sus moradas haciendo oficios domésticos, o en sus cultivos agrandando los
surcos de la tierra. A las ocho de la mañana el sol flamea sobre los techos de
las casas. Cualquier visitante desprevenido pensaría que se encuentra en un
pueblo donde la gente vive su vida cotidiana de manera normal. Y hasta cierto
punto es así. Sin embargo —me advierte Oswaldo Torres— tanto él como sus
paisanos saben que, después de la masacre, nada ha vuelto a ser como en el
pasado. Antes había más de 6000 habitantes. Ahora, menos de 900. Los que se
negaron a regresar, por tristeza o por miedo, dejaron un vacío que todavía
duele.
Le digo a Oswaldo Torres que el
sobreviviente de una masacre carga su tragedia a cuestas como el camello a la
joroba, la lleva consigo adondequiera que va. Lo que se encorva bajo el pesado
bulto, en este caso, no es el lomo sino el alma, usted lo sabe mejor que yo.
Torres expulsa una bocanada de humo larga y parsimoniosa. Luego admite que, en
efecto, hay traumas que perduran. Algunos de ellos atacan a la víctima a través
de los sentidos: un olor que permite evocar la desgracia, una imagen que
renueva la humillación. Durante mucho tiempo, los habitantes de El Salado
esquivaron la música como quien se aparta de un garrotazo. Como vieron agonizar
a sus paisanos entre ramalazos de cumbiamba improvisados por los verdugos
sentían, quizá, que oír música equivalía a disparar otra vez los fusiles
asesinos. Por eso evitaban cualquier actividad que pudiese derivar en fiesta:
nada de reuniones sociales en los patios, nada de carreras de caballo. Pero en
cierta ocasión, un psicólogo social que escuchó sus testimonios en una terapia
de grupo les aconsejó exorcizar el demonio. Resultaba injusto que los tambores
y gaitas de los ancestros, símbolos de emancipación y deleite, permanecieran
encadenados al terror. Así que esa misma noche bailaron un fandango apoteósico
en la cancha de la matanza. Fue como renacer bajo aquel firmamento tachonado de
velas prendidas que anunciaban un sol resplandeciente.
En este momento, paradójicamente, el
sol se ha escondido. El cielo encapotado amenaza con desgajarse en un aguacero.
Torres recuerda que cuando ocurrió la masacre, en febrero de 2000, todos los
habitantes se marcharon de El Salado. No se quedaron ni los perros, dice. Pues,
bien: él, Torres, fue una de las 120 personas —100 hombres y 20 mujeres— que
encabezaron el retorno a su tierra, en noviembre del año 2002. Cuando llegaron
—cuenta— El Salado se hallaba extraviado bajo un boscaje de más de dos metros
de alto. Uno de los paisanos se encaramó en el tanque elevado del acueducto
para precisar dónde quedaba la casa de cada quien. En seguida se entregaron a
la causa de rescatar al pueblo de las garras del caos. Un día, tres días, una
semana, enfrascados en una lucha primitiva contra el entorno agresivo, como en
los tiempos de las cavernas, corte un bejuco por aquí, queme un panal de
avispas furiosas por allá, mate una serpiente cascabel por el otro lado. La
proliferación de bichos era desesperante.
—Si uno bostezaba —dice Torres— se
tragaba un puñado de mosquitos.
Para defenderse de las oleadas de
insectos, todos, inclusive los no fumadores, mantenían un tabaco encendido
entre los labios. Además, fumigaban el suelo con querosene, armaban fogatas al
anochecer.
Dormían apretujados en cinco casas
contiguas del Barrio Arriba, pues temían que los bárbaros regresaran. Reunidos
—decían— serían menos vulnerables. Su consigna era que quien quisiera matarlos,
tendría que matarlos juntos. Tan grande era el miedo en aquellos primeros días
del retorno que algunos dormían con los zapatos puestos, listos para correr de
madrugada en caso de que fuera necesario. Al principio subsistieron gracias a
la caridad de los pueblos vecinos —Canutal, Canutalito, El Carmen de Bolívar y
Guaimaral— cuyos moradores les regalaban víveres, frazadas y pesticidas. Cuando
terminaron de segar la maraña, cuando quemaron el último montón de ramas secas,
se dedicaron a poner en su sitio, otra vez, los elementos perdidos del
universo: el caney del patio, el establo, la burra baya, el garabato, la
alacena de las hojas de tabaco, el canto del gallo, el ladrido de los perros,
los juegos de los niños, los amores furtivos en los callejones oscuros, la
ollita tiznada del café, la visita del compadre. Entonces volvieron los
sobresaltos: la guerrilla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia) los acusó de ser colaboradores clandestinos de los paramilitares.
¿Habrase visto ironía más grande? ¡Si los masacraron, precisamente, porque se
les consideraba compinches de los guerrilleros!
Oswaldo Torres advierte, mientras
chupa su eterno cigarrillo, que los problemas de orden público en El Salado se
debían al simple hecho de pertenecer geográficamente a los Montes de María, una
región agrícola y ganadera disputada durante años por guerrilleros y
paramilitares. En los periodos más críticos de la confrontación, los habitantes
vivían atrapados entre el fuego cruzado, hicieran lo que hicieran. Y siempre
parecían sospechosos aunque no movieran ni un dedo. Ciertamente, algunos
paisanos —bajo intimidación o por voluntad propia— le cooperaron a un bando o
al otro. Tal circunstancia resultaba inevitable dentro de un conflicto
corrompido en el cual los combatientes tomaban como escudo a la población
civil. Hugo Montes, un campesino que ni siquiera terminó la educación primaria,
me explicó el asunto, anoche, con un brochazo del sentido común que les heredó
a sus antepasados indígenas.
—Es que donde hay tanta gente, nunca
falta el que mete la pata.
En seguida encogió los hombros, me
miró a los ojos y me retó con una pregunta:
—¿Y qué podíamos hacer los demás,
compa, qué podíamos hacer?
—Lo único que podíamos hacer
—responde Torres ahora— era pagar los platos rotos.
Su respiración es afanosa porque
vamos subiendo una senda empinada. De pronto, mira hacia el cielo como si
suplicara clemencia, pero en realidad —según me dice, jadeante— está inquieto
por un nubarrón que parece a punto de romperse encima de nuestras cabezas.
Torres retoma una idea que planteamos al principio de nuestra caminata: en este
momento, cualquier visitante desprevenido pensaría que los pobladores de El
Salado viven otra vez, venturosamente, su vida diaria. Y hasta cierto punto es
así —repite— porque ellos han retornado al terruño que aman. Mal que bien, hoy
cuentan con la opción de disfrutar en forma tranquila los actos más entrañables
de la cotidianidad, como se percibe en esta calle por la cual avanzamos: una
niña escruta el horizonte con su monóculo de juguete, un niño retoza en el piso
con sus bolitas de cristal, una muchacha peina a un anciano plácido. Sin
embargo, ya nada será tan bueno como en la época de los abuelos, cuando ningún
hombre levantaba la mano contra el prójimo, y los seres humanos se morían de
puro viejos, acostados en sus camas. La violencia les produjo muchos daños
irreparables. Espantó, a punta de bombazos y extorsiones, a las dos grandes
empresas que compraban las cosechas de tabaco en la región. Enraizó el pánico,
la muerte y la destrucción. Provocó un éxodo pavoroso que dejó el pueblo
vaciado, para que lo desmantelaran las alimañas de toda índole. Cuando los
habitantes regresaron, casi dos años después de la masacre, descubrieron con
sorpresa que la mayor parte de la tierra en la que antes sembraban tenía otros
dueños. Ya no había ni maestros ni médicos de planta, y ni siquiera un
sacerdote dispuesto a abrir la iglesia cada domingo.
El nubarrón suelta, por fin, una
catarata de lluvia que rebota enardecida contra el suelo arenoso.
***
Los dos únicos centros educativos que
quedan en el pueblo funcionan en una casa esquinera de paredes descoloridas.
Uno es la Escuela Mixta de El Salado, dueña de este inmueble, y otro, el
Colegio de Bachillerato Alfredo Vega. Varios chiquillos contentos corretean por
el patio esta mañana de lunes. En el primer salón que uno encuentra tras el
portón, los niños se aplican a la tarea de elaborar un cuadro sinóptico sobre
las bacterias y otro sobre las algas. El número de alumnos ni siquiera sobrepasa
el centenar, pero el problema mayor es otro: el bachillerato apenas está
aprobado hasta noveno grado. Los estudiantes interesados en cursar los dos
grados restantes deben mudarse para El Carmen de Bolívar, lo que demanda unos
gastos que no se compadecen con la pobreza de casi todos los pobladores. En
consecuencia, muchos jóvenes renuncian a concluir su educación y se convierten
en jornaleros como sus padres.
Tal es el caso de María Magdalena
Padilla, 20 años, quien a esta hora hierve leche en una olla vetusta. En 2002,
cuando se produjo el retorno de los habitantes tras la masacre, María Magdalena
fue noticia nacional de primera página. En cierta ocasión, una mujer que debía
ausentarse de El Salado dejó a su hija de cinco años bajo la custodia de María
Magdalena. Para matar el tiempo, las dos criaturas se pusieron a jugar a las
clases: María Magdalena era la maestra. Y la niña más pequeña, la alumna. Una
vecina que vio la escena también envió a su hijo chiquito, y luego otra señora
le siguió los pasos, y así se alargó la cadena hasta llegar a 38 niños. Como no
había escuelas, el divertimento se fue tornando cada vez más serio. En esas
apareció una periodista que quedó maravillada con la historia, una periodista
que, folclóricamente, le estampilló a la protagonista el mote de “Seño Mayito”,
dizque porque María Magdalena sonaba demasiado formal. El novelón caló en el
alma de los colombianos. A María Magdalena la retrataron al lado del Presidente
de la República, la ensalzaron en la radio y en la televisión, la pasearon por
las playas de Cartagena y por los cerros de Bogotá. Le concedieron —vaya, vaya—
el Premio Portafolio Empresarial, un trofeo que hoy es un trasto inútil
arrinconado en su habitación paupérrima. Los industriales le mandaron
telegramas, los gobernadores exaltaron su ejemplo. Pero en este momento, María
Magdalena se encuentra triste porque, después de todo, no ha podido estudiar
para ser profesora, como lo soñó desde la infancia. “No tenemos dinero”, dice
con resignación. Lejos de los reflectores y las cámaras, no resulta atractiva
para los falsos mecenas que la saturaron de promesas en el pasado. Pienso —pero
no me atrevo a decírselo a la muchacha— que ahí está pintado nuestro país: nos
distraemos con el símbolo para sacarle el cuerpo al problema real, que es la
falta de oportunidades para la gente pobre. Les damos alas a los personajes
ilusorios como “la Seño Mayito”, para después arrancárselas a los seres humanos
de carne y hueso como María Magdalena. En el fondo, creamos a estos héroes
efímeros, simplemente, porque necesitamos montar una parodia de solidaridad que
alivie nuestras conciencias.
Eso sí: los problemas persisten, se
agrandan. La vecina de María Magdalena se llama Mayolis Mena Palencia y tiene
23 años. Está sentada, adolorida, en un taburete de cuero. Ayer, después del
tremendo aguacero que cayó en El Salado, resbaló en el patio fangoso de la casa
y cayó de bruces contra un peñasco. Perdió el bebé de tres meses que tenía en
el vientre. Y ahora dice que todavía sangra, pero que en el pueblo, desde los
tiempos de la masacre, no hay ni puesto de salud ni médico permanente. Yo la
miro en silencio, cierro mi libreta de notas, me despido de ella y me alejo,
procurando pisar con cuidado para no patinar en la bajada de la cuesta. Veo las
calles barrosas, veo un perro sarnoso, veo una casucha con agujeros de bala en
las paredes. Y me digo que los paramilitares y guerrilleros, pese a que son un
par de manadas de asesinos, no son los únicos que han atropellado a esta pobre
gente.
Memorias del último valiente
1.
Golpear a Benny Briscoe era como
golpear un buque acorazado, Rocky. Por mucho que le pegaras él ni siquiera se
inmutaba. Iba siempre hacia adelante soltando una trompada detrás de la otra, y
aunque atacaba con la guardia baja y tú le conectabas unos mazazos terribles en
el rostro, el tipo no retrocedía ni un milímetro. Al contrario, seguía
arrinconándote con sus puños incesantes. En el sexto round estabas metido en un
tremendo problema: tenías el ojo izquierdo hinchado y la ceja derecha rota. El
médico de la velada ya había proferido el ultimátum: si la herida continuaba
creciendo sería inevitable parar la pelea. De ese modo perderías por nocaut
técnico.
Ahora, treinta y cuatro años después,
miro este pasaje sin la tensión con que lo miré en mi infancia, seguramente
porque conozco el desenlace. Sé que no te moriste, Rocky, sé que estoy
observando el combate de tu consagración. Mientras transcurre el minuto de
descanso posterior al sexto asalto, exploro a los dos boxeadores en sus
esquinas. El Briscoe que tengo al frente es idéntico al de mis recuerdos:
rapado, fibroso. Sin embargo, hoy no me parece dominante como Hércules sino
condenado como Sísifo: por mucho que se esfuerce, su misión de llevar la pesada
piedra hasta la cima de la montaña está predestinada al fracaso. Cada vez que
yo repita el video él rodará cuesta abajo justo cuando se encuentre a punto de
alcanzar la cúspide.
A ti también te veo tal y como
quedaste fijado en mi memoria: pómulos angulosos, labios gruesos. Me asombra,
en todo caso, tu contextura física tan inferior a la de los boxeadores de peso
mediano: caja torácica plana, brazos cortos. En el recorte de prensa
amarillento que guardo en el maletín está subrayado el dato de tu estatura:
1,77. Me pregunto, Rocky, cómo pudiste ser campeón mundial de la categoría con
tus medidas precarias. En esa división casi siempre reinaron atletas musculosos
de más de 1,80.
Qué angustia, Rocky, qué angustia. En
el séptimo round tu derrota por nocaut técnico parecía inminente. El tipo te
pescó, de entrada, con un zurdazo enorme que te arrancó la pomada coagulante de
la ceja. Y como si fuera poco sobrevivió después a tu mejor golpe, un recto de
derecha que le explotó de lleno en esa parte del rostro que los entrenadores
denominan “el botón de la luz”: la barbilla. Todos los boxeadores que reciben
un sopapo allí se pierden en las tinieblas, excepto ese calvo infeliz. Acaso su
resistencia, admirada en el mundo del boxeo, estaba potenciada por la
convicción de que ya tú eras pan comido. Azuzado por el ultimátum que te dio el
médico, Briscoe se abalanzó sobre ti con determinación. Su blanco preferido era
la cortadura de tu arco superciliar.
—¡Mira al hijueputa tirando a la
ceja! —exclama ahora tu compadre Bonifacio Ávila, más conocido por los
cartageneros con el sobrenombre de ‘el Bony’.
‘El Bony’ fue un púgil mediocre pero
supo estirar las exiguas ganancias que obtuvo en los cuadriláteros. Cuando
colgó los guantes colonizó indebidamente el separador de una avenida en el
exclusivo sector de Bocagrande, y allí montó un quiosco de comida marina que
muy pronto se volvió popular en Cartagena.
Estoy precisamente en la casa del
‘Bony’, contigua al Mercado de Bazurto. Es martes 12 de agosto de 2008. Nos
acompaña el periodista David Lara Ramos.
—¡Edda, compa —grita el anfitrión—,
ese calvo era qué culo e’ culebra!
En una esquina de la pantalla
aparecen escritos el lugar y la fecha de la pelea: Montecarlo, 25 de mayo de
1974. A todos nos emociona volver a ver este clásico del boxeo después de tanto
tiempo, menos a ti, Rocky, qué ironía. Cuando ‘el Bony’ te anunció nuestros
planes hiciste un gesto de disgusto y te marchaste de la sala.
—Yo no sé qué gracia le ven ustedes a
esa vaina tan vieja —refunfuñaste—. Eso ya pasó.
Ahora te encuentras sentado afuera en
una mecedora. Silencioso, pensativo. Los peatones te saludan de manera
entusiasta.
—¡Qué elegancia, padrino! —grita una
mujer jovial.
—Mucho gusto, champion —exclama un
hombre de voz bronca.
Tú correspondes a las reverencias con
un escueto “adiós” y un movimiento suave de la mano derecha, la misma que en
este momento, allá en el ring de Mónaco, estrellas violentamente contra la
quijada de Briscoe.
Lo dicho, Rocky: la mandíbula de ese
tipo era de piedra caliza. También es justo abonarle la valentía. Qué temple,
coño, qué carácter. La frase más apropiada para definir a Benny Briscoe era la
que usaban los carniceros del Mercado de Bazurto cuando veían a los boxeadores
fajadores como él: ese man tiene más huevos que un camión lleno de sementales,
mi vale. Aun así ni él ni nadie podían venir a darte lecciones de coraje,
Rocky. Si algo poseías de sobra era eso, precisamente. No en vano el locutor
Napoleón Perea te apodaba ‘la Fiera’. Es que además eras un grandísimo
cascarrabias en el ring. Te pegaban, así fuera de refilón, y ahí mismo perdías
los estribos. Sobre todo si sentías sangre en el rostro. Entonces te
transformabas en una bestia enfurecida que lanzaba sus zarpazos en ráfagas, uno
a las costillas, dos a la cabeza, otro al abdomen. ¡Mamaaaaa míaaaaa! ‘El
Chino’ Govín, tu apoderado, decía que el boxeador que te partía la cara a ti se
ganaba un boleto para pasar el weekend dentro de la jaula del tigre.
El Rocky que me muestra el televisor
y el Rocky que veo en persona aquí en la casa del ‘Bony’ se complementan como
la tapa y la caja. El primero es un boxeador de veintiocho años que tiene
hambre, el segundo es un abuelo de sesenta y dos que ya está satisfecho. El tigre
del weekend en la jaula y el cachorro más manso, la herida y la cicatriz, la
hazaña y el testimonio. El joven se juega el pellejo en la cacería, el viejo
posa radiante al lado de los trofeos. El del ring era un negro tosco, sin
plasticidad; el de esta tarde se mueve con el garbo de un bailarín de calipso.
Al primero solo te lo imaginas repartiendo porrazos; el segundo podría
pertenecer a la danza de Josephine Baker.
En este momento, el Rocky de carne y
hueso saluda a un nuevo transeúnte; el del video arremete contra Briscoe.
Después de haberte pasado la vida
defendiéndote de las adversidades como gato bocarriba, ¿quién se atrevería a
enseñarte lo que significa resistir? ¿Acaso Briscoe, el calvo granítico que ni
siquiera se inmutaba con tus golpes? A él y a todos los que quisieran oírte
podrías narrarles mil historias de dolores y sacrificios. Decirles, por
ejemplo, que desde los dos años eres huérfano de padre, pues tu viejo, un
borracho perdido, se cayó de la lancha que capitaneaba y se ahogó. Hablarles de
los tiempos en que dormías apilado con tus cuatro hermanos mayores en un par de
camastros. Describirles la quemazón que sentías cuando caminabas descalzo por
el pavimento caliente de Cartagena. Hacerles saber que a los siete años
madrugabas diariamente a tajar pescados en el antiguo mercado del Arsenal.
Contarles cómo a los diez años eras el único niño de un grupo de pescadores
temerarios que buceaban en el mar con un taco de dinamita en las manos, para
sacar los peces hasta la superficie a punta de fogonazos. Seguro al escucharte
se quedarían pasmados. Y entenderían el trasfondo de la respuesta que le diste
al periodista Melanio Porto Ariza cuando te preguntó si alguna vez habías
sentido miedo mientras boxeabas.
—Uffffff, Mela, las muendas más
fuertes me las dio la vida afuera del ring.
Hace poco, Rocky, se me dio por armar
la lista de los boxeadores cartageneros que poblaron mi infancia. Anoté a
Bernardo Caraballo, a Kid Pambelé, a Eliodoro Pitalúa, a Arturo Osorio, al
‘Baba’ Jiménez. Cuando iba por ‘la Cobra’ Valdez me detuve en una coincidencia
a la que nunca antes le había prestado atención: todos ellos fueron lustrabotas
en la infancia y en la adolescencia. El hecho de no encontrar tu nombre en ese
grupo me pareció un hallazgo importante. Tú hubieras podido ser uno de ellos,
pero preferiste el mar de la dinamita y los tiburones, el mercado de los
machetes y la sanguaza, escenarios que se ajustaban más a tu naturaleza
indómita. No te imagino acurrucado en el piso con la cerviz hundida en los
zapatos de un Fulano. Ni por el putas, Rocky.
Tampoco ibas a doblegarte ante
Briscoe, y menos después de haber pasado tanto tiempo esperando que el Consejo
Mundial de Boxeo te diera la oportunidad de disputar el título de los medianos.
Ni por el putas, Rocky. Así que en vista de que el muy cabrón aguantaba todos
los rectos que le tirabas al rostro, empezaste a castigarlo en el cuerpo con
puros golpes curvos: gancho a las costillas, uppercut al pecho, gancho al
hígado, uppercut al bajo vientre. Lo que ocurrió en ese momento se podría
describir con la frase que utilizaban tus compañeros pescadores cuando
resolvían un problema difícil: “¡Al fin parió Pabla, carajo!”. Briscoe dobló
una rodilla, prueba de que estaba sentido. Entonces le enchufaste aquel
derechazo mortífero en la quijada.
Ahora, al verte brincar en el video
con los brazos en alto mientras Briscoe camina tambaleando hacia su esquina,
‘el Bony’ te lanza una broma estupenda.
—Edda, compa, ¡usted sí es
desagradecido! Con lo difícil que fue esa pelea y usted no dio las gracias ahí
mismo. ¡Yo a ese hijueputa calvo lo hubiera abrazado con cariño!
2.
Nueva York era una metrópoli
problemática para un muchacho provinciano como tú, Rocky. Apenas te instalaste
allí, en 1969, supiste que tendrías problemas. Las luces de neón te ofuscaban,
las avenidas tan anchas te aburrían, la nomenclatura te desconcertaba.
Imagínate tú: un tipo que escasamente sabía deletrear el español se veía
forzado de pronto a buscar una dirección como esta: “330 west 95th Street”. Esa
vaina vuelve loco a cualquiera, mi vale. ¡Tan elementales que eran las calles
de Cartagena con sus nombres castizos! A uno le decían “Calle Tripita y Media”,
y ya sabía que tenía que irse para el barrio Getsemaní. Si era la “Calle de los
Siete Infantes” había que buscarla en San Diego. Eche, fácil, sin números, sin
enredos. Cuando uno no le atinaba al sitio siempre había un man en el poste de
la esquina dispuesto a ayudar: “No joda, mi hermano, esa está de papaya: mira,
tú te metes por el Callejón de los Estribos, frente a la casa de la señora
Margoth, y donde veas a una gorda de pelo teñido vendiendo cigarrillos
menudeados, ¡ahí es, ahí es!”.
En aquella Nueva York tan grande,
donde los transeúntes ni siquiera se miraban aunque se tropezaran de frente,
era imposible orientarse con tus señales criollas. Allá no existía el guía
espontáneo de la esquina, y el sitio que buscabas no era contiguo,
definitivamente, al quiosco de las Mendoza. Después estaba el otro problema: te
habías quedado, de repente, sin idioma. En el gimnasio apenas podías conversar
con ‘el Chino’ Govín, que era cubano. Al entrenador Gil Clancy y al sparring
Emily Griffith les hablabas solo a través de mímicas. Por cierto, Griffith, un
veteranazo que ya había sido campeón mundial, tuvo la cortesía de aprenderse
una palabra en castellano para saludarte en tu lengua todas las mañanas:
“Primo”. Los periódicos de la época registraron con abundantes notas de color
el curioso suceso.
—¡Primo!—exclamaba Griffith cuando te
veía llegar.
—¡Primo!—le respondías tú con tu
ancha sonrisa y los brazos abiertos de par en par.
Lo que venía a continuación era un
coloquio tan intrincado como el de Chita con Tarzán. Griffith te decía “primo”
y te lanzaba un gancho a las costillas; tú le contestabas “primo” y le tirabas
un golpe idéntico al que él te había trazado.
—Primo —le digo yo ahora al taxista
que me recoge en el centro de Cartagena—. Lléveme a la casa del Rocky.
—¿La casa de Rocky Valdez? —es lo
único que me pregunta.
Cuando le respondo afirmativamente el
hombre me conduce a un caserón en el barrio Crespo. Tu mujer, Anita Tijerino,
nos informa a través de la ventana que saliste desde por la mañana. El taxista
me cuenta entonces que conoce tus paraderos. En caso de que me urja hablar
contigo él podría ayudarme a encontrarte. Quizá estés jugando dominó con los
comerciantes del pasaje 13 en el Mercado de Bazurto. O parloteando con los
jubilados del Parque del Centenario. O visitando a los vendedores de lotería de
la Calle del Cabo.
En esta nueva visita a Cartagena
—octubre de 2009— confirmo que para los taxistas eres un referente urbano. Como
la Torre del Reloj o como la Plaza de Bolívar. Uno te nombra como “Rocky”, a
secas, sin el apellido, sin la dirección, y ellos entienden que se trata de ti.
No podría tratarse ni de un edil de la Zona Suroriental, ni de un vendedor de
cocadas en el Portal de los Dulces, ni de un empresario turístico de
Bocagrande, así todos esos tipos tengan el mismo apodo tuyo. El único Rocky que
cuenta en esta ciudad de un millón doscientos mil habitantes eres tú: Rodrigo
Valdez Hernández, el hijo de Reynaldo y Perfecta, nacido el viernes 22 de
diciembre de 1946 en el arrabal de Getsemaní.
¿Sabes, Rocky? La villa pequeña en la
que tú creciste, la “del ahumado candil y las pajuelas” —según el poeta Luis
Carlos López—, ya solo existe en la memoria de los viejos. La ciudad que
exploro en este momento a través de la ventanilla del taxi es un monstruo
urbano plagado de cinturones de miseria. Esto no será tan descomunal como la
Nueva York que te abrumaba en tu época de boxeador, pero ha crecido, Rocky, ha
crecido. Aquí ya no es tan fácil dar con el quiosco de las Mendoza o con la
casa de la señora Margoth.
En los 110 kilómetros cuadrados de
esta Cartagena actual hay espacio de sobra para pasar inadvertido. Lo que sucede
es que tú no podrías porque tú eres el Rocky. Adonde vayas la gente te seguirá
con la mirada. Adonde vayas tropezarás con algún lugareño que levantará ante ti
el dedo pulgar en señal de reverencia.
—¡Buena, champion!
—¿Qué se dice, Fiera, cómo anda esa
salud?—¡Entonces qué, viejo Rocky!
Adonde vayas tropezarás con paisanos
enterados de tu trayectoria. Los mayores, porque te conocieron cuando eras
noticia; los menores, porque te han visto convertido ya en leyenda. Unos y
otros saben que fuiste campeón mundial de los pesos medianos y que te paseaste
por los mejores escenarios boxísticos del planeta, desde el Madison Square
Garden hasta el Luna Park. Había que ver lo valiente que era el champion, dirán
mientras te señalan con el dedo índice. Ahora es un abuelo apacible, puras
sonrisas desde cuando se levanta hasta cuando se acuesta, pero cuando el negro
peleaba era la encarnación del coraje. A ese hombre en el ring le roncaban los
cojones, mi vale. Su único pecado fue haber coincidido en el peso y en el tiempo
con Carlos Monzón, quizá el mejor mediano de la historia. Pero quienes vimos
tus dos peleas con él damos fe de lo equilibradas que fueron. En ambas se
cumplió aquello que pregonaba el mánager George Gainford en los años cuarenta
del siglo pasado: “Cuando dos boxeadores son tan jodidamente buenos que uno no
sabe cuál es el mejor, la diferencia la hace la estatura”. Monzón te llevaba
nueve centímetros, champion, ¡nueve! Y los hacía valer: se recostaba contra las
cuerdas, ponía los brazos largos por delante, echaba la cara hacia atrás, y así
no le pegaba nadie. Ni el putas, Rocky. Claro que tú sí le pegaste: le rompiste
la nariz, le hinchaste un ojo y lo mandaste a la lona.
Y ni hablar —insistirán los peatones
cuando se topen contigo— del rebullicio que causabas en Europa entre los
actores más renombrados de la época. Jean-Paul Belmondo te recogía en el
aeropuerto de París, Omar Shariff te visitaba en el hotel de San Remo, Alain
Delon iba de compras contigo en Montecarlo.
De modo que por donde te muevas aquí
en Cartagena, Rocky, irás dejando la estela de tu leyenda, esa que el taxista y
yo vamos persiguiendo esta tarde de octubre de 2009.
Desde cuando llegaste a Nueva York, a
los veintitrés años, Gil Clancy predijo que te convertirías en una leyenda.
Pero ¿cómo le entendías, coño, si él lo pregonaba en inglés y tú en ese idioma
apenas distinguías el “good morning” y el “one-two-three”? Se suponía que
Estados Unidos te convendría porque allá te foguearías con rivales de calidad.
En Colombia, tú y yo lo sabemos, nunca han abundado los buenos boxeadores en la
división de las 160 libras. Por ese lado sí fue verdad que te beneficiaste,
aunque el precio que pagaste fue altísimo. El día que faltaba ‘el Chino’ Govín
el mundo se te trastornaba: te servían pancake cuando en realidad querías huevo
frito, lanzabas el puño izquierdo cuando te pedían tirar el derecho. Claro que,
al fin y al cabo, a ti te daba la misma mierda “right” que “left” porque con
cualquiera de las dos podías quebrarle la mandíbula al que se te enfrentara.
Esa íntima convicción derivaba en
franca apatía por la lengua ajena: aunque no lo dijeras en voz alta,
considerabas innecesario aprender inglés. Te parecía una misión imposible,
además. Estimabas más útil invertir el tiempo en el gimnasio, pulir el recto de
derecha. Para salvarte en el ring te bastaba con meter un buen uppercut en la
punta de la barbilla. Nunca se ha visto, mi vale, que cambiar “luna” por “moon”
sirva para noquear a nadie. Tu única arma para ganar el sustento eran los
puños. Porque te digo algo, viejo Rocky, tú no tendrás ni la menor idea de
quién coño fue Descartes, pero sabes, como él, que donde más cerca se encuentra
una mano dispuesta a ayudarlo a uno es en el extremo del propio brazo de uno.
A menudo, después de ganarle a algún rival
importante, pedías permiso para venir a Colombia, y cuando llegabas acá ya no
querías retornar a Estados Unidos. Tus manejadores debían esforzarse muchísimo
para convencerte. En el fondo, lo que más te afligía de aquella vida que
considerabas prestada no eran las dificultades con el idioma, sino lo lejos que
te quedaba Cartagena. Pero ¿sabes, Rocky, tu actitud indicaba a las claras que
nunca habías salido de tu ciudad. Y justamente por eso te sentías perdido en
Nueva York.
Te encuentro en el Pasaje 13 del
Mercado de Bazurto. Entonces, durante esta tarde y las dos que siguen me
contarás muchas de las historias que componen este relato. Allí estás con tus
amigos de toda la vida: Arturo González, quien tajaba pescados contigo en el
antiguo mercado del Arsenal, y Omar de la Hoz, uno de los compadres que te
recib ieron en el aeropuerto cuando volviste con la corona de campeón mundial.
—Lo mejor de mi compadre es que nunca
olvida a su gente —exclama González mientras te da una palmada recia sobre el
hombro.
La frase de González ha hecho carrera
en Cartagena. Circula en el correo del viento a través de plazoletas y
zaguanes. La repiten como un Credo el vago del parque y el periodista
deportivo. Quienes te conocen saben que, por mucho que te alejes, tarde o temprano
retornas a los mismos lugares de siempre. Citan, a manera de ejemplo, la
siguiente historia: Aída Iriarte fue tu primera esposa cuando tú apenas tenías
dieciocho años. Ella te dio a tu primer hijo, ella estuvo contigo en la época
de las penurias. ¿Qué pasó cuando se separaron? Aída se consiguió un nuevo
marido, hombre buenísimo, caramba. Y tú te conseguiste cinco esposas más en los
años posteriores. Eso sí: vivieras con Juana o vivieras con María, siempre
almorzabas en la casa de Aída.
—Mija —gritaba el marido de Aída
cuando te veía llegar—, ¡corre, que llegó el Rocky!
Aída partía como un rayo hacia la
cocina para prepararte tu posta de sierra con yuca. El marido, entre tanto, te
preguntaba si querías guarapo, champion, o si preferías limonada.
De no ser porque murió en 2006
todavía almorzarías donde ella, champion.
En este eterno retorno a las raíces
encuentro mucho más que la expresión de sencillez y gratitud que todos te
alaban, Rocky. Me parece que allí hay, además, una búsqueda tribal de
protección. Cuando regresas al mercado de tus tiempos duros no solo eres el
hombre generoso que socorre a un vendedor ambulante caído en desgracia, sino
también el animal que se reintegra a su manada para sentirse seguro. La rutina
invariable te permite crear una ciudad a la medida de tu carácter desconfiado.
Se alarga el sur, se alarga el norte, se alarga el este y se alarga el oeste,
pero la Cartagena por donde tú transitas a diario sigue siendo una villa
reducida que se ajusta a tu naturaleza aldeana.
—Edda, compa, eso sí es verdad que
aquí entre nosotros el Rocky se siente seguro —dice Omar de la Hoz.
—¿Tú crees que a este mercado puede
entrar cualquiera con ese montón de prendas de oro? —pregunta Arturo González.
Tú sonríes. Yo aprovecho el giro que
ha tomado la conversación para averiguar por qué cargas tantas joyas. Noto que,
incluso, tienes un reloj sin talco, recuerdo de tu tarde de compras en
Montecarlo con Alain Delon. ¿Por qué lo usas todavía, si ya se dañó?—Edda, mi
hermano, donde me lleguen a ver sin ese reloj empiezan a decir que me quedé en
la ruina. Parece que no conocieras a los cartageneros.
—¿Y el boxeo te dio para comprar algo
más que prendas?—Bueno, tengo mis casas y mis buses. Yo no me metí a loco
porque a mí me tocó sacrificarme mucho en el boxeo.
—¿Por qué te pusiste esas iniciales
de oro en los dientes?—Eche, porque gané para ponérmelas. Yo en esa época era
campeón.
Ahora, mientras caminas conmigo a
través de un angosto corredor bordeado de vendedores ambulantes, destilas un
aire de complacencia. Se nota a leguas que te gusta ser quien eres. Se nota a
leguas que, aunque insistas en que el pasado “es una vaina vieja”, te encanta
evocarlo. No en vano conservas todas esas prendas que prolongan el tiempo ya
remoto del esplendor. Al lucirlas, vuelves a noquear a Briscoe, vuelves a ser
el que siempre has sido: el amo y señor del coraje. El champion, mi vale. El
campeón.
Cita a ciegas con la muerte (limpiando la escena del crimen)
Publicado: 18 noviembre 2010 en Alberto
Salcedo Ramos
Etiquetas:Colombia, Medicina Legal, Muerte, Soho
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1. Los patrulleros
Los cinco agentes saben que, antes del amanecer de este sábado, habrá un nuevo asesinato en Bogotá. Cuando reciban el aviso por teléfono, saldrán en su patrulla a practicar el levantamiento del cadáver y recoger las evidencias. Pero ahora, mientras les llega el momento de actuar, duermen a pierna suelta sobre las colchonetas del área de alojamiento.
Los cinco agentes saben que, antes del amanecer de este sábado, habrá un nuevo asesinato en Bogotá. Cuando reciban el aviso por teléfono, saldrán en su patrulla a practicar el levantamiento del cadáver y recoger las evidencias. Pero ahora, mientras les llega el momento de actuar, duermen a pierna suelta sobre las colchonetas del área de alojamiento.
Los funcionarios pertenecen al Centro
de Servicios Judiciales de la Fiscalía, encargado de conocer los diferentes
casos de homicidio que se presentan en la ciudad. Aparte de buscar pistas que
ayuden a esclarecer los asesinatos -pisadas, restos biológicos, armas,
testigos- trasladan hacia el Instituto de Medicina Legal los cuerpos de las
víctimas, para que sean sometidos a las necropsias de rigor y entregados
formalmente a los dolientes. Cada grupo de trabajo tiene cinco miembros: un
planimetrista, que dibuja en un papel la escena del crimen y establece las
distancias entre todos sus elementos; un fotógrafo, que capta imágenes del
cadáver y del entorno; un dactiloscopista, que rastrea las huellas digitales;
un investigador, que recopila testimonios en el lugar de los hechos, y un
coordinador, que dirige el proceso.
Son las dos de la madrugada. Hace
media hora, cuando todavía estaban despiertos, los integrantes del Grupo Dos de
Homicidios lucían serenos. Tal actitud se debe -explicaban- a que después de haber
visto tantos casos espeluznantes de violencia urbana, han ido perdiendo la
capacidad de asombro. Uno de ellos se acordó de una mujer que, por petición de
su amante, envenenó a sus dos pequeños hijos. Otro mencionó al parricida que
durante el día paseaba públicamente con su novia y por la noche, cuando volvía
a casa, dormía junto a los cadáveres de sus propios padres. El de más allá
evocó al niño de nueve años que se ahorcó, decepcionado por una mala
calificación en matemáticas. Todos contaron las historias más tétricas con las
cuales se habían relacionado en su ejercicio como policías judiciales. El
inventario de atrocidades incluía a un bebé acribillado por una bala perdida, a
una anciana estrangulada por su hija única y a un recluso descuartizado dentro
de la Cárcel Modelo. Los agentes, que hablaban del tema con una naturalidad
pasmosa, decían conocer a fondo el contexto global de su oficio: Bogotá es una
ciudad de nueve millones de habitantes y mil ochocientos kilómetros cuadrados
de extensión, donde anualmente son cometidos más de dos mil homicidios. Al
horror de hoy le sucede el de mañana, y así se va generando un acostumbramiento
que hace ver a la muerte como un simple trámite profesional. Lo suyo es
diligenciar planillas, medir ángulos, buscar residuos corporales y, al final,
embalar el cuerpo en una bolsa negra, como si fuera un bulto de papas. La
repetición del ritual los convierte poco a poco en oscuros notarios fúnebres,
con un nuevo modo de sentir y de expresarse: a los muertos les llaman “occisos”
y a los charcos de sangre, “lagos hemáticos”.
Un poco antes de irse a dormir, los
agentes reconocieron que no suelen plantearse demasiadas preguntas sobre sus
quehaceres. A las seis de la tarde, por ejemplo, comenzaron el turno sin
detenerse a pensar que a esa hora la futura víctima posiblemente permanecía
viva: andaría, quizá, regalándose un banquete espléndido dentro de un motel, o
bebiendo licor a galones, o acarreando plátanos verdes en una carreta, o
manejando una tractomula, o recogiendo a su hijo en el jardín escolar, o
retirando dinero en un cajero electrónico. Aunque sonara macabro, daba igual
que fuera banquero, albañil o dueño de un abasto: mientras ellos tomaban café
sentados en sus oficinas, el personaje había empezado a morirse. Bailaba merengue
o comía helado, ignorando que tenía los minutos contados. Ignorando, además,
que en una edificación del occidente de Bogotá cinco policías judiciales
estaban en guardia, a la espera de su cadáver.
Los agentes de homicidios conocen
mejor que nadie la delgadísima línea que separa a la vida de la muerte.
Suponen, como los antiguos griegos, que cada criatura de este mundo está
sometida a una providencia irresistible superior a su voluntad. Más allá de esa
visión elemental del destino, se niegan a arriesgar cualquier conjetura sobre
el tema. A fin de cuentas -repiten a menudo- lo suyo es un trabajo. Por eso,
mientras llega la hora de entrar en acción, pueden dormir sin problemas. Como
lo hacen durante esta madrugada de sábado.
2. La muerte
La Señora Muerte se soltó el moño y se encuentra de ronda. Oteando el panorama desde lo alto de un puente peatonal o agazapada en un lote baldío, cumple sin afanes su rutina. Ya ha elegido a su próximo mártir y ahora, simplemente, espera el momento de asestarle el golpe. Es capaz de sorprenderlo en el callejón más oscuro o en la avenida más iluminada. Frente a los designios de esta caprichosa dama no hay poder que valga. Los viernes por la noche su aliento se siente en toda la ciudad: en las autopistas colmadas de conductores suicidas, en las discotecas plagadas de borrachos iracundos, en las esquinas donde se entreveran el magnate y el desharrapado, en las inmediaciones de los negocios prósperos, en los barrios marginales donde impera el “sálvese quien pueda”. Acaso es ella, la Señora Muerte, lo único verdaderamente democrático que existe en Colombia.
La Señora Muerte se soltó el moño y se encuentra de ronda. Oteando el panorama desde lo alto de un puente peatonal o agazapada en un lote baldío, cumple sin afanes su rutina. Ya ha elegido a su próximo mártir y ahora, simplemente, espera el momento de asestarle el golpe. Es capaz de sorprenderlo en el callejón más oscuro o en la avenida más iluminada. Frente a los designios de esta caprichosa dama no hay poder que valga. Los viernes por la noche su aliento se siente en toda la ciudad: en las autopistas colmadas de conductores suicidas, en las discotecas plagadas de borrachos iracundos, en las esquinas donde se entreveran el magnate y el desharrapado, en las inmediaciones de los negocios prósperos, en los barrios marginales donde impera el “sálvese quien pueda”. Acaso es ella, la Señora Muerte, lo único verdaderamente democrático que existe en Colombia.
Gran parte de la memoria nacional ha
sido escrita por su mano huesuda. Una mano que, por cierto, no se ha limitado a
eliminar a los ciudadanos de manera natural, sino que además los ha exterminado
con los instrumentos más inhumanos: tanques de gas, motosierras, machetes,
destornilladores. A sus pies han caído ministros, recicladores, sacerdotes,
ateos, periodistas, saltimbanquis, políticos, jueces, soldados, guerrilleros,
paramilitares, raspachines de coca, cultivadores de papa, panaderos,
hacendados, truhanes y filántropos. No solo los policías judiciales de la
Fiscalía se han acostumbrado a la Señora Muerte: los demás habitantes también
han perdido frente a ella la capacidad de sorprenderse, después de tropezársela
por veredas y metrópolis, y después de haberla visto miles de veces en los
noticieros de televisión, revuelta con goles y desfiles de ropa interior. A
menudo, el único método defensivo que le queda a la gente, frente a la altiva
dama de la guadaña, es el humor negro. Hace poco, por ejemplo, la selección
Colombia que nos representó en la Copa América fue goleada en sus dos primeras
presentaciones: Paraguay le metió cinco goles y Argentina, cuatro. Por esos
mismos días, el país se estremeció con la noticia de que la guerrilla había
asesinado a los once diputados que tenía secuestrados. El público estaba
indignado con los apáticos jugadores de su selección y adolorido por la masacre
de los políticos. La manera de exorcizar los dos demonios, como suele suceder
en nuestro medio, fue a través de un chiste callejero bastante perverso:
“Mataron a los once que no eran”.
Atizado por la indiferencia, por el
miedo y por la crueldad, el horror genera más horror. La Señora Muerte se nutre
como parásito de ese círculo vicioso. Y por eso continúa en guardia, esperando
el momento de saltar sobre la nueva presa que le depara esta noche de viernes.
3. La víctima
Está tendido bocabajo, en posición fetal, a un costado de la ciclorruta del barrio Patio Bonito, exactamente en la calle 34 sur con carrera 95. Dos agentes de la Policía Nacional, alertados por una llamada telefónica, lo encontraron a las dos y cuarenta de la madrugada. De inmediato acordonaron el lugar para impedir que fuera alterada la escena del crimen. A las cuatro y diez de la mañana pusieron el caso en manos del Grupo Dos de Homicidios de la Fiscalía, cuyos integrantes se aplican ahora a la tarea de levantar el cadáver y recopilar las evidencias.
Está tendido bocabajo, en posición fetal, a un costado de la ciclorruta del barrio Patio Bonito, exactamente en la calle 34 sur con carrera 95. Dos agentes de la Policía Nacional, alertados por una llamada telefónica, lo encontraron a las dos y cuarenta de la madrugada. De inmediato acordonaron el lugar para impedir que fuera alterada la escena del crimen. A las cuatro y diez de la mañana pusieron el caso en manos del Grupo Dos de Homicidios de la Fiscalía, cuyos integrantes se aplican ahora a la tarea de levantar el cadáver y recopilar las evidencias.
Los cinco agentes ya lograron establecer
la identidad de la víctima: Pablo Emilio Arenas Lancheros. Su cédula de
ciudadanía -la número 79.455.248- informa que nació en el pueblo de Facatativá,
el 13 de marzo de 1968. Yace sobre un pozo de sangre, a doscientos noventa y
dos centímetros de distancia de un poste de energía. Un poco más allá está la
billetera -esculcada- al lado de un reguero de papeles teñidos de escarlata.
Hay, entre otras cosas, un comprobante de vacunación contra la fiebre amarilla,
una agenda telefónica de bolsillo, tres estampitas del Divino Niño, un carné de
la empresa promotora de salud y una hoja volante que ofrece los servicios de un
mariachi. También está la factura del teléfono celular número 313-8480438,
adquirido recientemente. Pero el aparato no se ve por ninguna parte. El muerto
luce mocasines negros embetunados cuidadosamente, pantalón gris planchado de
manera impecable y chaqueta azul cerrada hasta el cuello. Todo en él, desde su
ropa barata pero pulcra hasta sus documentos personales en regla, sugiere que era
un ciudadano esmerado que sobrellevaba la pobreza con dignidad.
Viendo la mancha escarlata sobre el
piso, resulta inevitable preguntarse, como el poeta Jacques Prévert, adónde va
toda esta sangre derramada, la sangre de los apaleados, la de los humillados,
la de los suicidas, la de los fusilados, la de los condenados. Tres horas
atrás, uno de los agentes había dado una respuesta formal a ese interrogante:
en Colombia las autoridades que hacen levantamiento de cadáveres en las vías
públicas, jamás limpian la escena del crimen. Esta tarea la cumplen casi
siempre los vecinos del sector o la empresa de aseo de la ciudad.
El helaje entumece las
articulaciones. Cuando los agentes hablan, exhalan espirales de vapor. Uno de
ellos dice que el asalto a mano armada parecería el más lógico móvil del
asesinato. Otro advierte que, siendo realistas, las posibilidades de hallar a
los responsables son prácticamente nulas. En primer lugar -explica- el
homicidio fue cometido de madrugada, en una ciclorruta rodeada de maleza donde
no hubo testigos. El inmueble más cercano se encuentra a unos doscientos metros
de distancia, y es un edificio que apenas está en construcción. Como si fuera
poco, a las billeteras de cuero y a los documentos personales casi nunca se
adhieren las huellas dactilares. La única esperanza que queda suena irracional:
que la víctima haya forcejeado con sus agresores y tenga entre las uñas restos
de piel o de cabello que permitan identificarlos. Por eso, los policías acaban
de forrarle las manos con bolsas de plástico. Más tarde, en el Instituto de
Medicina Legal, serán sometidas a pruebas de laboratorio.
Los funcionarios voltean el cadáver
para analizar, por fin, las lesiones. Abren la cremallera de la chaqueta,
desabotonan la camisa. Ninguno se sobresalta ni deja escapar una exclamación
cuando ve el tajo único, monstruoso, que tiene el muerto en el costado
izquierdo del pecho, entre el corazón y la clavícula. Su mano derecha todavía
aprieta con fuerza una llave. Ese detalle -comenta uno de ellos- indica que su
casa está muy cerca de este lugar. A continuación le revisan los bolsillos
delanteros del pantalón, donde encuentran mil seiscientos pesos. Uno de los
agentes expone su hipótesis: el hecho de que el hombre presente una sola herida
y no varias, sugiere que no opuso resistencia. Lo mataron, más bien, a
mansalva, tal vez en represalia por cargar apenas unas míseras monedas.
Lo que más impresiona, en todo caso,
no es la magnitud de la puñalada sino la precisión brutal con la cual se
acoplaron las piezas de este nuevo desastre. Coinciden, por fin, en la misma
escena, varios seres que, horas atrás, andaban dispersos por la gran urbe: los
patrulleros de la Fiscalía, la víctima de turno y la implacable dama de la
guadaña. El único de ellos que desconocía la cita era, precisamente, el que
terminaría convertido en fardo. Esa indefensión del hombre frente a los guiños
del azar es, quizá, lo más aterrador. Estás vivo, haces planes y hasta tienes
vanidades, le subes el volumen a la música, pero de repente, cuando vas en lo
mejor del baile, una mano invisible te señala, y entonces, de un solo golpe, la
fiesta se te acaba. La mayoría de las veces las víctimas son tomadas por
sorpresa, acaso porque andan por ahí con la idea de que el problema es de los
otros: mientras yo parrandeo, ustedes se mueren. Casi nadie se despierta por la
mañana preguntándose si ese sol brillante que se filtra por la ventana será el
último de su vida. Casi nadie da las gracias por el pan y la sal. Y así, cada
quien va por el mundo aplazando el pago de sus deudas, convencido de que
siempre habrá una nueva oportunidad. La Señora Muerte se aprovecha de esa
confianza. Lo peor no es que te quite el aire sino que no te conceda la
posibilidad de despedirte. Y a menudo, hermano, te niega hasta la luz final, al
dejarte tendido bocabajo sobre el cemento frío, de espaldas a la luna.
Ahora, uno de los agentes toma la
ensangrentada agenda y se apresta a cumplir uno de los encargos más difíciles
de la jornada: avisarles a los familiares de la víctima.
4. Epílogo
Pablo Emilio Arenas Lancheros fue sepultado dos días después en el Cementerio El Apogeo, sobre la Autopista Sur de Bogotá. En el entierro estuvieron presentes varios empleados de la litografía donde él se desempeñaba como mensajero y donde siempre fue considerado como un trabajador ejemplar. Contaron que al salir de la empresa, ubicada en el centro de la ciudad, se fueron a tomar cerveza en un bar cercano. Lo vieron por última vez a las doce de la noche. Su tía Inés Arenas, que fue la que lo crió, no ha dejado de llorarlo. Lo que más le duele -dice- es que Pablo Emilio murió el día antes de comprar un balón de fútbol que le había prometido a su hijo Johan David.
Pablo Emilio Arenas Lancheros fue sepultado dos días después en el Cementerio El Apogeo, sobre la Autopista Sur de Bogotá. En el entierro estuvieron presentes varios empleados de la litografía donde él se desempeñaba como mensajero y donde siempre fue considerado como un trabajador ejemplar. Contaron que al salir de la empresa, ubicada en el centro de la ciudad, se fueron a tomar cerveza en un bar cercano. Lo vieron por última vez a las doce de la noche. Su tía Inés Arenas, que fue la que lo crió, no ha dejado de llorarlo. Lo que más le duele -dice- es que Pablo Emilio murió el día antes de comprar un balón de fútbol que le había prometido a su hijo Johan David.
Su sangre permaneció varios días en
la ciclorruta de Patio Bonito, a la vista de peatones y bicitaxistas que la
esquivaban con pavor. Al parecer fue limpiada por los aguaceros que se
desgajaron en Bogotá a finales de agosto.
Los agentes del Grupo Dos de
Homicidios de la Fiscalía regresaron a sus labores después de un descanso de
cuarenta y ocho horas. Esa noche tuvieron que atender dos casos.
En algún lugar de la ciudad hay una
persona que come helado o baila merengue, sin saber que es la próxima víctima.
La Señora Muerte lo reconoce, se suelta el cabello y, mientras llega su
momento, deja que siga la música.
Publicado: 8 octubre 2010 en Alberto
Salcedo Ramos
Etiquetas:Colombia, Etiqueta Negra, Humor, Muerte
Etiquetas:Colombia, Etiqueta Negra, Humor, Muerte
Chivolito jura por Inés Cuesta, su
madre, que no se duerme cada noche con la esperanza de que a la mañana
siguiente amanezca muerto alguno de sus paisanos.
Luego carraspea, se queda pensativo.
Casi enseguida advierte que, aunque a él le conviene la muerte del prójimo,
jamás se ha sentado en la terraza a esperar que eso ocurra. La gente estira la
pata porque le toca y no porque él se encargue de liquidarla. «Yo no tengo la
culpa de que la trombosis ande suelta por las calles buscando empleo», añade
con una sonrisa malévola.
Chivolito, cuyo nombre de pila es
Salomón Noriega Cuesta, le debe el apodo a una pequeña verruga que tenía sobre
la frente. Se ha pasado los últimos cincuenta años de su vida contando chistes
en los velorios de Soledad, un pueblo de la costa Caribe de Colombia, a casi
mil kilómetros de Bogotá. Los asistentes se desternillan de la risa y le
brindan licor. Lo aplauden, le dan palmadas sobre los hombros. Al final de la
jornada, él extiende frente a ellos una gorra, para que se la llenen de
monedas. Casi siempre recoge entre ocho mil y doce mil pesos –unos cinco
dólares.
A menudo son los propios dolientes
quienes lo solicitan como bufón, pues saben que su presencia le garantiza
compañía al difunto. También sus vecinos le avisan cuando alguien acaba de
fallecer. Y a veces él mismo está pendiente de los carteles de exequias que los
deudos de los difuntos pegan en las paredes. En Soledad y en varios barrios del
sur de Barranquilla es popular la frase según la cual un velorio donde falte
Chivolito no tiene ni pizca de gracia.
Por lo general, Chivolito llega al
velorio a las ocho de la noche. Les da el pésame a los deudos y se sienta en la
sala, al lado del ataúd. Allí permanece un rato en silencio, con el rostro
desconsolado. Es su manera de expresar respeto por la ceremonia religiosa.
Luego se va hacia el patio o hacia el exterior de la casa –depende de dónde
esté el público– y comienza su función, que suele prolongarse hasta el alba.
Muchos de los asistentes le resultan ya familiares, pues son vagabundos de
feria que lo siguen de un lugar a otro. Como conocen a fondo su repertorio, le
van haciendo peticiones en voz alta, una actitud similar a la de esos
espectadores enardecidos que, en los conciertos, les solicitan canciones a sus
músicos favoritos. «¡Echa el del man que tenía dos próstatas!», le grita un
calvo de bigote frondoso. «Es mejor el del viagra pediátrico», exclama un
vendedor callejero de butifarras. «Cuenta el de los esposos que se detestaban»,
propone un anciano desdentado. Ellos ignoran que, al recordarle a Chivolito sus
propios chistes, lo ayudan a combatir los estragos de su memoria y a seguir
vigente a los setenta y ocho años.
Hubo un tiempo en que Chivolito sabía
exactamente a cuántos finados había visitado. Cargaba un bastón de guayacán en
forma de culebra al cual le trazaba una raya con un cuchillo de cocina cada vez
que animaba un nuevo funeral. Hace años el bastón se le extravió y Chivolito
dejó de llevar las cuentas: entonces había animado novecientas dieciséis
velaciones. Antes, cuando le sobraban arrestos, recorría la Costa Caribe de
punta a punta, desde el Cabo de la Vela hasta Bocas de Ceniza (unos quinientos
kilómetros de distancia) en busca de velorios para sus humoradas. Ahora, viejo
y achacoso, evita en lo posible los lugares que están demasiado retirados de su
casa.
Cuando no ejerce su oficio de bufón,
Chivolito se la pasa refunfuñando contra lo que él llama su «mala suerte». Su
inventario de quejas es extenso: le duelen las articulaciones, le arde la
garganta, duerme muy poco. Le molesta la catarata del ojo izquierdo y le
preocupa su exceso de ácido úrico. A finales de los años setenta lo abandonó la
esposa, y en 1996 se le murió la hija. Así que a estas alturas vive de la
caridad donde un compadre, en una pieza estrecha y oscura. No es justo –dice–
que a su edad deba recorrer tres kilómetros diarios bajo los cuarenta grados
centígrados de Soledad para vender rifas y ganarse apenas cinco mil pesos –unos
dos dólares–. En el 2003 fue arrollado por un camión (en este punto se levanta
la bota del pantalón para mostrar la cicatriz que le quedó en la rodilla). Y,
como si fuera poco, su familia le dio la espalda. Sólo falta –remata, con un
suspiro– que los perros del barrio lo confundan con un tarro de basura y se lo
orinen. Chivolito repite su perorata ante todo el que se tropieza, sea conocido
o desconocido. Pero cuando está en los velorios, contando chistes, parece que
olvidara sus problemas. Le relampaguean los ojos, se le aviva la voz, sin duda
porque siente que en esos momentos ya no es el hombre apocado que se confunde
con el gentío mientras negocia su lotería, sino la estrella de la noche, el
blanco de todas las miradas.
***
El féretro de José del Carmen Urueta,
quien murió de muerte natural a los setenta y tres años, preside la sala.
Alrededor del ataúd hay una rueda de mujeres apesadumbradas. Casi todas visten
de negro riguroso. Están rezando por el alma del muerto, con los ojos
entornados y un rosario entre las manos, a la altura del pecho.
La casa es espaciosa, de paredes
verdes descascarilladas. En un rincón de la sala hay un mesón de madera rústica
que tiene un Buda de cerámica, un pavo real de hojalata y una bandeja de frutas
artificiales. El tono de las mujeres es impetuoso.
–Dale, Señor, el Descanso Eterno
–dice la que conduce la oración, una mujer enjuta que tiene una verruga peluda
en la nariz.
–Brille para él la Luz Perpetua –le
responden las otras.
Hilda Salas, la viuda, está sentada
en el centro del redondel, flanqueada por dos mujeres rollizas que tratan de
consolarla. Una le echa loción mentolada en las sienes y la otra le abanica el
pecho con un sombrero de palma. De vez en cuando se zafa de sus comadres y se
asoma por la ventanilla del ataúd para llorar sobre el rostro del difunto.
Grita, se estremece. La mano izquierda, con la cual empuña un pañuelo arrugado,
se agita en el aire. Las otras mujeres se contagian de su histeria y sueltan
también un llanto estentóreo. Sin embargo, no parecen tristes: tan solo
interpretan, es evidente, un viejo libreto. A diferencia de Chivolito, ellas
encarnan la parte grave del espectáculo escénico. Pero, al igual que él,
encuentran en el funeral una posibilidad de protagonismo. En algunos pueblos
pobres del Caribe colombiano, la muerte es una oportunidad de esparcimiento. La
gente acude a los velorios no sólo para solidarizarse con los deudos, sino
también para combatir la rutina diaria, para tener algo que hacer. Como no hay
salas de cine que muestren muertos de mentira, toca distraerse con los muertos
de verdad.
A través de la ventana abierta se
divisa la ancha calle, donde se encuentran los otros asistentes al velorio. Hay
que dar tan sólo nueve pasos para atravesar la sala y llegar a la calzada, que
es polvorienta debido a que nunca ha sido pavimentada. Los dos extremos de la
avenida fueron acordonados con bancos de madera para impedir el paso de los
automóviles. Afuera, a diferencia de lo que ocurre en el interior de la casa,
todos son hombres. Están organizados también en forma circular pero, en vez de
rezar, ríen a carcajadas. La causa de tanto jolgorio es el tipo de baja
estatura que cuenta chistes en el centro de la circunferencia. Esta noche
Chivolito luce una camisa blanca de lino, un pantalón caqui y unos mocasines
blancos. La cachucha, en la que más tarde recogerá el dinero, es verde. El
hombre tiene una voz chillona que taladra los oídos y una variadísima colección
de ademanes cómicos: tuerce la boca, se pone bizco, camina renqueando, se tira
al piso, se alborota el pelo, saca un peine, se acicala con la raya en la
mitad, hace la mímica de un borracho, aplaude, se arrodilla. Parece un muñeco
de cuerda manipulado por un titiritero delirante.
–Chivolito, ¿por qué no cuentas el
del hombre de las dos próstatas? –interviene a gritos el vendedor de
butifarras.
–Ese es muy largo –responde
Chivolito, sin mirar al autor de la pregunta.
Una garrafa de ron blanco empieza a
rodar de mano en mano. El que la recibe apura un trago a pico de botella y
enseguida se la pasa al siguiente.
–Un monstruo se casó con una monstrua
–vuelve a la carga Chivolito, con su voz penetrante–. Una noche el monstruo
llegó a la casa con tremenda borrachera. Y le dijo a la monstrua: «bueno, mi
amor, vamos a acostarnos, que vengo con muchas ganas de hacerte
monstruosidades». La monstrua le contestó: «ñerda, papi, hoy no se va a poder,
porque tengo la monstruación».
El chiste, pese a que es vulgar,
parece demasiado sofisticado para este auditorio del barrio Rebolo, en el sur
de Barranquilla. La gente se ríe de manera un tanto forzada. Ahora le toca a
Chivolito el turno de beberse su trago de ron. El hombre empina la botella con
las dos manos y se la lleva a la boca, el rostro levantado y el cuello echado
hacia atrás, como si fuera a comenzar un solo de trompeta. Después le entrega
la garrafa al vendedor de butifarras, no sin antes limpiarse los labios con la
manga derecha de su camisa. Su semblante gozoso dista mucho del aire de pena
que tenía por la tarde, cuando esgrimía por enésima vez su catálogo de
dolencias.
–Bueno, les voy a contar un chiste
muy apropiado para esta noche –dice con el rostro iluminado–. Dos esposos
llevaban treinta años sin hablarse. Una tarde el tipo fue al médico y se enteró
de que se iba a morir al día siguiente. Entonces llamó a la mujer: «Fíjate,
Susana, desperdiciamos treinta años odiándonos y ya mañana me van a comer los
gusanos. No quiero irme a la tumba sin reconciliarme contigo. Te propongo lo
siguiente: primero nos damos un abrazo y después nos vamos a cenar. Entramos al
cine, tomamos vino y rematamos la noche en un motel». Y le responde la esposa:
«Nada de eso, malparido, recuerda que yo tengo que madrugar a preparar el
entierro».
La risotada es estrepitosa. El
anciano desdentado luce al borde de un infarto. Se sacude, se golpea el pecho
con la mano abierta. Los ojos le lagrimean. En medio de la algarabía, ninguno
de los radiantes espectadores parece interesado en mirar hacia la sala, donde
las mujeres enlutadas continúan entregadas a su plegaria por el difunto.
Aunque no existen registros
históricos sobre el origen de los bufones de velorio en el Caribe colombiano,
se cree que es una tradición de por lo menos un siglo. Resulta obvio suponer
que el propósito de esta costumbre es amortiguar el impacto que produce la
pérdida de un ser querido. Pero se trata, en realidad, de algo mucho más
profundo, relacionado con la naturaleza festiva de los habitantes. No es que se
cuenten chistes con la intención calculada de desterrar el dolor y restaurar la
alegría, sino que, sencillamente, la gente es así, gozosa, risueña. ¿Por qué
diablos tendría que comportarse de manera distinta en los funerales? Sería como
aceptar la derrota. Lejos de humillarse ante la muerte, los hombres la desafían
con el humor. Por eso, al frente de la mayoría de cementerios de la región hay
un bar que se llama La última lágrima. Es una cultura tan hedonista que
pareciera inspirada siempre en la célebre sentencia de Lord Byron: la vida es
demasiado corta para desperdiciarla jugando ajedrez. O rasgándose las
vestiduras por algo que, a fin de cuentas, es inevitable.
***
Chivolito está jugando dominó en una
terraza del barrio Porvenir, en Soledad, donde vive desde mediados de los años
sesenta. Sus compañeros de partida son el albañil Carlos Rico, el mecánico
Heberto Guzmán y el licenciado en Ciencias Sociales Agustín de la Hoz. El tema
de conversación es la muerte.
–Morirse es lo más fácil del mundo
–opina Rico, a quien los demás llaman El Mono–. Uno se acuesta vivo y amanece
con la cabeza doblada.
–Eso es verdad –tercia Guzmán–. La
muerte es lo único que tenemos asegurado.
–Lo único –repite Chivolito con un
gesto reflexivo mientras juega su ficha.
El profesor De la Hoz no dice nada.
Está concentrado en la partida. Son las tres de la tarde y la Calle 17 es un
hervidero de autobuses viejos, carretillas tiradas por mulas y triciclos con
carrocerías habilitadas como taxis. El concierto de ruidos es atronador: el
frenazo de un camión, el chirrido de una segueta eléctrica, el pregón de un
vendedor de aguacates. Algunos de los transeúntes detienen su marcha y se
quedan al lado de la mesa, mirando el juego. Chivolito sigue hablando.
–La muerte era mejor negocio antes.
Ahora se han puesto de moda las cremaciones esas, porque salen baratas. Yo
pregunto: ¿quieren economizar? Amárrenle al cadáver una piedra en el tobillo y
tírenlo al río. Así les sale gratis y de paso se ahorran hasta la llorada.
Uno de los curiosos apiñados
alrededor de los cuatro jugadores le pregunta a Chivolito si para él también se
ha desmejorado el negocio de los velorios.
–¿Y a ti quién te dijo que yo vivo de
los velorios? –responde con cara de ofendido–. En Soledad todo el mundo sabe
que yo trabajo vendiendo billetes de las Rifas JB. ¡Tú acabas de llegar de Marte
y no te has dado cuenta de esa vaina!
A continuación, en un tono sosegado,
Chivolito le informa a su interlocutor que todas las mañanas recorre a pie
cerca de tres kilómetros y vende ciento treinta billetes. El dueño del negocio
le paga el cuarenta por ciento de las ventas, es decir, unos dos dólares
diarios. Es poco, advierte, pero ¿qué más puede hacer un viejo de setenta y
ocho años? Lo de las muertes es una ayuda, por supuesto, pero no siempre se
muere la gente y, en todo caso, hay velorios de donde lo expulsan a la fuerza,
porque los deudos consideran que sus bufonadas son irrespetuosas.
–¿Irrespetuoso yo? –pregunta dándose
golpes de pecho–. Ellos son los que creman los cadáveres, o se ponen a pelear
herencias cuando el cajón todavía está en la sala. ¡Y el irrespetuoso soy yo!
En seguida vuelve a desembuchar su
lista de calamidades. Un primo panadero se esconde cuando lo ve para no
regalarle ni un mísero pan. Un hijo extramatrimonial que tuvo en el pueblo de
Malambo se volvió ladrón y perdió la vida en una balacera. A veces le da mareo
y se queda sin visión durante unos segundos. A veces se le hinchan los pies de
tanto caminar bajo el sol. Lo peor de todo –dice– es que él era talentoso y,
sin embargo, no pudo derrotar a su «mal destino». En su juventud lo dejaban
entrar gratis a las salas de cine para que, con un megáfono, le pusiera la voz
a las películas de Chaplin. Ahí donde lo ven, con un metro y cincuenta y cinco
de estatura, él protagonizó dos comedias en el Teatro Mogador. Todo el mundo
pronosticaba que sería como Cantinflas o como Germán Valdés, el popular Tin
Tan. ¿Y quién es Chivolito hoy? ¿Quién es, a ver? Un pobre tipo sin suerte.
Menos mal –concluye, meditabundo– que todavía hay personas como el compadre
Luis de los Ríos, que le da posada y comida.
Otro de los fisgones quiere saber
cómo fue que se hizo contador de chistes en los velorios. Chivolito le responde
que heredó el oficio de su padre, Demetrio Noriega. Luego cuenta que su primera
función sucedió de manera accidental, en 1956, cuando tenía veintiocho años.
Esa noche había muerto la madre de Aristarco Sepúlveda, uno de los más afamados
bufones de velorios de Soledad. Sepúlveda, un cincuentón de panza abultada,
estaba tan conmocionado que no se atrevía a animar la velación, y por eso le
pidió el favor a Chivolito, quien sólo había ido a expresarle sus condolencias.
–Nosotros somos como los médicos
–dice ahora con cara de estar revelando el primer mandamiento de un decálogo
trascendental–. Cuando tenemos familiares implicados, buscamos a un colega.
Uno de los asistentes se declara
sorprendido. Chivolito advierte que en sus correrías ha sido testigo y
protagonista de muchos hechos asombrosos. Lo más insólito –dice– le ocurrió una
noche en que lo arrojaron a empujones de una rueda fúnebre en el barrio San
Antonio, en Soledad. Chivolito emigró para la tienda de enfrente y se puso a
tomar cerveza con varios de sus fanáticos, quienes se fueron detrás de él. Allá
siguió contando los chistes. Al rato, las personas que aún permanecían en la
velación, atraídas por las carcajadas, también se marcharon hacia la tienda. La
estampida dejó al cadáver casi solo, apenas con las cuatro rezanderas
macilentas que lo acompañaban. Entonces, al hijo mayor del finado no le quedó
más remedio que ofrecerle disculpas al contador de chistes y suplicarle que
regresara.
Mientras Chivolito hablaba, la
partida de dominó había quedado suspendida. Ahora Carlos Rico lo amonesta.
–¡Juega rápido, no joda! –gruñe.
–Yo te creo a ti la mitad de lo que
dices –le advierte Heberto Guzmán.
Después se dirige al resto de
contertulios.
–Llevamos cuarenta años oyéndole el
cuento de la esposa que lo dejó y de la hija que se le murió, y ni siquiera los
más viejos del pueblo conocieron a esas dos mujeres. Deja de hablar paja y pon
rápido ese doble seis, si no quieres que te lo ahorque.
Chivolito juega la ficha con un golpe
seco sobre la mesa.
–¡Pa’ joderte, marica!
***
El profesor Agustín de la Hoz llegó
por la tarde al velorio en la casa de la familia Urueta. Mientras arribaba el
resto del personal, se puso a dialogar con un hombre sobre la pésima campaña
del Atlético Junior en el torneo de fútbol de Colombia. Después, la charla
derivó hacia la muerte.
–Como decía Quevedo, somos una
presente sucesión de difuntos.
Según De la Hoz, la costumbre de
hacer ruido en los funerales ha estado arraigada desde hace años en el Caribe,
sobre todo en las zonas rurales. La bulla de los dolientes en los sepelios es
quizá un alarido de pavor. Una manera de ahogar entre todos el implacable
silencio de la muerte. Durante los últimos años la tradición se ha ido
perdiendo debido a la educación y a la influencia de culturas ajenas. Es
posible que Chivolito sea el último bufón de velorios que sobrevive.
En algunos pueblos de la Costa Caribe
despiden a los finados con tambores. En otros les cantan coplas. Las plañideras
a sueldo del pasado son hoy una leyenda pintoresca, pero en la región no hay
entierro popular al que le falte su cortejo de mujeres quejumbrosas:
familiares, vecinas, amigas, conocidas o simples entrometidas. Se apoderan del
muerto sin autorización de nadie y lo lloran a grito herido, como si
establecieran una relación proporcional entre el afecto y la potencia de su
llanto. A ningún hijo de Dios le falta su banda sonora desgarrada el día del
entierro. Es la prueba de que no vivió en vano, la evidencia de que dejó una
huella. Si se miran bien las cosas – añade el profesor De la Hoz – este sollozo
colectivo es un baile de máscaras. Por eso, tal vez, la máxima fiesta de la
región, el Carnaval de Barranquilla, termina con el entierro multitudinario de
Joselito, un personaje simbólico: se muere para renacer. Para salvar la próxima
fiesta.
Y eso – salvar la fiesta a pesar de
la muerte – es lo que procura Chivolito esta noche, mientras cuenta sus
chistes.
–Una viejita se desnudó frente al
espejo y empezó a hablar con su propia imagen. «Ay, mijita, estás toda arrugada
como un acordeón. Ya no eres la misma que martillaba con navegantes, choferes,
poetas, albañiles, músicos, zapateros, carpinteros, butifarreros, profesores y
futbolistas. ¡Estás llevada de la malparidez!» De pronto se le salieron cuatro
gotas de orín por donde sabemos, y dijo la viejita: «Echeeeeee, ¡lloras porque
te digo la verdad!»
Esta vez el público aplaude además de
reír a carcajadas. El calvo de bigote frondoso pasa la garrafa de ron blanco.
El vendedor de butifarras vuelve a pedirle el chiste del hombre de las dos
próstatas. Y la barahúnda parece fuera de control. Dentro de la casa, la viuda
luce tranquila a pesar de este alboroto, como si entendiera que es un deber
cristiano prestar su muerto para que Chivolito y su comparsa sepan que están
vivos.
El fútbol también es once travestis corriendo detrás de una pelota
Publicado: 2 agosto 2010 en Alberto
Salcedo Ramos
Etiquetas:Colombia, Etiqueta Negra, Fútbol, Homosexualidad
Etiquetas:Colombia, Etiqueta Negra, Fútbol, Homosexualidad
Mauricio Álvarez, más conocido como
La Madison, saca del maletín un espejo pequeño. Luego, mientras se peina el
escaso cabello tinturado de rubio, cuenta que descubrió su homosexualidad a los
siete años, leyendo un cómic de Supermán.
—Apenas vi a Clark Kent, me volví
loco —dice, ahogándose de la risa.
John Jairo Murillo, apodado La Ñaña,
advierte con un gesto burlón que esta es la “confesión más maricona” que ha
oído en sus treinta y siete años de vida.
—¡Usted es tan gay —exclama, chocando
las palmas de sus manos— que no perdona ni a los muñecos de las tiras cómicas!
Tanto Madison como los otros
integrantes de Las Regias ríen a carcajadas. Están vistiéndose al aire libre en
las graderías del Coliseo Misael Pastrana Borrero, ubicado en el municipio de
Riofrío, Valle del Cauca, a ciento doce kilómetros de Cali. El equipo,
conformado por travestis, se creó en 1992 con el propósito de recaudar fondos
para socorrer a los homosexuales enfermos de sida o adictos a las drogas. Y por
estos días anda en busca de patrocinio para participar en el Campeonato Mundial
de Fútbol Gay, que se llevará a cabo en Buenos Aires el próximo mes de septiembre.
Esta tarde, como ya es costumbre, los
jugadores arman bochinche mientras se ponen el uniforme. El más lenguaraz de
todos es La Ñaña, fundador del equipo, quien no deja títere con cabeza. Dice
que La Valeria, cuando era un bebé de brazos, se sentaba sobre el biberón; que
La Britney nació con un chupo entre las nalgas; que La Nando se mudó para un
barrio de ricos en Cali porque quiere que se lo coma el arriendo; que La
Canasto es agüita de florero y La Natalia, flor de otro patio, y que La Cuto es
tan gay que cuando ve un pene pintado en el piso, lo borra con el trasero.
—Y este —afirma ahora, refiriéndose a
La Iguana, que se revuelca de la risa— si se hubiera demorado quince segundos
más en el vientre de su madre, habría nacido con panocha.
Las graderías de concreto sin pañetar
están casi desiertas. Se espera que dentro de una hora, cuando comience el
partido, haya quinientas personas. Los integrantes de Las Regias continúan
arreglándose, en un ritual que, por ahora, parece más emparentado con los
salones de belleza que con las canchas de fútbol. En el escenario no hay
todavía ningún balón y, en cambio, abundan las extensiones capilares, las uñas
esmaltadas, los cabellos teñidos, los lápices labiales, las cejas depiladas y
los cosméticos faciales.
La Ñaña se dirige a mí.
—¿Sabe qué, papá? Escriba que todos
los jugadores de Las Regias somos gays, pero eso sí: aquí no hay maricas ni
locas, porque marica es el que le presta plata a otro y loca es la que anda
sucia por las calles tirándole piedras a la gente.
Todos largan la risotada. Diego
Fernando García, más conocido como Melissa Williams, saca de su maletín una
pelota de microfútbol y le pide a Óscar Gil, apodado La Natalia, que se ponga
en la portería para practicar tiros libres. Por un momento, da la impresión de
que el primer cobro terminará en gol, pues el guardameta, en vez de rechazar el
balón con un puñetazo, agita ambas manos a los lados del tronco, como si fueran
las aletas inútiles de un pingüino. Sin embargo, la bola rebota accidentalmente
contra su cuerpo y se desvía hacia un costado de la cancha. Entonces, La
Natalia abandona el arco corriendo con histeria, como si acabara de atajar el
penalti que le da a su equipo el campeonato mundial.
***
Pedro Julio Pardo es el coordinador
de la Fundación Santamaría, que vela por los derechos de la población LGBT
—lesbianas, gays, bisexuales y transexuales—. Pardo, quien ha sido cercano al
proceso de Las Regias, considera que, aunque resulte excluyente, los travestis
tienen derecho a congregarse para armar su propio equipo de fútbol o hacer
cualquier otra cosa que les plazca. ¿Acaso a ellos les permiten arrimarse a los
estadios donde juegan los hombres heterosexuales? Este país —añade— solo les ha
dejado dos opciones productivas: la prostitución y la peluquería. Por tanto,
construir guetos es su mecanismo de defensa contra la discriminación.
—Cuando los maricas practicamos el
fútbol —dice— estamos enviando un mensaje contra la intolerancia de la
sociedad: como no nos dejan jugar con los hombres, nos toca crear nuestro
propio equipo.
Pedro Julio Pardo estima que la
existencia de Las Regias representa para la comunidad transexual de Cali la
oportunidad de divulgar sus problemas. Cita, en primer lugar, la permanente
exposición a la violencia. Durante los últimos nueve meses, doce travestis han
sido asesinados y quince han resultado heridos a bala o con cuchillo. Algunos
han aparecido desnudos en lotes baldíos, con múltiples señales de tortura que
evidencian el odio implacable de los agresores. Los fines de semana muchos jóvenes
salen borrachos de las discotecas, portando pistolas de aire comprimido, y se
van a practicar tiro al blanco disparándoles a los transexuales en los senos de
silicona.
El diálogo con Pardo transcurre en la
peluquería Madison, ubicada en el barrio Siete de Agosto. Al principio,
Mauricio Álvarez, su dueño, no nos prestaba atención porque estaba ocupado
motilando a un cliente. Ahora, mientras barre el cabello que quedó desperdigado
por el piso, interviene por primera vez en la conversación. A su juicio, los
transexuales son las personas más marginadas de toda la población LGBT.
—Si es difícil que la sociedad acepte
a un gay común y corriente —dice—, imagínese cómo se complican las cosas cuando
ese gay se viste de mujer o se pone tetas.
Ni las mujeres ni los hombres
heterosexuales lo ven como alguien de su género, sino como un ser disfrazado,
una caricatura. Hasta el gay convencional lo rechaza, porque lo considera una
criatura disparatada que necesita ponerse falda para asumir su sexualidad. A
menudo, los policías que patrullan la ciudad desalojan al travesti del mismo
espacio público en el cual le permiten estar a la prostituta. Cuando termina el
acoso del mundo exterior —explica La Madison— comienzan los conflictos
personales. En principio está el abismo entre lo que el transexual quiere
proyectar en la sociedad y la percepción que en realidad se tiene de él. Le
pesa, además, la obligación de vivir aprisionado dentro de un cuerpo que no
desea, y sufre cada noche en su habitación, al final de la jornada, desandando
los pasos de su propia metamorfosis: entonces le toca destruir a la mariposa
nocturna que él mismo había creado, para que reaparezca el escarabajo de
siempre. Desmaquillarse, redescubrir la sombra azulosa de la barba debajo del
polvo facial, es una muerte diaria que, según La Madison, solo pueden entender
quienes la han experimentado. Quizá por la depresión que generan todos estos
problemas —concluye— los transexuales son tan propensos a la drogadicción.
El hombre que se exhibe en las calles
con blusa ombliguera y tacones —dice ahora Pedro Julio Pardo— es consciente de
que su decisión tiene un precio y está dispuesto a pagarlo. Sabe que en tales
condiciones ninguna empresa le dará empleo. Sabe que se pone en la mira de
extremistas capaces de matarlo. Pero ya a esas alturas no hay punto de retorno
ni a él le interesa devolverse. Asume su cruzada con la certeza de que en ella
encontrará, al mismo tiempo, su reafirmación y su suicidio. Muchos defienden a
dentelladas el espacio que les tocó en suerte y, antes de inmolarse, se
convierten en propagadores de la misma violencia que denuncian.
—La hostilidad del entorno los vuelve
agresivos —dice Pardo—. Por otro lado, reconozco que algunos de ellos expanden
drogas en la vía pública o se involucran con menores de edad.
***
Andrés Santamaría, Defensor del
Pueblo en el Valle del Cauca, informa que en Cali existen, aproximadamente,
tres mil transexuales. De esos, trescientos se dedican a la prostitución y el
resto, a la peluquería. Retirar de las calles a quienes se han adueñado de
ellas desde hace años, no es, a su juicio, un asunto de fuerza sino una tarea
que exige respuestas sociales. Semejante labor resulta demasiado difícil en una
ciudad donde, según sus palabras, ha imperado siempre una mentalidad injusta y
segregacionista. En Cali, de acuerdo con los resultados de una investigación
que él dirigió, los pobres que cometen infracciones menores permanecen
retenidos, en promedio, treinta y seis horas, mientras que los ricos solo duran
tres.
—El desarrollo económico de la región
—explica— se debió en parte a los ingenios azucareros, y estos prosperaron
gracias a la práctica de la esclavitud. Así se fomentó un pensamiento
hegemónico que todavía perdura.
Santamaría dice que el hecho de
haberse tomado en serio los derechos de la población LGBT ha avivado el antiguo
fanatismo. Recientemente, un periodista radial lo acusó de estar “mariquiando”
a la ciudad. En esta historia —añade— se refleja lo que somos como país:
aparentemente estamos hablando de las dificultades de un grupo humano, pero el
problema de fondo es la intransigencia típica de los colombianos, que nos hace
percibir al diferente como un transgresor que debe ser borrado de la faz de la
tierra. Por eso, vivimos de conflicto en conflicto.
Al ver el panorama completo,
Santamaría les concede a Las Regias un gran valor simbólico. Más allá de
auxiliar a los transexuales caídos en desgracia, han puesto en primer plano
varios temas importantes relacionados con la convivencia ciudadana. Algunos de
los casi cuarenta travestis que integran su plantilla —como La Iguana y La
Paulito— han encontrado en el equipo una oportunidad de combatir su adicción a
las drogas.
***
Como futbolistas, Las Regias son
desatinados: se resbalan mucho, patean hacia las nubes cuando se encuentran a
veinte centímetros de la portería, no saben parar la pelota ni con el pecho ni
con el pie, y son incapaces de ponerle un pase preciso al compañero que está a
diez metros de distancia. Esa torpeza, que no es deliberada sino natural, se
convierte, paradójicamente, en su principal arma de persuasión. Los
espectadores son indulgentes con ellos porque los perciben como actores de una
parodia. Si los vieran cabecear como Miroslav Klose o gambetear como
Ronaldinho, no les perdonarían las uñas pintadas ni las pestañas postizas.
Terminado el primer tiempo, el equipo
rival, conformado por mujeres de Riofrío, va ganando tres goles a cero. Las
casi doscientas personas que han venido al coliseo observan el espectáculo
coreográfico que Édinson Aramburu, otro de los miembros del grupo, realiza en
la circunferencia central de la cancha. Los jugadores de Las Regias, entre
tanto, están reunidos en las mismas graderías donde antes se habían vestido. En
vez de discutir con preocupación sobre una estrategia que les permita remontar
el marcador, han vuelto a las humoradas. El que lleva la voz cantante, como
siempre, es La Ñaña, quien está increpando a su portero.
—Usted no tapa nada, mijito, usted no
es Muralla sino Mireya.
Otra vez estallan las carcajadas.
Aprovecho para preguntarle a La Ñaña, en su mismo tono socarrón, por qué se
burla tanto de los travestis. ¿Acaso —agrego— se está volviendo homofóbico?
Noto en su mirada una chispa de malicia, pero, repentinamente, adopta un rostro
grave.
—Nosotros nos apropiamos de los
insultos que nos dirige la sociedad y los desactivamos convirtiéndolos en
chiste.
Su compostura, sin embargo,
desaparece en el instante.
—¿Qué vas a decir sobre mí en esa
crónica? —me pregunta, poniendo los brazos en jarra y mirándome de manera
retadora.
Como me quedo callado, sugiere una
idea.
—Escribe que yo no soy masculino sino
más culona.
Esta vez quien más festeja la broma
es La Valeria.
Le pido que se ponga serio siquiera
un minuto para que hablemos de fútbol. Lo que he visto esta tarde —le digo, con
voz dramática— me preocupa muchísimo. Si el equipo Las Regias fuera a
representar a Colombia en el Campeonato Mundial de Fútbol Gay, seguramente
sería goleado por Argentina, por Brasil y hasta por Guatemala, qué horror. Su
respuesta es una joya magnífica del humor negro.
—¡Ay, mijito, golean a la selección
de los machos y no nos van a golear a nosotros, que somos unas completas locas!
Esta vez soy yo el de la carcajada.
Poco después, mientras regreso a mi puesto para observar el segundo tiempo, me
pregunto de nuevo por la motivación que tienen los espectadores para asistir a
las funciones de Las Regias. Quizá tratan de aliviar su conciencia donando una
moneda que sirva para pagar el tratamiento de un gay contagiado de sida o
enfermo de la próstata. Quizá buscan una dosis de humor bizarro en las
incompetencias deportivas de sus jugadores. En todo caso, supongo que todavía
no están preparados para ver a los travestis más allá de las paredes de este
coliseo.
La eterna parranda de Diomedes
1. Gracia y desgracia de un
espantapájaros
Ese hombre que desde hace unos
minutos se encuentra en la tarima, al lado del presentador, es idéntico a
Diomedes Díaz: en la risotada chillona, en la gesticulación teatral. Sin
embargo, es difícil hacerse a la idea de que, en efecto, es él, debido a que
presenta cambios notables. El rostro está enmarcado por una barba selvática que
distorsiona sus facciones. La melena revuelta y el bigote tosco partido en dos
mitades espaciadas, como el de Cantinflas, le confieren el semblante de un
condenado que acabara de escaparse de su mazmorra. El hecho resulta absurdo:
Diomedes Díaz lleva casi un año huyendo de la justicia. No tendría ninguna
lógica que se hubiese atrevido a abandonar su escondite, donde es intocable,
para exponerse a ser capturado en esta plaza pública repleta de policías. En
todo caso, el tipo se parece mucho al cantante: en su pronunciación cantarina,
en sus ademanes grandilocuentes.
La escena transcurre en Badillo,
pueblo agrícola en el que se celebra, desde hace tres días, el Festival del
Arroz. El lugar se encuentra a unos treinta kilómetros de Valledupar, la meca
del folclor vallenato. Es una noche de junio de 2001. Muchos espectadores
siguen desconcertados, acaso porque no entienden cómo es que un artista tan
vitoreado y tan perseguido aparece de pronto entreverado con ellos en esta
feria menor. Pero, a fin de cuentas, ¿sí será Diomedes Díaz? Está vestido de un
modo que jamás se le ha visto en ningún otro escenario público: con una
pantaloneta que deja al descubierto sus muslos flacos y unas alpargatas
indígenas. Se ve desaliñado, empobrecido. De repente, el supuesto Diomedes toma
un micrófono y dice que su vida no tendría sentido sin el cariño de sus
seguidores. Él canta es por ellos, añade después, enfático, mientras se golpea
el pecho con la palma de la mano derecha. En seguida, arqueando el tronco hacia
atrás, como para gritar con más fuerza, suelta uno de sus estribillos
inconfundibles.
—¡Con mucho gustoooooo!
El animador aclara de una vez por
todas que no se trata de una alucinación. El hombre que acaba de hablar
—agrega, con esa voz estrepitosa típica de los locutores de bazar— es nada más
y nada menos que El Cacique de La Junta, señoras y señores, el mismísimo
Diomedeeeeeeeeeeeees Díaaaaz. Las cinco mil personas que están arremolinadas en
la plaza largan un aplauso que parece interminable. Entonces el animador se
explaya en una retahíla de elogios impetuosos para referirse al rapsoda del
pueblo, el turpial que mejor trina, el chivo que más mea, el gallo que alborota
el corral, el mandacallá de los cantantes. El público delira, ruge. Diomedes se
dirige al otro extremo de la tarima, donde se encuentra el conjunto vallenato
que participa a esta hora en el festival. Tambalea como si caminara dentro de
una canoa en el mar. Se nota que, por la borrachera, se le dificulta mantenerse
en pie. Sin embargo, se las arregla como puede para llegar donde el acordeonero
y pedirle que entone Tres canciones, uno de sus temas clásicos. En seguida, sin
ninguna concertación previa, el grupo comienza a tocar la pieza mientras
Diomedes lanza un alarido:
—¡Ay, mujeeeeeereeees!
La multitud acompaña, enardecida, los
primeros versos de la canción:
Hágame el favor, compadre Debe,
y en esa ventana marroncita
toque tres canciones bien bonitas
que a mí no me importa si se ofenden.
¿Qué hace el más celebrado cantante
vallenato de todos los tiempos trepado en esta tarima de conjuntos
principiantes? ¿De dónde salió y cómo llegó a este lugar? ¿No se suponía que
andaba huyendo de la justicia que lo solicitaba por el homicidio de su amiga
Doris Adriana Niño? Todas las personas que están en esta plaza saben que, en
agosto del año 2000, Diomedes fue condenado como reo ausente debido a que había
desaparecido de su casa en Valledupar. Desde entonces existen versiones
contradictorias sobre su destino. Algunos habitantes de la región murmuran que
se aloja en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, bajo la
custodia de un escuadrón de paramilitares. Otros comentan que se refugia en una
ranchería de indígenas wayúu en la desértica Alta Guajira, frente al mar
Caribe, cerca al Cabo de la Vela. Varios noticieros de televisión han mostrado
fotografías del cantante en la clandestinidad. En casi todas las imágenes
Diomedes exhibe la misma catadura de ermitaño que se le ve esta noche aquí en
Badillo: peludo, descuidado. Sin embargo, en esas fotos queda claro que,
dondequiera que se encuentre, no está consumiéndose de tristeza ni humillado
por su condición de hombre fugitivo. Al contrario, se emborracha con sus
compadres, se atraganta de chivo guisado o suelta una carcajada colosal que
deja al descubierto el famoso diamante que tiene incrustado en uno de sus
dientes delanteros. En las fotos hay músicos endomingados, políticos
distinguidos, banquetes generosos servidos sobre hojas de bijao, rondas de
gregarios radiantes que baten las palmas. La conclusión forzosa es que Diomedes
vive su vida de convicto en una farra permanente, sin pesares y sin
remordimientos. Tal deducción es aún más lógica si se considera que,
recientemente, los comerciantes informales del centro de Valledupar comenzaron
a vender, como la gran novedad musical de la temporada, un disco compacto que
contiene la canción inédita El tigrillo, grabada por Diomedes en una parranda
furtiva en su escondite.
Oiga, primo Alejo,
tráigame el jabón
que me meó el tigrillo
y no aguanto el olor.
Tanto las fotografías como la grabación
clandestina generan reproches. El comentario generalizado es que Diomedes Díaz
se burla de la justicia colombiana. A estas alturas nadie cree que las
autoridades realmente ignoren dónde se esconde, pues su paradero es la
comidilla preferida de los chismosos de la comarca. Algunos dicen que lo han
visto en la hacienda de su ex mánager y compadre Joaquín Guillén, ubicada en el
caserío conocido con el nombre de El Alto de la Vuelta. Otros advierten que se
oculta en su propia finca, llamada La Virgen del Carmen. Las malas lenguas
cuentan que hasta se da el lujo de ir ciertas noches a Valledupar para dormir
con su mujer, y que, en tales casos, franquea sin problemas los retenes del
Ejército. En este punto los más suspicaces abren un paréntesis para recordar una
historia que ocurrió a finales de 1999, cuando a Diomedes Díaz se le adelantaba
el proceso judicial por el presunto delito de homicidio agravado. En vista de
que padecía el Síndrome de Guillain-Barré —un trastorno del sistema nervioso—,
fue exonerado temporalmente de la medida de aseguramiento proferida en su
contra, y por esa razón no estaba en la cárcel, como ordena la ley, sino
aposentado a placer en su propia casa. Pese a la enfermedad, por esos días se
internó en un estudio fonográfico, donde grabó con el acordeonero Franco
Argüelles su disco Experiencias vividas. Pues, bien: cuando cantó la canción
Cabeza de hacha, Diomedes le envió al comandante regional de la Policía el más
ruidoso y zalamero de sus saludos:
—Mi coronel Ciro Hernando Chitiva: ¡insignia
nacionaaaaaaalllll!
Los más maliciosos se preguntaban si
el comandante de la Policía se atrevería a capturar a Diomedes después de ese
saludo tan efusivo. Pero, además, en los altos círculos sociales de Valledupar
se sabía que el coronel Chitiva y Diomedes eran compañeros de parranda. En
aquel diciembre de 1999 los funcionarios de la Fiscalía General de la Nación
que manejaban el expediente intentaban verificar si la enfermedad del acusado
era cierta o si se trataba de una coartada para evadir la justicia. En caso de
que fuera lo segundo, la medida de aseguramiento recobraría vigencia y, por
tanto, Diomedes sería trasladado de su casa al calabozo. A mediados del año
2000 un perito enviado a Valledupar por la Fiscalía conceptuó que Diomedes se
encontraba en perfecto estado de salud. El Guillain-Barré, si acaso existió,
era ya un asunto del pasado: Diomedes disfrutaba plenamente de su capacidad de
locomoción. Había que ponerlo inmediatamente tras las rejas, como establece la
ley. Justo en ese momento decidió escaparse, un gesto que no podía entenderse
sino como un desafío a las autoridades judiciales. Entonces los malpensados
recordaron el saludo de la canción Cabeza de hacha. La amistad entre el
cantante sindicado y el coronel encargado de su arresto se volvió un tema
inevitable en las habladurías callejeras. Nadie entendía por qué los escondites
de Diomedes Díaz, frecuentados por romerías de parranderos, resultaban
invisibles para los agentes de Policía del departamento del Cesar. La prensa
nacional e internacional no tardó en referirse a esta situación anormal. El
enviado especial de The Financial Times, James Wilson, publicó un reportaje en
el que aseguraba que Diomedes se hallaba resguardado en su finca La Virgen del
Carmen, localizada a unos cuarenta kilómetros de Valledupar. El columnista
D’Artagnan, quien normalmente escribía sobre cuestiones políticas, exigió en su
columna de El Tiempo que Diomedes fuera apresado de una buena vez para que
respondiera por el delito que se le imputaba. Pero quienes pensaban como él
conformaban una parte reducida de la sociedad. La mayoría de la gente percibía
la muerte de Doris Adriana Niño como un simple gaje de la parranda, una
jugarreta del destino por la cual no se justificaba interrumpir la celebración
que los tenía a todos tan contentos.
Tan contentos como lucen los
espectadores esta noche en Badillo. Es evidente que entre ellos no hay nadie
que quiera ver a Diomedes encarcelado. Ni siquiera los agentes que custodian la
plaza, quienes en vez de echarle el guante disfrutan de su presentación como
meros fanáticos. Y ni hablar del resto del público: muchachos que se extasían
al verlo actuar, mujeres que se sienten tocadas por su canto. Los rostros de
todos ellos indican a las claras que están dispuestos a perdonarle cualquier
barbaridad con tal de que siga cantando. Y lo que Diomedes hace ahora,
justamente, es seguir cantando. La canción que entona es una de las más
celebradas de su extenso repertorio:
Para qué me quieres culpar
si tú eras para mí como agua pa’l sediento
acaso no recuerdas ya
que me sentí morir sin la miel de tus
besos.
Lo que sucede esta noche en Badillo
es lo acostumbrado en los escenarios donde actúa Diomedes Díaz: los seguidores
parecen más interesados en idolatrarlo a él que en regocijarse con sus
canciones. Algunos se muestran alelados, los de más allá agitan sus pañuelos.
En los conciertos de los otros cantantes vallenatos el público quiere
divertirse, básicamente. Los asistentes cantan, tocan las palmas, brincan,
bailotean. Pueden pasarse la noche entera sin mirar hacia la tarima donde se
encuentra el conjunto, porque para ellos lo que cuenta es su propia alegría. Se
entregan al deleite que produce la música y se desentienden del intérprete. En
los conciertos de Diomedes, en cambio, el público necesita admirarlo a él.
Miles de hombres y mujeres que se habían cuadrado para bailar quedan de pronto
petrificados, como si el canto fuera un conjuro que les arrebatara el
movimiento. Y se dedican a observarlo nada más. Maravillados, sometidos.
Entonces, lo que antes era puro disturbio de los sentidos, gozo en su estado
más primitivo, se convierte en culto pagano. Los concurrentes ya no son simples
parroquianos en busca de esparcimiento para amortiguar el cansancio o brindar
por sus logros, sino feligreses que se postran ante su Mesías. A menudo, los
fanáticos pasan de la adoración sosegada, contemplativa, a las expresiones de
idolatría más delirantes: una chica se arranca el sostén y lo lanza con fuerza
hacia la tarima. Otra se quita el calzón y lo hace girar, desafiante, en su
dedo índice levantado como el asta de una bandera. Un muchacho descamisado alza
un cartel que tiene escrita la siguiente frase: “eres lo máximo, DIOSmedes”.
Una señora borracha se tira al suelo y se suelta el cabello. Un joven que conoce
la devoción de Diomedes por la Virgen del Carmen carga una figura de la santa
que mide más o menos metro y medio de alto. Otro, enterado de que a Diomedes le
gusta la colonia Jean Marie Farina, le ofrece un frasco.
Ninguno de esos episodios extremos se
registra esta noche aquí en Badillo. Entre otras cosas porque los habitantes no
sabían que Diomedes venía. Lo que sí se ve, desde luego, es la misma veneración
de siempre. En este momento la muchedumbre canta en coro con él.
Y hoy cuando de la nube te bajas
Es demasiado tarde, qué vaina
Pues ya no queda nadaaaaaaaaa
De aquel amor tan grandeeeeeeeee.
El fervor del público es motivado, en
parte, por una característica de Diomedes que sus allegados definen como
carisma. Es una capacidad única de hacerse notar en cuanto llega, de atraer a
la gente. Según algunos de sus amigos más cercanos, se trata de un don innato
con el cual Diomedes empezó a cautivar a sus interlocutores desde mucho antes
de ser famoso. Los ejemplos abundan. Cuando Diomedes tenía nueve años
desempeñaba el oficio más triste que le haya tocado realizar a niño alguno en
la región: era espantapájaros. El periodista Luis Mendoza Sierra, su biógrafo y
amigo, cuenta que en aquella época Diomedes se calaba un sombrero rojo, se
calzaba unas abarcas hechas por él mismo con llantas viejas y se ponía una
camisa manga larga de algodón. Con ese atuendo se paraba en la mitad del
cultivo de maíz que le había sido encomendado por su patrón, y comenzaba a
ahuyentar a cuanto pájaro se arrimaba a picotear las matas. Para no aburrirse
en la inmensidad de aquel sembrado expuesto al sol bravo de La Guajira, el
chiquillo cumplía su tarea a punta de música: hacía sonar un palo contra una
lata vieja, mientras cantaba coplas compuestas por él mismo:
Yo llegué de Carrizal
porque me buscó Teodoro
pa’ que viniera a espantar
perico, cotorra y loro.
Pericos que no me jodan
que no me jodan, carajo,
si se comen las mazorcas
me botarán del trabajo.
Según cuenta Jaime Araújo Cuello,
otro amigo de infancia, la primera vez que Diomedes entonó esas coplas varios
indígenas de la etnia wayúu que cuidaban una parcela contigua a la finca donde
él trabajaba como espantapájaros se arrimaron a la cerca común y se dedicaron a
contemplarlo, fascinados. Cuando el niño descubrió que lo observaban, se quedó
en silencio. El mayor de los indígenas le dirigió la palabra.
—¡Hey, niño, sigue cantando!
El niño, malicioso, vio en seguida el
camino que se le abría gracias a su voz cautivadora.
—Lo que pasa es que yo tengo hambre,
indio. Si me das una totuma de café, canto.
De ese modo aprendió a defenderse
desde temprano usando su canto como moneda de cambio. Un día lo trocaba por un
trozo de panela, otro día por una ración de carne molida, después por una
arepa, y así.
El canto fue también su talismán cuando
la familia se mudó de Carrizal, donde él nació, para Villanueva. Entonces, a
sus once años, era uno de los niños vendedores de fritos que merodeaban por el
colegio del profesor Rafael Peñaloza. En los recreos, recuerda el compositor
villanuevero Rosendo Romero, aquellos niños se tomaban en bandada el patio de
la escuela. Diomedes tenía la costumbre de amenizar su venta entonando versos
improvisados, lo cual entusiasmaba a la clientela. Así, mientras los otros
niños necesitaban toda la mañana para deshacerse de sus fritos, Diomedes vendía
los suyos en un soplo.
—A él se le vio desde pelao que tenía
un gancho poderoso para jalar a la gente —dice Romero.
En 1975, cuando contaba dieciocho
años, Diomedes se enseñoreaba con su magnetismo por las instalaciones de Radio
Guatapurí, en Valledupar, donde trabajaba como mensajero. Había conseguido ese
empleo con el único fin de dar a conocer sus canciones entre los cantantes y
acordeoneros que frecuentaban la emisora. En aquel momento lo que más le
impresionaba a la gente que se topaba con él eran sus zapatos de tonos vivos.
Curiosamente, todos los zapatos que usaba eran del mismo modelo: solo se
diferenciaban en el color: unos eran marrones, otros azules, los del día
siguiente rojos. Los compañeros estaban intrigados: no entendían cómo se las
arreglaba el mensajero para comprar tantos pares de zapatos con el sueldo
mínimo que devengaba. Fue el locutor Jaime Pérez Parodi quien resolvió el
misterio: el muchacho solo tenía, en realidad, un par de zapatos, pero para aparentar
que tenía muchos los pintaba diariamente de un color distinto. Tal vez por
pudor quería disfrazar su pobreza, dice Pérez Parodi. O tal vez suponía que
para sus planes de ser cantante resultaba inconveniente mostrarse como un
hombre necesitado. Lo cierto es que en aquella época los zapatos de Diomedes se
robaban las miradas de todo el mundo.
—Pero eso sí —concluye Pérez Parodi—:
puedes jurar que si el tipo hubiera estado en chancletas o descalzo, de todos
modos hubiera llamado la atención.
Marciano Martínez, protagonista de la
película Los viajes del viento y compositor, dice que Diomedes es dueño de un
carisma que no tiene ningún otro cantante de vallenato.
—Si tú paras a Jorge Oñate o a Iván
Villazón en esa esquina —explica— no va a faltar el que los reconozca y los
salude. Pero tú sabes que el único que puede revolucionar el gallinero es el
papá de los pollitos, y ese es Diomedes. Pon a Diomedes en esa esquina, y verás
esta calle nublada de gente en menos de treinta segundos.
El compositor y folclorista Félix
Carrillo Hinojosa apela a una metáfora para explicar el fenómeno: Diomedes no
se hace sentir en la selva con el rugido autoritario del león sino con el trino
armonioso del sinsonte. En vez de intimidar, encanta, pero ese encanto deriva,
de todos modos, en una forma de poder. Cuando Diomedes canta, deslumbra,
conquista, desarma, se impone. Su canto le sirve lo mismo para granjearse
favores que para predisponer a la gente a ser indulgente con sus errores. Quizá
por eso —reflexiona Carrillo— Diomedes se acostumbró desde muy joven a la idea
de que la Tierra gira al compás de su canto.
—Yo ya perdí la cuenta de las veces
que he dicho: a ese hombre no vuelvo a hablarle nunca más. Pero resulta que
cuando me lo encuentro no solo le hablo, sino que hasta me dan ganas de darle
un beso.
Esa es la misma indulgencia que
manifiesta hoy el público de Badillo. A las cinco mil personas que rodean la
tarima les tiene sin cuidado que Diomedes sea prófugo de la justicia. Están
hipnotizadas, sencillamente, por el trino del sinsonte. Claro que aquí, en esta
selva, también se sienten los rugidos intimidantes de los leones: varios
paramilitares armados hasta los dientes se pasean por los cuatro puntos
cardinales de la plaza, advirtiéndoles a los espectadores que por nada del
mundo deben grabar a Diomedes, ni tomarle fotos, ni decir siquiera que lo
vieron cantando en el pueblo.
***
Curioseo desde un automóvil los
distintos sitios en los cuales se ocultaba Diomedes Díaz cuando andaba
fugitivo. Me acompañan dos hombres cercanos a él: José Rafael Castilla Díaz, su
sobrino, y Javier Ramírez, hermano de una de sus muchas ex amantes, una mujer
con la que tiene dos hijos. En el centro de la carretera asfaltada veo una
línea amarilla como un tajo y a los lados una vegetación estropeada por la
sequía: zarzales, trupillos, ortigas, la flora típica de los parajes inhóspitos
de esta región. El sol canicular nos anuncia la inminencia del desierto. Es
enero de 2008. Esta es mi segunda travesía larga tras las huellas de Diomedes.
El año pasado, por esta misma época, hice el primer viaje: entonces recorrí
durante varios días, como lo he hecho ahora, un montón de lugares en los
departamentos de Cesar y La Guajira.
Hemos transitado ya por las tres
fincas que le servían a Diomedes como burladeros. Dos son de su propiedad: Las
Nubes y La Virgen del Carmen. La otra —llamada El Limón— es de su ex mánager y
compadre Joaquín Guillén. Las tres son fácilmente visibles, ya que se
encuentran al borde de la carretera. Si uno sale en carro desde Valledupar
llega a cualquiera de ellas en menos de dos horas. Todo el mundo en la región
sabía que cuando Diomedes estaba prófugo vivía rotando permanentemente entre
estas tres fincas. Sin embargo, acceder a él resultaba complicado debido a que
contaba con la protección del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de
Colombia (AUC). Para visitarlo en sus guaridas durante aquel periodo había que
pertenecer a su círculo íntimo de amigos y familiares. O ser un líder
importante dispuesto a prometerle dinero o tráfico de influencias judiciales, a
cambio de ser admitido en el Olimpo de sus parrandas. Me pregunto por qué las
autoridades fueron incapaces de capturarlo en este territorio expedito, libre
de montañas y boscajes.
Pasamos ahora frente al río Badillo,
el mismo que fue inmortalizado por el compositor Octavio Daza en una canción
preciosa grabada por los hermanos Zuleta. Se me viene a la memoria la fundación
de Macondo, el mítico pueblo de Cien años de soledad: también este río se
precipita por un lecho de piedras blancas y pulidas, aunque no tan enormes como
huevos prehistóricos. Súbitamente, la naturaleza, que hace un rato era
desértica, ha adquirido un verdor magnífico. Veo un cultivo de arroz, una
plantación de palma, un estanque rodeado de garzas y una campiña recién podada
que parece un campo de golf. Justo cuando empiezo a pensar que los paisajes de
la región predisponen el alma para la música, oigo la voz de José Rafael, el
sobrino de Diomedes. Habla con la cadencia melódica de los guajiros. Uno podría
ponerles de fondo a sus palabras una caja y una guacharaca, porque
evidentemente su modulación cantarina es ya el preludio de un paseo vallenato.
Al divisar estos horizontes de postal y percibir las melodías que afloran en
las conversaciones cotidianas de la gente, entiendo por qué en La Guajira y el
Cesar el talento musical brota silvestre como la verdolaga. Sería absurdo
explorar la vida de Diomedes Díaz sin detenerse a observar los crepúsculos y
los ríos que definieron el derrotero de su voz. Porque a fin de cuentas él no
es génesis sino síntesis de una cultura fundamentada en la riqueza oral y en la
contemplación romántica del Universo.
A estas alturas del viaje me dan
ganas de oír otra vez los clásicos en los cuales Diomedes celebra su entorno.
Oír, por ejemplo, la canción de la montañita donde “hay un palo e’ cañaguate”,
y luego la canción del cardón guajiro al que “no marchita el sol”, y después la
canción del arbolito que sembró tu padre en el potrero y que “es el fiel
testigo de lo mucho que sufría por ti”, y en seguida la canción de la tierra
que “pa’ calmar su sed y cerrar sus grietas necesita lluvia”. Las oigo en la
memoria, claro, y siento ganas de destapar una botella de whisky Sello Negro
para brindar por los únicos tres asuntos que, según el poeta vallenato Luis
Mizar, justifican una parranda: la salud de la familia, la felicidad de los
amigos y cualquier otro motivo. A continuación, ya entrado en gastos, dejo que
siga fluyendo la discografía de Diomedes. Me conmuevo al oír de nuevo Camino
largo: bailando esa pieza, hace mucho tiempo, una muchacha de piel canela me
juró un amor eterno que solo duró dos años. Ahora, traída a mi mente por la
canción, la muchacha me renueva el juramento. Y al hacerlo se le forman en las
mejillas los dos hoyuelitos que tanto me gustaban. Me pongo melancólico al
escuchar Sueño triste, esa canción estupenda en la que el compositor Calixto
Ochoa nos cuenta cómo fue que en una pesadilla vio su propio cadáver. Me digo
que hay que oír después algo alegre. ¿Qué tal la versión en parranda de El
cordobés, el merengue magistral de Adolfo Pacheco? Entonces me resuena en la
conciencia el acordeón de Juancho Rois: qué merengue tan sabroso, carajo. Noto
que mi pie derecho empieza a moverse por su cuenta, como si tuviera voluntad
propia. Y descubro que estoy a punto de gritar a los cuatro vientos una frase
típica de los parranderos de la región:
—¡Ay, Dios mío, con este disco
cualquiera se bebe una plata ajena!
La historia de Diomedes era la
historia de todos estos asuntos placenteros de la cultura popular: paisaje,
magia, poesía, bohemia, sentimiento. Pero él la convirtió en un caso de página
judicial salpicado de temas terribles: drogas, homicidio, paramilitares. Justo
cuando habíamos caído rendidos ante la versión feliz del Quijote que sí pudo
derrotar a los molinos de viento, el protagonista se nos volvió un antihéroe de
vergüenza. Teníamos entre manos una leyenda romántica que nos servía, por lo
menos, para ponerle una banda sonora bonita a nuestros conflictos de cada día.
Eso nos hacía suponer que para consolarnos bastaba con abandonar de vez en
cuando el territorio del drama para refugiarnos en el del canto. Pero aquello
era un simple espejismo: hoy sabemos que no existe ninguna diferencia entre el
país que anda de rumba y el país que se derrumba. El rapsoda que nos permite
repetir en nuestra memoria ciertos amores ya extinguidos, el que perpetúa con
su voz los soles que nos calientan y las lluvias que nos refrescan, el que
universaliza nuestras costumbres, se transmutó en un bárbaro más. Siente uno
ganas de entonar un “ay hombe” tristísimo por el curso que tomó esta historia.
Lo que dice José Rafael Castilla con
su voz melódica es que, al parecer, después de llevar tanto tiempo amenizando
parrandas privadas en la clandestinidad, Diomedes sintió que necesitaba cantar
frente a un auditorio nutrido. Por eso se presentó en la tarima de Badillo. Es
un hecho cierto —añade Javier Ramírez— que tomó la descabellada decisión bajo
los efectos del licor, posiblemente contra la voluntad de los allegados que
estaban con él en aquel momento. Los dos hombres me han revelado durante el
viaje los detalles suficientes para recrear la escena de Diomedes en la plaza
de este pueblo al que acabamos de arribar. El sitio en el que hace siete años
Diomedes cantó su aclamada canción Amarte más no pude está invadido ahora por
una gavilla de cerdos escuálidos que husmean un promontorio de estiércol. La
música, la bendita música, suele exaltar realidades que, vistas a fondo, son
pedestres. Supongo que eso era, sobre todo, lo que el público le aplaudía a
Diomedes aquella noche de junio de 2001: su capacidad de magnificar, a través
de esa voz bellísima, ciertas cosas de la puñetera vida que a la hora de la
verdad son feas. En este sentido, cantar es corregir y, por tanto, curar. En la
cotidianidad es triste, por ejemplo, ver cómo los indígenas de La Guajira, pese
a habitar en un territorio rico en recursos naturales, viven en una situación
penosa. Pero justo cuando uno se detiene a observar esa realidad, Diomedes se
pone a cantar:
Compadre, yo soy el indio
que tiene todo y no tiene nada
trabajo para mis hijos
vendo carbón y pesco en la playa
yo soy el indio guajiro
de mi ingrata patria colombiana
que tienen todo del indio
y sin embargo no le dan nada.
Así, el problema se vuelve un asunto
bailable. Muchas de las personas que siete años atrás estaban congregadas en
esta plaza, seguramente eran conscientes de que Diomedes les había ayudado a
convertir en canto lo que antes era desencanto. Y muchas de esas personas
llevaban entonces un cuarto de siglo oyéndolo cantar. La música de Diomedes les
había allanado el camino para seducir, enamorarse, copular, multiplicarse,
amenizar sus bautizos, solazarse en sus cumpleaños, celebrar sus navidades,
alimentar sus nostalgias. Luego estaban sus hazañas comerciales: en un país
infestado de piratería, él había vendido veinte millones de copias y cosechado
veinticinco discos de platino y veintitrés de oro. Mientras la recua de cerdos
flacos corre espantada hacia uno de los rincones de la plaza, recuerdo lo que
me dijo Guillermo Mazorra, productor de la Sony Music, cuando lo entrevisté en
Bogotá: Diomedes Díaz es el único artista vallenato que podría pasar diez horas
seguidas cantando solo éxitos, “sin repetir ni una canción”. Y también recuerdo
la hipérbole maravillosa que utilizó el productor musical Óscar Fabián Calderón
para referirse a este tema:
—Cuando ese hombre estaba en su época
de oro, primo, los discos que sacaba al mercado le sonaban hasta en las
licuadoras.
Los cerdos se pierden de vista en uno
de los callejones. Y yo lamento una vez más —ay, hombeeee— que la fábula del
espantapájaros más gracioso de nuestra historia se haya convertido en una
novela de horror.
2. Un cantor descalzo en la ventana
marroncita
Patricia Acosta contaba trece años
cuando conoció a aquel muchacho descalzo que cargaba en la cabeza una palangana
repleta de guineos maduros. Lo primero que pensó fue que se trataba con toda
seguridad del muchacho más feo del mundo: esquelético, mal trajeado, percudido.
Tenía un ojo chueco que a veces parecía abierto y a veces cerrado, y una greña
horrible adherida a la frente sudorosa. Resultaba imposible, además, estar
frente a él sin examinar su nariz ancha de orificios demasiado abiertos. Cuando
el chico notó que ella lo estaba mirando, sonrió. Entonces fue el acabose:
además de todas las calamidades anteriores, le faltaba un diente.
Patricia siguió mirándolo hasta
cuando dobló por la esquina. Tan pronto como lo perdió de vista corrió a
averiguar quién era.
—Ese es Diomedes Díaz —le dijo su
mejor amiga.
—Yo nunca lo había visto en La Junta.
—Lo que pasa es que él es de
Carrizal. Esa misma tarde Patricia siguió indagando por la vida del pequeño
vendedor callejero. Así supo que era hijo de Elvira Maestre, una artesana que
elaboraba mochilas de fique. Su padre, Rafael Díaz, era uno de los ordeñadores
de la hacienda El Higuerón. A Patricia le llamó la atención el hecho de que
todas las personas que le entregaban información se refirieran,
invariablemente, a la pobreza de la familia.
—Son tan pobres —le dijo una tía
suya— que a veces demoran hasta dos días seguidos sin cocinar y el fogón frío
se les inunda de lagartijas.
Los informantes de Patricia
coincidían en que el tal Diomedes trabajaba como adulto: madrugaba para
auxiliar a su padre en los deberes del monte, ayudaba a su madre a tejer las
mochilas, le colaboraba a un tío que sacrificaba chivos, y además vendía
guineos y arepitas de queso. Lo que nadie contaba era por qué el muchacho tenía
el ojo contrahecho, justamente el misterio que más la intranquilizaba. Para
despejar la incógnita decidió consultar a su primo Luis Alfredo Sierra, afamado
en La Junta por su condición de chismoso. Luis Alfredo le dio un reporte
completísimo. Dos años atrás, cuando Diomedes vivía en Villanueva, se fue una
tarde con su hermano Rafael y con un amigo a coger mangos en una huerta del
pueblo. El único de los tres niños que se animó a subir a la copa del árbol fue
Diomedes. Rafael consiguió una caña larga con horqueta para jalar los racimos.
El amigo dijo que prefería tumbar los mangos con su honda. De pronto, Diomedes
empezó a gritar que acababa de descubrir el gajo más bonito de todos. Ahí mismo
dio un salto con el fin de alcanzarlo. Fue entonces cuando una de las piedras
lanzadas desde abajo por su amigo se estrelló contra su ojo derecho. Diomedes
cayó de bruces con el rostro bañado en sangre. Y si sobrevivió para echar el
cuento fue gracias a que el piso se encontraba tapizado de hojas secas.
En los siguientes encuentros casuales
Patricia tuvo la impresión de que el muchacho se iba volviendo cada vez más
feo. Pero mientras más espantoso lo veía, más curiosidad sentía por él. Buscaba
información en un lado, buscaba información en el otro. Una tarde su mejor
amiga la encaró: ¿no sería que “el pelaíto horrible” la tenía flechada? Si
acaso fuera así, más le valdría que se olvidara inmediatamente del asunto: ese
muchachito, además de parecerse a un oso hormiguero, vivía apretujado con un
montón de hermanos en una casucha de las afueras de La Junta. Ella, en cambio,
era una niña del centro, una niña del barrio La Ribería, una niña de familia
acomodada. La tía que le había contado la historia del fogón invadido de
lagartijas también intentó desilusionarla: el papá del muchacho —le dijo— era
hijo de un forastero de apellido Cataño que se negó a reconocerlo. Así que,
para colmo de desdichas, el tal Diomedes descendía de un hombre bastardo. Su
apellido no debería ser Díaz sino Cataño.
Por aquella época las familias
pudientes de La Junta enviaban a sus hijos adolescentes a cursar el
bachillerato como internos en colegios de las grandes capitales del país. A
Patricia la mandaron para Bucaramanga. Durante los primeros días pensó en el
muchacho. Hasta deseó tener dinero de sobra para costearle el montaje del
diente que le faltaba. O para comprarle, siquiera, un buen par de zapatos. Después
se zambulló en su rutina de estudios y se olvidó de él. Volvió a La Junta en
las vacaciones de diciembre. Tan pronto como descargó las maletas salió
apresurada en busca de sus amigos. El parque principal se encontraba atestado
de estudiantes que vivían por fuera, como ella, y estaban de regreso en el
pueblo pasando las navidades. En una de las esquinas había un conjunto
vallenato. Patricia se abrió paso entre la turba porque necesitaba curiosear.
Lo que vio la dejó perpleja: el cantante del conjunto era el muchacho feo.
Jamás se hubiera imaginado algo así, por Dios. ¿A qué horas el chico apocado
que ella conocía, el de los pies desnudos y la palangana de guineos en la
cabeza, se había transformado en este cantante que transpiraba autosuficiencia
y tenía a la multitud deslumbrada? Cantaba a viva voz, sin micrófono,
utilizando unos gestos ampulosos ajenos al folclor vallenato. Los juglares de
aquellas tierras eran campesinos de manos callosas que entonaban sus canciones
mientras ejecutaban el acordeón, y nunca acudían a mímicas estrafalarias en sus
presentaciones públicas. Podían emborracharse como una cuba pero siempre se
mantenían bien puestos en sus sitios: austeros, estrictos, como si la música
fuera uno más de sus quehaceres en el monte. El tal Diomedes, en cambio, se
excedía en ademanes teatrales: entrecerraba los ojos, ladeaba la cabeza,
caminaba de un extremo al otro. Además, se ponía las manos en el pecho con las
palmas para arriba y los dedos apuntando hacia el público. Todos esos
movimientos estrambóticos le conferían un aire de superioridad que no se
compadecía con la imagen de fracasado que Patricia tenía de él. El chico había
mejorado, sin duda. Todavía le faltaba el diente, claro, pero ya por lo menos
no andaba descalzo: llevaba unas chanclas hechas con neumáticos viejos.
Cuando el tal Diomedes descubrió a
Patricia entre el público la convirtió en el motivo único de su canto. Le dijo
en versos que ella era la flor más linda de La Guajira, que su cabello era tan
hermoso como la mata de calaguala y que quería regalarle una serenata. Mientras
cantaba, caminaba frente a ella como el pavo real que arrastra el ala alrededor
de su hembra. De manera inesperada, Patricia pasó a ser el epicentro de la
reunión. Se sintió incómoda, abochornada. Como le resultaba imposible soportar
tantos ojos fisgones, decidió marcharse. En el camino tuvo sentimientos
encontrados: odió al muchacho feo porque la hizo avergonzar ante el gentío,
odió a la multitud porque la intimidó con su mirada indiscreta, se odió a sí
misma porque fue incapaz de controlar sus prejuicios. Pero también advirtió que
se encontraba contenta. El muchacho que tanto interés le había despertado
podría ser el más pobre del planeta, pero no era ningún mequetrefe,
definitivamente. Al contrario, era una criatura tocada por un don especial.
Cantaba bastante bien, se desenvolvía con gracia, llamaba la atención. Y además
acababa de clavarle una flecha mortal en todo el centro de su vanidad de mujer
al señalarla en público como su musa. Antes de dormirse aquella noche pensó en
un detalle que se le antojó paradójico: el muchacho que le acarició el alma con
sus piropos cantados nunca le había dirigido la palabra. No le había dicho
siquiera un “buenos días”.
Al otro día Patricia se sentó en una
mecedora a tomar la fresca de la tarde. Casi en seguida apareció el muchacho.
La misma palangana de siempre en la cabeza, la misma camisa ancha que le
bailaba en el cuerpo. Lo único nuevo era una grabadora grande que llevaba en el
hombro. Justo cuando le pasó por el frente se escuchó una canción que ella
desconocía, hecha por un enamorado que le ofrecía una serenata a su amada. Al
día siguiente se repitió la escena: Patricia se sentó en la terraza y el
muchacho desfiló frente a ella con la grabadora en el hombro. Sonó la canción
del galán que prometía la serenata. El muchacho pasó una tarde, dos tardes,
tres tardes más, siguió pasando las tardes siguientes, y así la cita vespertina
se volvió un pacto sagrado. De tanto oír la canción, Patricia se aprendió de
memoria los dos primeros párrafos. Se trataba del paseo Amor de quinceañera,
interpretado por Jorge Oñate:
Hago este paseo para una niña muy
querida
Y que de veras esa mujer se lo merece
Y le pido que siempre tenga presente
Que adonde vaya por mí será perseguida.
Y le pongo serenata
Cada vez que se me antoje
En la ventana e’ su casa
Pa que se sienta conforme.
Un mediodía Patricia fue abordada en
la calle por un niño que se parecía muchísimo al muchacho feo. Caramba,
caramba, ¿sería que empezaba a desvariar y a ver por todas partes al chico que
le quitaba el sueño? La duda le duró pocos segundos, pues el niño habló de una
vez. Dijo que su nombre era Juan Manuel Díaz pero que todo el mundo le llamaba
‘el Cancu’. Estaba allí porque Diomedes, su hermano mayor, le había mandado a ella
un papelito. A continuación le entregó el recado y le pidió que lo leyera en
seguida, ya que su hermano necesitaba una respuesta inmediata. Lo que el
remitente proponía —sin rodeos, sin arandelas— era una cita a las cinco de la
tarde en las afueras del pueblo. Patricia contestó que sí en el acto, no porque
estuviera decidida sino porque le apenaba hacer esperar al mensajero. El caso
es que cuando comenzó a acicalarse para asistir al encuentro se sintió vencida
por el miedo.
El paso que iba a dar era supremamente
temerario. Su padre, Pedro Ángel Acosta, más conocido en la comarca con el
sobrenombre de ‘el Negro’, era un machote robusto capaz de intimidar al más
valiente con una simple mirada. Guajiro de pura cepa, de los de antes:
machista, dominante, libertino con las hijas ajenas y puritano con las propias.
Había educado a sus nueve hijos bajo los mismos principios severos con los
cuales lo formaron a él. A los tres varones les enseñó a trabajar desde
pequeños y a las seis mujeres les advirtió que por ninguna razón consentiría
que anduvieran sueltas de madrina viviendo sus amoríos a escondidas en el
primer recoveco que se les antojara. Les decía, mirándolas a todas a los ojos,
que esas no son cosas de una mujer seria. Lo característico de la mujer seria es
recibir en su casa al pretendiente. Mantenerse siempre bien puesta en su lugar
para darle a entender al enamorado que no es ninguna aventurera de montes ni de
callejones. De modo que cuando una hija suya se enamorara no tendría más
alternativa que traer el novio a la casa. Pero eso sí: el tipo que pusiera un
pie en la terraza tendría que fijar la fecha del matrimonio antes de terminar
la primera visita.
Patricia tenía, pues, razones de
sobra para estar asustada y a punto de cancelar la cita. A esas alturas juzgó
pertinente oír la voz de una mujer de experiencia. La única que le inspiraba
confianza era la empleada doméstica de su familia, una matrona que fumaba
cigarrillos sin filtro con el cabo encendido dentro de la boca. Solo ella, de
entre todas las mujeres mayores que consideró, sería capaz de guardarle el
secreto. Además, se trataba de una señora que a sus sesenta años ya estaba por
encima del bien y del mal. Seguramente sabría aconsejarla sobre la forma en que
deben manejarse las calenturas del amor. La empleada la escuchó con atención,
el rostro oculto en la humareda de su cigarro. Al final soltó el dictamen:
—Ay, mijita, cuando la vaca quiere
verse con el toro, se ve con el toro. Y si no le dan permiso para salir por la
puerta, rompe la cerca y se sale por el roto.
Era la clave que buscaba: si ella
traía a Diomedes a la casa para presentarlo como su novio, desde luego que se
lo rechazarían. De modo que le tocaba violar el código de honor de su padre
para encontrarse con el muchacho en otro lado. Estaba claro que le negarían el
permiso para salir por la puerta a verse con él. En consecuencia, su única
opción era romper la cerca y escaparse por el roto. Así lo hizo esa tarde y las
tardes siguientes. A los pocos días el noviazgo se volvió un tema de dominio
público. Cuando ‘el Negro’ Acosta se enteró, montó en cólera: la insultó, la
encerró en su cuarto y le prohibió salir. A partir de ese momento Patricia
empezó a comunicarse con Diomedes a través de papelitos. Los mensajeros eran
‘el Cancu’, de parte de él, y la empleada doméstica, de parte de ella. Un día
los novios cayeron en la cuenta de que en la habitación de Patricia había una
ventana marrón que daba a la calle. Fue como si, de repente, los dos condenados
hubieran descubierto que tenían en los bolsillos las llaves de la cárcel.
Entonces Diomedes llegaba todas las madrugadas al pie de la ventana y ella se
asomaba para atender sus visitas. Así conversaban, así se arrullaban y así se
permitían hasta el lujo de besarse. Los amigos comunes de ambos murmuraban que
a Diomedes se lo veía todas las mañanas con los barrotes de la ventana pintados
en la frente.
Pasaba el tiempo. Patricia viajaba
cada comienzo de año a Bucaramanga. Diomedes trabajaba en Valledupar como
mensajero de Radio Guatapurí. Durante aquellos periodos de distanciamiento los
dos enamorados se comunicaban a través de cartas. Cuando regresaban a La Junta
en las vacaciones decembrinas, se encontraban a medianoche en la ventana de
Patricia.
A lo largo de esos años de lejanía
forzosa Diomedes mantuvo otros amoríos. Muchísimos. En 1976, cuando apenas
contaba diecinueve años, ya era padre de dos hijas: Rosa Elvira y Malena Rocío.
La primera fue producto de su relación con Bertha Mejía y la segunda, de su
romance con Martina Sarmiento. Por aquellos días debutó en el mercado del
disco. Meses atrás, en ese mismo año de 1976, Diomedes había participado en el
concurso de canción inédita del Festival Vallenato, en el cual ocupó el tercer
puesto con su paseo El hijo agradecido. En la sede del evento —la Plaza Alfonso
López de Valledupar— conoció al rey vallenato de ese año en la categoría de
acordeonero profesional, Náfer Durán. Varios personajes del folclor, entre
ellos el compositor Félix Carrillo Hinojosa, estimaron que la unión de Diomedes
con Náfer era “un suceso natural”. El primero era un cantante anónimo en busca
de oportunidades y el segundo un juglar notable, ya veterano, que durante los
últimos años había dejado al margen la música para dedicarse por entero a la
agricultura. A ambos les servía muchísimo juntarse y grabar: a Diomedes para
darse a conocer y a Náfer para retornar después de una prolongada ausencia. El
hecho de que los dos se hubieran destacado en aquel festival era un buen
argumento comercial para producirles el disco. Así se lo expresó Carrillo a
Rafael Mejía, delegado de la casa Codiscos. Antes de responder a la propuesta
Mejía solicitó un casete que contuviera la voz de Diomedes Díaz. En cuanto lo
oyó soltó el veredicto más descarnado:
—Canta mejor un pollo al horno.
Se necesitó el padrinazgo de muchas
personas respetadas del vallenato, como el compositor Alonso Fernández Oñate,
para que Mejía le brindara la oportunidad a Diomedes. El disco, en todo caso,
fue un fracaso en ventas. Una de las canciones de ese primer álbum había sido compuesta
por el propio Diomedes Díaz: El chanchullito. El título era una referencia
velada a las artimañas que debían utilizar Patricia y él para vivir su idilio a
pesar de la vigilancia exasperante de la familia de ella. En aquel momento la
historia de los encuentros clandestinos en la ventana se conocía en todo el
pueblo. Se decía que ‘el Negro’ Acosta andaba a la expectativa para caerles por
sorpresa a los dos tortolitos. La tercera estrofa de la canción se hacía eco de
tales rumores:
Déjate de pendejá
debes de poné cuidao
que nos tienen vigilaos
aunque sea por no dejá
nos van a cogé pillaos
y a ti te pueden fregá.
En la cuarta estrofa Diomedes mataba
dos pájaros de un solo tiro. Por un lado insistía en el recelo de la familia
Acosta. Y por el otro intentaba tranquilizar a Patricia, quien dudaba de él
debido a sus continuas infidelidades:
En tu casa están pendientes
le temen hasta a tu espejo
como los dos nos queremos
nos unimos prontamente
y si no nos mata una peste
nos vamo’a morí de viejos.
Una noche Diomedes estimó que había
llegado el momento de dar la cara como hombre ante la familia de Patricia. Que
se enojara el que se enojara, que se desmayara quien quisiera desmayarse. Él
necesitaba dejar claro que así escondieran a Patricia en el último rincón del
mundo iba a luchar por ser su dueño. Se había pasado todo el día de juerga.
Estaba envalentonado, acaso, por los efectos del licor. O acaso porque tenía
conciencia de que empezaba a ser un cantante apreciado en la región y
consideraba que esa circunstancia le permitía levantar el pecho ante
cualquiera, ya que, al fin y al cabo, él no era menos que nadie. Así que en la
madrugada llegó a la misma ventana de siempre, acompañado por sus compinches de
parranda. La tropa cargaba una grabadora en la cual se hallaba cuadrada la
canción que a Patricia más le gustaba: Rosa jardinera, interpretada por Jorge
Oñate.
Hay grandes penas que hacen llorar a
los hombres
a mí en la vida me ha tocado de
pasarlas
fue cuando entonces se enlutaron mis
canciones
hasta llegá a pensar que ya mi fuente
se secaba
pero volvió el compositor que no
cantaba
regando con sus canciones florecitas
hoy ya de nuevo se escucha en la
madrugada
ese bullicio de un parrandero que
grita.
Antes de que terminara la canción se
encendieron las luces de la casa. Entonces salió Hernán, hermano de Patricia.
Portaba un revólver y venía echando pestes a diestra y siniestra. Primero
dirigió una mirada retadora a los responsables de la serenata, después hizo un
disparo al aire. El enamorado y sus secuaces huyeron en estampida. Los vecinos
se asomaron despavoridos por sus ventanas. Hubo estruendo, regaños, llanto. Al
final volvió a reinar el silencio de la madrugada, interrumpido de vez en
cuando por el ladrido de los perros y el lamento de las cigarras.
A la mañana siguiente ‘el Negro’
Acosta le cantó a Patricia la tabla de las nuevas prohibiciones: en adelante no
podría abrir la ventana de su cuarto a ninguna hora, ni recibir la visita de
sus amigas y ni siquiera ir a misa. Al tal Diomedes solo quería enviarle una
advertencia: ojalá se atreviera a venir otra vez a su casa para enseñarle cuál
es la fruta que purga al mono. En aquel momento los dos enamorados, como fieras
en celo, decidieron jugarse sus restos: Diomedes consiguió un par de
radioteléfonos de corto alcance, de esos conocidos con el nombre de
walkie-talkies, unos aparatos que en aquella época eran muy codiciados por los
niños como juguetes navideños. Se quedó con uno y le mandó el otro a Patricia.
Así que todas las noches —ella atrincherada en su habitación y él parapetado en
una esquina oscura cercana a la casa— la pareja se daba gusto conversando a sus
anchas.
Diomedes volvió a grabar en 1977,
acompañado por el acordeonero Elberto López, más conocido con el apodo de ‘el
Debe’. Ese segundo disco contenía un paseo compuesto por el cantante: Tres
canciones.
Hágame el favor, compadre Debe
y en esa ventana marroncita
toque tres canciones bien bonitas
que a mí no me importa si se ofenden.
En ese momento la carrera musical de
Diomedes se disparó. Patricia, como musa de la canción que jalonó las ventas
del disco, era protagonista del feliz suceso. Resultaba apenas justo compartir
con ella la bonanza que, al parecer, se avecinaba. Diomedes “se robó a la
muchacha” —así se decía en La Junta por aquella época— y se puso a vivir con
ella en unión libre. Se casaron en 1978, cuando él contaba veintiún años y ella
veintidós. El día del matrimonio los dos enamorados se enteraron de un hecho
que les causó mucha gracia: el éxito de Tres canciones había convertido la casa
de la familia Acosta en un lugar de peregrinación. Los visitantes —turistas,
periodistas, simples melómanos— se arrimaban a conocer “la ventana marroncita”.
Entonces Hernán, el hermano de Patricia, agarró otra rabieta y pintó de verde
la ventana. Pero su gesto no impidió que la canción siguiera sonando, ni detuvo
la romería de mirones, ni les amargó la luna de miel a los recién casados.
Un año después nació Rafael Santos,
el mayor de los cuatro hijos de la pareja. La llegada del nieto enterneció al
‘Negro’ Acosta. Aparte de declarar que estaba dispuesto a perdonarlos, fue en
persona a buscarlos. De ese modo Patricia y Diomedes pudieron volver a la casa
prohibida. Y durante tres días con sus noches recibieron las atenciones de toda
la familia.
***
—¿Quieres que te diga una cosa? —me
pregunta Patricia Acosta después de darle una nueva chupada a su segundo
cigarro de la noche.
Estamos en su casa, ubicada en el
barrio La Florida, de Valledupar. Es 24 de enero de 2007. Patricia expulsa el
humo, calla unos segundos.
—Si hay una persona en el mundo que
ha influido para bien en la vida de Diomedes Díaz, esa soy yo —agrega,
jactanciosa, mientras se señala el pecho con la punta del dedo índice.
A continuación exhibe el inventario
de sus contribuciones. Es que ella no solo le inspiró las canciones que lo
lanzaron al estrellato, ¿oíste? También lo llenó de confianza al hacerle sentir
que percibía en él algo especial, precisamente en el momento en que las demás
personas lo veían apenas como un vendedor callejero que no tenía ni dónde
caerse muerto. Ella fue su punto de apoyo en los malos tiempos. Le dio ánimo
durante la época difícil de su primera grabación, cuando él viajaba de pueblo
en pueblo con su compadre Joaquín Guillén, llevando en un carro prestado las cajas
de discos que nadie le compraba. Lo respaldó al principio, cuando aún era
desconocido y se decepcionaba porque algunos colegas ya consagrados lo
despreciaban, tal y como ocurrió, por ejemplo, el día que quiso mostrarle una
de sus canciones al cantante Armando Moscote y este se negó a recibirlo.
Entonces ella lo alentó con una fórmula muy sencilla: le sobó la cabeza con la
mano y le dijo: “Tranquilo, mi amor, que yo he visto arrastrarse por el suelo
cocos más altos que ese, y tú vas a treparte en la cima sin necesidad de él”.
Después repitió el truco cuando lo encontró triste debido a que Jorge Oñate, un
intérprete estupendo pero envidioso y deslenguado, andaba hablando mal de él.
“Caramba, qué ironía más grande”, le dijo, mientras le pasaba la mano redentora
por el cabello, “él odiándote y tú enamorándome con sus discos. Si se ocupa
tanto de ti debe ser porque está apurado con el peso tuyo encima”.
Ella lo consoló, además, cuando
ocurrió el accidente de tránsito que le segó la vida a su tío Martín Maestre,
un compositor formidable que le enseñó las primeras nociones de rima y métrica.
Como Diomedes iba manejando la camioneta en el momento del percance, se sentía
culpable, no quería ni comer ni cantar. La moral se le quebró contra el piso y
ella tuvo que recoger cada trocito para restaurársela. “Mira que para allá
vamos todos, tu tío apenas se nos adelantó”, y le acariciaba el pelo, “mira que
tú has podido matarte también”, y le acariciaba el pelo, “mira que tu tío se
sentía orgulloso de ti porque llegaste adonde él quería que llegaras”, y le
acariciaba el pelo otra vez.
—¡Cómo le gustaba que lo pechicharan,
Virgen del Carmen bendita! Parecía un niño chiquito.
Patricia respira profundo, aplasta la
colilla de su cigarro contra el cenicero. Hace un rato, después de contarme la
historia de las citas furtivas en la ventana marroncita, me entregó un viejo
álbum de fotografías. Por eso puedo apreciarla ahora tal y como era en los
tiempos en que Diomedes la cortejaba: piel de aceituna, caderas generosas,
cabello frondoso. Busco las semejanzas entre la jovencita radiante de las fotos
y la morena otoñal que está sentada a mi lado ayudándome a pasar las páginas
del álbum. La más evidente de todas es la expresividad de los ojos. Son ojos
que de pronto se ríen solos, con gracia, a menudo con burla, y al instante
siguiente se tornan severos, como dispuestos a fulminar lo que se encuentre a
su alcance. En este momento lucen tan risueños como en la fotografía que acabo
de mirar, tomada en el patio del colegio cuarenta años atrás. Se iluminan aún
más cuando, a continuación, le pregunto si la muchacha bonita que nos ha
acompañado durante toda la tarde es pariente suya.
—Es sobrina mía. ¿No estás viendo que
heredó esa belleza de la tía?
Y de inmediato suelta la carcajada.
—Esa es hija de Hernán, el que
espantó a Diomedes con los disparos.
Tras una breve pausa adopta la
expresión grave de hace unos minutos para hablar otra vez de la protección que
le brindó a Diomedes durante el tiempo en que permanecieron unidos. Hay que
analizar —advierte, enfática— quién era ella antes del matrimonio: una niña de
su casa a la que nada le faltaba. Si renunció a las comodidades de su hogar
para aferrarse a la pretina de un hombre pobre fue porque estaba enamorada. A
ver cuántas de las mujeres que ha tenido Diomedes desde cuando se volvió famoso
podrían asegurar lo mismo. Muchas de esas mujeres solo andan en busca de un
beneficio material, ¿oíste? Jamás se sacrificarían por amor como lo hizo ella.
Aparecen en el tiempo de la cosecha, no en el de la siembra. Además —y dicho
sea sin el ánimo de ofender a nadie en particular—, ¿qué se puede esperar de
esas mujeres que asisten a los conciertos vallenatos dispuestas a asediar al
cantante de turno con el fin de llevárselo a la cama al final del baile? Ella, en
cambio, mantiene la frente en alto porque todo el que la conoce sabe dónde la
encontró Diomedes. Y definitivamente no fue en una fiesta pública, porque ella
nunca ha sido una “bandida de caseta” sino una mujer criada en el seno de una
familia con principios.
***
“Bandidas de caseta”: las he oído
mencionar muchas veces a lo largo de mis entrevistas con los personajes. El
primero que las nombró fue Joaquín Guillén, en un momento en el cual quería
descalificar a una mujer que dañó su relación de trabajo con Diomedes. “Esa no
es más que una vulgar bandida de caseta”, dijo, con el rostro endurecido por el
rencor. En seguida agregó: “a esas mujeres nosotros también las llamamos
caseteras”.
Caseta es el nombre que se le da en
la Costa Caribe de Colombia al lugar en el que se lleva a cabo el baile. Por lo
general es un corralón rectangular construido al aire libre con caña brava y
techo de zinc. En principio el vallenato era un folclor eminentemente rural:
las historias que narraba —El cantor de Fonseca, La custodia de Badillo, La
ceiba de Villanueva— estaban ambientadas en los pueblos; sus trovadores más
importantes eran nativos de los pueblos: Luis Enrique Martínez, Alejandro
Durán, Juancho Polo Valencia. Y la gente a la cual le gustaba era la gente de
los pueblos. Se trataba de una música silvestre: coplas de labranza
improvisadas por los jornaleros mientras cumplían su faena. Por tal razón,
durante mucho tiempo persistió la costumbre de interpretar las canciones en
forma natural, sin ningún tipo de ayuda tecnológica. Nada de amplificaciones
eléctricas ni de micrófonos. Aquellos juglares primitivos, segregados por las
clases pudientes de la región, solo podían expresarse a sus anchas en los
espacios marginales. En el traspatio, por ejemplo. O en los montes apartados.
De modo que cantando a capela lograban hacerse oír sin problemas en su reducido
círculo de devotos.
Cuando empezó el auge de los
conjuntos modernos, a mediados de los años setenta, decayó la figura del
juglar-centauro, es decir, aquel rapsoda que era mitad cantor y mitad
intérprete del acordeón. El cantante se independizó del acordeonero. Y
surgieron entonces los grandes vocalistas: Jorge Oñate, Poncho Zuleta, Diomedes
Díaz. Entonces el vallenato adquirió estatus: pasó de los arrabales a los
sectores distinguidos, de los guetos a la gran masa. La transformación planteó
dos nuevas exigencias: aumentar la cobertura del sonido y conseguir zonas
amplias donde pudieran congregarse los seguidores. Pero en aquella región de
costumbres feudales, rezagada aún, no había escenarios apropiados para realizar
espectáculos públicos. Así que la solución práctica fueron las casetas. Fáciles
de armar y de desarmar, parecían ajustadas al comportamiento depredador que
caracteriza a las muchedumbres enfiestadas. Y como si fuera poco, eran baratas.
Si la caseta terminaba destrozada por vándalos o pulverizada por un ventarrón,
el dueño no quedaba en la ruina, pues tan solo perdía una barraca de lata y
madera.
Existe la “fiebre de la fiesta” así
como en el pasado existió la del oro. Su hábitat natural es la caseta,
territorio de exploración que atrae su propia legión de buscadores:
fritangueras, expendedores de licor, minoristas de cigarros, traficantes de
discos piratas, ruleteros de feria, saltimbanquis, vagabundos empedernidos,
vendedores de bisuterías, representantes de artistas, acordeoneros en ciernes,
pichones de cantante, diletantes de la música, parranderos consuetudinarios,
parejas de enamorados, millonarios recientes, donjuanes a la caza. Todos ellos
persiguen su propio dividendo, grande o pequeño, en medio de este maremágnum.
En algunos casos se trata de dinero; en otros, de diversión. En la “fiebre de
la fiesta” cada quien obtiene el botín que puede. Lo saben de sobra “las
caseteras”, esas mujeres que deambulan de caseta en caseta dispuestas a vivir
una aventura con el cantante de turno o, por lo menos, con uno de los músicos
de su conjunto. Según Jesualdo Ustáriz, quien durante muchos años se desempeñó
como guacharaquero de Diomedes Díaz, “las bandidas de caseta se conocen a
leguas”.
—Andan a toda hora sin hombres al
lado. Cada una de ellas llega sola o con dos chicas más que están en el mismo
plan. Uno las identifica en seguida porque no se quedan en la pista de baile,
donde están las mujeres que tienen sus compañeros, sino que se recuestan a la
tarima y empiezan a insinuarse.
Son ellas —agrega Ustáriz, más
conocido con el remoquete de ‘el Zurdo’— las que por lo general se desnudan y
le lanzan las prendas íntimas al cantante en señal de provocación. Este dato es
confirmado por Joaquín Guillén.
—No te imaginas la cantidad de
panties y brasieres que yo recogía de la tarima cuando trabajaba con Diomedes.
¡Jesucristo, muchacho! Una noche le dije: “Compadre, con ese pocotón de
brasieres y panties que a usted le tiran en las casetas podríamos montar un
almacén de ropa interior más grande que Leonisa”.
“Las caseteras” son la versión
vallenata de las famosas “groupies”, esas mujeres atrevidas que se la pasan
asediando a las estrellas del rock. No son melómanas apacibles a las que simplemente
les interese disfrutar su música favorita sino admiradoras exaltadas prestas a
correr riesgos. La recompensa a la que aspiran no es un autógrafo, ni un disco
compacto de cortesía, ni una camiseta promocional del conjunto, sino una noche
de cama con el cantante.
El abogado Manuel Páez, ex mánager de
Diomedes Díaz, entrega más detalles sobre el modus operandi de “las caseteras”.
Cuando ya todas están apostadas frente a la tarima comienza un juego de
miradas, de señales. Cada gesto es una promesa, cada movimiento del cuerpo es
una invitación. Las más insolentes se desvisten, en parte para reafirmar sus
intenciones y en parte para certificar que poseen los encantos suficientes como
para ganarse el premio mayor. Las menos audaces siguen desplegando su
repertorio de guiños sutiles. El cantante, allá arriba de la tarima, se
mantiene alerta. Escruta el panorama, sopesa cada oferta. En cuanto decide cuál
es la mujer con la que quiere amanecer se lo comunica a alguno de sus
asistentes operativos. El empleado de marras debe acercarse disimuladamente a
la elegida para informarle en qué hotel se aloja su jefe.
Cuando le pregunté a Manuel Páez qué
pasa, entonces, con “las caseteras” que no se ganan la subasta, me respondió
sin ruborizarse:
—Bueno, tú sabes que el artista es
uno solo y no da abasto para complacerlas a todas. Las otras entienden eso y
entonces se van con el guacharaquero, o con el cajero… con cualquiera de los
otros músicos del conjunto.
Sentado en un taburete de cuero, bajo
un árbol de mango en su casa de Valledupar, ‘el Zurdo’ Ustáriz me dijo que
entre los conjuntos vallenatos importantes no se consigue un solo músico que se
haya mantenido al margen de “las caseteras”. Como nadie está libre de pecado
—agregó, sonriente— nadie podría lanzar la primera piedra. Luego le dio una
chupada a su cigarrillo. Expulsó una densa bocanada de humo y dirigió la mirada
hacia el fondo del patio, donde un gallo jabado picoteaba las hojas secas
desperdigadas por el suelo. Si de repente apareciera un asesino —dijo entonces—
decidido a ajusticiar a los músicos que se hubieran acostado con “las
caseteras”, seguramente habría una mortandad.
—Nos barrerían a todos, compadre, a
todos, y los conjuntos se quedarían vacíos.
A renglón seguido ‘el Zurdo’ señaló
que determinar cuántas amantes ocasionales pasan por el catre de un cantante de
fama es una cuestión difícil. Aun así se arriesgó a sacar en voz alta sus
propias cuentas. Los intérpretes cotizados como Diomedes Díaz manejan un
promedio de tres funciones por semana. En algunos periodos especiales, como
carnavales y fiestas navideñas, actúan más veces. Incluso en las temporadas
bajas tienen la demanda suficiente para presentarse los siete días de la
semana, pero no lo hacen porque saben que tal exceso equivaldría a inmolarse:
la rutina de trasnochos en las casetas es muy dura. Además, tres “toques”
semanales —en la jerga vallenata no se habla de conciertos sino de “toques”—
representan ciento veinte millones de pesos, unos sesenta mil dólares, que le
reportan al cantante una ganancia neta del setenta por ciento. ¿Quién necesita
ingresos superiores a ese para vivir holgadamente? En un mundillo en el cual se
confunden los linderos entre el trabajo y la farra, los codiciosos son mal
vistos. Concluida esta digresión, ‘el Zurdo’ siguió efectuando sus cálculos:
tres presentaciones semanales son doce al mes y ciento cuarenta y cuatro al
año. Un cantante que solo se acostara con “las caseteras” en el cincuenta por
ciento de sus “toques” —según Ustáriz, este estimativo es demasiado conservador
“en ciertos casos”— acumularía setenta y dos aventuras sexuales distintas cada
año. A ese ritmo, en una carrera musical de treinta años sus amantes casuales
serían dos mil ciento sesenta.
Muchas de “las caseteras” se hacen
embarazar solo por darse el gusto de decir, a boca llena, “tengo un hijo con
Fulano de Tal”. O para instaurar demandas en los estrados judiciales y obtener
una pensión. Los músicos vallenatos que engendran hijos en forma irresponsable
y que luego deben someterse a juicios tortuosos conforman una legión. Varios de
ellos son retenidos en las salas de migración de los aeropuertos justo cuando
pretenden salir del país a atender sus compromisos musicales. Entonces
descubren que no pueden viajar puesto que tienen órdenes de arresto por inasistencia
alimentaria. En el gremio, sin embargo, esta escena recurrente es vista como
algo normal. No hay duda de que Diomedes Díaz es el exponente del folclor
vallenato que más veces ha protagonizado la bochornosa situación. Durante mi
trabajo de campo encontré en los archivos de prensa trece noticias que daban
cuenta de retenciones de última hora padecidas por él en los aeropuertos debido
a sus incumplimientos como padre. Además, conversé con dos de las ex amantes
que lo emplazaron en momentos en que se aprestaba a viajar hacia el exterior:
Alix Indira Ramírez y Denis Aroca. En ambos casos Diomedes se aprovechó de la
permisividad de las autoridades y superó la talanquera jurídica mediante
maniobras pintorescas: a Alix Indira Ramírez le abonó de un solo golpe todas
las mesadas atrasadas. Y a Denis Aroca le entregó como garantía un reloj de oro
de su mánager Joaquín Guillén para que fuera a prestar dinero en una casa de
empeño. Ninguna de las dos mujeres, valga la aclaración, perteneció jamás a la
cofradía de “las caseteras”: ambas conocieron a Diomedes en contextos distintos
al de la fiesta y mantuvieron con él relaciones largas.
***
Uno de los asuntos de Diomedes que
más me han impresionado desde cuando empecé a investigar sobre su vida es el
montón de hijos que tiene. Se sabe que son muchísimos, pero entre tantas
versiones encontradas es difícil establecer la cifra definitiva. Ni siquiera el
propio Diomedes es capaz de suministrar una información confiable sobre este
tema. Durante un tiempo noté que la cantidad aumentaba conforme yo consultaba
nuevas fuentes. Primero me topé con Gustavo Gutiérrez Maestre, primo del
cantante en tercer grado de consanguinidad, quien me informó que los hijos son
quince en total. Después hablé con Tito Castilla, ex cajero del conjunto y
cuñado de Diomedes, quien me dio un número mayor: veintidós. Jaime Araújo
Cuello me contó que le ha conocido veintiséis hijos y Patricia Acosta me dijo
que, según sus cuentas, el dato correcto es veintiocho. Luis Alfredo Sierra
intervino con la siguiente revelación: un día el propio Diomedes le confesó que
creía ser padre de más de cincuenta hijos. Me pareció que esta cifra era ya,
para decirlo con una frase coloquial típica de la región, la tapa de la caja.
El colmo. Cincuenta hijos no cabrían juntos en un aula de clases de longitud
promedio. Para almorzar con todos ellos al tiempo se necesitaría contratar un
salón comunal y sacrificar, por lo menos, nueve gallinas criollas de buen peso.
Me pregunté si Luis Alfredo me estaba tomando el pelo. Supuse, además, que como
Diomedes es tan famoso su vida privada se vuelve comidilla pública y, al pasar
de boca en boca, se deforma con los elementos de ficción que cada contertulio
le va añadiendo. De ese modo llega un momento en el que se pierden los límites
entre la realidad y la leyenda. También consideré la posibilidad de que
estuviera ante una más de las exageraciones características de esta tierra
donde el verbo es febril. El Caribe, no hay que olvidarlo, es por excelencia la
Meca de la desmesura. Por cierto, un poco antes de encontrarme con Luis Alfredo
había visto en una calle polvorienta de La Junta a un par de muchachos
juguetones simulando que peleaban. La discusión se acabó cuando uno de los dos
amenazó al otro con una hipérbole memorable:
—¡Te voy a zampar una patada tan
fuerte que vas a pasar hambre en el aire!
El dato que acababa de suministrarme
Luis Alfredo podría ser una exageración como la patada ofrecida por aquel
muchacho callejero. Lejos estaba de imaginar entonces que me tropezaría con una
cifra mucho más abultada: Rafael Díaz, hermano de Diomedes, me dijo que llevaba
cuentas de sesenta y tres hijos.
—¿Sesenta y tres?
Al ver mi rostro de incredulidad
Rafael apeló a una hipérbole —cómo no— para convencerme.
—Vea, compadre, a la casa de Mamá Vila
llegan cada ratico mujeres paridas de Diomedes hablando en todas las lenguas
del planeta Tierra.
Mamá Vila: así le llaman los hijos y
los nietos a la señora Elvira Maestre. Incluso algunas personas ajenas a la
familia se dirigen a ella con ese apelativo casero. Varios de los entrevistados
me aseguraron que si había en el mundo una voz autorizada para informarme con
exactitud cuántos hijos tiene Diomedes Díaz, esa es la de mamá Vila. Lo que
ella dijera sobre el tema, me advirtieron, sería palabra de Dios. Porque
Diomedes no conoce a muchos de los hijos que ha ido engendrando por ahí en sus
delirios de toro reproductor. O bien las madres de esos niños no se atreven a
buscarlo en la casa donde él vive con su mujer oficial o bien él se desentiende
de ellas cuando termina el tiempo del placer y empieza el del embarazo. En
cambio, Mamá Vila no solo conoce a los hijos marginales de Diomedes sino que,
además, está pendiente de la suerte de ellos. Y mantiene buenas relaciones con
sus madres, quienes la visitan de vez en cuando, le llevan a los críos en las
fechas especiales y le regalan una que otra tarjeta navideña. Así que cuando yo
hablara con Mamá Vila —insistían las fuentes— saldría de dudas.
En enero de 2008 fui a la casa de
Mamá Vila, ubicada en el barrio San Joaquín de Valledupar, en busca del dato
preciso. Me acompañó José Rafael Castilla Díaz, su nieto. La encontré vestida
con un traje de popelina gris. Estaba de luto debido a que se había quedado
viuda hacía pocos meses. Cuando la visité por primera vez, exactamente un año
atrás, aún tenía al lado a su compañero de siempre, el viejo Rafael María Díaz.
En aquella primera ocasión lo que más me impresionó fue el hecho de que ella
refunfuñara todo el tiempo contra él. Decía que era el hombre más sinvergüenza del
mundo, que no había que confiarse de “su cara de yo no fui”. Porque, claro,
quienes vieran el aspecto de criatura inocente que había adquirido en la vejez
seguramente creerían que era incapaz de romper un plato, pero cuando ese señor
estaba joven quebraba la vajilla entera, pues era un parrandero irresponsable
que se desaparecía durante varios días, y cuando regresaba a la casa traía los
bolsillos limpios. Ella pasando necesidades con sus muchachitos, carajo, y él
gastándose en ron y mujeres la poquita plata que conseguía trabajando. Noté que
aunque Mamá Vila despotricaba permanentemente contra Papá Rafa, no se refería a
él por su nombre, ni se dirigía a él de manera directa, y ni siquiera lo
miraba. Yo, en cambio, no dejaba de observarlo. Me parecía un abuelo manso,
entrañable. Tenía un pantalón de lino caqui, unas abarcas de tres puntadas y un
sombrero vueltiao cordobés, y sobrellevaba el calor infernal de las dos de la
tarde con una camisilla de algodón. Resistía la andanada de su esposa sin
alterarse. A veces sonreía, apacible, como si no se percatara de la lluvia de
rayos y centellas que se desgajaba sobre él. Al contemplar su apariencia de
anciano bonachón, ¿quién podría deducir que en el pasado fue un mujeriego
terrible como el que describía Mamá Vila? Sentí que había una desproporción
entre su semblante pacífico y el sermón destemplado de su mujer. Pero Mamá Vila
pensaba distinto a mí y, lejos de ablandarse, seguía dándole látigo con la
lengua. Cuando el fotógrafo Camilo Rozo, mi compañero en esta aventura
periodística, propuso retratarlos juntos, él aceptó entusiasmado y ella se
opuso en forma tajante. Tras una breve discusión accedió a regañadientes.
Seguramente aquella tarde, mientras posaba envalentonada en las afueras de la
casa, no sospechó que la foto que se estaba tomando en contra de su voluntad
sería el último testimonio de vida de su marido.
Durante mi segunda visita Mamá Vila
no estuvo irascible sino nostálgica. La encontré almorzando en el patio,
sentada en un taburete recostado contra la pared. Olía a cigarrillo. Frente a
nosotros, encaramado en una horqueta, había un mico llamado Pacho que chillaba,
brincaba y sacaba la lengua en señal de burla. Su repertorio de gestos
exhibicionistas era pródigo en obscenidades: mostraba las nalgas, se chupaba el
pene. Hubo un momento en que Mamá Vila le mostró el puño amenazante.
—¡Mico bellaco, te voy a dar una
tollina!
Pero Pacho, en vez de amilanarse,
recibió la advertencia con nuevas expresiones de desparpajo: soltó una
carcajada y blandió el pene erecto como si fuera el arma letal con la cual se
defendería de Mamá Vila. Ella se dirigió a mí:
—Te digo que ese mico repelente se
está salvando por un pelo de que yo lo regale. Si por mí fuera, hace rato lo
hubiera botado en un basurero. Pero imagínate tú: ese puñetero animal era la
adoración del difunto. Botarlo sería ofender su memoria.
A continuación suspiró profundo, la
mirada extraviada en el horizonte. Cuando abrió la boca de nuevo fue para decir
que los seres humanos somos incomprensibles. Tanto que despotricaba ella del
señor Rafa, fíjese usted, y ahora se sentía infinitamente triste por su
ausencia. ¿Quién nos entiende? Mientras su marido vivía ella renegaba de él y
ahora que estaba muerto se daba cuenta de lo bueno que había sido,
especialmente con sus hijos. Aunque era un hombre de pocas palabras siempre
tenía a flor de labios una frase cariñosa para los muchachos. Y aunque era muy
pobre siempre se las arreglaba para volver a casa cargado de regalos: mendrugos
de panela, canastas de mango, muñequitos de totumo. Detalles que quizá no le
habían costado ni medio centavo pero que significaban mucho para la familia.
Definitivamente ella tendría ahora la conciencia tranquila si hubiera sido
capaz de reconocerle en vida sus cualidades del mismo modo impetuoso con el que
le enrostró sus defectos. Pero ya ve: por algo dice el adagio que el bien solo
es conocido cuando es perdido. Además, ella se ha puesto a analizar que Rafael
María Díaz, alma bendita, lo único que hizo fue seguir al pie de la letra una
tradición más antigua que él mismo. ¿O es que acaso en la región hay un solo
hombre comedido en asuntos de amores? Al contrario, los hombres de por acá son
tan enamoradizos que le flirtean hasta a un palo de escoba con falda. Por eso
las mujeres de estas tierras están curadas de espantos, pues saben que los
santos no existen sino en los libros de religión. En la vida real lo que
abundan son los tipos pícaros capaces de preñar a cuanta hembra se les
atraviese. El difunto Rafa, por lo menos, siempre evitó que las aventuras de la
calle terminaran en embarazos. Porque de él podrán decir lo que quieran, menos
que haya sido un semental dedicado a reproducirse en los corrales ajenos. Los
únicos hijos que tuvo fueron los diez que le engendró a ella, sí señor. Bandido
sí, pero irresponsable como tantos que andan al garete por ahí, ¡jamás!
—¿Como Diomedes?
Mamá Vila me acuchilló con la mirada.
Tomó impulso como para insultarme pero se frenó en seco. Así, callada, los
dedos de la mano derecha crispados, se quedó durante varios segundos. Pacho dio
un nuevo salto encima de la horqueta y, desternillándose de la risa, nos mostró
por enésima vez su erección jubilosa. Hacia él se dirigió entonces la
reprimenda de Mamá Vila.
—¡Mico bellaco!
En seguida volvió a su mutismo. De
pronto me dijo que, sin el ánimo de justificar las malas acciones de Mede —así
le llaman al cantante en familia—, las mujeres que se hacen embarazar de él no
lucen bien haciendo el papel de víctimas, pues también son culpables de los
problemas derivados de la francachela. Porque, dígame usted, ¿qué esperan esas
mujeres de un músico bebedor y trotamundos que el jueves saborea un amorío en
Santa Marta y el viernes otro en Montería, y que cada vez amanece entrepernado
con una fulana distinta? Un músico que, además, es casado. Aquel mediodía Mamá
Vila esgrimió —graneadas, continuas— una variadísima colección de metáforas
relacionadas con animales para ilustrar su idea de que el macho es depredador y
anda siempre al acecho, y por tanto la hembra debe ser sigilosa y andar siempre
a la defensiva. Primero advirtió que así como los hombres desarrollan la
astucia de las bestias cazadoras, las mujeres deben desarrollar la naturaleza
escurridiza de las aves de monte. Frente a las mañas del gavilán, la
desconfianza de la paloma. Después señaló que los líos se presentan porque
muchas liebres, en vez de aprovechar su agilidad para ponerse a salvo, se
arriman al hocico del lobo a buscar la mala hora. ¿Qué hacen las gacelas
exhibiéndose indefensas ante los leones? Lo prudente es que vivan su vida en
espacios libres de amenazas. A propósito de este tema, Mamá Vila se inventó un
refrán que Diomedes inmortalizó en uno de sus discos: “No es que el zorro sea
atrevido sino que las gallinas se van lejos”.
En este punto Mamá Vila expuso un argumento
que me pareció un chiste: “el pobre Mede” suele ser blanco de las habladurías
de la gente. Sobre el tema de los hijos, por ejemplo, se dicen muchas
barbaridades: que tiene treinta y cinco, que tiene sesenta. Puras calumnias. La
persona que sabe cuántos son exactamente es ella, pues los ha visto a todos con
estos ojos que algún día serán abono de la tierra.
—¿A todos, Mamá Vila?
—A todos.
—¿Y cuántos son en total?
—No son más de veintiséis.
Cuando salí de aquel patio en el que
Pacho reinaba a placer con sus procacidades, iba convencido de haber develado
el misterio. Pero a los pocos días de mi regreso a Bogotá conocí a Miguel
Ángel, un hijo de Diomedes que jamás ha visitado a Mamá Vila. Miguel Ángel es
bogotano. Nació el 12 de julio de 1987, fruto de la relación que Diomedes
mantuvo con Yolanda Rincón. Después me reuní otra vez con Jaime Araújo Cuello,
el amigo de Diomedes. Jaime me dijo que no cree que Mamá Vila haya visto, como
asegura, a todos los retoños del cantante. Muchos de los hijos que ha
engendrado viven en ciudades del interior del país, lejos de los dominios de
Mamá Vila. Cuando Diomedes fue recluido en la cárcel de Funza por la muerte de
Doris Adriana Niño —prosiguió Jaime Araújo— tenía preñadas a tres mujeres:
Betsy Liliana González, su compañera estable en aquel momento, y dos más. Los
guardianes veían estupefactos la caravana de féminas barrigonas que acudían de
tarde en tarde a su celda.
De pronto descubrí que me zumbaba en
la memoria una de las afirmaciones de Mamá Vila: los donjuanes de la región se
guían por los códigos machistas de sus mayores. Y siempre encuentran —agrego
yo—abundantes ejemplos en el ambiente. Quienes nacimos en el Caribe nos
familiarizamos desde temprano con esos tipos que procrean recuas de hijos
extramatrimoniales sin ruborizarse, como si apenas estuvieran cometiendo una
travesura inofensiva. Es posible que alguno de ellos pertenezca a nuestra
familia, o viva en la casa contigua, o haya asistido a la escuela primaria con
nosotros, o sea nuestro compadre. Lo hemos visto atizando el fogón en la morada
de su esposa y luego celebrando la primera comunión de un hijo extramarital en
la vivienda de cualquiera de sus concubinas. Quizá al principio nos sorprendió
su existencia y le preguntamos a algún adulto por qué ese señor tenía tantas
mancebas y tantos hijos regados por la calle. Pero después empezamos a verlo
sin asombro, pues sentimos que era ya parte del paisaje. A fuerza de repetirse
de generación en generación, ciertas costumbres bárbaras se van legitimando. Se
van volviendo tradición.
La noche en que reflexionaba sobre
este tema saqué de mi biblioteca el libro Un muchacho llamado Diomedes, que me
obsequió su autor, el periodista Luis Mendoza Sierra. Busqué al vuelo un pasaje
que ya tenía subrayado: el que narra la historia de Rafael María Díaz con su
progenitor. Papá Rafa era hijo extramatrimonial de un señor villanuevero
conocido con el nombre de Rafael Cataño. En la adolescencia se sentía
avergonzado por su condición de bastardo —así se les denominaba en aquella
época a los críos engendrados por fuera del hogar—. Un día decidió tramitar su
propio reconocimiento. Había oído decir que en una notaría del municipio de San
Juan del Cesar se encontraba un escribano invitando a comparecer en su despacho
a todos los hijos ilegítimos de Rafael Cataño que quisieran ser registrados
oficialmente. Así que sin darle vueltas al asunto cubrió a pie la distancia
entre Carrizal y San Juan, que era más o menos de veinte kilómetros. Al llegar
notó horrorizado que la ceremonia iba a ser colectiva: los muchos chicos que
habían atendido la convocatoria del escribano estaban formados en una hilera
extensa. Papá Rafa se acomodó en el puesto número ocho de la fila. Estaba
asustado. Y se asustó aún más cuando el notario les informó cuál era el
requisito que debían cumplir para ser admitidos como hijos de Rafael Cataño:
llevar un lunar detrás de alguna de las orejas o una mancha marrón en las
nalgas. Papá Rafa cayó en la cuenta de que no tenía ninguna de las dos señales.
Además se sintió dominado de repente por la impresión pavorosa de ser el único
miembro del lote de hermanos que no se parecía físicamente a los otros. Ellos
eran idénticos entre sí mientras él, justo él, poseía facciones distintas. La
idea de ser el muchacho diferente, el raro, le resultó insoportable. Entonces
huyó a las carreras. Ese día renunció para siempre a la estirpe de su padre. Y
resolvió seguir portando el apellido Díaz con el cual lo bautizó su madre, doña
Avelina.
En los círculos vallenatos siempre ha
sido admirada la figura del trovador que se reproduce desaforadamente. Se le ve
como un símbolo de éxito, de poder. Es como el Adelantado Mayor capaz de ocupar
numerosos territorios y mandar en ellos de manera inapelable, como el pistolero
avezado que donde pone el ojo, pone la bala. Además de cautivar a las mujeres,
las marca. Para ellas nada es igual desde el momento en que él llega a sus
vidas. Él les mueve el piso, les zarandea las entrañas, les transforma el mundo.
En la sociedad machista a la que pertenece, el hombre-semental es visto como
portador de la aureola del buen amante. Si tiene muchas mancebas con las cuales
se exhibe sin recatos bajo la luz del sol, si logra que cada una de ellas le
consienta sus amores con las otras, ha de ser porque lo que les da —y en este
punto los contertulios adoptan un rostro pícaro— es muy bueno.
Llenarse de hijos en varias
relaciones sentimentales es una barbaridad inconcebible para el hombre
ilustrado de la ciudad. Para el juglar vallenato, en cambio, es una simple
anécdota, incluso un chiste. Rafael Escalona, el más grande compositor de este
folclor, vivió tan orgulloso de su talento para escribir canciones como de su
enjundia fecundadora: tuvo veintitrés hijos. Malgeniado, engreído, cuando le
preguntaban si consideraba justo que un hombre embarace a cada una de sus
amantes, montaba en cólera. No porque creyera que el interrogante fuera un
reproche moral sino porque, al contrario, sentía que el interlocutor le estaba
rebajando su palmarés como conquistador. Porque él, definitivamente, no había
preñado “a cada una” de sus amantes. Que hubiera engendrado veintitrés hijos no
significaba que solo hubiera tenido veintitrés mujeres. En seguida, para dejar
bien claro que tales cuentas resultaban injustas para un tenorio de sus
quilates, soltaba una de sus frases sentenciosas:
—Si cada disparo produjera un muerto,
en los cementerios ya no quedaría espacio.
En 1987, dos años antes de morir, el
juglar Alejo Durán me contó que tenía veinticuatro hijos. El diálogo que se
desarrolló a continuación se convirtió, para mi sorpresa, en un chiste nacional
que aún hoy todo el mundo cita en los cocteles aunque casi nadie sabe cuál es
su fuente original:
—¿Veinticuatro hijos, maestro? ¿Y con
la misma?
—Sí, con la misma, pero con
diferentes mujeres.
En cuanto a Diomedes, durante mi
investigación hallé numerosas evidencias de que procrear hijos en abundancia es
para él un asunto graciosísimo. Yolanda Rincón me contó que una tarde iba
caminando con él, a los pocos días de haber comenzado su romance, por un
almacén en cuya vitrina se encontraba exhibida una bata de maternidad. A
Yolanda se le antojó paradójico lo que sucedió entonces: ella, pese a ser una
mujer soltera con el instinto maternal a flor de piel, siguió de largo frente a
la vitrina. Diomedes, en cambio, se detuvo. La ciñó suavemente por la cintura y
le habló al oído:
—Mi amor, cierra los ojos un momento
e imagínate con esa bata puesta. ¡Seguro te verías muy linda!
Cuando viajaba hacia las fincas donde
se escondió Diomedes en su época de reo ausente, pasé por una aldea de
aproximadamente cuarenta casas llamada Veracruz. Javier Ramírez, uno de mis
acompañantes, me informó que Juan Manuel Díaz, ‘el Cancu’, tiene en ese pequeño
villorrio “cerca de quince mujeres y un pelotón de hijos”. Ramírez fue testigo
de una tarde en que Diomedes quiso saber cuántos son, exactamente, los retoños
de su hermano menor. Cuando ‘el Cancu’ le respondió que “casi veinte”, Diomedes
hizo un ademán teatral de reverencia y le obsequió el siguiente cumplido:
—Caramba, hermanito, ¡y sin necesidad
de cantar ni un solo disco!
Joaquín Guillén también me contó una
anécdota relacionada con el tema. En cierta ocasión Diomedes fue encausado
judicialmente debido a que rechazaba un hijo que se le atribuía. Su argumento
para negarse a admitir la paternidad era que la mujer responsable de la demanda
mantuvo en la misma época amancebamientos clandestinos con él y con un agente
de la Policía. Cabía la posibilidad de que el bebé fuera hijo del otro amante.
Guillén estuvo de acuerdo con esa presunción pero le dijo a Diomedes que, en
todo caso, el juez tendría que ordenarles a los implicados una prueba de ADN.
Diomedes le advirtió que por nada del mundo se sometería a ese examen. Más bien
—agregó— él le propondría al juez la fórmula ideal para zanjar la disputa:
sentar al bebé en medio de un bolillo y de un acordeón.
—Si el pelao agarra el bolillo
—concluyó— es hijo del policía, y si agarra el acordeón es hijo mío.
Frecuentemente me topaba con historias
del mismo tenor, en las cuales los hijos extramatrimoniales quedaban reducidos
a una broma de ocasión. Más de una vez me encontré con personas que al
enterarse de que yo andaba investigando sobre Diomedes Díaz, automáticamente se
referían a los hijos y a las mujeres. Lo hacían de manera espontánea, sin que
yo dijera nada previo sobre el tema. El hecho de que tanta gente estableciera
una asociación inmediata, forzosa, entre las palabras “Diomedes”, “hijos” y
“mujeres” me llevó a concluir que estaba frente a un rasgo sustancial de mi
personaje. En la medida en que sumaba nuevas voces a mi trabajo de campo, más
cuentos sobre este asunto se iban acumulando en la memoria de mi grabadora
digital. Una periodista amiga me contó, por ejemplo, que un día acompañó a su
novio —un cronista reconocido— a entrevistar a Diomedes para un documental de
televisión. Al final, cuando se apagaron las cámaras, Diomedes inspeccionó a la
periodista de pies a cabeza y, sin preámbulos, se dirigió a su entrevistador.
—¡Primo, qué mujer tan bonita! ¿Es la
novia suya?
Cuando el periodista respondió
afirmativamente, Diomedes le dio un consejo.
—A las novias bonitas hay que
cogerles cría rapidito.
Sus antiguas amantes también
contribuyeron a mi anecdotario sobre el tema. Yolanda Rincón me contó que
Diomedes le confesó un día su sueño de tener cien hijos, dizque para que su
simiente se esparciera por todo el mundo. Alix Indira Ramírez, por su parte, me
informó que en cierta ocasión Diomedes se quedó mirando detenidamente a José
Miguel y a Rafael María, los dos hijos que tiene con ella, quienes dormían a
pierna suelta en sus respectivas cunas. El mayor de los niños contaba dos años
y el menor, uno. A Alix Indira le pareció enternecedora la imagen del padre
entregado a la contemplación de sus dos retoños. Quiso saber qué estaría
pensando su marido en ese instante. Quizá —especuló— se encontraba embobado por
el afecto. O quizá tarareaba mentalmente los primeros versos de una canción que
les dedicaría a los chiquillos. Esta última posibilidad se le ocurrió porque se
acordó súbitamente del paseo Mi muchacho, inspirado en Rafael Santos, el mayor
de sus hijos con Patricia Acosta. Justo en ese momento Diomedes habló y
satisfizo, por fin, la curiosidad de Alix Indira. Lo que dijo entonces no figuraba
ni siquiera remotamente en las conjeturas de ella.
—Ay, mi amor, qué bonitos son
nuestros dos varoncitos, ¿verdad? Ahora nos falta tener la hembrita.
Le dije a Alix Indira que sería capaz
de dar media vida —yo también poseo mi inventario de exageraciones— con tal de
saber qué se propone Diomedes, en el fondo, al engendrar un hijo detrás del
otro como si en efecto creyera que se trata de una gracia. Porque no es solo
que maneje de manera primaria sus ardores de bajo vientre, no es solo que ande
por ahí desabrochándose la bragueta con la velocidad del relámpago, sino que
además pareciera haberse tomado a pecho la causa de invadir el planeta con sus
herederos. ¿Qué taras hay en la personalidad de un hombre empeñado en
reproducirse con el desenfreno de los curíes, un hombre que va por el mundo
imaginándose en bata de maternidad a cada mujer con la que se tropieza? Alix
Indira, dotada de un gran sentido práctico, me sugirió evitar los razonamientos
sofisticados: el único motivo por el cual el tipo ha procreado ese montón de
hijos —sentenció— es su enorme irresponsabilidad. Aunque el argumento se me
antojó sensato consideré oportuno ensayar otras explicaciones. Psicológicas
algunas, metafísicas las otras.
Recordé que en tiempos pretéritos los
juglares vallenatos se vieron forzados a incluir sus nombres y apellidos en los
versos de cada canción que componían, para evitar que en el proceso de difusión
se les extraviara la autoría. En aquella época de trovadores iletrados las
coplas circulaban en forma verbal. Los juglares no las escribían sino que las
tarareaban en los montes y en las parrandas. Entre repetición y repetición se
las iban aprendiendo, y también se las aprendían los entusiastas oyentes que
ayudaban a difundirlas. El maestro Escalona usaba un símil recurrente para
referirse a este fenómeno: “El vallenato fue como el bostezo: se propagó de
boca en boca”. Si algo positivo tenía esa expansión oral era que demostraba la
vitalidad del vallenato como folclor. Lo malo era que propiciaba el sacrificio
de los compositores: como los cantos no eran grabados en discos ni registrados
en oficinas que velaran por los derechos de autor, resultaba fácil que ciertos
receptores bribones se apropiaran de ellos. El investigador Félix Carrillo
lleva la cuenta de por lo menos quinientas canciones clásicas del vallenato que
les fueron usurpadas a sus legítimos creadores. Para evitar el hurto los
compositores adoptaron la medida de incluirse en sus versos. Lo hacían, a
menudo, en tercera persona, como si el protagonista al cual se referían fuera
un fulano distinto a ellos mismos. De ese modo las canciones se llenaron de
frases como “oigan lo que dice Alejo”, o “este paseo es de Leandro Díaz”, o
“Abel Antonio no llores”, o “Juancho Polo para dónde vas”. Mencionarse
equivalía a firmar la canción.
Acaso el polígamo compulsivo que se
obsesiona por dejar en cinta a todas sus amantes también pretende poner su
nombre a salvo del olvido. Preña para que lo recuerden. Y para refrendar ante
su colectividad ciertos amores que, sin el embarazo, tal vez permanecerían
ocultos. Los hijos que le nacen como consecuencia de sus escarceos carnales son
como las cabezas de ciervo que colecciona el cazador: meros trofeos para
restregárselos por la cara a sus congéneres.
Mientras me encontraba en esas cavilaciones
recordaba una y otra vez el consejo que le dio Diomedes al periodista del
documental: “A las novias bonitas hay que cogerles cría rapidito”. Pensé en
esas especies animales cuyos machos orinan copiosamente alrededor de sus
hembras para demarcar el territorio. Los críos vienen a ser, entonces, una
variación del primitivo chorro de orín: aíslan a la consorte, alejan a los
otros pretendientes. Son una impronta que, además, se prolonga en el tiempo:
los amantes que en el futuro logren acercarse finalmente a la mujer, la
encontrarán parida. Entonces, quizá, se sentirán avasallados por el fantasma
del donjuán que se les adelantó.
***
Patricia Acosta cree —y me lo dice
mientras enciende un nuevo cigarrillo— que la decadencia actual de Diomedes se
debe en gran parte a su libertinaje con las mujeres. Sus excesos en ese campo
lo envilecieron, le hicieron derrochar dinero, lo enredaron judicialmente y lo
condujeron a la cárcel. De allí proceden casi todos los problemas que han
degradado su imagen ante el país.
La historia de Diomedes con las
mujeres está signada por las paradojas: el gozo y la mortificación, la caricia
y la bofetada. Las mujeres han sido la savia de su canto y la ponzoña de su
alma, han determinado su ascenso y su caída. Eso sí —se jacta Patricia otra
vez—: en el balance ella ha representado la ganancia, no la pérdida. Porque
mientras ella lo acompañó él estuvo exento de protagonizar esos escándalos
terribles que, en los últimos años, avergonzaron a su familia y enlutaron a
varias personas inocentes. Como la muerte, sí señor, de la muchacha esa de
Bogotá.
—Quien puede contarte la vida de
Diomedes Díaz soy yo, que lo conozco como a la palma de mi mano —alardea—. Pero
no vayas a preguntarme por el caso de Doris Adriana Niño. El protagonista de
ese percance tan horrendo no fue el muchacho que yo conocí en La Junta. Si te
interesa esa parte de la historia vas a tener que buscar a otra gente. Yo solo
puedo hablarte de las cosas buenas que a él le pasaban mientras vivía conmigo.
Intento hallar señales tangibles del
tránsito de Diomedes por la vida de Patricia, algún rastro material de su
antigua estancia en esta casa. Veo un retrato suyo al carboncillo. Veo dos
afiches ofrendados a Luis Ángel, el tercero de los cuatro hijos que engendró en
este hogar ya marchito. Las dedicatorias están garrapateadas con una caligrafía
esmerada pero tosca. Por mucho que aguce la mirada no advierto en el entorno
ningún otro vestigio de la ya remota presencia de Diomedes. En la época de la
ventana marroncita —recuerdo— él dijo en versos que, a menos que se presentara
una peste, viviría la vejez junto a Patricia. Sin embargo, ahora no se
encuentra aquí para cumplir su promesa. A menudo lo único que queda de los
grandes juramentos sentimentales son desengaños. O bisuterías, como los cuadros
que están colgados en las paredes. Me asombra la nueva paradoja: Diomedes
inmortaliza como cantante los amores que destruye como hombre calavera. En la
vida cotidiana él y Patricia ya no son pareja, pero en las canciones el romance
de los dos es indestructible. Cantar es embaucar, es hacerle creer a la gente
que los pajaritos pintados en el aire por fin aprendieron a volar. Las quimeras
de la música ejercen en nuestras almas un efecto balsámico parecido al que
producen los espejismos en el desierto.
Estas ideas empezaron a rondarme
cuando visité a Martina Sarmiento, la mujer que a principios de los años
setenta vivió en unión libre con Diomedes Díaz. La encontré tejiendo un
chinchorro en el patio de su casa en Carrizal. Silenciosa, introvertida. Su
cabello agreste lucía estropeado por la canícula. Me contó que dormía con
Diomedes en una cama contrahecha que se desplomaba casi todas las madrugadas.
Es que eran sumamente pobres, añadió con una sonrisa tímida. A principios de
1976 Diomedes se inscribió en el concurso de canción inédita del Festival
Vallenato. En abril, cuando comenzó el certamen, él estaba con ella en Carrizal
y no tenía dinero para comprar el pasaje hacia Valledupar. Andaba deprimido
porque suponía que sería descalificado sin participar. Entonces ella se puso en
la tarea de alcanzar limones en la huerta de su padre. Luego salió a venderlos
por el pueblo. Gracias a su gesto generoso Diomedes pudo viajar a ese festival
en el que conoció a Náfer Durán, el acordeonero de su primer disco. El trofeo
que le dieron por ganar el tercer puesto en el concurso de canción inédita es
lo único que a Martina le quedó de él. Y una hija muy dulce que se llama Malena
Rocío. Más allá del trofeo y la hija, Diomedes no dejó por aquí ni la sombra.
En aquel trofeo, un armatoste de
hierro carcomido, reconocí una alegoría: a veces lo único que el amor deja
entre las manos es un montón de óxido. Óxido y dolor, me corrige Patricia
ahora. Y me cuenta entonces que a su padre, ‘el Negro’ Acosta, lo mató la pena
moral que le produjo la separación de ella con Diomedes. Se me viene a la
memoria la leyenda del flautista de Hamelín: uno se acerca en busca de la
melodía y al llegar se tropieza, inevitablemente, con las ratas.
Patricia aplasta su cigarro contra el
cenicero. Su cigarro que hace un instante era una brasa encendida y ahora es
una pilada de cenizas. Como sus amores con Diomedes Díaz.
3. Las vacas pariendo y yo bebiendo
Conocí a Diomedes Díaz en vísperas de
la Semana Santa de 1979, cuando yo estaba próximo a cumplir los dieciséis años
y él estaba próximo a cumplir los veintidós. Sucedió en San Estanislao, el
caluroso pueblo del norte de Bolívar en el cual me criaron mis abuelos
maternos. El conjunto había sido contratado para actuar en una caseta llamada
Los Jumbitos. Aunque la presentación comenzaría a las diez de la noche,
Diomedes y su tropa, encabezada por el acordeonero ‘Colacho’ Mendoza, arribaron
en autobús a las cuatro de la tarde. Luego se dirigieron a la posada de Adela
Rivera, la única del pueblo, donde al parecer algunos de ellos durmieron una
siesta. Al caer las primeras sombras de la noche los visitantes jugaron fútbol,
pasearon por las calles del centro. Yo era uno de los muchísimos provincianos
que aquella tarde de sábado seguían paso a paso el itinerario de los músicos:
la aparición del autobús por el Callejón del Comercio, el desembarque, el
partido de fútbol vespertino, la caminata por el parque principal, la
instalación del sistema de sonido. En aquel momento la fama de Diomedes
comenzaba a ensancharse. Su discografía de entonces ya tenía títulos notables,
como Consuelo, Frente a mí y El alma en un acordeón. De ahí el revuelo que
produjo su llegada a San Estanislao.
Diomedes entró a la caseta escoltado
por un tropel de admiradores. Puntual, sobrio. Mientras avanzaba por la calle
de honor que le abrían los fanáticos que ya estaban dentro, iba dejando en la
atmósfera una estela de perfume. Me llamó la atención el hecho de que rechazara
las copas de ron y whisky que espontáneamente le ofrecía el público. Incluso se
negó a recibir una cerveza helada que, según pensé entonces, le hubiera servido
para mitigar el bochorno de aquella noche veraniega.
—Los cantantes no consumimos bebidas
frías —se excusó—. Si me pongo ronco se nos daña el baile, primo.
Acto seguido extrajo del bolsillo de
la camisa un mendrugo de panela. Se lo llevó a la boca y empezó a masticarlo
ahí mismo, delante de todos nosotros. Luego se dirigió hacia una zona contigua
a la tarima para reunirse con los integrantes del conjunto. Su moderación no
encajaba en el estereotipo de borracho propio del músico vallenato. Pero lo que
me pareció más extraño fue lo que vino a continuación: cada vez que terminaba
una tanda de canto, tomaba consomé de pollo y volvía a comer panela. A veces se
aislaba en uno de los rincones de la caseta para gesticular como si estuviera
actuando frente a un auditorio imaginario. Se ponía las manos abiertas en el
pecho, daba un par de pasos laterales.
A lo largo de todos estos años he
pensado mucho en el Diomedes de aquella noche de 1979, incluso desde antes de
aventurarme a escribir esta historia. He evocado sus rasgos todavía
adolescentes, sus gestos pintorescos. He contado varias veces, de manera oral,
los mismos hechos que ahora estoy contando por escrito en esta crónica. Me he
preguntado qué tanto de mi interés en él se debía a su carisma y qué tanto a mi
naturaleza fisgona. Lo cierto es que yo me movía por dondequiera que él se
moviera. Registraba con entusiasmo sus acciones, lo observaba de arriba abajo.
Hubo un momento en que se me dio por curiosear su cuello. Me llamó la atención
que tuviera la nuez de Adán tan sobresaliente. Supuse que tal vez la fuerza de
su voz se derivaba de ese apéndice filoso. Cuando subió de nuevo a la tarima
seguí escudriñándole el cuello: vi cómo se agrandaba y cómo se contraía, vi las
venas gordas, la nuez inflada como si fuera a reventarse. En principio, ese
gaznate abultado quedó grabado en mi memoria como una rareza morfológica.
Después se convirtió en la imagen viva de la pasión de Diomedes por el canto.
Había que ver el fuego que irradiaba aquel cantante. Si parecía a punto de
desgarrarse físicamente era porque se estaba jugando el alma en cada tonada. El
público, entre tanto, contemplaba embelesado su interpretación del paseo El
gavilán mayor:
Yo soy allá en mi tierra el enamorador
soy buen amigo y valiente también
porque soy de las hembras el
conquistador
de mil claveles soy el chupaflor
y en mi chinchorro me puedo mecer
Yo soy el gavilán mayor
y en el espacio soy el rey.
Durante gran parte de estos años
arriesgué conjeturas erróneas sobre el vaso de caldo y los pedacitos de panela
que Diomedes llevaba consigo la noche en que lo conocí. Suponía que eran
simples extravagancias de divo. La verdadera razón de su ascetismo se me reveló
cuando empecé a explorar el tema con ojos de reportero: Diomedes se cuidaba
porque era un cantante de aspiraciones. Al conservarse sobrio podía seguir vivo
para alcanzar la gloria que creía merecer. Al convertirse en un borracho ponía
en riesgo esos ideales. Tenía claro que su canto era —como se dice en la jerga
campesina de la región— su hacha y su machete. Por tanto, lo protegía como a su
propia vida. Tomaba consomé para mantener en calor su garganta, comía panela
para aclarar la voz. Esos mimos que se prodigaba evidenciaban, además, el
respeto profundo que entonces le inspiraba su oficio. Los amigos que me han
oído narrar esta historia coinciden conmigo en que aquel muchacho intachable no
anticipaba al personaje disoluto que el país conocería después.
Aquella noche en San Estanislao
Diomedes le arrebató el micrófono al animador para anunciar su siguiente
canción.
—Este paseo inédito vendrá impreso en
mi próximo disco, que saldrá al mercado, con el favor de la Virgen del Carmen,
dentro de un mes. Se llama El profesional y dice la verdad de mi propia vida.
Con mucho gusto para todos ustedes.
Durante casi toda la canción mantuvo
los ojos cerrados. Manos apretadas contra el pecho, cabeza inclinada hacia la
izquierda. En varios pasajes la voz se le quebró como si estuviera a punto de
llorar. Fue tal vez el momento más emotivo de la velada.
Me inspiraba cuando fui un alumno
Siempre ser un buen profesional
Y como no tuve pa’ estudiar
Fueron imposibles mis estudios.
Pero hay cosas bellas en el mundo
que es la inteligencia natural
Y cualquier hombre puede triunfar
Y después gritarlo con orgullo
No fueron completos mis estudios
Pero soy un buen profesional.
Al terminar la canción hizo una venia
solemne con la cabeza. Luego se me perdió de vista. Cuando volví a verlo lo
tenía al frente: avanzábamos en sentido contrario a través del angosto corredor
que había entre dos hileras de sillas ocupadas por borrachos. Él traía su vaso
de consomé, yo llevaba las manos vacías. El choque entre los dos era inminente.
En el último soplo, sin embargo, logré esquivarlo corriéndome un poco hacia la
derecha, justo después de que él exclamara con apremio:
—¡Cuidado te quemas!
En seguida me dio la espalda y siguió
su rumbo. Yo me quedé parado viendo cómo se alejaba entre la multitud. Ahora,
al observar el episodio en perspectiva, comprendo que ya en aquel momento era
mi personaje aunque ambos lo ignoráramos. En parte por eso y en parte por la
notoriedad que alcanzó después, la frase que me dijo entonces —tan casual, tan
insignificante— ha sobrevivido intacta en mi memoria.
***
Fue la primera y última ocasión en
que nos vimos las caras. Nunca más nos hemos topado tan de frente, tan de
cerca, a pesar de haber coincidido un montón de veces en los mismos espacios.
Antes de decidirme a escribir sobre él lo vi actuar, por lo menos, en diez
escenarios distintos. Después, en cinco. Viajando como cronista tras sus pasos
he acumulado incontables millas de camino por tierra y por aire. Una noche en
La Dorada, Caldas, me alojé en el mismo hotel en el que él estaba alojado. Una
tarde en Ciénaga, Magdalena, me subí en el autobús de sus músicos. En febrero
de 2010 asistí a la inauguración de una discoteca vallenata en Bogotá,
amenizada por él. Durante la mayor parte de la velada permanecí montado en la
tarima como si fuera un miembro más del conjunto. Desde mi ubicación
privilegiada lo observé de perfil, a unos dos metros de distancia. Lo cierto es
que son muchos los encuentros que he tenido con él desde aquella noche de 1979
hasta hoy. Algunos, inducidos por mí en mi condición de reportero; otros,
determinados por el azar. Cuando no voy deliberadamente a los sitios donde él
canta, de todos modos termino hallándolo por casualidad. Una mañana abordó el
mismo avión en el que yo volé hacia Medellín. Un mediodía almorzó en el mismo
restaurante de Valledupar donde yo almorcé. En cada nueva oportunidad parece
más alcanzable, en cada nueva oportunidad se aleja un poco más. Han pasado
treinta y un años desde cuando lo vi por primera vez y tres años desde cuando
comencé a investigar sobre él, y si algo sé muy bien a estas alturas es que ya
dijo todo lo que tenía que decirme:
—¡Cuidado te quemas!
Me parece razonable que se niegue a
entrevistarse conmigo. Si yo estuviera en sus zapatos haría lo mismo.
Consideraría innecesario exponer mi vida ante sus ojos, pues su escrito no me
serviría en absoluto para vender ni un solo disco de más. Al fin y al cabo, mi
fama no ha dependido de lo que él publicara o dejara de publicar. Puedo
apañármelas perfectamente sin sus gacetillas. Si el tipo fuera uno de esos
redactores de farándula que permanecen en sus cubículos a la espera de los
comunicados de mi casa disquera, lo atendería al instante, porque sé que no me
quitaría demasiado tiempo ni me plantearía cuestiones incómodas. Lo despacharía
en un santiamén contándole simplemente cuáles son las canciones que contiene mi
álbum reciente. En ese caso sí que me resultaría útil porque me ayudaría a
promover mi nuevo disco, que es lo único que de veras importa. Pero a este
Fulano que me viene asediando desde hace rato dizque para volverme tema de una
crónica larga, se le nota al rompe su intención de meterse en ciertas honduras
que a mí no me interesan. Al concederle un par de horas en mi agenda, el Fulano
podría conducirme con sus interrogantes a terrenos espinosos. Podría
preguntarme, por ejemplo, por qué si Doris Adriana Niño murió estando conmigo
en el apartamento privado que me suministró la Sony Music en Bogotá, apareció
arrojada como mera basura en un solar de las afueras de Tunja, a ciento
cincuenta kilómetros de distancia. O a quién se le ocurrió el plan maquiavélico
de hacer que las prostitutas de un burdel de esa ciudad reclamaran el cadáver
para sepultarlo como si fuera una víctima menesterosa de su gremio. O si tengo
alguna idea de por qué a los pocos días de la desaparición de Doris Adriana,
cuando todavía no se conocía la noticia del homicidio, su cédula de ciudadanía
fue cancelada en la Registraduría Nacional. ¿Qué tal que me preguntara por qué
huí cuando fui requerido por la justicia, y quiénes custodiaron mis escondites
durante el tiempo en que fui prófugo?
Uno les da la mano a estos
periodistas, y ellos agarran el brazo; uno los hace entrar hasta la sala, y
ellos dirigen su mirada chismosa hacia la alcoba. De pronto este Fulano sea de
los entrometidos. Y aun si no lo fuera desconfiaría de él, porque en vez de
limitarse a informar quién compuso la canción principal de mi reciente disco ha
entrevistado a muchísima gente cercana a mí. Quizá a estas alturas varias de
sus fuentes le hayan hablado de ciertos temas que yo detesto ventilar. Por
ejemplo, las francachelas que armé dentro de la Cárcel Municipal de Valledupar
cuando pagué mi condena. A lo mejor el Fulano conversó con aquella antigua
amante mía que un martes por la tarde me llegó de sorpresa. El personal de
turno le permitió entrar porque ella prometió marcharse en seguida, pero
resulta que ambos nos dormimos. Cuando nos despertamos habían pasado casi tres
horas. Entonces mi amante decidió seguir conmigo en la celda para ahorrarse la
vergüenza ante los guardianes. Es que, imagínese usted, ni aquel era un día de
visitas conyugales ni ella aparecía registrada como mi compañera permanente.
Sería un fastidio que ahora el Fulano trajera a cuento esta historia. O que la
tomara como pretexto para preguntarme si es verdad que algunas noches dormí en
mi casa y no en la cárcel.
Si yo estuviera en los zapatos de
Diomedes, insisto; si tuviera, como él, esos vaivenes tremendos entre lo
sublime y lo grotesco; si mi vida hubiera sido un viaje permanente a través de
una montaña rusa que diera bandazos de infarto entre el cielo y el abismo,
también me prevendría ante los periodistas. Consideraría que a estas alturas
ellos ya no pueden obsequiarme ningún halago interesante, ninguna bendición
nueva que me favorezca durante la travesía por el pantano. En cambio sí podrían
machacar en lo negativo, incluso actuando de buena fe. De modo que si yo fuera
Diomedes procuraría mantener alejado al Fulano cronista para negarle cualquier
posibilidad de preguntarme si soy o no soy adicto a la cocaína. Que se imagine
lo que le dé la gana y que escriba lo que quiera. Total, ya estoy acostumbrado.
Pero por nada del mundo sería yo quien se referiría a esos temas. No hablaría
de las groserías que a veces cometo contra el público, ni diría una sola
palabra sobre las reiteradas ocasiones en que los coristas son quienes terminan
cantando debido a que yo estoy afónico, ni mencionaría los momentos de amnesia
en los cuales se me olvidan mis propias canciones, ni contaría por qué fui
sometido a una cirugía en el tabique nasal, ni le concedería importancia a ese
apodo que me puso la gente cuando empecé a faltar a los conciertos: ‘No-vienes
Díaz’.
Si yo estuviera en los zapatos de
Diomedes, digo, también me serían indiferentes los periodistas. Pensaría que no
les debo nada, los atendería únicamente cuando hubiera necesidad de promocionar
mi trabajo. Cuando les concediera esa gracia lo haría solo por cumplir un
requerimiento contractual de la casa disquera, pues si de mí dependiera a ellos
jamás les correspondería divulgar mi obra. ¿Más divulgación de la que he hecho
yo mismo durante treinta y cuatro años al cantar un día en la altiplanicie,
otro día en la sabana, al día siguiente en el desierto y después en el litoral?
Las multitudes que acuden a mis presentaciones van detrás de mí
espontáneamente, no porque ningún periodista las arree a punta de micrófonos o
de reseñas. Muchas de las personas que me idolatran me conocieron desde el
principio de mi carrera, cuando mi rostro no aparecía en los periódicos ni en
los canales de televisión. Yo no tuve un mánager asentado en Miami que reinara
en los círculos donde se confeccionan, sobre medidas, las listas de los discos
más vendidos, un mánager omnipotente que me apadrinara para ayudarme a ganar
los premios amañados de la industria del espectáculo, un mánager que con un
simple movimiento de su dedo meñique hiciera arrodillar ante mí a los
gacetilleros de la farándula. No, señor. Los mánagers de los conjuntos
vallenatos, con honrosas excepciones, son unos simples vendedores de bailes:
cargan tres, cuatro, cinco teléfonos celulares para recibir las llamadas que,
desde todo el país y a veces desde el exterior, hacen los empresarios
solicitantes de nuestros servicios. Y pare de contar. Si yo no permaneciera tan
ocupado gracias a mi oficio de cantante, sería mánager de un grupo vallenato,
créanme, porque es lo más fácil del mundo: contesto “aló” y una voz al otro
lado de la línea reclama al artista en Pasto. Entonces, miro la agenda y anoto.
Contesto “aló” y una voz al otro lado de la línea me pregunta si el artista
podría ir a Cereté. Entonces, miro la agenda y vuelvo a anotar.
Jamás se dio el caso de que en un
almacén de cadena hubiera una muchacha de minifalda ofreciendo boletas para
participar en la rifa de una camioneta, a cambio de la compra de mi nuevo
álbum. Antes de definir mi lista de canciones, antes de yo abrir la boca para
grabar la primera estrofa de un paseo de Marciano Martínez o de un merengue de
Calixto Ochoa, había un gentío enorme encargando miles de copias. De suerte que
cuando el disco finalmente aparecía ya estaban prevendidas unas trescientas mil
unidades. Y ese era solo el banderazo, el arranque. Cuando las canciones
empezaban a sonar, la cifra se triplicaba en cuestión de semanas. Ahora
cualquier pelagatos vende diez mil copias y ya se cree el caballo que más
relincha. En esta época de piratería, de música clonada a través de internet y
multiplicada hasta el infinito con aparatos digitales, el éxito se logra con
treinta mil unidades. Yo vendía setecientas cincuenta mil, un millón. Como
decía el maestro Alejo Durán, alma bendita, lo mío no parecía oferta de música
sino venta de leche. El día que mi producción salía al mercado, la sede de la
Sony Music en Bogotá se atiborraba de lustrabotas, ropavejeros, loteros,
mercachifles de semáforos, personas humildes ajenas a la industria pero
decididas a revender mi disco a ojos cerrados, porque sabían que era un negocio
rentable. Y ni hablar de lo que sucedía en Valledupar, la ciudad donde vivo: el
alcalde declaraba día cívico, las emisoras me dedicaban cada segundo de su
programación, los fanáticos me montaban en el carro del Cuerpo de Bomberos, el
pueblo entero se postraba a mi paso.
La primera propaganda de televisión
sobre mí salió al aire en junio de 1982, seis años después de haber comenzado a
grabar, cuando ya mi carrera musical se encontraba consolidada. Fue una
estrategia de la casa disquera para aprovechar la altísima sintonía del
Campeonato Mundial de Fútbol. La propaganda era sencilla, sin artificios,
simplemente aparecíamos ‘Colacho’ Mendoza y yo interpretando el estribillo del
paseo Todo es para ti. Pero mi reconocimiento empezó muchísimo antes de aquella
publicidad. A esas alturas, insisto, ya llevaba seis años de correrías entre la
Ceca y La Meca. Tiempos de coraje, de sacrificios. Al principio hacíamos viajes
terrestres de seis, siete horas. Los músicos íbamos apretujados en un autobús
que andaba dando tumbos por carreteras abruptas. Aguantando calor, tragando
polvo, peleando contra los bichos que se colaban a través de las ventanillas,
sobreviviendo como podíamos a las sacudidas feroces que se producían en los
tramos de escalerillas. A veces nos cubríamos las cabezas con pañoletas para
evitar que el aluvión de arena se nos enterrara en el cabello. Por eso creo que
a los cantantes se nos notan las horas de recorrido como a los pilotos.
Cualquier melómano perspicaz descubre al oír una canción cuántos kilómetros de
camino tiene su intérprete entre pecho y espalda, es decir, qué tanto ha
cantado. Mientras más viajas, más cantas; mientras más cantas, más avanza el
autobús, y cuando vienes a ver has dejado atrás la trocha escarpada y transitas
por un sendero despejado donde el sol brilla solo para ti.
Al tomar conciencia de mi condición
de ídolo natural, al contemplar a las multitudes que me siguen, al recordar que
en este preciso momento están sonando canciones mías en los cuatro puntos
cardinales del país, al intuir que justo ahora un muchacho entona bajo la ducha
alguno de mis versos, al medir el trecho que ha recorrido mi autobús desde el
momento en que comencé el viaje, me reafirmo en mi decisión de negármele al
Fulano cronista. ¿Para qué más difusión de la que ya tengo? Mi problema no es
cómo atraer a los periodistas sino cómo quitármelos de encima.
Si yo fuera Diomedes, en resumidas
cuentas, mantendría a raya a los fisgones. Mostraría mis canciones, escondería
mi vida. Pero el caso es que no soy Diomedes y se me nota demasiado en este
monólogo. Si hablara de veras como él y no como un cronista que intenta
interpretar sus juicios, mi exposición se reduciría a un par de líneas
lacónicas, crudas, como les consta a quienes lo han oído referirse al tema en
las casetas.
—Este es el verdadero Diomedes, no el
que muestran los maricones de ‘las grandes prensas’. El verdadero es este que
están viendo aquí, y lo que soy no me lo quita nadie… ¡porque no me da la
gaaaaana!?
***
Me resigné sin dolor al silencio de
Diomedes. A pesar de que varios de sus allegados —su hijo Rafael Santos, su
mánager José Zequeda, su amigo Félix Carrillo— prometieron varias veces
conseguirme una cita con él, supe desde el comienzo que un encuentro personal
entre él y yo iba a ser imposible. Lo ideal hubiese sido contar con su
testimonio de primera mano, ni más faltaba. Pero él decidió enmudecerse. En ese
sentido me queda el lánguido consuelo de haber agotado todas las instancias a
mi alcance. Ahora bien: admito que, hasta cierto punto, su mutismo me procuró
un poco de alivio: me quitó de encima la molestia de encararlo con las
preguntas espinosas que contemplé hace un momento, cuando me tomé la licencia
de internarme en su psiquis. De haber abordado tales temas en la entrevista que
debió suceder y no sucedió, Diomedes seguramente me habría mandado a freír
espárragos. Y así, de todos modos, retornaríamos ahora al mismo punto: la
necesidad de contar la historia sin la declaración oficial de su protagonista.
Porque así como él nunca contempló la opción de abrir la puerta para que yo
entrara, yo nunca he contemplado la opción de ignorar los asuntos sobre los
cuales él le debe una explicación al país. Me hubiera gustado contar con su voz
pero no lamento su silencio. Parte de mi trabajo consiste en descifrar lo que
mis personajes quieren decir cuando se callan.
Algunas noches, viendo actuar a
Dio-medes, he pensado en las inclemencias de su oficio. Él se sacrifica, noche
tras noche, forjando la fiesta que otros disfrutan. Arde solo dentro del fuego
con el que los demás se iluminan. Mientras los asistentes se enamoran o se
alborozan con sus canciones, él está sudando la gota gorda en la tarima. En
cada jornada le toca padecer —me consta— al latoso que le estruja el brazo, al
borracho que le salpica la cara de saliva, al vehemente que le arranca los
botones de la camisa. El único recurso que le queda para soportar a esa horda
de seres enloquecidos es enloquecerse como ellos. Si siguiera tomando solo
consomé de pollo como hace treinta años, a estas alturas ya no estaría cantando
vallenatos sino villancicos en la tuna de algún colegio religioso. Para
conectarse con la cáfila de ebrios hay que estar ebrio también. Por eso
Patricia Acosta me dijo, con los ojos llorosos, que el Diomedes que adquirió
los vicios fue el cantante, no el ciudadano común y corriente. Cuando los
vocablos “parrandear” y “trabajar” se vuelven sinónimos, llega un momento en
que no se sabe dónde termina la rumba y comienza el resto de la vida. Piensas,
como Diomedes, que la felicidad cabe completa en este grito eufórico: “¡Ahora
estoy mejor: las vacas pariendo y yo bebiendo”. Pero te mueres un poco cada
noche.
En eso pensé una vez que, en vísperas
de un concierto en Valledupar, vi a dos colaboradores de Diomedes ayudándole a
soldar con pegante sus dientes delanteros. Allí, en la boca donde habían estado
durante los años de esplendor unos dientes de porcelana bruñida con un diamante
engastado, ahora solo quedaba el vacío, la devastación. Un poco después se
subió a la tarima como si nada hubiera pasado. Sonó el acordeón de Álvaro
López, empezó la nueva función.
El oro y la oscuridad
I. Grande como los dinosaurios
Pambelé volvió a bramar frente a las
cámaras y descargó un nuevo puñetazo contra la pared. Tenía la bata típica de
los enfermos de hospital, pero a través de los barrotes de la ventana parecía
un condenado a muerte que reclamaba compasión.
La escena resumía de manera dramática
lo que había sido su vida: el llanto y los golpes, el trastorno y el encierro,
la fama y la oscuridad.
—¡Ayúdenme! —exclamó, con su vozarrón
despedazado.
En ese momento, los reporteros se
metieron a la fuerza en la habitación. El hombre dejó de aporrear las paredes y
la emprendió a bofetadas contra su propio rostro. Los camarógrafos ajustaron
sus planos para registrar la nueva reacción. Relampaguearon los flashes, se
desbordaron los murmullos. Y Pambelé lució más desvalido entre aquella horda de
perdición.
—¡Ay, mi madre —fue todo lo que
alcanzó a decir, antes de sentarse en el borde de la cama y ponerse a llorar
con el rostro hundido entre las manos.
El siquiatra Christian Ayola, que manejaba
el caso de Pambelé en el Hospital San Pablo, de Cartagena, se disponía a
almorzar en su casa aquel mediodía de enero de 1994. Estaba pasmado ante las
imágenes del noticiero, que le resultaban crueles y de pésimo gusto. Su mayor
preocupación no era, sin embargo, darles una cátedra de derechos humanos a los
periodistas sino averiguar por qué su paciente entró en crisis. Supuso que tal
vez no había tomado las medicinas.
“Él tenía que estar a punta de
eurolépticos para el estado sicótico y estabilizadores para el humor”, recuerda
Ayola.
A esa inquietud se sumaba otra:
Andrés Pastrana, aspirante conservador a la Presidencia de la República, lo
había llamado por la mañana para decirle que quería ver a Pambelé. Ayola le
respondió que no se oponía, siempre y cuando la visita fuera secreta y no un
acto público con intenciones políticas. El candidato presidencial volvió a la
carga, con el argumento de que a los amigos no se les esconde.
Esa relación se había forjado 22 años
atrás, cuando Misael Pastrana Borrero era el presidente de Colombia y Antonio
Cervantes, más conocido como Kid Pambelé, era el campeón mundial del peso
walter junior. La empatía entre los dos fue inmediata. El presidente lo recibía
en el Palacio de San Carlos, lo ponía de ejemplo en sus discursos y se hacía
fotografiar frente al televisor cuando Pambelé peleaba. Como si fuera poco, iba
a Palenque, el pueblo pobre donde nació el campeón, a inaugurar los servicios
de energía eléctrica y acueducto. Pambelé, por su parte, le dedicaba cada
triunfo. Viajaba desde donde estuviera para acompañar a Andrés, el hijo del
presidente —entonces un muchacho de 18 años— en las caminatas que organizaba
por las calles de Bogotá.
Desde el 28 de octubre de 1972,
cuando Pambelé ganó el título, el país permanecía en trance de adoración. Los
periódicos no le perdían ni pie ni pisada. El Heraldo lo mostraba en el
aeropuerto de Barranquilla, besando a una rubia de camisita breve abierta en el
pecho. El Universal lo retrataba en una notaría de Cartagena, mientras firmaba las
escrituras de tres apartamentos que había comprado de un solo tirón. El
Espectador nos informaba por quién iba a votar en las próximas elecciones. El
Siglo mandaba reporteros a las casas del ex presidente Carlos Lleras Restrepo y
del poeta León de Greiff, para preguntarles sus impresiones sobre el ídolo.
Cromos enviaba a su mejor cronista, Juan Gossaín, a los países donde Cervantes
defendía el título. Fernán Martínez Mahecha revelaba que El Tiempo tenía cuatro
carpetas de material de archivo sobre Pambelé y solo una sobre Gabriel García
Márquez. Y El Espacio, claro, lo sacaba en primera página apretando por la
cintura a una azafata, bajo la palabra “¡Pillado!” escrita en grandes letras
rojas.
Pambelé, además, salía con la
cantante de moda en Colombia, recibía homenajes de alcaldes y concejales,
cultivaba amistad con famosos como José Luis Rodríguez (El Puma) y Óscar de
León; regalaba toros en cuanta corrida podía, coronaba reinas en ferias
populares, les tenía sendas mansiones a sus dos mujeres oficiales, pontificaba
sobre la temperatura ideal del vino de Oporto, se hacía brillar las uñas en
salones de belleza, coleccionaba autos lujosos en cada una de sus viviendas y
liquidaba sin misericordia a todos los boxeadores que enfrentaba.
El culto a su figura se debía,
explica Juan Gossaín, a que Pambelé fue el hombre que nos enseñó a ganar.
“Antes de él”, añade, “éramos un país de perdedores. Nos consolábamos
conjugando el verbo casitriunfar. Vivíamos todavía celebrando el empate con la
Unión Soviética en el mundial de fútbol del 62. Pambelé nos convenció de que sí
se podía y nos enseñó para siempre lo que es pasar de las victorias morales a
las victorias reales”.
A mediados de los años 70, Gossaín
fue testigo, en Cartagena, de un hecho que le hizo entender la idolatría que
desataba el boxeador. El periodista pasaba por una calle del centro, en medio
de la modorra de la dos de la tarde, cuando de pronto se asomó una prostituta
envuelta en una toalla. La mujer se dirigió a gritos a los vendedores de
lotería de la otra acera.
—Oigan, ¿a qué hora es la pelea de
Pambelé?
En aquellos años de esplendor, el
campeón era un tema obligado en la entrada o en el postre. Cuenta el ex
presidente Belisario Betancur que en cierta ocasión el escritor Gabriel García
Márquez fue recibido, en una reunión de colombianos en Madrid, con la siguiente
exclamación:
—¡Acaba de llegar el hombre más
importante de Colombia!
Entonces García Márquez, moviendo la
cabeza en forma teatral, como buscando a alguien en el recinto, respondió:
—¿Dónde está Pambelé?
Y Pambelé estaba sentado en el borde
de su cama en el Hospital San Pablo. Lloraba sin lágrimas, con un resuello
profundo. A los 49 años había perdido la estampa magnífica del pasado. De la
musculatura que en su época de boxeador causaba admiración en las ruedas de
prensa no quedaba ni la sombra. Apenas los huesos continuaban allí: largos,
nudosos, escasamente forrados por el pellejo. Nada de uñas pulidas, nada de
bigote recortado en forma milimétrica. Se veía desgreñado, sucio. La bata ancha
aumentaba su aire de huérfano. En sus brazos tan flacos sobresalían las venas,
gordas y tensas. La piel negra ya no refulgía sino que se asemejaba al hierro
oxidado. Donde antes brillaba un diente recubierto de oro con sus iniciales
engastadas, había ahora un portillo oscuro que inspiraba pesar. Sus ojos no
parecían hinchados por el llanto sino por una paliza.
Viéndolo así, el médico Christian
Ayola no fue capaz de probar bocado. Le parecía el colmo que se expusiera el
dolor de un ser humano a semejante contemplación tan morbosa. En ese momento
hubiera hecho cualquier cosa con tal de impedir que un sitio sagrado como un
hospital fuera convertido en circo bárbaro. Llamó por teléfono a la enfermera
jefe y le dio las instrucciones del caso. Cuando colgó se puso a pensar que en
Cartagena todo conspiraba contra el propósito de curar a Pambelé. Había
demasiados fisgones que convertían su salud en un asunto de dominio público,
demasiadas lenguas diligentes que podían dañarlo más con sus comentarios y
demasiados compinches esperando a que terminara el tratamiento para festejarlo
en grande con una nueva orgía de bazuco. Ayola recordó que el Hospital
Siquiátrico de La Habana tenía renombre por su manera de tratar la adicción a
las drogas y consideró que sería una buena opción para Pambelé, no solo por la
calidad de sus médicos sino también porque allá estaría aislado de los peligros
que afrontaba en nuestro país. En Cuba, por ejemplo, sería un ciudadano más, un
hombre anónimo entreverado en una legión de enfermos iguales a él. Compartiría
un pequeño cubículo con tres pacientes, lo cual podría servirle para que dejara
de creerse el cuento de que era un ser único, el eterno campeón mundial, el
negro más grande, el patrono del nocaut, la jáquima de los boxeadores, el que pega
como con un martillo, el que enseñó a ganar a los colombianos, el de siempre,
no hay con quién, el que a la hora de rematar no parece usar dos puños sino las
aspas de un ventilador asesino, el único otra vez, el invencibleeeeeee Kid
Pambeléeeeeeeeeeee.
Ayola suponía que la egolatría de
Cervantes empezaría a resquebrajarse cuando se sintiera desconocido en Cuba.
Allá, además, no pensaría en fugarse del hospital, porque no tendría adónde ir.
Esto último era especialmente importante si se tenía en cuenta que en 1987 se
había escapado de Hogares Crea, la finca de rehabilitación adonde lo internaron
gracias a una campaña del periodista Fabio Poveda Márquez.
Frente al aspecto cadavérico que
ofrecía Pambelé en su catre del Hospital San Pablo, resultaba inevitable
preguntarse cómo se produjo su caída desde la cúspide hasta el fondo del
barranco. Nacido y criado en el naufragio, no supo qué hacer en tierra firme,
cuando los vientos empezaron a ser favorables. Se enloqueció con el oro, se
intoxicó con el vino. Tocado de pronto por la varita de los dioses, olvidó que
estaba marcado a hierro vivo por la desgracia. Siguió lanzando golpes a diestra
y siniestra, sin darse cuenta de que no ganaba en el ring para salvarse sino
para tallar su propia derrota.
Las drogas y el licor le arrebataron
la fuerza, la disciplina y la corona de campeón. Lo llevaron a humillar y a
destrozar a su familia. Después le aniquilaron la vergüenza. Lo sometieron al
escarnio público como sinónimo del bruto que destruye con la cabeza el imperio
que edificó con los puños. Los colombianos, que antes lo veneraban, lo
volvieron blanco de burlas. “¿En qué se parecen Pambelé y los dinosaurios?”,
preguntaban. “En que fueron grandes en el pasado, pero hoy no existen”.
Convertido ya en hazmerreír, pusieron en boca suya la frase “es mejor ser rico
que pobre”, incluida con frecuencia en las antologías nacionales de la
estupidez. Como si esa declaración tan sensata, en medio de tantas tonterías
que se repiten con énfasis en este país, no fuera casi una sentencia
filosófica.
El promotor boxístico Nelson Aquiles
Arrieta, quien descubrió a Pambelé cuando era un vendedor de cigarrillos de
contrabando en Cartagena, asegura haberlo visto en su esquina, durante una de
sus últimas peleas, haciendo trampa para reanimarse y poder aguantar el
siguiente round. “Sergio Álvarez lo había golpeado muy duro y Pambelé estaba
atravesando un sofoco. Entonces aplicó la jugadita de un cantante vallenato que
no te voy a nombrar: sacó un pañuelito con coca y se pegó un pase delante de todo
el mundo. Eso se vio hasta en la Patagonia. Cuando sonó la campana salió hecho
una fiera y le dio un concierto de boxeo a Álvarez”.
Al final del combate, según Arrieta,
Pambelé le reclamó al empresario el botín convenido: una camioneta y un kilo de
cocaína. Poco tiempo después, cuando se apartó del boxeo, su situación empeoró.
Las cuentas bancarias se fueron consumiendo en una vorágine de candela y
desenfreno. Lo que se le iba por el bolsillo izquierdo no regresaba jamás por
el derecho. Muy pronto quedó arruinado. Pasó de brindar whisky Sello Negro a
mendigar sobras de cerveza en bares de mala muerte, del avión al bus cebollero,
de los zapatos Corona a las chancletas de plástico, de los manteles
presidenciales a los andenes, de la cocaína al bazuco, de las cantantes de moda
a las puticas de cuchitril, de las primeras planas a las páginas judiciales. El
capital que derrochó, según cálculos del periodista Eugenio Baena, fue superior
al millón y medio de dólares.
Los amigos del éxito —comparables con
esos insectos que se emborrachan dando vueltas alrededor de las lámparas—
partieron cuando sintieron la oscuridad del fracaso. Necesitaban un nuevo
campeón para la foto. Llegaron entonces los perdedores, envueltos en una
humareda terrible. Libre de los compromisos del gimnasio, de la dictadura de la
dieta, Pambelé se tiró al desastre. De repente, parecía haber adquirido el don
de la ubicuidad. Un día lo expulsaban de un bar de Manizales por bailar desnudo
sobre la barra y, cuando todavía no nos habíamos repuesto de la sorpresa,
aparecía en Pasto con el rostro ensangrentado por negarse a pagarle a un
taxista.
En un restaurante de Cartagena le
vaciaron una olla de sopa hirviente en el pecho y en el aeropuerto de Bogotá le
rompieron la frente con una tranca. En Barranquilla le pegaron con un tacón
puntilla por limpiarse las manos en el vestido de un maniquí. En Cali un
ganadero le ofreció un mazo de billetes con tal de que se fuera rápido de la
plaza de toros. Se volvió inquilino asiduo de calabozos y hospitales. Lo vieron
sin dientes en Armenia y sin zapatos en Tunja. Lo vieron y lo vieron y lo
vieron y lo vieron. Estaba en todas partes pero no estaba en ninguna. En
Colombia todo el mundo, grande o chico, gordo o flaco, alguna vez se había
tropezado a Pambelé armando escándalos. Llegó un momento, incluso, en que lo
veían aunque no lo vieran. Fantasma de sí mismo, un día fue dado por muerto en
Radio Sucesos RCN. Cuando reapareció indignado por la noticia, hubo gente que
no le creyó que, en efecto, seguía vivo.
Que siguiera vivo, después de todo,
era un milagro. Eso pensaba el siquiatra Christian Ayola mientras buscaba en su
agenda el número telefónico de Hernando Múnera Cavadía, el director de
Coldeportes en Bolívar, para plantearle la idea de trasladar a Pambelé a Cuba.
En este país violento —cavilaba— habían matado a mucha gente por desmanes menos
graves que los suyos. Los ofendidos lo perdonaban quizá por su pasado glorioso.
O porque entendían que era una pobre criatura aplastada por una enfermedad
superior a sus fuerzas. O porque sabían que cuando estaba sobrio era un
caballero intachable. A Ayola le gustaba la forma en que Juan Gossaín definía a
Pambelé: “El coloso que decidió ponerle dinamita a su propia estatua”.
En esas andaba cuando lo llamaron por
teléfono para contarle que Andrés Pastrana se encontraba en el Hospital San
Pablo tomándose fotos con Pambelé y conversando con él en medio de la turba de
reporteros. Suspiró con resignación y se reafirmó en su idea de que a Pambelé
había que sacarlo de Colombia.
Al día siguiente, cuando abrió el
periódico, lo primero que vio fue la enorme foto de la visita, bajo el título
“Pambelé adhiere a Pastrana”.
II. El ruido y la furia
La casa-finca de la familia Cervantes
Orozco, único vestigio que queda de la fortuna de Pambelé, está ubicada en el
pueblo de Turbaco, a una hora de Cartagena. El patio mide dos hectáreas y tiene
mangos, guanábanos, nísperos, limones, papayos, plátanos y tamarindos. Hay una
gallina aburridora que le sabotea la siesta a un perro perezoso, una bicicleta
recostada contra un árbol y una pelota de fútbol. El piso de tierra es pulcro:
ningún guijarro suelto, ninguna lata vacía, ningún zapato viejo retostado por
el sol. Las hojas secas no andan volando por ahí sino que están
escrupulosamente recogidas en un montoncito apartado contra la cerca. El sol
reverbera en el tejado, hierve en el aire. Son las tres de la tarde del seis de
enero de 2004.
En la terraza de grandes baldosas
rojas, sentados en mecedoras de mimbre, se encuentran Carlina Orozco, esposa de
Pambelé, y sus hijos José Luis y Rubén. También están las mujeres y los hijos
de ellos dos, junto con algunos vecinos que han venido de visita. Solo falta
Lucy, que vive aparte con su marido y sus cuatro niños. Los chicos corretean
por todos lados, arman un barullo tremendo. A ratos, los adultos les piden
dejar la gritería.
Hoy, al igual que hace dos días,
cuando vine a esta casa por primera vez, Carlina se niega a abrir la boca.
Cuando le pregunto algo, se pone el dedo índice de la mano derecha sobre los
labios y mira hacia un lado. Supongo que con su gesto histriónico pretende
advertirme que no está dispuesta a pronunciar ni media palabra sobre su marido.
O quizá me pide que me calle. José Luis, en cambio, se desborda. Admite que a
ratos se desespera tanto que piensa en la posibilidad de amarrar a su padre y
meterlo en un hueco subterráneo durante cinco años, a ver si de pronto se
corrige. Después afirma que la pensión mensual que el gobierno le da a Pambelé
por haber sido un símbolo del deporte —un millón y medio de pesos— sólo ha
servido para patrocinar sus desórdenes.
—A mi mamá no le da ni cinco centavos
—protesta— y tampoco quiere aceptar que ella sea la que cobre y administre la
pensión. Él es un hombre enfermo que se enloquece más cuando ve plata. Mire, se
desaparece varios días, nadie sabe por dónde anda, es la locura total. Nosotros
volvemos a verlo es cuando se queda sin nada y en malas condiciones.
En este momento, a propósito, lleva
varios días perdido. Algunos dicen que está en Barranquilla, donde una amante
llamada Cecilia. Otros juran que amaneció descalzo en el mercado de Galapa,
Atlántico, jugando dominó. Los de más allá aseguran que como en Cartagena hay
temporada taurina, es imposible que haya salido de la ciudad. ¿No era, acaso,
el que andaba ayer por el Parque Bolívar, con una camiseta enrollada en la
cabeza, convidando a pelear a un lustrabotas? ¿No era el que devoraba una posta
de sábalo frito en una cabaña de La Boquilla? Si te pones a buscarlo, te
pierdes tú también. Te confundes, sientes dolor en los talones. No entiendes
por qué si Pambelé es omnipresente como el sol, tú no lo encuentras. Si quieres
tropezarte con él —te previene el vendedor callejero de mariscos— debes ir a
las 11 en punto de la mañana a los quioscos de La Matuna. Un jubilado de los
que tertulian en los alrededores de la Gobernación cree que Pambelé pasó hace
media hora por el malecón de Bocagrande. Un taxista del aeropuerto jura que lo
saludó en las playas de Crespo. Las prostitutas de la Calle de la Media Luna
suponen que está almorzando con los boxeadores del Pie del Cerro y los
boxeadores, a su vez, se lo imaginan encerrado con las prostitutas. Las
versiones se multiplican según el número de personas a las cuales les
preguntas.
—La semana pasada estaba en el barrio
Chiquinquirá con un vaso de tinto en la mano.
—Hace cuatro días tenía una gorra de
los Yankees y estaba conversando con su compadre Bernardo Caraballo.
—Si hubieras llegado diez minutos
antes, lo habrías encontrado en esa cafetería tomando jugo.
—Ahora mismito se fue de aquí, mi
hermano. ¡Corre, para que te lo pilles en la otra esquina!
Y cada vez te lo van arrimando más en
el espacio y en el tiempo, hasta que empiezas a creer que ya lo encontraste, y
resulta que es una sombra engañosa, se alarga y se encoge en el piso, mas no se
deja tocar. Todo lo que hagas por retenerlo será inútil, pues cuando Pambelé
está de farra es como un nubarrón, viejo, anda lento pero llega lejos, lo ves
cerca pero no lo alcanzas. Además, no hay manera de controlarlo. Cuando pasa
frente a ti, cargado, turbio, lo intuyes amenazante y, sin embargo, te
descuidas, porque ya lo consideras parte del paisaje. Entonces, cuando te
acostumbras tanto que terminas por olvidarlo, el nubarrón descarga su cólera
contra lo primero que se le atraviese. Bum, bum, bum. Oyes el estruendo, pasan
los policías, se forman los corrillos, se desatan los rumores y al otro día,
claro, lo tienes por fin frente a ti: está retratado en El Universal mientras
es conducido a la cárcel de San Diego, por haber agredido a Jolinis Pérez
Ortega, una joven que se negó a bailar con él.
Esta vez, sin embargo, su familia no
lo ha visto ni siquiera en el periódico. Cuando pregunto que si por casualidad
saben dónde se encuentra, Carlina vuelve a sellarse la boca con el dedo índice.
José Luis responde que con seguridad su padre anda de parranda. Añade que donde
quiera que esté, quizá tenga miedo de regresar a la casa, porque hace unos
días, cuando se presentó borracho y empezó a reventar platos contra las
paredes, él y su hermano Rubén lo aquietaron a la brava. Y no sólo eso: le
aclararon que como volviera a irrespetarlos de esa manera, se verían obligados
a encadenarlo en un árbol. Después llamarían a los periodistas para que lo
vieran maniatado, a fin de que él sintiera en carne propia la humillación que
ellos habían soportado toda la vida. Tan viejo, carajo, y no coge juicio. O se
calma o lo calmamos. Por último, lo aguijonearon en su punto débil: si seguía
causando problemas, le advirtieron, tendrían que internarlo de nuevo en un
hospital siquiátrico.
José Luis confiesa que muchas veces
él y su hermano han empleado la rudeza para contener a Pambelé. Es horrible, me
explica, llegar a ese extremo. Horrible pero inevitable. Durante muchos años
ellos han vivido emboscados en un callejón sin salida, sometidos a un dilema
malvado: resignarse a que el padre los destroce o dominarlo con sus propios
métodos brutales. Cuando Pambelé llega borracho o drogado, escupe insultos,
reparte porrazos, lanza ollas y calderos, patea neveras. Ataca como fiera y
devasta como terremoto.
—Yo recuerdo que mi papá rompía un
televisor todos los meses, cuando le entraban sus loqueras —dice Rubén—.Y como
en ese tiempo todavía tenía plata, se iba al día siguiente para cualquier
almacén y compraba un televisor nuevo.
Cuando Pambelé se retiró del boxeo,
en 1983, José Luis tenía 12 años; Rubén, 11 y Lucy, 8. A partir de ese momento,
como ya no necesitaba cuidarse para la próxima pelea, abandonó los pocos
escrúpulos que le quedaban. Ahí fue cuando la vida de todos se volvió un
infierno. Los niños miraban impasibles cómo su padre llegaba de repente, a
cualquier hora de la noche o de la madrugada, convertido en un ciclón que
desbarajustaba la casa. La escena era traumática: había puñetazos, estropicio
de muebles, desvelo. En medio del caos, mamá Carlina pasaba de los gritos de
espanto al llanto de desconsuelo. Entonces, los chicos también lloraban. El
depredador tomaba un segundo aire, rugía, se encaminaba hacia la cocina. Luego
pateaba al perro, rasgaba el mantel, botaba los peroles. Cada agresión era más
feroz que la anterior. Daba la impresión de que sólo se detendría cuando
hubiera machacado el último florero. Lo peor, sin embargo, no era su sed de
aniquilación sino su cara de lunático. ¿En qué momento, por Dios, el padre
amoroso que esta mañana, antes de salir, les preparó el desayuno, los peinó y
les dio un beso, se transformó en este monstruo desbocado? Ahora, el
exterminador se quitaba la camisa. Parecía dispuesto a embestir con más
determinación para consumar su faena demoledora. Pero cuando todos esperaban el
envión final, el golpe de gracia que acabaría para siempre con este mundo
cruel, el hombre se frenaba en seco, adoptaba la guardia clásica de un
boxeador, tiraba una seguidilla de ganchos y rectos en el aire, y exclamaba con
toda su alma:
—¡Y en esta esquinaaaaa, el campeón
mundiaaaalllll Kid Pambeléeeee!
Al rato se quedaba en silencio. Se
sentaba en alguna mecedora que hubiera sobrevivido al cataclismo y permanecía
allí, inmutable, durante varios minutos. Chasqueaba los dedos, bajaba la
cabeza. Era la calma después de la tempestad, el cielo apacible después de las
centellas. Pero entonces, de manera inesperada, soltaba un pujo largo y rompía
a llorar como un niño lastimado.
En este punto de la conversación,
Carlina Orozco se lanza por fin al agua: agita el dedo índice, a la altura de
su propio rostro, y dice que sólo los que actúen de buena fe lograrán enderezar
lo que está torcido.
—La palabra de Dios nunca regresa
vacía —añade—. Nosotros no queremos que el mal ejemplo de Antonio caiga en saco
roto. ¡Apréndanse esa lección y úsenla para vencer al Demonio!
En seguida, mira hacia un lado y
vuelve a su silencio. Como sabe que la observo, demora más de lo acostumbrado
con el rostro escondido. Aprieta los puños sobre las rodillas, mece el tronco
hacia atrás y hacia delante. Se ve demacrada, oprimida por el fracaso.
José Luis insiste en que su padre los
ha sometido a una pesadilla demasiado larga. Para la mayoría de la gente en la
calle, Pambelé es, a pesar de todo, un espectro inofensivo. Lo ves en la
televisión, lo ves en el periódico, lo ves en tu barrio, lo ves en la sopa,
pero al fin y al cabo, verlo no te mata. Él allá y tú acá. Él, envuelto en
llamas y tú, fresco. Él, en el fondo del pantano y tú, a salvo en la tierra
firme. Es cierto que si va tomado o drogado y tú te le acercas, el problema es
inminente. Mantén una prudente distancia y conjurarás cualquier peligro. De
todos modos, hay que admitirlo, puede ocurrir que te lo tropieces de frente en
un espacio reducido y él te conecte con un mortífero uppercut de izquierda en la
punta de la barbilla. Pero en ese caso, viejo, te tocará reconocer que la culpa
no es de Pambelé, carajo, sino de tu mala suerte. La posibilidad de que se
encuentre contigo, precisamente contigo, y te atice un soplamocos con la
poderosa zurda, sigue siendo más remota de lo que muchos suponen. Así que
volvemos a lo mismo: tú, sentado bajo la sombra del almendro y Pambelé,
calcinándose en la mitad del sol. Tú, engordando en tu vida sedentaria y
Pambelé, enflaqueciéndose en su andadura febril. No temas, que él se va
alejando, se va alejando, se va alejando y se va alejando, hasta convertirse en
una rastra de humo en la memoria.
A su esposa y a sus hijos, en cambio,
les sucede lo contrario: pase lo que pase, Pambelé siempre se acerca. Hoy o
dentro de seis meses, pero se acerca. Cuando vuelve es un lío; cuando se va,
también. Están atados a su destino. Les toca cargar con él y con su fantasma,
que para ellos pesa el doble. Encorva la espalda y duele muy hondo. Todo lo que
Pambelé haga frente a ellos o a leguas de distancia puede afectarlos
irremediablemente. Cuando él se pierde del mapa, ellos no tienen tregua,
porque, de todos modos, él sigue repercutiendo en sus vidas de manera
contundente. Es cierto que cuando él se encuentra lejos, la atmósfera es
tranquila y los platos están a salvo. Pero en ese caso, las preocupaciones no
desaparecen sino que cambian de foco. ¿Habrá armado un nuevo escándalo? ¡Claro,
a la fija atacó a alguien y lo metieron preso! Luego se preguntan si está vivo.
Se ponen tensos, se alteran con el mínimo ruido de la calle, llaman por
teléfono, averiguan si lo han visto. De pronto, en medio del sobresalto, se
miran las caras y comprenden que no están buscándolo por deber sino porque lo
extrañan. Pobrecito, tal vez no ha comido. Quién sabe dónde le tocará dormir
esta noche. Empiezan a pensar que es una criatura enferma, una víctima, un tipo
que no tiene la culpa de haber venido al mundo con un corazón bueno y una
cabeza mala. Porque, eso sí, ¿quién va a negar que cuando el hombre está en sus
cabales es la decencia en persona? Y de la generosidad, ni hablemos. Acuérdense
de la cantidad de gente a la cual ayudó sin estar obligado a eso. Primos,
concuñados, compadres de ocasión.
Recuerden que él desde chiquito tuvo
que hacer las veces de papá de sus cinco hermanos menores, porque el padre de
verdad, el viejo Manuel, estaba perdido en Venezuela y hacía años que de él no
había razón ni larga ni corta. Y cuando fue campeón mundial hizo que le
pusieran la luz y el agua a Palenque, un adelanto para el pueblo, sí señor, con
presidente y todo, que eso es algo que los viejos todavía comentan. ¡Ese era el
tipo correcto en la vida! Ahí donde lo ven tan loco estaba pendiente de su
gente. Cuando se ganó la corona y cobró los cinco mil dólares de la bolsa, pagó
la nevera de la mamá —que se la iban a embargar— y compró por fin su primera
cama doble, ya que hasta ese momento dormía con mamá Carlina en un estrecho
catre de resortes. Juicioso, compa, juicioso. Y honrado. Usted podía mandar un
saco de monedas de oro con él y no se extraviaba ni una sola. No le debía un
centavo a nadie. Al contrario: se quitaba la ropa para regalarla. Sudaba para
conseguir lo que necesitaba. En vísperas de un combate, no tomaba gaseosa, le
hacía mala cara a la grasa, se apartaba si veía un sancocho, mejor dicho,
mírame y no me toques. Se cuidaba más que un obispo, mi hermano. Cero
trasnocho, mucho trote. Hasta pasaba la noche en un cuarto independiente,
estudiando los videos del boxeador al que iba a enfrentar, analizando por dónde
era que le iba a meter uno de los puños esos que, según el periodista Melanio
Porto Ariza, tenían cloroformo. Cuando ya ganaba su pelea, otra vez dormía con
mamá Carlina. Y ella amanecía con una sonrisa de oreja a oreja. Él cocinaba y
nos llevaba el desayuno a la cama. Después tocaba las palmas, como si nos
estuviera aplaudiendo, pero en realidad lo que nos quería decir con ese gesto
era que nos bañáramos rápido para salir a pasear. Escríbalo como suena: éramos
felices en esta casa. Bueno, quiero decir, antes de que él probara el veneno
ese que lo malogró.
Una vez más, Carlina Orozco se anima
a meter su cuchara en la conversación.
—Antonio es de mala cabeza pero él no
se desgració solo. ¡Bastante que lo aprovecharon cuando estaba arriba! ¿Usted
cree que nosotros no sabemos quiénes fueron? Nosotros sabemos todo, lo que le
robaron, las porquerías que le dieron, todo. Sabemos dónde lo metían para
dañarlo. Lo que pasa es que no vamos a mover ni un solo dedo para castigar a
nadie, porque en la Biblia está escrito que el que a hierro mata, a hierro
muere, y Dios ya le tiene su paga guardada a cada quien.
Fiel a su costumbre, Carlina vuelve a
callar. Mira hacia un lado. Se mece. José Luis me reta ahora a comprobar que de
los once hijos que tuvo su padre con cuatro mujeres, ninguno siguió su mal
ejemplo. Al contrario, explica, todos exageran los buenos modales, sin duda
para notificarle a su interlocutor, desde el comienzo, que están hechos de otro
material. Pero —añade a continuación— con su padre esa cortesía no siempre funciona.
Y además, la paciencia se agota. Cuando eran niños se resignaban al pánico en
forma pasiva. Soportaban el maltrato a su madre, el escarnio público. No tenían
manera de impedir que el huracán destruyera su morada. Estaban montados contra
su voluntad en un carrusel de atrocidades que pulverizaba los nervios y nunca
terminaba de girar. Además de padecer barbaridades, oían comentarios sobre las
penurias económicas que se avecinaban: Pambelé remató los ocho apartamentos de
Bocagrande y los cinco del Edificio Comodoro. Pambelé llegó al banco en
bermuda, camisilla y chancletas, y retiró 10 mil dólares por ventanilla.
Pambelé vació las tres cuentas corrientes y las dos de ahorros. Pambelé ferió
los últimos 50 mil dólares que le quedaban de sus propiedades en Venezuela.
Pambelé vendió su colección de
vehículos de lujo y quién sabe en qué se gastó la plata. Pambelé cambió una
finca de 300 hectáreas por una noche de farra. Pambelé —y esto ya es el colmo—
dejó perder hasta la casa que le había regalado a su mamá, a la pobre vieja
Ceferina. Todas estas mortificaciones, afirma José Luis, se acumularon en forma
dañina. Un día, cuando él y su hermano Rubén sintieron que habían crecido lo
suficiente como para levantar el pecho, se sublevaron. En ese momento
descubrieron que de todos modos no tenían alternativas: desterrar a su padre
los pone a salvo de sus impertinencias, pero también les genera zozobra.
Amarrarlo es librarse de sus golpes, pero condenarse a ver una escena pavorosa
que duele hasta las lágrimas.
¿Para qué les ha servido, entonces,
haberse rebelado? Por lo menos —responde Rubén— para conservar esta casa—finca,
que fue lo único que le quedó a su madre. La lucha ha sido brava, añade. Varias
veces han tenido que perseguir con machete a desconocidos que aparecen de
repente pidiéndoles desalojar el predio, dizque porque ya Pambelé les firmó la
promesa de compraventa.
III. Pambelé, el memorioso
El sol es ahora menos inclemente.
Sopla la brisa, ladra el perro dormilón, se espanta la gallina latosa. El ruido
es ensordecedor. Desquicia. Los niños se desordenan cada vez más. Corren,
gritan, sacan la lengua. Parecen tener la energía suficiente para saltar
durante tres días seguidos. De pronto, uno de ellos se desprende del grupo y se
viene para donde yo estoy. Tiene la cara amoratada por el trajín, chorrea
sudor. Me cuenta, con la voz entrecortada por la agitación, que se llama Bryan,
que tiene ocho años y es hijo de José Luis.
—Oiga, señor, ¿esa grabadora graba lo
que uno dice?
—Sí, claro.
—Yo quiero grabar algo sobre mi
abuelo.
El chico se frena, mira a su padre y
a su abuela. Se nota que busca aprobación. Como no ve la señal por ninguna
parte, se mordisquea el dedo índice, agacha la cabeza, sonríe apenado.
—¿Qué quieres decir? —insisto.
Pero el muchachito no se pasa de la
raya ni un milímetro. Duda otra vez. Sonríe. En ese momento su padre le arroja
el salvavidas.
—¡Ajá, di lo que quieres decir!
Entonces, como impulsado por un
resorte, Bryan acerca el rostro a la grabadora, se pone las manos alrededor de
la boca en forma de bocina y habla con un tono fuerte.
—¡Mi abuelo a veces se porta bien y a
veces se porta mal!
Cuando termina de hablar permanece
acurrucado con la vista fija en la grabadora.
—¿Qué hace cuando se porta bien?
De nuevo, arma una bocina con las
manos y levanta el tono para responder.
—Cuando se porta bien compra Bom Bom
Bun y me da a mí y le da a Brenda.
—¿Y cuando se porta mal?
—Le pega una lluvia de puños a la
ropa que está ahí colgada y dice: “¡No jodaaa, yo soy el campeón mundial Kid
Pambeléeeee!”.
En esta última frase se esforzó por
remedar el vozarrón de su abuelo. Además, trató de copiar sus ademanes. Por
eso, respondió lanzando puñetazos en el aire, como si él también les estuviera
pegando a las camisas tendidas en la cuerda del patio. Después hundió el rostro
en el vientre de mamá Carlina y se quedó quieto.
—El problema de mi papá es ese —dice
ahora Rubén—. Él no quiere aceptar que ya no es campeón mundial. A nosotros nos
han dicho los médicos y varios conocidos de él, que eso es lo que le hace más
daño.
Son muchas las personas que, en
efecto, dan fe de ese delirio. Como Orlando García, el gran lanzador del
béisbol colombiano. En 1987, los dos ex deportistas coincidieron en la sucursal
de Hogares Crea en Barranquilla, con el propósito de curarse de la adicción a
las drogas. Desde el principio —cuenta García— el líder del grupo les dejó en
claro que allí no serían tratados como celebridades sino como seres enfermos.
Por eso les pidió borrar el pasado y empezar de cero.
“Usted, por ejemplo”, añadió, “aquí
no se llama Pambelé sino Antonio. ¡Pambelé fue el boxeador y lo dejamos allá
afuera, porque aquí adentro nos importa una mierda! ¡Aquí no queremos nombres
sino hombres!”.
Al principio, Pambelé se pasaba la
norma por la faja. Era displicente si le llamaban Antonio, recitaba cada rato,
en voz alta, los pormenores de su gloria; actuaba como lo que siempre ha creído
ser: el campeón. Un día los compañeros lo sentaron en el banquillo de los
acusados y lo acribillaron en una terapia de confrontación de quince minutos.
—¡Qué vas a ser tú campeón mundial ni
qué nada!
—¡Olvídate del tango, que ya Gardel
murió!
—¡No creas que eres mejor que
nosotros! ¡Recuerda que estás aquí por soplador!
—¡Hablando basura y permitiste que tu
vieja quedara otra vez en la calle!
—¡Tú no eres más que un pobre negro
hijueputa, cabezón y maluco!
El periodista Eugenio Baena cuenta
que ha sido testigo, por lo menos dos veces, de cómo Pambelé, en momentos de
desvarío, confunde el pasado con el presente. “Yo estuve con él en el Madison
Square Garden, cuando peleó contra Miguel Montilla. Eso fue en 1979. Hace como
dos años me lo encontré en la Plaza de los Coches y me preguntó que cuándo
había regresado de Nueva York”.
Baena recuerda que en ese momento,
como vio que se acercaba un grupo de turistas extranjeros, Pambelé tiró varias
combinaciones de golpes en el aire, acentuadas por su respiración. Movió la
cintura, echó la cabeza hacia atrás, como esquivando un leñazo, y al final sacó
un violento uppercut de izquierda que con seguridad le quebró la quijada a su
rival imaginario.
Los turistas, que se habían detenido
para ver la inesperada exhibición, aplaudieron. Los comerciantes del Portal de
los Dulces rieron a carcajadas. Lo rodearon. Alguien gritó: “¡Buena esa,
campeón!”. Otro dijo: “¡Mataste a ese pobre man!”. Pambelé levantó el puño
derecho hacia el cielo. Lo agitó en el aire, como si estuviera agradeciendo con
un pañuelo los cumplidos del público. Luego se dirigió otra vez al periodista.
—Doctor Baena: dígale a esta gente
cómo dejó la nieve esa de Nueva York. Yo me vine primero que usted porque el
frío me acobarda. Además, voy a vender el Mercedes Benz deportivo.
Más adelante, cuando por fin
encuentre a Pambelé, comprobaré cuán atinadas son todas estas voces que, en el
camino, me lo van retratando como un rehén de su pasado. Oyéndolo hablar
durante horas en diferentes cafeterías del centro de Bogotá, concluiré que es
un hombre encandilado por su propia gloria. El fogonazo de sus recuerdos es tan
vasto que no le permite ver lo que ocurre más allá. Es un resplandor que lo
persigue de manera obsesiva, recurrente, en la vigilia y en el sueño. Pambelé
es incapaz de precisarte, por ejemplo, qué camisa se puso hace dos días o cuál
era el apellido de Rosita, su primera novia. Si le preguntas cuántos nietos
tiene, tartamudea. Si le pides que te diga quién es su sobrino mayor, bosteza.
No sabe dónde botó el papelito en el que, hace 10 minutos, le anotaste tu
número telefónico. Pero en cambio evoca con pelos y señales los detalles de sus
21 peleas por el título mundial: el día y la hora, los hoteles en los cuales se
alojó, lo que se comió y lo que se bebió, los titulares de los periódicos, los
colores de cada pantaloneta suya y de los rivales, el olor de los camerinos. Tú
le mencionas un nombre —Nicolino Locche, pongamos por caso— y en seguida te
recita la película completa: Gimnasio Maracay, diez mil espectadores, sábado 17
de marzo de 1973, nueve de la noche. Locche con la ceja rota en el segundo
round. Locche con una hemorragia brutal en el quinto. Locche llorando porque en
el noveno su esquina tiró la toalla, en señal de rendición. ¡Nocaut técnico,
señores! ¡No hay quien pueda con Pambelé! ¡Tenemos campeón para rato!
Se sabe cada pelea de memoria. Te
puede decir en qué punto exacto del ring derribó al oponente, con qué clase de
golpe lo fulminó, quiénes llegaron a su esquina para felicitarlo, en qué
restaurante fue la cena de celebración, con qué tipo de vino fue el brindis. Tú
sólo tienes que darle un nombre, y listo. Él cuenta entonces que a Chang Kil Lee
lo tumbó con la derecha y a Víctor Millón Ortiz, con la zurda. Que a Héctor
Thompson lo noqueó con un directo a la mandíbula y a Norman Sekgapane, con un
gancho al hígado. Cuando le toca hablar de Esteban de Jesús, suspira profundo y
dice: “Pobrecito, después murió de sida”. Si le mencionas a Pepermint Frazer,
su respuesta es más larga, pues a ese rival le arrebató el título, el 28 de
octubre de 1972, en el Gimnasio Nuevo Panamá. En la revancha —agrega a
continuación— lo noqueó más rápido. Él todavía conserva, sí señor, la foto que
sacó El Tiempo en primera página, al día siguiente de ese combate: aparece
Peppermint gateando, los ojos vidriosos, el protector bucal tirado en el piso,
bajo el siguiente epígrafe: “¡Porque sé que de este golpe ya no voy a levantarme!”.
De su vida como campeón, a Pambelé no
se le escapa nada, ni lo grande ni lo pequeño, ni lo sufrido ni lo bailado. Él
recuerda, por ejemplo, en qué aerolínea viajó a Panamá cuando iba a pelear
contra Lion Furuyama; a qué hora aterrizó en Seúl cuando iba a defender el
título ante Kwang Min Kim y quiénes eran sus acompañantes en cada uno de esos
vuelos. Luego te informa que el día que se enfrentó a Wilfredo Benítez, en San
Juan de Puerto Rico, comió pescado en un restaurante español. Que la tarde que
le ganó a Benny Huertas, en Cali, comió churrasco en un asadero argentino. Y
todo eso te lo cuenta sin titubeos. En uno que otro caso, incluso, te da el
color y la moda de la camisa que tenía puesta durante la cena.
¿Anécdotas? ¡Ufff, un montón! En Tokio
terminó con las manos hinchadas de tanto pegarle a Yasuaki Kadota. En todos los
rounds lo tiraba a la lona una o dos veces. Cada caída era más aparatosa que la
anterior. Kadota no parecía al borde del nocaut sino de la muerte. Sin embargo,
siempre que lo derribaban se levantaba del suelo con un entusiasmo irritante,
digno de mejor causa. Otra vez le atizaban un porrazo que lo acostaba con las
piernas para arriba, y de nuevo se reincorporaba, se sacudía las nalgas y se
aprestaba a reanudar la contienda. Lo suyo ya no era coraje sino capricho. O,
como dice Pambelé, “puras ganas de joder”.
En el minuto de descanso anterior al
sexto round, el campeón lucía desesperado por el dolor en las manos. Entonces
fue cuando le disparó a su entrenador una de las ocurrencias más sublimes de la
historia del boxeo.
—Oye, Tabaquito, yo creo que estos
japoneses me están cambiando al tipo. Fíjate a ver si es el mismo.
Contagiado por la carcajada que
genera su historia, Pambelé sonríe. En seguida dice que en Palenque también le sucedió
algo gracioso. Fue el día de la inauguración del servicio de energía. Los
paisanos que habían concurrido a la plaza principal no parecían tan interesados
en la ceremonia oficial como en desfilar delante de la imagen de San Basilio,
el patrono del pueblo. La gente llegaba donde el santo, le decía unas palabras
y se iba. Muertos de curiosidad, el presidente Misael Pastrana y el alcalde de
Cartagena, Juancho Arango, decidieron acercarse para ver qué estaba pasando.
Entonces oyeron la insólita plegaria.
—San Basilio bendito, San Basilio
bendito, como Pambelé pierda el título, ¡te jodes con nosotros!
Cuando le pregunto de dónde sacó ese
chiste, responde que “esas son vainas del doctor Fidel Mendoza Carrasquilla”.
Más adelante, cuando por fin
encuentre a Pambelé, compararé su memoria con una videocinta que solo contiene
imágenes de su pasado como campeón. Descubriré que a veces, cuando habla, no
parece estar recordando sino encendiendo la casetera. Play, y empieza el
combate. Forward, y la acción se adelanta hasta el siguiente nocaut. Review, y
proyecta la caída del rival desde otro ángulo. Pause, y congela el cuadro para
ufanarse de la precisión del jab. Repetir las escenas es repetirse a sí mismo
en la gracia, volver a tener en los músculos la consistencia del acero. Es
recuperar los laureles estropeados por la calamidad, sentarse de nuevo en el
trono de la Diosa Fortuna. Es verse inundado de luz por los siglos de los
siglos, indestructible y hermoso, besado por las azafatas en los aeropuertos,
venerado por presidentes y ministros.
Todo eso, claro, lo pensaré cuando
esté por fin frente a Pambelé. Por lo pronto, como todavía no lo he encontrado,
sigo armando un bosquejo previo con las voces que voy oyendo en el camino.
Ahora, el turno es para Billy Chams, el empresario boxístico barranquillero.
Alguna vez que Pambelé trató de rehabilitarse, Billy le brindó la oportunidad
de trabajar en su cuerda como entrenador. Quienes lo veían en aquella época
—verbigracia, el periodista José Marenco— se asombraban con su progreso: estaba
juicioso, totalmente entregado a sus deberes. La sobriedad se le acabó la noche
en que peleó Miguel Happy Lora contra Lucio Metralleta López. Antes del
combate, los organizadores de la velada les rindieron honores a los campeones
mundiales de boxeo —retirados o activos— que había producido Colombia. Uno a
uno, los homenajeados fueron subiendo al ring para recibir el respaldo del
público. Cuando le tocó el turno a Pambelé, tambalearon las graderías. La
gente, tal vez conmovida por la recuperación de su ídolo, se puso de pie y le
tributó el más grande aplauso que se haya oído jamás en la Plaza de Toros de
Cartagena. Esa noche, Pambelé se perdió, en sentido metafórico y en sentido
literal. Pero antes de evaporarse en las tinieblas lo vieron tirar puños en el
aire, destapar una botella de ron y gritar que él es el único, el campeóoooon
mundialllllllllll. Nunca más volvió a asomar sus narices por la oficina de
Billy Chams.
El médico Christian Ayola declara que
las drogas y el alcohol no ocasionaron el problema de Pambelé, como todo el
mundo cree, sino que lo agravaron. Ayola descarta, además, posibles secuelas
del boxeo, ya que Pambelé no fue un hombre golpeado. “Yo estudié su cerebro y
no tiene ni una sola lesión neurológica”, agrega. “Mi diagnóstico es el
siguiente: trastorno bipolar afectivo, lo que anteriormente se conocía como
enfermedad maniaco—depresiva”. Según Ayola, se trata de un mal genético que
Pambelé heredó de su madre, doña Ceferina Reyes. “Obviamente, en el caso de él,
la crisis se recrudece por el uso de sustancias alucinógenas y por su sentido
totalmente errado del éxito y del fracaso”.
Humberto Martínez, quien estuvo a
cargo de Pambelé en el Hospital Siquiátrico de La Habana, explica que
justamente ese mal manejo del éxito y del fracaso es lo que genera su conducta
agresiva. “Él fue un ganador nato y quiere aferrarse a eso hasta que se muera.
Sin darse cuenta, plantea su vida en el pasado y trata de resolverlo todo con
los golpes, porque necesita sentir que todavía puede ganar”.
Tal vez fue por eso que hace dos años
el periodista Raúl Porto Cabrales lo vio peleando a puñetazo limpio, en pleno
centro de Cartagena, contra el también ex boxeador Milton Méndez. Ambos estaban
descamisados bajo la canícula atroz de la una de la tarde, en medio de un
círculo de bárbaros que los azuzaban a gritos. Los dos lucían rotos, hinchados
y el público les reclamaba más sangre. De pronto, en forma inesperada, dejaron
de pegarse y se dieron un abrazo inmenso. Intercambiaron elogios. Los
espectadores no entendían nada. Y quedaron más confundidos aún cuando Pambelé
sacó del bolsillo del pantalón un billete de 20 mil pesos y se lo entregó a
Milton Méndez. Alguien preguntó qué carajos era lo que pasaba. La respuesta fue
de Milton Méndez.
—Hombe, mi hermano, lo que pasa es
que Pambelé llegó buscando problema. Ustedes saben cómo es él. Yo le dije:
mierda, Pambe, yo peleo contigo ¡pero si me das 20 mil barras!
El cronista Jaime de la Hoz Simanca
considera que Pambelé comete sus famosos atropellos de manera inconsciente. Lo
que él busca, en su delirio, no es abusar de las demás personas sino
ratificarse como el campeón. No es que él quiera robarle al taxista el dinero
del servicio, ni pasarse de listo con la señora que le vendió el almuerzo. Al
negarse a pagar, cree simplemente que está ejerciendo un derecho. ¿Acaso
olvidas que él es Pambelé? ¡Pero cómo así, mi brother! ¿Estás loco? ¡Tuviste a
Pambelé en tu restaurante, brother, en tu restaurante! ¿Y pretendes cobrarle?
¡No, brother, déjate de venir a inventar películas de terror! ¿Tú piensas que
Pambelé es uno de los clientes pringacaras esos que comen en tu negocio todos
los días? ¡Qué falta de respeto es esa, brother!
Cuando Pambelé está en crisis no
distingue el pasado del presente. Recuerda el nocaut antiguo, lanza de nuevo el
uppercut. Y va por ahí disparando puñetazos alucinados que también a él le
duelen. Pega y vuelve a pegar pero recibe muchos golpes, a menudo más brutales
que los suyos. Vive convencido de que las calles son un ring del que puede
salir airoso sólo con la potencia de sus nudillos. Pero allí la violencia es a
otro precio, viejo Pambe. Allí no te muelen la osamenta con una trompada sino
con un garrote, ni te parten la ceja con un jab sino con un pico de botella.
Y ese peligro es el que a Rubén Cervantes,
su hijo, le inspira más temor. Mientras entramos en la sala, me comenta que su
padre festeja cada 28 de octubre —día en que ganó el título mundial— con una
borrachera tremenda. Desde temprano empieza a llamar por teléfono a sus amigos,
para que lo feliciten. “¿Tú sabes qué día es hoy?”, les pregunta. Cuando ellos
reafirman la fecha, entonces Pambelé les contesta. “Bueno, saca la cuenta.
¿Cuánto hace que soy campeón?”.
Noto que la pared principal de la
sala está llena de fotografías del Pambelé victorioso: con el brazo derecho en
alto, con presidentes y cantantes, levantado en hombros, asediado por los
micrófonos, inmenso como una catedral sobre un rival que agoniza en la lona.
Rubén me informa que el propio Pambelé fue quien armó esta galería y que se
sabe de memoria la posición de cada retrato. Si alguien le cambia el orden a
una foto, él lo descubre en la primera ojeada. Y agarra una rabieta monumental.
Carlina Orozco, que se ha venido
detrás de nosotros y está parada al frente de la galería, se persigna. Sólo
dice dos palabras, antes de esconder la mirada y taparse la boca otra vez con
el dedo índice.
—Pobre Antonio.
IV. Perder es cuestión de método
El empresario cartagenero Nelson
Aquiles Arrieta recuerda con nitidez la imagen del muchacho. Llegó una mañana
de 1963 a su oficina, con una bolsa de cigarrillos de contrabando debajo de la
axila derecha y un cajón de lustrar zapatos en la mano izquierda. Fiel a su
costumbre, Arrieta lo examinó de pies a cabeza en el primer vistazo. Lo midió
al ojo, le calculó el peso. Su olfato de tiburón se excitó en el acto,
reconoció en aquel intruso de extremidades largas y aceradas, al campeón
soñado. Era magro como una anguila pero sólido como una roca. Daba la impresión
de que, en la misma noche, podía bailar una tanda de mapalé y pelear contra
cinco tipos. Sin preámbulos, —y todavía de pies— el visitante fue al grano:
dijo que se llamaba Antonio Cervantes Reyes, que había nacido en Palenque de
San Basilio el 23 de diciembre de 1945 y que quería una oportunidad como
boxeador.
Esa misma tarde comenzó a entrenar en
el gimnasio. Arrieta demoró varios minutos para creer lo que estaba viendo:
Cervantes soltaba las manos con la rapidez de un relámpago y la fuerza de un
mortero. Cada vez que le asestaba un golpe al saco de arena de 120 kilos, lo
desplazaba 90 centímetros. Ninguno de los otros boxeadores de la cuerda había
logrado una hazaña similar. Arrieta sintió que se había ganado el premio gordo
de la lotería sin necesidad de comprar el boleto.
—Lo único que no me gusta —le dijo al
muchacho cuando terminó la práctica— es tu nombre. ¡De ahora en adelante te
llamarás La Amenaza Negra!
El optimismo de Arrieta, sin embargo,
se desvaneció apenas su pupilo debutó en el ring. ¡Cuánta torpeza, por Dios!
Usaba la guardia tan abierta que recibía todos los golpes que le lanzaban. Era
muy frío. Podía permanecer un round completo sin soltar las manos, como si la
lluvia de golpes que le estaba cayendo en el rostro no fuera un problema suyo.
Cuando por casualidad tiraba un puño, fallaba de la manera más ridícula.
En aquella época, el público deliraba
con la técnica refinada de Bernardo Caraballo y con el coraje suicida de Mario
Rossito. Cervantes, tosco y apático, era la antítesis de los dos ídolos. Para
sobrevivir en el mercado boxístico de aquella Cartagena racista y de ínfulas
virreinales, era necesario polarizar a la gente: encarnar, por ejemplo, la
rabia de los oprimidos. O ser el negro pedante al que todos los blancos
quisieran ver con las costillas rotas. Cervantes no representaba ni lo uno ni
lo otro. Nadie se herniaba haciendo fuerza para que ganara, nadie apostaba un
ojo por su derrota. Los que lo veían pelear, se aburrían. Pero al día siguiente
ya todo el mundo lo había olvidado.
Arrieta se avergonzó de haber visto a
Cervantes como el campeón mundial de sus sueños. Sin embargo, cuando dejó de
confiar en él no lo marginó, sino que empezó a utilizarlo como relleno en sus
carteleras. ¿Que no vino el boxeador panameño que iba a pelear contra Barbulito
Zuluaga? Ahí está Cervantes, vayan a buscarlo. ¿Que se necesita un oponente de
última hora para medirse contra Félix Salgado? Traigan a Cervantes. Un día el
empresario notó que los cartageneros no querían verlo ni siquiera como bulto de
ocasión. Entonces decidió que era hora de probar nuevas alternativas. Supuso
que en los pueblos, como había una menor oferta de entretenimiento, su pupilo
sería recibido sin prevenciones y sin exigencias. De modo que un sábado lo
programaba en Cereté y a los 15 días en María La Baja. En un lugar era presentado
como La Pantera Asesina y en el otro, como La Araña Negra. Después de probar
varios apodos impuestos por el mánager, el propio Cervantes solicitó que lo
llamaran Kid Pambelé, el mote que, allá en Palenque, le había acuñado su tío
Pablo Salgado, en homenaje a un boxeador nicaragüense. A esas alturas, por
andar peleando de carpa en carpa, tenía el aire bonachón de los leones de
circo. No inspiraba respeto.
Los compañeros de Kid Pambelé en sus
correrías rurales eran los otros boxeadores de la cuerda de Nelson Aquiles
Arrieta, casi todos pegadores del montón. Se la pasaban peleando entre sí
mismos, en un círculo repetitivo. El adversario más recurrente de Cervantes en
aquella etapa era José Godoy, un mecánico empírico al que usaban como escalera
de los muchachos que venían surgiendo. Todo el que lo enfrentaba, avanzaba un
peldaño en el escalafón. Su asombrosa cadena de derrotas inspiró un chiste: se
decía que una fábrica de jabones pretendía contratarlo como objeto
publicitario, y que para tal fin pondría el anuncio en la suela de sus botines,
ya que de esa forma el público apreciaría mejor la marca del producto, en el
momento en que Godoy cayera a la lona con los pies para arriba. A Godoy, sin
embargo, no había derrota que lo desmoralizara. Siempre estaba disponible para
el próximo combate. A cualquier hora del día o de la noche que llegaran a
buscarlo, abandonaba el taller y se iba. Ni siquiera preguntaba para dónde lo
llevaban ni a quién tendría que enfrentarse.
—Antonio y yo peleamos cuatro veces
—me dice José Godoy—. Él me ganó siempre.
Nos encontramos en el Gimnasio del
Pie del Cerro, donde Godoy se desempeña como celador. Sin esperar mi nueva
pregunta, me informa que precisamente por haber peleado tanto contra Pambelé
fue que llegó a quererlo como lo quiere. Viajaban juntos en los buses,
compartían las habitaciones de paso, almorzaban en las mismas fondas de
carretera. Gastaban como amigos el poco dinero que habían ganado golpeándose
como enemigos. Era muy raro, a propósito, que dos púgiles se odiaran. A veces
alimentaban en público la idea de una inquina feroz, para que los aficionados
se tragaran el anzuelo y acudieran en masa a ver el espectáculo. Pero tenían un
profundo sentido de la solidaridad social.
—Se ve muy maluco que un pobre escupa
a otro pobre, le dijo una vez el boxeador Enrique Higgins al periodista José
Ignacio Betancur. Y ese principio, en aquella época, era sagrado. Cuando
Bernardo Caraballo noqueó a Antonio Mochila Herrera, se puso contento porque al
fin había reunido el dinero suficiente para ampliar su casa. Al día siguiente
fue a buscar al único albañil que, según él, merecía ganarse los honorarios de
la obra: nada menos que el mismísimo Mochila Herrera, quien todavía tenía los
párpados inflamados por la muenda.
Cuando le pregunto a Godoy su
concepto sobre Pambelé, se explaya en elogios: el más grande, el de la pegada
más poderosa, el que puso en alto el nombre de Colombia, el que hizo que el
país se fijara en el boxeo, el mejor campeón mundial de su peso en toda la
historia. Como persona —añade después de una pausa— también es lo máximo,
siempre y cuando se encuentre sobrio. A veces, cuando le pagan la pensión,
viene al gimnasio por el mediodía y manda a comprar almuerzos para los
boxeadores que permanezcan entrenando.
—Pobre Antonio —suspira—. ¡Venir a
tropezarse con esa mala enfermedad! Él cuando se encuentra conmigo, me abraza.
La última vez que vino por aquí me dijo: fíjate, cabezón, lo que es la vida. Tú
perdías con todo el mundo y estás mejor que yo.
—Y usted, ¿qué le contestó?
—Yo le dije: marica, tú te volviste
bueno fue después, porque cuando andábamos peleando por los pueblos esos,
pasabas las de San Quintín. ¡Casi ni a mí me podías ganar!
—Así es —confirma ahora Nelson
Aquiles Arrieta—. ¡Casi ni a Godoy le podía ganar!
Después cuenta que tampoco en los
pueblos había público para las presentaciones de Pambelé. En Calamar, por
ejemplo, la taquilla fue tan pobre que sólo alcanzó para pagarle el almuerzo.
Le pregunto a Arrieta por qué Cervantes, a pesar de tantos descalabros, insistía
en pelear. “Porque cualquier cosa que le diera el boxeo era mejor que lo que
tenía antes”, responde sin vacilar.
¿Y qué era lo que tenía antes? En
principio, allá en su natal Palenque, era un niño doblegado por la aspereza de
su rutina diaria: tenía que madrugar a buscar el agua, arrear las hojas de
bijao para envolver los pasteles que hacía su madre, cortar una carga de leña,
vender pescado de casa en casa —a pleno sol y con los pies descalzos— y por la
tarde llevarle a su abuela, en Cartagena, un bulto de plátano verde para que
ella lo revendiera en el Mercado del Arsenal. Era el mayor de los seis
hermanos. Esa circunstancia, sumada a que el otro varón de la familia era
todavía un bebé y a la ausencia prolongada de su padre, le impuso desde muy
temprano obligaciones de adulto.
Antonio no había cumplido los 10 años
cuando los Cervantes Reyes se mudaron para Cartagena. En su pueblo —uno de los
primeros enclaves de negros cimarrones que hubo en América— escaseaba el
dinero, pero sobraban los alimentos. La yuca crecía silvestre, el ñame se
extendía como la plaga y los peces se multiplicaban en cualquier época del año.
Nunca faltaba un sancocho de hueso humeante en el fogón del patio. Tampoco, un
allegado que cocinara cerdo y te regalara, por lo menos, la asadura. Había
comida suficiente para que te hartaras y te olvidaras de que eras pobre. Pero
ahora, en Cartagena, Antonio debía acostarse algunas noches con el estómago
vacío.
Su familia se estableció en Chambacú,
un tugurio ubicado en las afueras del sector colonial. Aquello era entonces un
fangal de olvido disputado por los zancudos y los vándalos. Una tarde, un
hombre atracaba a otro con una hachuela de carnicero. Al día siguiente, dos
mujeres peleaban a arañazos y mordiscos por el amor de un negro que tenía tres
dientes forrados en oro. En el barrio siempre estaba sucediendo algo espantoso
que parecía definitivo. El apremio de cada hora impedía ver más allá del
momento. Nadie se preocupaba por el mañana, pues lo verdaderamente urgente era
terminar con vida la noche actual.
Antonio se preguntaba si sobreviviría
a la hostilidad de las calles y a la miseria de su casa. Le mortificaba que los
haraganes de esquina se mofaran de su acento palenquero. Sufría viendo las
angustias de su madre. Un día entendió que nadie lo respetaría en aquel
universo de infamia, si no era capaz de castigar a todo el que le faltara con
una buena trompada en el caracol de la oreja. ¡Santo remedio! Para combatir al
otro enemigo —el hambre— se consiguió un cajón de lustrabotas y un cartón de
cigarrillos de contrabando. Y se fue a probar suerte en el Camellón de los
Mártires.
No tardaría en descubrir que en
aquella época la única opción digna que la ciudad les ofrecía a los muchachos
negros y pobres como él era el boxeo. De modo que cuando por fin se calzó los
guantes no fue para empezar la pelea sino para seguirla, porque, como advertía
el periodista Melanio Porto Ariza, “el primer ring es la vida misma, que manda
unos porrazos fuertes de hambre y dolor”.
—A mí me impresionaba mucho —dice Nelson
Aquiles Arrieta— que él no expresaba desilusión por su falta de carisma para
atraer al público. Era un conformista de tiempo completo.
Tan resignado estaba Pambelé a su
papel de perdedor, que cuando volvieron a programarlo en Cartagena le apostó a
su propia derrota. Dos días antes de la pelea fue contactado por unos
desconocidos, que le prometieron dinero si se arrojaba a la lona en el cuarto
asalto. Y claro: aceptó en menos de lo que canta un gallo. Lo que no imaginaba
era que su adversario, Chico González, le arruinaría el plan. En el segundo
round, sin que Pambelé le rozara un pelo, el tipo se tiró al piso. Torció los
ojos, estiró una pierna. El árbitro empezó entonces el conteo fatídico.
—Uno, dos.
El público vio claramente que, antes
de los diez segundos de rigor, a González no lo levantarían del suelo ni con
una grúa.
—Seis, siete.
—¡Párate, hijueputa, que no te he
pegado!, gritó Pambelé.
—Nueve, diez. ¡Nocaut fulminante!
Todo el mundo en Cartagena se enteró
de que González parrandeó esa noche, hasta el amanecer, con los carniceros del
mercado, quienes habían urdido la patraña. Pocos días después, la Federación
Colombiana de Boxeo determinó suspender por un año a los dos protagonistas del
insólito tongo doble, único caso de su género en los anales de este deporte.
Maniatado por la sanción y
abochornado por los comentarios de la gente, a Pambelé no le quedó más opción
que irse del país. Su nuevo destino: Caracas, la capital de Venezuela.
V. Paseando en el carro de bomberos
Quienes lo conocieron en Cartagena
como un simple relleno de carteleras quedaron desconcertados la noche del 28 de
octubre de 1972, cuando la radio empezó a difundir la noticia de que se había
convertido en el primer campeón mundial de Colombia.
Algunas personas, convencidas de que
su victoria por nocaut sobre Alfonso Peppermint Frazer había sido producto de
un golpe de suerte, vaticinaron que sería un monarca efímero, dueño de un trono
de papel que volaría en pedazos con la brisa más leve. Sin embargo, Pambelé
ganó su primera defensa del título y después la segunda. Luego siguió
aniquilando retadores, hasta imponer la más férrea dictadura que se recuerde en
la categoría de las 140 libras. El torpe se había transformado en un verdugo
implacable, en una máquina de demolición que no tenía fisuras por ninguna
parte.
En el ring lucía más bien sereno,
nada de despilfarrar los golpes como si fueran baratijas. Erguido, los pies
separados en un compás perfecto, lanzaba los puños solamente cuando tenía la
certeza de que iban a dar en el blanco. La mano izquierda adelantada mantenía a
raya al contrincante, con una arrogancia nunca antes vista. No era el típico
jab que apenas sirve para demarcar el territorio e impedir que el otro se
acerque, sino un martillo persistente que aturdía y perforaba. Pum, en la boca.
Pum, en la boca adolorida. Pum, en la boca rota. Pum, en la boca que chorreaba
sangre. El martillo pegaba y pegaba, obsesivamente, donde más te dolía, y sólo
te dejaba en paz al final de su tarea asesina. Pum, pum, pum. Cuando lograbas
superar el cerco de esa mano izquierda de pesadilla, entonces te esperaba,
inexorable como un trancazo, la derecha.
Si el porrazo explotaba en la punta
de tu barbilla, te garantizo que caías al piso como un tronco cercenado por un
hacha. Es posible que en esos diez segundos de penumbra soñaras, como Sonny
Liston, con una manada de cocodrilos interpretando un concierto de violines.
Pero al despertar no encontrabas música sino un mapa borroso que te confundía.
El repertorio ofensivo de Pambelé era
completo. Podía noquearte con un solo golpe o con la combinación de varios, en
el estómago y en el tabique nasal, por arriba y por abajo. Incluso se permitía
pegar mientras retrocedía, una virtud que sólo han poseído unos pocos elegidos
en la historia del boxeo. Sereno, la izquierda por delante, la derecha al
acecho, esperaba su oportunidad. Entre tanto, miraba sin parpadear, con la
concentración de un felino que prepara su zarpazo. Pum, el jab en el ojo. Pum,
el jab en la ceja. Cuando su olfato de bestia detectaba el desfallecimiento del
rival, lo remataba sin contemplación, con una eficacia deslumbrante.
En total realizó 21 combates de
título mundial, un récord para la división walter junior. En 1980, cuando
perdió la corona, los colombianos entendieron que esa era la consecuencia
lógica de su desorden. Además, ya contaba 35 años —que en el boxeo equivalen a
la ancianidad— mientras que su rival, Aaron Pryor, era diez años menor. Y tenía
hambre.
En octubre de 1998, Pambelé fue
incluido por expertos internacionales en el Salón de la Fama, un museo
consagrado a honrar la memoria de los mejores de todos los tiempos. A la
emotiva ceremonia, llevada a cabo en Bangkok, Tailandia, tuvo que viajar el
periodista Estewil Quezada, porque Pambelé llevaba varios días perdido y nadie
sabía dónde se encontraba. Cuando apareció, recibió el premio: un anillo de oro
que tenía escrito su nombre en alto relieve.
Le pido a Pambelé por enésima vez que
me informe dónde está el anillo de oro que le dieron en el Salón de la Fama. Se
hace el loco, sorbe el pitillo de su gaseosa. Nos encontramos sentados en el
segundo piso de una solitaria cafetería del centro de Bogotá. Llevo cinco días
entrevistándome con él y no le he oído ni una sola respuesta concreta sobre los
temas espinosos de su vida.
Siempre contesta que quiere mucho a
los colombianos, que él es un hombre del pueblo y que gracias a Dios todavía
hay salud. No pronuncia ni media palabra sobre la posibilidad de comenzar otro
tratamiento en Cuba, ni aclara para dónde se va cada tarde, cuando terminamos
la sesión de diálogo y él se mete por el callejón del frente. Uno le pregunta
que si ha llamado a Carlina y él responde que casi todos los días habla por
teléfono con José Luis. No dice, en cambio, cuándo regresará a Turbaco para ver
a sus hijos, ni cuándo fue la última vez que compartió la pensión con su mujer.
No hay por dónde agarrarlo. Agita la botella de gaseosa, sorbe el pitillo y
evade los ojos de su interlocutor. Cae en un silencio incómodo, tamborilea en
la mesa con los dedos de la mano derecha, consulta el reloj. Me gustaría que
precisara —le digo a quemarropa— en qué momento se volvió adicto y qué tipo de
drogas ha consumido. El hombre me observa con fastidio. Luego declara, con el
más serio de sus rostros, que ya no se acuerda de esa parte de su vida “porque
fue hace mucho tiempo”.
—¿Usted todavía se cree campeón
mundial?
—No.
Y no agrega ni un suspiro. Pambelé te
oye con sumo cuidado, te calibra aunque parezca que no te presta atención.
Calcula la respuesta. Luego dispara un monosílabo tajante, como un jab con el
cual pretende mantenerte a distancia. Jamás deja escapar una palabra que lo
comprometa. No dice, por ejemplo, quiénes fueron esos cartageneros de clase
alta que, en las fiestas de Bocagrande, le enseñaron a esnifar cocaína. “Toda
esa gente ya se ha ido muriendo”, es lo máximo que suelta, cuando ya te tiene
algo de confianza. Si lo interrogas sobre los perjuicios que le ha ocasionado a
su familia, pone cara de confusión, como si le estuvieras hablando en chino. Si
lo cuestionas sobre sus arranques de ira, también se muestra desconcertado.
Debe ser un error, te aclara, porque él nunca ha llegado a su casa rompiendo
objetos ni lanzando porrazos contra todo lo que se mueva. Tampoco admite que
arma líos en la calle. “Lo que pasa —explica— es que yo tengo una voz muy
fuerte y cuando hablo muchas personas piensan que estoy peleando”. De los
hospitales —agrega ahora, mientras revuelve el pitillo dentro de la botella—
recuerda muy poco. Al final, como si descargara el recto de derecha largamente
preparado, se viene con una de esas frases felices que pronuncia cuando quiere
cerrar un tema embarazoso. “Menos mal que ya salí de los problemas y ahora soy
un hombre nuevo. Gracias, Colombia, te lo dice Pambelé”.
—¿Ahora sí me va a decir dónde quedó
el anillo de oro?
—Hay unas personas de Cartagena que
lo tienen guardado porque van a montar un museo sobre la vida mía.
—¿Quiénes son esas personas?
—Vamos a dejar las cosas de ese
tamaño. Tú sabes, ese es un anillo de oro fino y no es bueno que la gente sepa
dónde está.
—Él nunca va a decir dónde vendió el
anillo ese —me advierte Miguel Gómez—. Es la persona más mentirosa y
manipuladora que yo he conocido en mi vida.
Gómez es el propietario de Bogotana
de Ediciones, una empresa distribuidora de libros donde Pambelé actúa como
“relacionista público”. Los dos piden citas en diferentes empresas de la
capital, para ofrecer enciclopedias didácticas. Ante los obreros reunidos en
pleno, el ex boxeador pronuncia unas palabras sobre su caída en el vicio. Hace
dos días, por cierto, los acompañé a visitar un cultivo de flores de la sabana
de Bogotá. Pambelé comenzó su intervención recordándoles a los presentes que él
había sido el primer campeón mundial de boxeo nacido en Colombia. Lo tuvo todo
a sus pies —prosiguió— pero cayó en la mala situación “por culpa del licor, las
drogas y las mujeres malas”. Luego, sin dar mayores explicaciones, soltó una
conclusión feliz.
—He encontrado la luz al final del
túnel.
Me pareció que seguía al pie de la
letra un libreto gastado en la memoria, deteriorado por el uso. No era el
testimonio vibrante de alguien que se ha sumergido hasta el fondo en el horror,
sino un parlamento epidérmico, recitado a la carrera como parte de una
estrategia comercial. El hombre no abría su corazón: trabajaba.
Sin embargo, el auditorio lo
escuchaba con la boca abierta. Cuando Pambelé terminó la presentación, Gómez
sacó la caja de la mercancía y la puso sobre la mesa. En cuestión de minutos,
se vendieron las enciclopedias. Cada empleado se arrimaba después a Pambelé,
para que le autografiara su ejemplar. Cualquiera que hubiera visto la escena sin
conocer al personaje, habría podido confundirlo con una celebridad literaria de
El Congo. Ese mismo día, por la noche, se fue para Barranquilla sin avisarle a
nadie. Entonces, convertido de nuevo en su propio fantasma, emprendió el camino
inverso de su discurso, hasta encontrar otra vez el túnel al final de la luz.
—Es manipulador —repite ahora Miguel
Gómez.
Estamos sentados en el altillo de su
casa, en el norte de Bogotá. En Turbaco, los hijos de Pambelé me habían
comentado que tienen una deuda de gratitud con Gómez, no sólo por el sueldo que
le paga a su padre, sino también por la protección que le ha brindado a toda la
familia durante casi 15 años.
Hoy, sin embargo, Gómez se declara
aburrido por la conducta de Pambelé. Le ha aguantado muchas fallas, me dice.
Una vez, en Manizales, tuvo que ir en persona a sacarlo de una bodega, donde
estaba revuelto con seres cadavéricos que llevaban varios años consumiendo
bazuco sin ver la luz del sol. Después, en Bogotá, debió hospitalizarlo de
emergencia, porque la mesera de un restaurante del barrio Santa Fe le había
partido el pómulo con una botella. También le ha tocado rescatarlo en Cali y en
Armenia. Lo peor —añade— no son sus desmanes públicos sino sus mentiras. Para
justificar su apreciación, cuenta la historia de la madrugada en que lo
llamaron a su casa, para avisarle que Pambelé estaba retenido. Cuando Gómez
llegó a la estación de policía, encontró a los agentes de turno asustados por
la posibilidad de que Pambelé resultara matándose delante de ellos, ya que tenía
las manos sangrantes de tanto estrellarlas contra las paredes. Además, lloraba
como un niño y le pegaba cabezazos desesperados al borde de una banca.
Ya liberado, cuando Miguel Gómez le
preguntó por qué lo habían retenido en la estación, Pambelé le dio una
respuesta que lo dejó perplejo.
—¿Y a ti quién te dijo que yo estaba
preso? Lo que pasa es que esos policías son amigos míos y me invitaron a tomar
tinto.
Gómez —como muchas de las personas
con las que me entrevisté— considera que a Pambelé le hizo daño el no haber
conservado su arraigo social cuando fue campeón. Marcado por su infancia tan
pobre, sentía quizá que debía mejorar el estrato económico para que su éxito
fuera completo. Por eso se mudó para el exclusivo sector de Bocagrande, donde
nunca antes habían aceptado a un negro, y cambió a sus amigos de siempre por
gente famosa o adinerada como él. Ensoberbecido en las alturas, olvidó quién
era y de dónde venía. No entraba en el Mercado de Bazurto porque le parecía
hediondo ni visitaba a sus antiguos compadres porque vivían muy lejos. Caminaba
sin mirar para los lados. Y ya no quería comerse el pescado con la mano sino
con cubiertos de plata. Extraviado en un círculo social al que no pertenecía,
sus relaciones dependían más del dinero que del afecto. Algunos de los vecinos
que le abrían calle de honor cuando lo veían a bordo de su Mercedes Benz
deportivo tal vez habían pasado frente a él, sin saludarlo, cuando era un
muchacho pobre que andaba en chancletas vendiendo Marlboro de contrabando por
el Camellón de los Mártires. ¿Quién, en ese universo ancho y ajeno, tendría
interés en protegerlo?
En cambio Rodrigo Valdez —me decían
las fuentes— preservó el sentido del arraigo cuando fue campeón mundial del
peso mediano. Siguió viviendo en Olaya Herrera, con el argumento de que el
pobre es pobre aunque tenga plata. Compraba buses para darles trabajo a sus
compadres, abría las puertas de su casa, se comía el pescado con las manos.
Como era tan tímido, sólo se sentía cómodo entre su gente. Huía de los extraños
—aun de los más distinguidos— como si fueran el mismísimo demonio. Una noche le
dejó la cena servida nada menos que al Príncipe de Mónaco, con la excusa monda
y lironda de que tenía mucho sueño. Al día siguiente, mientras desayunaba,
alguien le dijo que había actuado mal. “Verdad que sí —admitió— qué pena con
ese pobre príncipe”.
—Gracias a algunos de sus nuevos
amigos ricos —dice Gómez—, Pambelé probó la cocaína. Claro que lo peor de él es
eso de creer que es campeón mundial.
—Es su obsesión.
—Yo no sé si tú recuerdas que antes,
cuando los boxeadores regresaban a Colombia después de ganar el título, los
subían en un camión del Cuerpo de Bomberos y los paseaban por las calles para
que la gente los viera. Él sigue creyendo que es 28 de octubre de 1972 y que ya
vienen a buscarlo para darle su paseo.
—¿Usted no cree que ponerlo a firmar
libros es seguirle dando tratamiento de campeón?
—Si a eso vamos, ¿dónde quedan los
periodistas que le hacen reportajes?
De las palabras de Miguel Gómez me
acordé la última tarde que me vi con Pambelé. Fue en la carrera 7a. con calle
17, igual que las veces anteriores. Lo encontré parado en la esquina, con un
vaso de tinto en la mano derecha. Cuando empezamos a caminar rumbo a la
cafetería, un pordiosero que estaba acurrucado en el piso lo saludó levantando
el pulgar derecho. Luego un agente de la Policía, guiñando un ojo, dijo que así
como se veía hoy era como todos los colombianos querían verlo. Lo saludaron el
vendedor de libros piratas y la empleada de la tienda de discos. En la cuadra
siguiente nos tropezamos con un hombre que, al reconocerlo, le tiró un gancho
suave en el estómago. De pronto, los pasajeros de un bus estacionado en el
frente, empezaron a llamarlo a gritos:
—¡Adiós, campeón!
—¡Campeónnn!
Pambelé hizo la “V” de la victoria
con la mano izquierda, aparentemente despreocupado por establecer de dónde
venían los gritos. Sonrió, tocó la cabeza de un niño que venía en un coche.
Entonces tuve la impresión de que ya no avanzaba a pie sino encaramado en lo
más alto del camión de los bomberos, donde jamás de los jamases volvería a
alcanzarlo la derrota. Lo vi desamparado en su quimera, pero dispuesto a
defender hasta el final el único trono que le queda.
Los enanitos toreros
Hugo Martínez —39 años, 118
centímetros— bebe un nuevo buche de cerveza y empieza a enumerar las ventajas
de los enanos: no se descalabran con los travesaños de las puertas, ni sufren
cuando se agachan y, como si fuera poco, se libran de toparse cara a cara con
Dennis Rodman, ese tipo tan feo.
Sus compañeros de juerga, enanos como
él, largan la risotada. Uno de ellos le golpea la cabeza con la palma de la
mano, otro lo empuja, los demás le piden que no les embrome la vida. Todos
lucen achispados, felices. Martínez, a gusto en su papel picaresco, levanta las
nalgas y las menea en forma chistosa. Después continúa su función.
Cuando se presenta un asesinato
—dice—, un enano jamás es el primer sospechoso, así se encuentre al lado del
cadáver con una pistola humeante en la mano. Además, como sus ojos están cerca
del suelo, tiene muchas posibilidades de descubrir, al lado de una
alcantarilla, aquel extraviado billete de 20 mil pesos que los seres normales
no pudieron ver por andar englobados en las alturas.
Larry Plazas —16 años, 120
centímetros— le pide a Martínez que suspenda las payasadas, porque ya le duele
el estómago de tanto reírse. Martínez lo amonesta con una mirada severa que,
evidentemente, es fingida. Sonríe, le pellizca la mejilla. Luego se tambalea
como borracho y dice que aún no ha mencionado la ventaja más grande de todas.
En este punto se dirige a mí y me advierte que yo no lograría, ni en sueños, un
momento de placer con Jennifer López. Lo máximo que conseguiría, si la viera,
sería un autógrafo, o comprobar que soy más alto que ella.
—En cambio yo, papá —exclama, con el
rostro súbitamente enrojecido—, si me pongo junto a ella, le doy por el culo.
Sus secuaces vuelven a reír de un
modo estridente. Uno de ellos opina que Hugo tiene tanta gracia que debería
llamarse Chris Rock. Hugo, siempre chusco, le responde que está pensando en ir
a una notaría para reemplazar su apellido Martínez por Norrea. Entonces todos
comienzan a gritar en coro:
— ¡Hugo Norrea!
— ¡Hugo Norrea!
— ¡Hu—Gonororrea!
— ¡Hu—Gonorrea!
La escena tiene lugar en Mariquita,
Tolima, un sábado por la tarde. Faltan tres horas para que los ocho enanos
toreros del grupo El Gran Tin Tin comiencen su actuación. Así que mientras
llega el momento definitivo, la cuadrilla aprovecha para dejarse caer unas
cuantas cervezas entre pecho y espalda. El más sediento es Víctor Prieto —30
años, 135 centímetros—, quien le pide a Hugo, con un gesto teatral, que deje
“la hijueputa vulgaridad”.
—Marica, recuerde que a mí me llaman
‘Vulgarcito’ —le contesta Hugo, antes de volver a empinarse la botella de
cerveza.
Todos siguen riendo a carcajadas en
el patio de la señora Elinor Elles, dueña de la cantina de mayor tradición en
el pueblo.
***
¿Por qué lanzar al ruedo a los
enanos, precisamente a los enanos, le pregunto a Ezequiel Vargas, dueño de El
Gran Tin Tin. Estamos sentados en la sala de su casa, ubicada en la
urbanización Arborizadora Baja, en el sur de Bogotá. Son las nueve de la mañana
de un viernes cualquiera. Nos acompañan Jorge Ricaurte —26 años, 117
centímetros— y Serafín Zapata 35 años, 127 centímetros—, los dos enanos que
viven con Vargas, más conocido en el ambiente taurino con el remoquete de ‘el
Curro’.
Vargas se pone a la defensiva y dice
que no inventó el toreo bufo, una actividad más vieja que él. Lo que quiero
saber, aclaro, es por qué se presume que una gavilla de novilleros diminutos
resulta cómica. ¿Será porque nos parece risible el contraste entre su
fragilidad y la dureza que se le atribuye a la tauromaquia? ¿O porque los
necesitamos como chivos expiatorios de nuestra barbarie? ¿O porque suponemos
que las anomalías ajenas son divertidas? Vargas admite que los toreros enanos
generan un placer retorcido: la gente se ríe de sus desplantes caricaturescos,
claro, pero también disfruta viéndolos arriesgar el pellejo frente a los cachos
de un becerro. Noto que, como en el antiguo circo, el gozo es consecuencia del
sacrificio. O, por lo menos, del peligro. Alguien debe inmolarse de vez en
cuando para que la puñetera vida de todos los días tenga sentido. Es algo que
está en la naturaleza de los seres humanos, qué le vamos a hacer. Bien dice el
escritor Henry Stein que cuando un niño se planta en el baño mientras su padre
se afeita, no es porque considere que ese ritual insulso valga la pena, sino
porque abriga la esperanza de que el adulto se desbarate la cara con la
cuchilla. Porque lo cierto es que el hombre invoca mucho los mandamientos
cristianos, pero a la hora de la verdad le importa un pepino la suerte del
prójimo. En el caso que nos ocupa —concluyo— los espectadores no solo festejan
la faena jocosa de los protagonistas, sino el hecho de que los enanos sean
otros y no ellos.
Vargas se niega a cuestionar las
motivaciones del público. Pero en cambio se siente obligado a defender su
espectáculo hasta las últimas consecuencias. En principio están las razones
económicas. Los enanos que no desafían la cornamenta de una vaca, los que no se
contorsionan de manera estrafalaria sobre la barra de un bar, los que no se
desnudan en las fiestas de despedida de solteros, los que no actúan como
hazmerreír de ferias, son un cero a la izquierda, un yerbajo del rosal.
Excluidos del mercado laboral, deben resignarse a ejercer, a ratos, oficios no
calificados. Sus estudios son precarios, en parte por discriminación y en parte
por la ignorancia de ciertos padres, que consideran una pérdida de tiempo
darles educación. Ni siquiera cuentan, literalmente, como ciudadanos rasos, ya
que los censos de población los desdeñan. La Asociación de Pequeños Gigantes de
Colombia, creada hace tan solo dos años, estima que en este país de 43 millones
de habitantes, hay unos siete mil enanos.
¿Cuál es el destino de esos enanos,
se pregunta ‘el Curro’, dándose una palmada vehemente sobre la rodilla derecha.
Para responder el interrogante, dice, nada mejor que recordar qué hacían y
cuánto ganaban los miembros de su elenco cuando él los conoció. Jorge Ricaurte
repartía hojas volantes para promocionar un negocio de brujería en el centro de
Bogotá. Devengaba 12 mil pesos diarios. Ángel Leal —20 años, 115 centímetros— era
vendedor ambulante de juguetes en las calles del sector 20 de Julio. En los
días mejores no ganaba más de 10 mil pesos. Víctor Prieto se levantaba a
las tres de la madrugada para ir al mercado de Corabastos a desgranar 100
libras de arveja, por la módica suma de 18 mil pesos. Javier Martínez —26 años,
125 centímetros— era blanco de la Policía, por andar traficando con discos
compactos piratas. Su patrón, un mercachifle de cuello blanco, apenas le pagaba
10 mil pesos. Larry Plazas estaba sin empleo.
Hoy, como colaboradores de El Gran
Tin Tin, reciben honorarios que oscilan entre los 60 mil y los 250 mil pesos
por cada velada. Y cuentan con seguridad social porque están afiliados a la
Unión de Toreros de Colombia. Cuando peor les va, hacen unas diez funciones al
mes, pero durante las temporadas altas esta cifra se duplica. Para los enanos
toreros —insiste ‘el Curro’—, los dividendos son palpables. Hugo Martínez, por
ejemplo, vive en España seis meses al año, durante los cuales recorre las
principales fiestas de su género en ese país. Con los ahorros de sus reiteradas
expediciones, ha logrado construir su casa, ladrillo sobre ladrillo, en el
barrio La Victoria, en el sur de Bogotá. Javier Martínez es el sostén de su
familia, pues sus hermanos normales están desempleados. Laureano Páez —55 años,
135 centímetros— ha viajado por una docena de países. Y Víctor Prieto le ha
regalado un techo a su madre, con lo cual consiguió, de paso, apartarla por fin
de su marido alcohólico.
Jorge y Serafín, que habían
permanecido callados durante todo este tiempo, dicen que los beneficios van
mucho más allá de lo material. Incluyen también, según ellos, el respeto de la
gente.
***
Dos horas antes de llegar a la plaza,
los toreros del grupo salieron a recorrer Mariquita. El propósito era
promocionar la corrida, atraer una mayor cantidad de público. Los enfiestados
habitantes, en efecto, los vitoreaban y les abrían calle de honor, los recibían
con carcajadas. Un solo enano es motivo suficiente para la curiosidad, pero
ocho enanos juntos repartiendo adioses desde una camioneta sin carpa son ya el
colmo de la rareza, el principio de la comedia. Inevitable preguntarse quiénes
son, de dónde salieron, cuándo llegaron y para dónde van, cómo se conocieron y
qué diablos se proponen, todas esas inquietudes que nadie se plantea frente a
un tropel de personas comunes y corrientes. Los seres humanos son capaces de
alquilar balcón para apreciar mejor los defectos de sus semejantes. Nada le
produce al hombre tanto morbo y tanta hilaridad como la anormalidad de otro
hombre. Por eso el circo es el escenario natural para burlarse del prójimo. Y
para deshacerse de él entregándoselo a los leones. O a las vaquillas
encrespadas como la que a esta hora, siete de la noche, acaba de saltar al
ruedo. Se trata de un animal berrendo de carrera impetuosa, que en menos de un
minuto se estrella dos veces contra la cerca.
Ángel le saca dos muletazos. Larry le
ofrece el capote a la distancia, pero no se le enfrenta. Hugo le muestra la
lengua desde el burladero. De pronto, la becerra embiste a Serafín y lo
arrastra un par de metros. El público se agita: aplaude, chilla, se carcajea.
La cuadrilla auxilia a Serafín y este se levanta del piso y se sacude las
nalgas. Luego hace una voltereta en el aire.
Un rato después, la vaquilla pierde
el último brío que le queda y jadea perezosamente recostada contra la valla.
Pero en seguida agacha la cabeza y resopla con fuerza, hurga la tierra con las
pezuñas delanteras, parece envalentonarse en un segundo aire. La amenaza se
queda en el puro aspaviento, porque está claro que ningún poder de este mundo
moverá a ese animal del punto donde se ha afincado. Entonces, los pequeños
toreros se abalanzan en manada contra la novilla. Unos la jalan por el rabo,
otros la trincan por los cachos, los demás se le cuelgan en el pescuezo y en el
lomo. El público ruge, el animador se exalta. La vaca cae al suelo, dominada
por los hombrecillos que están hincados en ella como sanguijuelas. En las
graderías estalla una salva de aplausos.
Al final de la jornada, ya en el
camerino, los enanos conversan sobre las cuatro horas de viaje terrestre que
les esperan a continuación, para regresar a Bogotá esta misma noche. Dormirán
muy poco, dicen, porque mañana temprano partirán hacia Yopal. Después vendrá un
nuevo destino, y luego otro, y así. Luis Alberto Ballén, el conductor de la
buseta que los transporta, estima que en el año 2006 han recorrido unos 10 mil
kilómetros.
—Esa fue la vida que elegimos—
señala, Serafín, alzando el pecho de manera solemne.
Todos están con los torsos desnudos y
en calzoncillos bóxer. De repente, Hugo agarra una daga para cortar un hilo que
se le salió a su chaqueta verde. Entonces me mira con sorna y lanza otra de sus
bromas.
—Huy, hermano, no se me ponga tan
cerca. Recuerde que no hay nada más peligroso que un enano con navaja. Los
compañeros, como siempre, sueltan la risotada.
***
Irónicamente, Serafín y Jorge no
alcanzan el timbre de la casa donde viven, la de ‘el Curro’. Cuando llegan de
la calle, deben silbar fuerte para que les abran la puerta. Si los de adentro
tienen la lavadora encendida o están oyendo música, no perciben la señal. En
ese caso, a Serafín y a Jorge les toca acudir a la ayuda de cualquier
transeúnte que les haga el favor de presionar el timbre.
Pese a los beneficios graciosos que
menciona Hugo, ellos saben que no son, precisamente, tipos que anden por ahí
tocando el cielo con las manos. La literatura rosa los ha idealizado bastante,
personificándolos, a menudo, como débiles capaces del heroísmo más increíble.
Pero este mundo no es Liliput, donde las criaturas minúsculas pueden sojuzgar a
los gigantes como Gulliver. Y esta vida no es una quimera en la que a David se
le permita derrotar a Goliat. La realidad prosaica de todos los días es que el
pez grande se sigue comiendo al chico, que los vendavales se ensañan con los
arbustos más enclenques.
A eso se refieren ahora Serafín y
Jorge, mientras visitamos a Víctor en Corabastos. En un día como hoy, me
explican, cuando no tienen compromisos con El Gran Tin Tin, cada quien
aprovecha el tiempo a su manera. Víctor continúa madrugando a desgranar sus
arvejas.
Lo que abunda en la cotidianidad
—recalcan los tres compadres— son las desventajas: el estribo demasiado elevado
del autobús, la silla alta del bar que les oprime el corazón, la curiosidad
abrumadora de la gente. Para ellos todas las manzanas del árbol son remotas,
prohibidas. Y las mujeres, inaccesibles. En este punto Jorge comenta que hace
poco se separó de su esposa, Dayra Bulla, que mide 1,76. La humanidad produce a
diario toneladas de esquelas románticas para justificarse en medio de la
tormenta, pero alguien debería empezar a hablar de los amores que naufragan por
los centímetros de más y por los centímetros de menos.
Para sobreponerse al mundo cabrón que
les tocó en suerte, es que torean. Todos han recibido cornadas feroces, cierto,
pero ese es el precio que deben pagar para demostrar que son capaces de
derribar al novillo temible. Y para que todas las plazas de toros del mundo
sean Liliput, ese país justo en el que los enanos pueden someter al más
gigante.
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