ADOPTA UN AUTOR: ALBERTO SALCEDO RAMOS


ALBERTO SALCEDO RAMOS

Nace en Barranquilla21 de mayo de 1963 es un periodista colombiano. Forma parte del grupo Nuevos Cronistas de Indias. Ha dictado talleres de periodismo narrativo en distintos países. Varios de los temas que ha abordado están relacionados con la cultura popular. Sus trabajos han aparecido en publicaciones comoSoHo y El Malpensante, de Colombia, así como Laberinto, de México, Sábado y Dossier, de Chile, Ecos, de Alemania, e Internazionale, de Italia, entre otras. Algunas de sus crónicas han sido traducidas a diferentes idiomas.  En la actualidad es columnista semanal del suplemento «Papel», del diario El Mundo, de España. (https://es.wikipedia.org/wiki/Alberto_Salcedo_Ramos).



El último gol de Darío Silva



1
UNO
Darío Silva avista una vieja pelota en el patio de su casa paterna. Mientras va a buscarla lo observo con atención. Me sigue asombrando que camine con tanta seguridad. En septiembre de 2006, cuando sufrió el accidente de tránsito que lo apartó del fútbol, muchos pensaron que quedaría cojo. Pero hoy no solo camina sin renquear sino que además es capaz de bailar candombe. Si algún extraño irrumpiera ahora en este lugar no se percataría de que tiene una prótesis en la pierna derecha.
Silva sacude la pelota contra el tronco de un árbol, la hace girar entre sus manos callosas. A continuación retoma el tema que interrumpió hace un momento: su indisciplina como futbolista. Dice que en la Copa América de 2004, disputada en Lima, se escapó todas las noches del hotel donde estaba concentrado con la selección uruguaya; que cuando jugó en Peñarol llegó muchas veces trasnochado a la cancha; que durante su periodo en el Portsmouth se volvió más fiestero.
—¿Cómo hacías para volárteles a los ingleses?
—Allá los equipos no se concentran antes de los partidos. Es más fácil salir de noche.
—Con razón el Portsmouth en esa época no levantaba cabeza.
—Y en esta, tampoco.
Entonces suelta la carcajada.
—Lo que pasa, ¿viste?, es que ellos confían en uno. Uno es adulto y sabe cuidarse.
—Sobre todo, cuidarse. Entiendo.
Silva vuelve a carcajearse. Luego dice que los futbolistas no forjan sus amistades en las canchas sino en los boliches. En las canchas, explica, él solo veía fecha tras fecha a los once jugadores del equipo contrario. Tenía que enfrentarlos y punto. A lo sumo intercambiaba con ellos un saludo durante el protocolo inicial o una palabra durante el partido. En los bares, en cambio, se topaba con multitudes de futbolistas, especialmente los domingos por la noche. Allí sí era posible intimar porque la presión de la competencia había quedado atrás.
Uno de esos amigos conseguidos en los boliches fue el panameño Julio César Dely Valdés. Cuando se conocieron, Silva pertenecía al Peñarol y Valdés, al Nacional. Pese a la rivalidad de sus equipos, tuvieron química desde el comienzo. Se emborrachaban después de los partidos, salían juntos con mujeres, compartían sus discos. Años después la vida les dio la oportunidad de jugar en el mismo club, el Málaga de España, donde conformaron una dupla goleadora. Silva cree que se entendían tan bien en las canchas porque habían intimado muchísimo durante las noches de farra.
DOS
—Cuando me ven en la calle se quedan locos los hijos de puta. Vos viste que yo no cojeo. Seguro piensan: “¿Y este no tenía una pata de palo?”.
Si hay algo que me ha impresionado en los cuatro días que he pasado con Silva es su procacidad. También, la habilidad de su pie artificial. Con ese pie encendió la moto de su hermana Andrea para llevarme a conocer el río Olimar. Con ese pie pateó una lata vacía de gaseosa en el barrio La Agraciada. Con ese pie saltó emocionado cuando su hijo Diego, de diez años, anotó un gol. Aquella tarde confirmé que en la cultura rioplatense el fútbol tiene unos rituales de iniciación similares a los del amor: acompañar al hijo en la cancha es como apadrinarle la primera novia.
Con el pie de la prótesis, digo, corrió hasta alcanzar un taxi que estaba detenido en el semáforo. Cuando nos acomodamos le dije al taxista que Darío Silva debe de haber sido el futbolista más indisciplinado de Uruguay en todos los tiempos.
—No crea —respondió, mirándome con malicia a través del espejo retrovisor—: los hemos tenido peores.
—¡O’Neill, O’Neill! —exclamó Silva, muerto de la risa.
—¿De dónde es usted? —preguntó el taxista.
—Colombiano.
—¿Ya vio la noticia de Fabián O’Neill?
—No.
—Ayer publicó un libro en el que habla de su indisciplina. Ha habido mucho revuelo.
—Peor que yo el hijo de puta —exclamó Silva entre risas—. Cuando estaba pequeño le llenaban la mamadera de vino.
Con ese pie recorrió varias cuadras para llevarme al restaurante donde gastó su primera mesada como esquilador de ovejas. Pidió ensalada rusa, bebió cerveza, afirmó que nunca más volverá a manejar un automóvil. Prefiere movilizarse en la motocicleta de su hermana o caminar. La camioneta donde andaba el día del accidente —añadió— quedó inservible. Sin embargo, se la vendió a una señora millonaria que colecciona objetos raros.
TRES
Silva me muestra el pie derecho. Dice que desde el primer momento se sintió cómodo con la prótesis, sin duda porque fue amputado por debajo de la rodilla, así que conservó la flexibilidad.
—Fue una cosa ilógica que ni yo mismo entendí —señala, y raspa el balón con las uñas.
Luego vuelve a hablar de su ética de trabajo como futbolista. Antes de hacer juicios hay que analizar muchas cosas, dice. Por ejemplo, él se mantuvo juicioso cuando jugó en el Cagliari, y sin embargo, solo marcó veinte veces en los cuatro años que duró el ciclo. En el Málaga, a pesar de que volvió a las juergas, duplicó sus goles. A él la disciplina excesiva le resecaba el alma, advierte. Por eso rendía más cuando disfrutaba la noche, así durmiera poco. Nada lo motiva más que amanecer entre los brazos de una mina. Eso es como reabastecerse de energía: le dan ganas de entrar a la cancha silbando y jugar cinco partidos seguidos.
Silva arroja el balón al suelo, me muestra su teléfono móvil.
—¿Ves cuántas rayitas le quedan a la batería?
—Una sola.
—Exacto. Cuando vos te pasás la noche garchando con una mina, la carga te llega hasta acá.
Y toca la pantalla con uno de sus dedos gruesos. Noto que tiene las uñas sucias.
Me asombran, digo, esas manos tan ásperas. Él responde que durante la mayor parte de su vida ha sido labriego. De niño esquiló ovejas, de adolescente ordeñó cabras. En aquella época el fútbol era apenas una diversión. Por las tardes se iba a jugar con sus amigos en cualquier calle del barrio. Los partidos se disputaban sin árbitros, sin reglas, y terminaban solo cuando la oscuridad de la noche imposibilitaba ver la pelota. Entonces aparecían los padres para ofrecer un brindis. Había vino, empanadas y, en algunas ocasiones especiales, bife. Al día siguiente todo el mundo retornaba a sus deberes.
Para Darío Silva, el fútbol era eso: respiro, camaradería. Pausa entre una jornada cumplida y otra por cumplir. En Treinta y Tres, el pueblo donde nació, las opciones siempre han sido escasas: laburo en el campo para garantizar el pan, fútbol en los ratos libres para entretenerse. ¿Qué más se puede hacer en esos parajes solitarios tan apartados de la capital?, pregunta.
—Se hace una cosa o la otra. ¡Ya está!
De modo que empezó a patear balones por la misma razón por la cual comenzó a arrear cabras: no había más alternativas. Sucedió cuando contaba, más o menos, seis años. Su padre era celador en una escuela y su madre, cocinera en otra. Para no dejarlo solo en casa, ambos se lo llevaban, por turnos, a sus puestos de trabajo. Cada colegio tenía cancha de fútbol, así que el pequeño Darío siempre terminaba metido en los partidos.
—¿Estudiaste en alguno de los colegios donde trabajaban tus viejos?
—Estudiar es un decir. Mi paciencia para eso es cero.
—¿“Eso”? ¿Te refieres al estudio?
—No me va la palabra “estudio” porque yo no estudié. Yo solo fui.
—¿Adónde fuiste?
—Fui al colegio donde laburaba mi padre. Pero era muy haragán.
—¿Hasta qué grado llegaste?
—Segundo. Me dormía en clase. Yo sabía que jamás iba a asomarme por una universidad.
—¿Y el fútbol?
—No pasaba nada con el fútbol.
—¿En la infancia no imaginabas que serías futbolista?
—Nada, no pasaba nada.
—Listo, no pasaba nada, pero ¿nunca imaginaste que podías ser futbolista?
—No.
Por lo menos —añade— no lo imaginaba cuando tenía diez años y comenzaba a esquilar ovejas. Los futbolistas le parecían unos señores famosos que aparecen por televisión jugando en estadios bonitos. Un pibe de provincia que solo aspiraba a entretenerse tras el laburo no accedería ni en sueños a un recinto de esos. Si alguien le hubiera profetizado en aquel momento su destino de futbolista, él lo habría refutado con una frase irónica de su padre: “¡Andá a cantarle a Gardel!”. Lo suyo, pensaba, sería la ganadería. Al entrecerrar los ojos sobre la almohada se veía en una finca propia orientando un rebaño de vacas Hereford.
La vida gira como una pelota, dice Silva ahora. Lo dice mientras pisa el balón con el pie derecho, el de la prótesis. Le doy un vistazo de abajo arriba. Calculo que mide, a lo sumo, 1,76. Me pregunto cómo pudo haber sido un atacante tan depredador con esa estatura. En la selección uruguaya, el 9 casi siempre ha sido un tipo de más de 1,80. Él retoma su idea: la vida es un viaje en redondo. Te desvías, te alejas, pero siempre llegas al lugar predestinado.
Siguió jugando de manera informal, dice. En este punto aclara que no recuerda cómo hizo el tránsito de la calle a la cancha. Lo que sí recuerda es que al principio, quizá por su estatura, fue ubicado como lateral derecho. Tenía velocidad, despliegue físico, ganas, potencia, pero en los recorridos largos fracasaba: no sabía hacer diagonales para acortar el terreno, tiraba mal los centros. Una tarde apareció un entrenador que lo alineó como delantero. ¡Bingo! El patito feo se convirtió en cisne: explosivo en los piques cortos, certero cuando quedaba en posición anotadora.
—¿Vos recordás lo que decía Menotti sobre Romario?
—No.
—Decía que dentro del área era mejor que Pelé.
—¿Te estás comparando con Romario?
—Andate despacio, cada quien entiende lo que quiere.
A continuación señala que Romario siempre fue su referente. Lo cita solo para darme a entender que cuando se convirtió en delantero mostró su mejor faceta dentro de la cancha. Ahí comenzó a despejarse su panorama. La vida, repite, es como una pelota. Da vueltas, va y viene, trae sorpresas, llega adonde debe llegar. Para demostrármelo, me cuenta cómo fue que el fútbol vino hacia él en un momento en que él no estaba yendo hacia el fútbol.
Oigo la historia, coreo su frase: la vida es como una pelota de fútbol. La pelota viaja, se escapa, la controlan los otros, se ve inalcanzable por allá lejos, se acerca, te llega de repente, te rebota, huye de ti, se eleva y, cuando ya la das por perdida, atraviesa un bosque de piernas y te cae cortita y al pie, toda tuya, frente al arco, para que te llenes el empeine con ella, ¡zas!, y metas el gol del triunfo en el último minuto.
Ese fue su caso, ni más ni menos: el balón perdido le llegó directo al pie. Sucedió en 1990, cuando tenía diecisiete años. Juan José Duarte, director técnico de la selección uruguaya sub-20, andaba observando jugadores. Una tarde anunció que viajaría a Treinta y Tres. El periodista radial que lo entrevistaba ni siquiera sabía dónde quedaba ese lugar. ¿Treinta y Tres? Un oyente llamó a la emisora para informar que el pueblo quedaba, más o menos, a trescientos kilómetros de Montevideo. Entonces Silva reconoció su oportunidad, vio de golpe lo que ocurriría. El resto es historia, concluye.
De la selección sub-20 que quedó cuarta en el Mundial de 1991 pasó al Defensor Sporting. Luego, al Peñarol; después, al Cagliari. Vinieron cuatro equipos más, y muchas convocatorias a la selección de mayores. Entonces Silva sintió que vivía al contrario de como lo había pronosticado: dedicado al fútbol y apartado de las granjas donde se hizo hombre. En su viaje se topó con lo inesperado. Asfalto, vértigo, esmog, grandes clubes, estadios llenos, hoteles de cinco estrellas, aplausos, fama, autógrafos, fotos de primera plana, mujeres, licor, discotecas, trasnochos, otra vez mujeres. Una camioneta, un tipo temerario que conduce borracho —él mismo— y el accidente que casi le arrebata la vida.
El accidente que lo hizo salir del fútbol por la puerta trasera, cuando apenas tenía treinta y cuatro años.
Un viaje redondo, después de todo, porque aquí está otra vez, a sus cuarenta y un años, como si nunca se hubiera ido.
Silva calla, mira hacia el otro extremo del patio, donde su hermana Andrea prepara café. Si analizamos bien el asunto —dice a continuación—, su predicción se está cumpliendo: hoy es el adulto estanciero que aparecía en sus sueños infantiles. No guía ningún rebaño de ganado Hereford, es verdad, pero en cambio sí tiene una tropilla de vacas Aberdeen Angus, y ovejas finas como las que esquilaba cuando era niño, ovejas Corriedale, nada menos, y también caballos árabes, y ciervos Axis, y una campiña bien podada.
CUATRO
Cuando estuvimos en su finca, a unos diez kilómetros del pueblo, Darío abrió un baúl en el que guarda recuerdos de su vida en el fútbol: una camiseta de Batistuta, un brazalete de Baresi, unas zapatillas de Ronaldo.
Me mostró sus animales, sus monturas de caballería, el retrato de sus padres ya fallecidos, las fotos de sus dos hijos, una tetera que le dieron en Paraguay y un poncho que le regalaron en Argentina.
Eso es todo lo que necesita para ser feliz, dijo.
Eso, más Lorena, su novia actual. Hace dos días se puso a pensar que ella es la única mujer a la que ha amado.
—¿Por qué lo crees?—Bueno, es la única a la que nunca le he sido infiel, ¡y llevamos más de un año juntos!
—¿Eras muy infiel?
—Ni te cuento.
Me extrañó que ventilara el tema. Para los futbolistas, eso hace parte de la mugre que se oculta bajo la alfombra. Él estuvo de acuerdo, y agregó que la promiscuidad solo sale a flote cuando el equipo pierde, o cuando el dueño necesita un pretexto para borrar a algún fulano de la nómina.
Entonces Darío volvió a hablar de su indisciplina. Un poco después de cumplir treinta años fue contratado por el Sevilla F.C. Allí coincidió con el andaluz Sergio Ramos, que entonces solo tenía diecisiete años.
Como Darío era tan desordenado, no quería que Ramos se le acercara, ya que podría dañarse viendo su mal ejemplo. Así se lo dijo.
—Pero es que tú me caes bien —le respondió Ramos.
—Bueno, hagamos algo —propuso Silva—: al andar conmigo vas a ver que yo digo cosas lindas, como que hay que portarse bien, y también hago cosas malas, como salir de farra la noche antes del partido. Bueno, fijáte en lo que yo digo, no en lo que yo hago.
Y volvió a soltar su eterna risotada.
CINCO
En la casa de los Silva ya huele a café.
Darío dice que Andrea, su hermana, es adicta al laburo. Cocina, plancha, barre, hace lo que sea necesario. Así es él: en su finca no se la pasa sentado viendo cómo vuelan los pajaritos sino sudando la gota gorda como le enseñaron sus mayores. Por eso tiene las manos ásperas: el trajín en el campo percude, encallece. Entonces guarda el teléfono móvil en el pantalón y me muestra el dorso de las manos. Inspecciono sus dedos gruesos, nudosos, su piel cundida de cicatrices.
Le pregunto de quién es el balón. Se encoge de hombros, el ceño fruncido, calla.
—¿Querés café?
—Sí.
—Creo que esta pelota es de mi sobrino.
—¿Cuántos años tiene tu sobrino?
—Y… ya es un hombre.
—¿Es futbolista también?
—Jugaba de chico. Después, largó.
—¡Quién sabe cuánto tiempo llevará esa pelota ahí abandonada!
—Es lo que te digo. Hace un ratito ni la veíamos, y ahora la tengo en el pie.
Quisiera saber, digo, si ha vuelto a meter goles con el pie derecho. Silva responde que por supuesto. A veces participa en torneos de veteranos. Ahí donde lo ven con su pata de palo —bromea— él todavía corre, todavía salta, y siempre que lo pongan mano a mano con el arquero, le va a pasar factura. Hace cuatro años estuvo en Colombia jugando en la despedida de su colega Iván René Valenciano. Después del partido hubiera podido bailar una tanda de candombe, porque se sentía entero.
—Me gustaría verte haciendo pinolas.
—¿Qué son pinolas?
—Cuando haces saltar el balón en el pie, una y otra vez, sin dejarlo caer.
—Ah, como jueguito…
—En algunas partes de Colombia les llaman pinolas y en otras, la 21.
—Qué nombres tan raros. Acá en Uruguay a eso se le llama “dominar”.
—Bueno, por favor, domina el balón para hacerte fotos.
—¡Estás loco!
—No entiendo.
—Así juegan los niños de siete años.
—¿Te parece malo?
—Mala, la muerte de mi abuelita. Pasa que no entrenamos así.
—¡Pero si no estamos en entrenamiento! Es solo para la foto.
—Decile a Maradona. Sacarías miles de fotos, ¿viste?, porque el tipo es capaz de durar una semana sin dejar caer la pelota.
Le pido el balón a ver si lo incito con mi ejemplo. Como apenas logro siete pinolas, Darío suelta una nueva risotada.
—Devolvémelo antes de que te broten hojas. ¡Sos un tronco!
Y otra vez se ríe.
De pronto, sin ningún aviso, se pone a dominar. Me pide que vaya contando en voz alta. Veo su rostro grave, concentrado —va una—, veo su pie izquierdo apoyado en el piso —van dos—, veo cómo el balón rebota suavemente en su pie derecho —tres—, veo cómo se tensa su cuerpo magro —cuatro—, veo sus brazos venosos —cinco—, veo cómo su camiseta lila se infla y se encoge —seis—, veo su nariz aguileña, veo sus pómulos angulosos —siete—, veo su piel cobriza —ocho—, veo su pelo ensortijado, ahora del color negro original —nueve—, veo la bota de su pantalón blanco arremangada hasta la rodilla —diez—, veo su pierna artificial cubierta con espuma de poliuretano —once—, veo cómo el muñón delgado de la prótesis naufraga en la abertura de su zapato. Me pregunto cómo se sostiene, por qué no se mueve.
Doce.
Trece.
Veo que Darío esboza una sonrisa burlona.
Catorce.
Descubro que no estoy contando con la vista sino con los oídos. Sigo oyendo, sigo contando.
Oigo el golpe de la pelota contra el empeine —quince—, oigo el jadeo de Silva —dieciséis.
Y ahora oigo su voz.
—Bueno, ya está.
Se detiene, atenaza el balón con la mano derecha. En seguida dice que nunca fue futbolista de pasatiempos. Los considera inútiles, pues en la cancha nadie anda tonteando. A él dénsela redondita en el área, y ya verán cómo pone a cobrar a todo el equipo.
Siempre creí lo contrario: que su nombre y la palabra divertimento encajaban sin tropiezos en la misma oración. Lo veía contento en la cancha, como más dispuesto a pasarla bien que a competir. En su pelo teñido de amarillo intuía un espíritu vivaracho, en su sonrisa permanente divisaba un temperamento afable. Además estaba el contraste entre su piel achocolatada y la piel blanca de sus compañeros. ¿Qué hacía ese negro mandinga revuelto con aquellos jugadores de aspecto europeo? En este punto Silva vuelve a largar la risotada.
—¡Pero si en la selección uruguaya ha habido más negros!
—Ya lo sé. Pero algunas veces tú fuiste el único.
Silva se mira un brazo, luego el otro.
—¿Te acordás de Marcelo Zalayeta?
—Sí, claro.
—¡A ese hijo de puta lo demoraron en el toaster más que a mí!
Y de nuevo suelta la carcajada.
A mi modo de ver, la apariencia correcta de Zalayeta no desentonaba en aquella tropa de blancos austeros. En cambio Silva me parecía, a ratos, un bailador de samba entrometido en una liga de tango. Era festivo, saltarín, desabrochado. Siempre creí que reivindicaba el significado primario del verbo jugar. Un día tenía el pelo amarillo, otro día rojizo; a veces lo usaba largo, a veces se rapaba. Celebraba los goles sacando la lengua, o brincando como canguro, o metiéndose el balón en la camiseta. Eso sí: aunque pareciera el miembro calavera del grupo, siempre actuó durante los partidos como un competidor feroz.
—Te ponés con firuletes y por ahí te matan.
—Entiendo: la pinta de payaso no impide trabajar en serio cuando empieza la función del circo.
—Si no, no cobrás.
—Claro.
—Cobrás con goles, no con jueguitos.
Calla un instante. Ahora tiene la pelota bajo el brazo izquierdo.
—Yo ensayaba penaltis en aquella pared. ¿Querés que tire uno?
—Claro.
—Patear es mejor que dominar.
—Claro, claro.
—Si nos imaginamos que esa pared es el arco, me vas a ver metiendo un gol con la derecha.
—¿Nunca te dijeron que pareces brasileño?
—¡Puta, miles de veces! Acordate de Catanha.
—Me acuerdo de Catanha, tu compañero brasileño en el Málaga. ¿Por qué lo mencionas?
—Nos confundían, ¿viste? A él le decían Silva y a mí, Catanha.
Andrea, la hermana de Darío, nos trae café.
—¿Ya le contó los desastres que hacía en casa? —me pregunta.
—No.
Entonces se miran, sonríen. Andrea me pasa el pocillo.
—Creció sin ley porque todos lo mimábamos. Es el menor de los tres, el único varón.
—¿Qué desastres hizo?
—Las paredes eran su portería. Mi padre vivía pagando vidrios rotos en el vecindario.
—Le queda muy bien su pelo amarillo.
Por toda respuesta, Andrea sonríe. Sus ojos verdes se iluminan.
—Mi pelo era como el de ella.
—Me imitaba desde pibito.
—Pero ella también me imitó. Ese pelo que tiene ahora se parece al mío cuando jugaba.
—El tuyo se parecía al mío.
—Los dos nos pintábamos.
—Sí, pero yo lo hice primero.
Ambos ríen. Darío arroja el balón al piso para recibir su café.
—¡Mirala bien a mi hermana, es trigueña! ¡A la hija de puta nunca la pasaron por el toaster!
Y suelta la enésima carcajada.
Andrea me mira, y después mira a Darío.
—Él me imitaba. Un día se puso lentes de contacto verdes.
—Pero eso fue de pibe, mirá que ya ni me acuerdo.
—Tuviste ojos verdes.
—No me acuerdo.
—Lo volviste a hacer cuando jugabas en el Málaga.
—Y, bueno, yo era dueño de una discoteca. Esos lentes fueron cosas de la fiesta.
—Me imitabas.
Entonces Darío se dirige a mí:
—¿Vos te imaginás las minas que me hubiera cogido con los ojos de mi hermana?
Y otra vez empezó a ahogarse de la risa.
Me sorprende que haya tenido una discoteca durante su paso por el Málaga. Silva responde que divertirse en un boliche propio siempre será más seguro que hacerlo en uno ajeno. Se trataba de una ocupación adicional como cualquier otra. Como estudiar de noche, por ejemplo, o cuidar un banco. El presidente del club sabía, sus compañeros sabían, la ciudad entera sabía. Nadie protestaba, pues la discoteca era “una inversión personal”. Además, él rendía en la cancha.
Jamás había conocido un deportista que se expresara de manera tan políticamente incorrecta. Para Silva —recapitulo en voz alta— beber antes de un partido era impedir que se le resecara el alma, desvelarse con una mujer era llenarse de motivaciones y atender una discoteca era como estudiar en jornada nocturna. En su credo personal ningún exceso es condenable si el futbolista ofrece resultados. Esto último lo aprendió con la experiencia, advierte entre risas. Al principio se escondía si veía periodistas deportivos en los boliches. Después descubrió que cuando rendía en la cancha a nadie le importaba si se acostaba temprano o amanecía en la calle. Por eso siempre llegó puntual a los entrenamientos, por eso siempre dejó el alma en cada jugada.
En este punto señala que a él le bastaban dos horas de sueño. Andrea asiente con la cabeza. Quisiera saber, digo, cómo puede competir en serio un futbolista desvelado y borracho. Entonces Darío esgrime su tesis más descarada: por haberse criado en el campo, tiene la ventaja de contar con un cuerpo muy fuerte. Me cuesta saber si en verdad piensa eso, o si solo me está gastando una broma. Por lo pronto, digo que quedamos notificados: debemos emplear a nuestros niños como ordeñadores de cabras para que más tarde disfruten de un libertinaje saludable.
Darío se ríe, dice que soy un hijo de puta. Luego agrega que la bohemia es muy común en el fútbol latinoamericano. Los entrenadores suelen mirar para otro lado, porque si ven demasiado pueden perder el control del grupo. Los compañeros suelen ser fieles al código de guardar silencio, porque nunca se ha dado el caso de que a un futbolista lo condecoren por soplón. El que muestra el trapo sucio afuera ensucia adentro. Además, ¿a quién le incumbe lo que vos hagás en tu tiempo libre? Emborrachate, cogete a ese minón que te pidió el autógrafo. Eso sí: al día siguiente llegá puntual al entrenamiento y rompete el orto laburando. Si ganás, nadie te armará lío.
Así funciona, concluye. Uno puede taparse los ojos para no darse cuenta o vendarse la boca para no hablar, pero la indisciplina está ahí.
—Lo que fue, fue. Ya está.
Me niego a creer —le digo— que cuando se encuentra a solas sea tan indulgente consigo mismo. Él responde que nunca lo ha sido. Siempre se ha culpado por su irresponsabilidad, y antes hasta se odiaba por eso. Pudo haber matado a los dos amigos que viajaban con él en la camioneta, pudo haberlos dejado inválidos. Menos mal no sucedió ni lo uno ni lo otro. Jamás se lo habría perdonado, así que ahora yo no estaría conversando con él sino solo con la morocha —y señala a su hermana.
No mató a los amigos, de acuerdo, pero humilló a su familia, la hizo sufrir mucho. Él también estaba desconsolado. Hacía como que olvidaba, como que todo le importaba un higo. Sin embargo, tenía un ahogo en el corazón. Veía su pierna rota, sentía sangre en un oído, escuchaba ruidos en la cabeza. Era quizá la voz de su conciencia. Nada ganaba con quedarse ahí, echado a la pena. Debía existir alguna forma de aprovechar la vida que le quedaba. Una tarde su psicóloga en Montevideo le dijo cuál era: valorarla, honrarla día tras día. Lo único que se le ocurrió entonces para lograr ese propósito fue devolverse para Treinta y Tres a cumplir su sueño de infancia.
Silva pone su mano áspera en mi hombro y me pide que lo acompañe hasta donde está la pared. Quiere que vea su último gol, ese que también fue el primero, el más bonito de todos, el que empezó a marcar desde niño en este patio amado.

La travesía de Wikdi

Publicado: 20 abril 2013 en Alberto Salcedo Ramos
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En la áspera trocha de ocho kilómetros que separa a Wikdi de su escuela se han desnucado decenas de burros. Allí, además, los paramilitares han torturado y asesinado a muchas personas. Sin embargo, Wikdi no se detiene a pensar en lo peligrosa que es esa senda atestada de piedras, barro seco y maleza. Si lo hiciera, se moriría de susto y no podría estudiar. En la caminata de ida y vuelta entre su rancho, localizado en el resguardo indígena de Arquía, y su colegio, ubicado en el municipio de Unguía, emplea cinco horas diarias. Así que siempre afronta la travesía con el mismo aspecto tranquilo que exhibe ahora, mientras cierra la corredera de su morral.
Son las 4:35 de la mañana. En enero la temperatura suele ser de extremos en esta zona del Darién chocoano: ardiente durante el día y gélida durante la madrugada. Wikdi —trece años, cuerpo menudo— tirita de frío. Hace un instante le dijo a Prisciliano, su padre, que prefiere bañarse de noche. En este momento ambos especulan sobre lo helado que debe de haber amanecido el río Arquía.
—Menos mal que nos bañamos anoche —dice el padre.
—Esta noche volvemos al río —contesta el hijo.
Diagonal adonde ellos se encuentran, un perro se acerca al fogón de leña emplazado en el suelo de tierra. Arquea el lomo contra uno de los ladrillos del brasero, y allí se queda recostado absorbiendo el calor. Prisciliano le pregunta a su hijo si guardó el cuaderno de geografía en el morral. El niño asiente con la cabeza, dice que ya se sabe de memoria la ubicación de América. El padre mira su reloj y se dirige a mí.
—Cinco menos veinte —dice.
Luego agrega que Wikdi ya debería ir andando hacia el colegio. Lo que pasa, explica, es que en esta época clarea casi a las seis de la mañana y a él no le gusta que el muchachito transite por ese camino tan anochecido. Hace unos minutos, cuando él y yo éramos los únicos ocupantes despiertos del rancho, Prisciliano me contó que el nacimiento de Wikdi, el mayor de sus cinco hijos, sucedió en una madrugada tan oscura como esta. Fue el 13 de mayo de 1998. A Ana Cecilia, su mujer, le sobrevinieron los dolores de parto un poco antes de las tres de la mañana. Así que él, fiel a un antiguo precepto de su etnia, corrió a avisarles a los padres de ambos. Los cuatro abuelos se plantaron alrededor de la cama, cada uno con un candil encendido entre las manos. Entonces fue como si de repente todos los kunas mayores, muertos o vivos, conocidos o desconocidos, hubieran convertido la noche en día solo para despejarle el horizonte al nuevo miembro de la familia. Por eso Prisciliano cree que a los seres de su raza siempre los recibe la aurora, así el mundo se encuentre sumergido en las tinieblas. Eso sí —concluye con aire reflexivo—: aunque lleven la claridad por dentro arriesgan demasiado cuando se internan por la trocha de Arquía en medio de tamaña negrura.
Prisciliano —treinta y ocho años, cuerpo menudo— espera que el sacrificio que está haciendo su hijo valga la pena. Él cree que en la Institución Educativa Agrícola de Unguía el niño desarrollará habilidades prácticas muy útiles para su comunidad, como aplicar vacunas veterinarias o manejar fertilizantes. Además, al culminar el bachillerato en ese colegio de “libres” seguramente hablará mejor el idioma español. Para los indígenas kunas, “libres” son todas aquellas personas que no pertenecen a su etnia.
—El colegio está lejos —dice— pero no hay ninguno cerca. El que tenemos nosotros aquí en el resguardo solo llega hasta quinto grado, y Wikdi ya está en séptimo.
—La única opción es cursar el bachillerato en Unguía.
—Así es. Ahí me gradué yo también.
Prisciliano advierte que con el favor de Papatumadi —es decir, Dios— Wikdi estudiará para convertirse en profesor una vez termine su ciclo de secundaria.
—Nunca le he insinuado que elija esa opción —aclara—. Él vio el ejemplo en casa porque yo soy profesor de la escuela de Arquía.
¿Podrá Wikdi abrirse paso en la vida con los conocimientos que adquiera en el colegio de los “libres”? Es algo que está por verse, responde Prisciliano. Quizá se enriquecerá al asimilar ciertos códigos del mundo ilustrado, ese mundo que se encuentra más allá de la selva y el mar que aíslan a sus hermanos. Se acercará a la nación blanca y a la nación negra. De ese modo contribuirá a ensanchar los confines de su propia comarca. Se documentará sobre la historia de Colombia, y así podrá, al menos, averiguar en qué momento se obstruyeron los caminos que vinculaban a los kunas con el resto del país. Estudiará el Álgebra de Baldor, se aprenderá los nombres de algunas penínsulas, oirá mencionar a Don Quijote de la Mancha. Después, transformado ya en profesor, les transmitirá sus conocimientos a las futuras generaciones. Entonces será como si otra vez, por cuenta de los saberes de un predecesor, brotara la aurora en medio de la noche.
—Las cinco y todavía oscuro —dice ahora Prisciliano.
Anabelkis, su cuñada, ya está despierta: hierve café en el mismo fogón en el que hace un momento tomaba calor el perro. Su marido intenta tranquilizar al bebé recién nacido de ambos, que llora a moco tendido. Nadie más falta por levantarse, pues Ana Cecilia y los otros hijos de Prisciliano durmieron anoche en Turbo, Antioquia. En el radio suena una conocida canción de despecho interpretada por Darío Gómez.
Ya lo ves me tiré el matrimonio
y ya te la jugué de verdad
fuiste mala, ay, demasiado mala
pero en esta vida todo hay que aguantar.
El fogón es ahora una hoguera que esparce su resplandor por todo el recinto. Cantan los gallos, rebuznan los burros. En el rancho ha empezado a bullir la nueva jornada. Más allá siguen reinando las tinieblas. Pareciera que en ninguna de las 61 casas restantes del cabildo se hubiera encendido un solo candil. Eso sí: cualquiera que haya nacido aquí sabe que, a esta hora, la mayoría de los 582 habitantes de la comarca ya está en pie.
Wikdi le dice hasta luego a Prisciliano en su lengua nativa (“¡kusalmalo!”), y comienza a caminar a través del pasillo que le van abriendo los cuatro perros de la familia.
***
Hemos caminado por entre un riachuelo como de treinta centímetros de profundidad. Hemos atravesado un puente roto sobre una quebrada sin agua. Hemos escalado una pendiente cuyas rocas enormes casi no dejan espacio para introducir el pie. Hemos cruzado un trecho de barro revestido de huellas endurecidas: pezuñas, garras, pisadas humanas. Hemos bajado por una cuesta invadida de guijarros filosos que parecen a punto de desfondarnos las botas. Ahora nos aprestamos a vadear una cañada repleta de peñascos resbaladizos. Un vistazo a la izquierda, otro a la derecha. Ni modo, toca pisar encima de estas piedras recubiertas de cieno. Me asalta una idea pavorosa: aquí es fácil caer y romperse la columna. A Wikdi, es evidente, no lo atormentan estos recelos de nosotros los “libres”: zambulle las manos en el agua, se remoja los brazos y el rostro.
Hace hora y media salimos de Arquía. La temperatura ha subido, calculo, a unos 38 grados centígrados. Todavía nos falta una hora de viaje para llegar al colegio, y luego Wikdi deberá hacer el recorrido inverso hasta su rancho. Cinco horas diarias de travesía: se dice muy fácil, pero créanme: hay que vivir la experiencia en carne propia para entender de qué les estoy hablando. En esta trocha —me contó Jáider Durán, exfuncionario del municipio de Unguía— los caballos se hunden hasta la barriga y hay que desenterrarlos halándolos con sogas. Algunos se estropean, otros mueren. Unos zapatos primorosos de esos que usa cierta gente en la ciudad —unos Converse, por ejemplo— ya se me habrían desbaratado. Aquí los pedruscos afilados taladran la suela. El caminante siente las punzadas en las plantas de los pies aunque calce botas pantaneras como las que tengo en este momento.
—¡Qué sed! —le digo a Wikdi.
—¿Usted no trajo agua?
—No.
—Apenas nos faltan tres puentes para llegar al pueblo.
Agradezco en silencio que Wikdi tenga la cortesía de intentar consolarme. Entonces él, tras esbozar una sonrisa candorosa, corrige la información que acaba de suministrarme.
—No, mentiras: faltan son cuatro puentes.
En la gran urbe en la que habito, mencionar a un niño indígena que gasta cinco horas diarias caminando para poder asistir a la escuela es referirse al protagonista de un episodio bucólico. ¡Qué quijotada, por Dios, qué historias tan románticas las que florecen en nuestro país! Pero acá, en el barro de la realidad, al sentir los rigores de la travesía, al observar las carencias de los personajes implicados, uno entiende que no se encuentra frente a una anécdota sino frente a un drama. Visto desde lejos, un camino de herradura en el Chocó o en cualquier otro lugar de la periferia colombiana es mero paisaje. Visto desde cerca es símbolo de discriminación. Además se transforma en pesadilla. Cuando la trocha se sale de la foto de Google y aparece debajo de uno, es un monstruo que hiere los pies. Produce quemazón entre los dedos, acalambra los músculos gemelos. Extenúa, asfixia, maltrata. Sin embargo, Wikdi luce fresco. Tiene la piel cubierta de arena pero se ve entero. Le pregunto si está cansado.
—No.
—¿Tienes sed?
—Tampoco.
Wikdi calla, y así, en silencio, se adelanta un par de metros. Luego, sin mirarme, dice que lo que tiene es hambre porque hoy se vino sin desayunar.
—¿Cuántas veces vas a clases sin desayunar?
—Yo voy sin desayunar, pero en el colegio dan un refrigerio.
—Entonces comes cuando llegues.
—El año pasado era que daban refrigerio. Este año no dan nada.
Captada en su propio ambiente, digo, la historia que estoy contando suscita tanta admiración como tristeza. Y susto: aquí los paramilitares han matado a muchísimas personas. Hubo un tiempo en el que adentrarse en estos parajes equivalía a firmar anticipadamente el acta de defunción. El camino quedó abandonado y fue arrasado por la maleza en varios tramos. Todavía hoy existen partes cerradas. Así que nos ha tocado desviarnos y avanzar, sin permiso de nadie, por el interior de algunas fincas paralelas. Doy un vistazo panorámico, tanteo la magnitud de nuestra soledad. En este instante no hay en el mundo un blanco más fácil que nosotros. Si nos saliera al paso un paramilitar dispuesto a exterminarnos, lo conseguiría sin necesidad de despeinarse. Sobrevivir en la trocha de Arquía, después de todo, es un simple acto de fe. Y por eso, supongo, Wikdi permanece a salvo al final de cada caminata: él nunca teme lo peor.
—Faltan dos puentes —dice.
Solo una vez se ha sentido en riesgo. Caminaba distraído por un atajo cuando divisó, de improviso, una culebra que iba arrastrándose muy cerca de él. Se asustó, pensó en devolverse. También estuvo a punto de saltar por encima del animal. Al final no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que se quedó inmóvil viendo cómo la serpiente se alejaba.
—¿Por qué te quedaste quieto cuando viste la culebra?
—Me quedé así.
—Sí, pero ¿por qué?
—Yo me quedé quieto y la culebra se fue.
—¿Tú sabes por qué se fue la culebra?
—Porque yo me quedé quieto.
—¿Y cómo supiste que si te quedabas quieto la culebra se iría?
—No sé.
—¿Tu papá te enseñó eso?
—No.
Deduzco que Wikdi, fiel a su casta, vive en armonía con el universo que le correspondió. Él, por ejemplo, marcha sin balancear los brazos hacia atrás y hacia adelante, como hacemos nosotros, los “libres”. Al llevar los brazos pegados al cuerpo evita gastar más energías de las necesarias. Deduzco también que tanto Wikdi como los demás integrantes de su comunidad son capaces de mantenerse firmes porque ven más allá de donde termina el horizonte. Si se sentaran bajo la copa de un árbol a dolerse del camino, si solo tuvieran en cuenta la aspereza de la travesía y sus peligros, no llegarían a ninguna parte.
—¿Tú por qué estás estudiando?
—Porque quiero ser profesor.
—¿Profesor de qué?
—De inglés y de matemáticas.
—¿Y eso para qué?
—Para que mis alumnos aprendan.
—¿Quiénes van a ser tus alumnos?
—Los niños de Arquía.
Deduzco, además, que para hacer camino al andar como proponía el poeta Antonio Machado, conviene tener una feliz dosis de ignorancia. Que es justamente lo que sucede con Wikdi. Él desconoce las amenazas que representan los paramilitares, y no se plantea la posibilidad de convertirse, al final de tanto esfuerzo, en una de las víctimas del desempleo que afecta a su departamento. En el Chocó, según un informe de las Naciones Unidas que será publicado a finales de este mes, el 54% de los habitantes sobrevive gracias a una ocupación informal. Allí, en el año 2002, el 20% de la población devengaba menos de dos dólares diarios. En esta misma región donde nos encontramos, a propósito, se presentó en 2007 una emergencia por desnutrición infantil que ocasionó la muerte de doce niños. Wikdi, insisto, no se detiene a pensar en tales problemas. Y en eso radica parte de la fuerza con la que sus pies talla 35 devoran el mundo.
—Ese es el último puente —dice, mientras me dirige una mirada astuta.
—¿El que está sobre el río Unguía?
—Sí, ese. Ahí mismito está el pueblo.
***
La Institución Educativa Agrícola de Unguía, fundada en 1961, ha forjado ebanistas, costureras, microempresarios avícolas. Pero hoy el taller de carpintería se encuentra cerrado, no hay ni una sola máquina de modistería y tampoco sobrevive ningún pollo de engorde. Supuestamente, aquí enseñan a criar conejos; sin embargo, la última vez que los estudiantes vieron un conejo fue hace ocho años. Tampoco quedan cuyes ni patos. En los 18 salones de clases abundan las sillas inservibles: están desfondadas, o cojas, o sin brazos. La sección de informática causa tanto pesar como indignación: los computadores son prehistóricos, no tienen puerto de memoria USB sino ranuras para disquetes que ya desaparecieron del mercado. Apenas cinco funcionan a medias. Recorrer las instalaciones del colegio es hacer un inventario de desastres.
—Este año no hemos podido darles a los estudiantes su refrigerio diario —dice Benigno Murillo, el rector—. El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, que es el que nos ayuda en ese campo, nos mandó un oficio informándonos que volverá a dar la merienda en marzo. Hemos tenido que reducir la duración de las clases y finalizar las jornadas más temprano. ¡Usted no se imagina la cantidad de muchachos que vienen sin desayunar!
Ahora los estudiantes del grupo Séptimo A van entrando atropelladamente al salón. Se sientan, sacan sus cuadernos. En el colegio nadie conoce a nuestro personaje como Wikdi: acá le llaman ‘Anderson’, el nombre alterno que le puso su padre para que encajara con menos tropiezos en el ámbito de los “libres”.
—Anderson —dice el profesor de geografía—: ¿trajo la tarea?
Mientras el niño le muestra el trabajo al profesor, reviso mi teléfono celular. Está sin señal, un trasto inútil que durante la travesía solo me ha funcionado como reloj despertador. La “aldea global” que los pontífices de la comunicación exaltan desde los tiempos de McLuhan, sigue teniendo más de aldea que de global. En el mundo civilizado vamos a remolque de la tecnología; en estos parajes atrasados la tecnología va a remolque de nosotros. Allá, en las grandes ciudades, al otro lado de la selva y el mar, el hombre acorta las distancias sin necesidad de moverse un milímetro. Acá toca calzarse las botas y ponerle el pecho al viaje.
—América es el segundo continente en extensión —lee el profesor en el cuaderno de Anderson.
Se me viene a la mente una palabra que desecho en seguida porque me parece gastada por el abuso: ‘odisea’. Para entrar en este lugar de la costa pacífica colombiana que parece enclavado en el recodo más hermético del planeta, toca apretar las mandíbulas y asumir riesgos. El trayecto entre mi casa y el salón en el cual me encuentro este martes ha sido uno de los más arduos de mi vida: el domingo por la mañana abordé un avión comercial de Bogotá a Medellín. La tarde de ese mismo día viajé a Carepa —Urabá antioqueño— en una avioneta que mi compañero de viaje, el fotógrafo Camilo Rozo, describió como “una pequeña buseta con alas”. En seguida tomé un taxi que, una hora después, me dejó en Turbo. El lunes madrugué a embarcarme, junto con veintitrés pasajeros más, en una lancha veloz que se abrió paso en el enfurecido mar a través de olas de tres metros de alto. Atravesé el caudaloso río Atrato, surqué la Ciénaga de Unguía, hice en caballo el viaje de ida hacia el resguardo de los kunas. Y hoy caminé con Wikdi, durante dos horas y media, por la trocha de Arquía.
El profesor sigue hablando:
—Chocó, nuestro departamento, es un puntito en el mapa de América.
¡Ah, si bastara con figurar en el Atlas Universal para ser tenido en cuenta! Estas lejuras de pobres nunca les han interesado a los indolentes gobernantes nuestros, y por eso los paramilitares están al mando. En la práctica ellos son los patronos y los legisladores reconocidos por la gente. ¿Cómo se podría romper el círculo vicioso del atraso? En parte con educación, supongo. Pero entonces vuelvo al documento de las Naciones Unidas. Según el censo de 2005, Chocó tiene la segunda tasa de analfabetismo más alta en Colombia entre la población de 15 a 24 años: 9,47%. Un estudio de 2009 determinó que en el departamento uno de cada dos niños que terminan la educación primaria no continúa la secundaria. En este punto pienso, además, en un dato que parece una mofa de la dura realidad: el comandante de los paramilitares en el área es apodado ‘el Profe’.
Anderson regresa sonriente a su silla. Me pregunto adónde lo llevará el camino al final del ciclo académico. Su profesora Eyda Luz Valencia, que fue quien lo bautizó con el nombre de “libre”, cree que llegará lejos porque es despabilado y tiene buen juicio a la hora de tomar decisiones. Existen razones para vaticinar que no será un ‘profe’ siniestro como el de los paramilitares, sino un profesor sabio como su padre, capaz de improvisar una aurora aunque la noche esté perdida en las tinieblas.

Viaje al Macondo real

Publicado: 30 septiembre 2012 en Alberto Salcedo Ramos
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CASA DEL HIELO, esquina del barrio Boston, Aracataca. Empiezo la historia del Macondo real en el mismo punto donde empieza la del Macondo de ficción. A este lugar acuden de cuando en cuando viajeros procedentes de todo el mundo, admiradores de Gabriel García Márquez que pretenden encontrar aquí, en el pueblo donde él nació, elementos tangibles de su universo literario.
Cuando ciertos nativos desocupados avistan a esos forasteros en las calles del pueblo, entienden que ha llegado el momento de actuar. Macondo será historia pura en las páginas de Cien años de soledad, compadre, pero aquí en Aracataca existe, es materia genuina, ellos lo ven cada día y pueden hacérselo visible a los visitantes que tengan fe en hallarlo más allá de la literatura. En esa casa esquinera, por ejemplo, fue donde el coronel Aureliano Buendía conoció el hielo que habría de recordar muchos años después, usted sabe, frente al pelotón de fusilamiento. Présteme la cámara si quiere y yo lo retrato ahí con su novia.
Si el turista pide más detalles, se le dan. La casa de madera fue construida en 1923. En su patio se almacenaban hasta 200 bloques semanales de hielo durante los tiempos de la United Fruit Company, multinacional que entonces manejaba la producción de banano en estas tierras. Para los abuelos que poblaban Aracataca en aquella época, la llegada del hielo representó un avance notable. Acababan de descubrir un prodigio que servía para conservar los alimentos y espantar el bochorno.
Algunas veces, los guías espontáneos añaden que durante gran parte del siglo pasado el hielo fue un símbolo de estatus. Tú sabes, viejo gringo, hielito para la limonada del mediodía y hielito para el refresco del atardecer. Un lujo que no podía permitirse todo el mundo, apenas los ricos de Aracataca y los mandamases de la compañía bananera. Los bloques venían desde Ciénaga en un tren de la United Fruit Company. Eran cubiertos con aserrín para evitar que se derritieran, pues la madera es un aislante térmico. El que quisiera beber frío debía ir al patio y picar un poco de escarcha.
—Eche, Míster, tú sabes cómo es la película por aquí con estos calores.
Es posible que mientras el guía atiende a los forasteros aparezcan niños en chanclas de esos que en la actualidad se ganan la vida vendiendo bolsas de agua helada. El anfitrión les dará un vistazo cómplice, sonreirá.
—Las vueltas que da la vida: antes salía carísimo beber agua fría y ahora es lo más barato del mundo. Trescientas barritas nada más, Míster. Hoy el hielo es el aire acondicionado de los pobres.
El guía retoma su discurso en el mismo punto en que lo había abandonado cuando hizo la digresión. Entonces dice que en los años veinte del siglo XX a los niños les encantaban esos bloques, pues estaban surcados por agujas que se tornaban iridiscentes cuando les pegaba el sol. Así que uno de los planes familiares predilectos era entrar en esta casa a contemplar el hielo. Gabito —así lo llaman casi todos— seguramente vino muchas veces con su abuelo, el coronel Nicolás Márquez. Lo que pasa es que según la novela quien vino a conocer el hielo fue el coronel Aureliano Buendía. ¡Es que ese Gabito es más embusterooooo!
En el Macondo real, mucha gente vive convencida de que conoce al dedillo cada elemento del Macondo ficticio. Cita a sus personajes como si los hubiera visto en la vecindad, describe sus espacios como si los tuviera al frente. De eso me habla ahora el poeta Rafael Darío Jiménez mientras entramos en la Casa del Hielo.
¿Casa del Hielo?
El nombre suena irónico: al franquear la puerta, nos recibe una vaharada de aire caliente. En el suelo hay un reguero de cables eléctricos y muchas piezas automotrices desbaratadas.
—Esto es ahora un taller mecánico —dice Jiménez.
***
Son muchos los visitantes que buscan en el Macondo real la resonancia poética del Macondo literario. Pero acá el hielo no es un témpano luminoso que permanece intacto en la memoria sino una sustancia vulgar que se deslíe entre las manos. Eso sí: me cuenta el poeta Jiménez que algunos visitantes insisten. Quieren saber, por ejemplo, qué mujer del pueblo fue el molde original de Petra Cotes, la amante de Aureliano Segundo en Cien años de soledad. Nunca falta un nativo astuto que aporte el dato solicitado.
—Esa es Fulana, la querida de Perencejo.
Los guías agregan a continuación que según decían sus padres que habían dicho sus abuelos, el Mauricio Babilonia de la novela era un electricista que cada vez que pasaba por donde los Márquez Iguarán —abuelos de Gabito— dejaba tras de sí un enjambre de mariposas amarillas. Curiosamente, muchos de los nativos jamás han leído un libro de García Márquez. Pero llevan años oyendo hablar de sus criaturas y de sus historias, saben de sobra cómo explotar ciertos códigos macondianos. Además, sienten que el Macondo de la literatura es un simple reflejo de la vida de ellos. Así que ¿para qué perder el tiempo buscándolo en las novelas cuando pueden verlo en sus propias esquinas?
—¿Ustedes quieren saber quién era la tal Rebeca que comía tierra? Una señora llamada Francisca que vivía en la calle Monseñor Espejo.
Le digo a Rafael Darío que si yo fuera un lugareño sin formación académica, también pensaría que conozco a mi coterráneo más ilustre sin necesidad de haberlo leído. Total, llevo años viéndolo en la prensa, he oído su voz en la voz de todo el mundo. Si fuera un aldeano más y cerrara los ojos para que alguien me leyera pasajes de Cien años de soledad en voz alta, sentiría que me nombran a mis parientes cercanos, sentiría que me conducen a través de senderos familiares. Reconocería el aguamanil donde se lavaba las manos la tía y el mosquitero donde se guarecía el tío. Reencontraría en la ficción ciertos objetos de la realidad que ya no se ven en la realidad misma: la cama de tijera, el gramófono, la bacinilla de peltre. Identificaría el gallo de riña de mi compadre, supondría que Remedios la Bella ascendió al cielo envuelta en las sábanas blancas que lavó mi nana esta mañana. Vería a Úrsula Iguarán como la personificación de mi bisabuela: cegatona, indestructible.
Entiendo a esos paisanos que no ven las historias de García Márquez como transposición poética de la realidad, sino como simple reproducción documental de los sucesos cotidianos que narraban los vecinos.
—Eche, gringo, ¿quién dijo que Gabito inventó esos cuentos? Él mismo se la pasa diciendo en las entrevistas que solo ha sido un notario. Vae pues, por mi madre.
Los paisanos de Gabito saben que él es un señor muy importante con unas alas enormes, ni más faltaba, saben que es célebre, celebrado, gracioso, distinguido, pero muchos de ellos no lo ven precisamente como fabulador, como alguien que creó el universo por el cual se volvió tan famoso. Lo ven tan solo como un amanuense, como un tipo que supo plasmar en los libros el acervo que heredó de sus mayores, un compadre que echó en su maletín de viaje los cuentos de todos, y los hizo circular hasta en el último rincón del planeta.
***
En este momento el poeta Rafael Darío Jiménez me entrega uno de los muchos recortes de prensa que ha ido acumulando en su larga vida como estudioso de la obra de García Márquez. Hace varios años fundó en Aracataca el restaurante Gabo, una especie de altar al que acuden los devotos del escritor. Allí pueden rendirle culto y, de paso, comerse un buen filete de pargo rojo con patacones. En las paredes hay portadas de revistas dedicadas a Gabito, fotografías de Gabito, autógrafos de Gabito. Mientras uno se sienta en el taburete de cuero a esperar el almuerzo, puede escuchar fascinado al anfitrión, que conversa con la gracia típica de los palabreros del Caribe.
—El primer Macondo que existió fue un árbol —dice—. Es originario de África y alcanza hasta 35 metros de altura.
—Como la bonga.
—Como la bonga. En la Zona Bananera había una finca que todavía existe. Se llama Macondo porque tenía muchos árboles de esos.
—La finca vendría siendo el segundo Macondo.
—Exacto. El tercero es el de Gabito. Él cuenta en sus memorias que un día iba viajando en tren y de pronto vio la finca a un lado de la carretera. Leyó el letrero “Macondo” de la fachada y quedó impresionado.
—Claro, esta historia de la finca también es una parte muy conocida del mito.
—Gabito cuenta que antes de acabar el viaje, supo que el pueblo de Cien años de soledad se llamaría Macondo.
—Tercer Macondo, pues.
—Sí, el tercero. El primero y el segundo eran Macondos reales. El Macondo de Gabito es un mundo imaginario como el condado de Yoknapatawa creado por Faulkner.
Le digo a Rafael Darío que, en principio, el Macondo de la ficción se alimentó del Macondo de la realidad, pero después empezó a suceder lo contrario: la voz del escritor —irresistible, contagiosa— le impuso ciertos códigos a la realidad. Para la muestra, un botón: en Colombia nunca hubo un registro exacto de los trabajadores masacrados durante la huelga bananera de 1928. Gabito escribió en Cien años de soledad que habían sido 3000, y así pasó a la historia. Entonces un congresista propuso un minuto de silencio en honor a las 3000 víctimas de la matanza.
Si en el remoto país capitalino los senadores de la República inventan la realidad a partir de la ficción, con mayor razón tienen que hacerlo los habitantes de este ardiente Macondo real donde nació el truco. Así las cosas, vamos desembocando en una conclusión exótica: también es posible reinventar la cotidianidad a través de los espejismos. La realidad como imagen de sí misma, la imagen como una nueva realidad.
Extiendo frente a mis ojos, por fin, el recorte de prensa que me acaba de pasar Rafael Darío. Él sonríe, pone su índice derecho sobre un párrafo escrito por el propio García Márquez. Lo leo en voz alta:
“Siempre he tenido un gran respeto por los lectores que andan buscando la realidad escondida detrás de mis libros. Pero más respeto a quienes la encuentran, porque yo nunca lo he logrado. En Aracataca, el pueblo del Caribe donde nací, esto parece ser un oficio de todos los días. Allí ha surgido en los últimos veinte años una generación de niños astutos que esperan en la estación del tren a los cazadores de mitos para llevarlos a conocer los lugares, las cosas y aun los personajes de mis novelas: el árbol donde estuvo amarrado José Arcadio el viejo, o el castaño a cuya sombra murió el coronel Aureliano Buendía, o la tumba donde Úrsula Iguarán fue enterrada —y tal vez viva— en una caja de zapatos”.
Sonrío, bebo un sorbo de la limonada repleta de hielo que hace un momento me trajo la camarera. Sigo leyendo.
“Esos niños no han leído mis novelas, por supuesto, de modo que su conocimiento del Macondo mítico no proviene de ellas, y los lugares, las cosas y los personajes que les muestran a los turistas solo son reales en la medida en que éstos están dispuestos a aceptarlos. Es decir, que detrás del Macondo creado por la ficción literaria hay otro Macondo más imaginario y más mítico aún, creado por los lectores, y certificado por los niños de Aracataca con un tercer Macondo visible y palpable, que es sin duda el más falso de todos. Por fortuna, Macondo no es un lugar sino un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere ver, y verlo como quiere”.
De modo que Macondo no se lleva por fuera sino por dentro. Está en el alma, mucho más allá de las piedras del Macondo real, mucho más allá de las páginas del Macondo literario. Macondo es un mito que se elevó para siempre a los más altos aires, allá donde solo pueden alcanzarlo los más altos pájaros de la memoria.
Macondo es una invención tanto del autor como de sus cultores. Ahora bien: las licencias literarias con las que uno mata son las mismas con las que uno muere. En el epígrafe de Vivir para contarla, su libro autobiográfico, García Márquez dice: “La vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”. Eso es, ni más ni menos, lo que aplican quienes hacen turismo con los elementos que le sirvieron a Gabito para hacer literatura. Ellos también tienen sus historias, ellos también narran. Eche, gringo, ahora no te pongas a averiguar si lo que oíste es cierto o falso. A nosotros no nos interesa esa vaina. Si te lo dijimos es porque es cierto. En el Caribe la verdad no sucede: se cuenta. ?Hace poco, otro gran escritor de esta región, Ramón Illán Bacca, me contó una historia de esas que demuestran que en el Caribe lo importante no es saber la respuesta sino decirla, y decirla con gracia. En cierta ocasión Ramón estaba conversando con un tipo que, de repente, mencionó “la espada de Demóstenes”. Ramón, dueño de una vasta erudición, no aguantó la tentación de corregirlo.
—Es la espada de Damocles.
Pero el tipo, lejos de acomplejarse, supo encontrar un argumento bastante digno.
—Bueno, da lo mismo que sea Demóstenes o Damocles porque en esa época todo el mundo andaba armado con espada.
Aquella mañana, al otro lado de la línea telefónica, Ramón soltó entre carcajadas su conclusión luminosa: en el Caribe a nadie le dan ganas de suicidarse por confundir el talón de Aquiles con el de Atila, ni por lavarle las manos a Herodes y dejárselas sucias a Pilatos. Así que resérvate esos escrúpulos racionales, Míster, no vengas de por allá tan lejos a dañarnos el cuento.
Cada persona con la que uno se tropieza tiene su propio Macondo, cada quien va por ahí con la historia que le tocó en suerte. Ahora, mientras Rafael Darío Jiménez guarda el recorte de prensa, recuerdo una anécdota que me contó el poeta Juan Manuel Roca cuando le anuncié mi viaje a Aracataca. Una tarde, después de un recital en Santa Marta, Roca vino a este pueblo con varios poetas de otros países, entre ellos el cubano Eliseo Alberto. El guía que los recibió era el tipo más locuaz del mundo. Sin ningún pudor buscaba en el Macondo real ciertas equivalencias del Macondo ficticio. La peste del olvido, según él, surgió en el Puente de los Varaos; el hilo de sangre que recorrió la Calle de los Turcos en Cien años de soledad era de un tipo que había sido amigo de su abuelo, y así.
Uno de los poetas, medio en broma y medio en serio, le obsequió un cumplido.
—¡Qué inteligente es usted!?Entonces el guía le expresó su gratitud al mejor estilo macondiano:
—Me gusta que me digas eso, poeta. Es que aquí en Aracataca todos somos inteligentes, lo que pasa es que Gabito es el único que sabe redactá.
***
Vine a la Zona Bananera del Magdalena, en el Caribe colombiano, porque me dijeron que acá quedaba Macondo, el mítico pueblo creado por el escritor Gabriel García Márquez. Llevo cuatro días recorriendo este territorio y aún sigo preguntándome dónde está Macondo, cuáles son sus confines.
—Macondo queda por allá arribita, compadre. Es una finca.
—¿Macondo? Ñerda, esa te la debo: no sé.
—Macondo es toda la tierra que pisamos —dice el poeta Rafael Darío Jiménez—. Por donde veníamos era Macondo y para donde vamos será Macondo.
—Eche, me extraña esa pregunta. Macondo está en los libros de García Márquez. ¿Acaso tú no has leído Cien años de soledad?
He encontrado a Macondo en varios elementos a lo largo de mi caminata. En las plantaciones de banano que se extienden a ambos lados de la carretera. En la canícula de las dos de la tarde. En la gallina jabada que puso un huevo en el alar y después alborotó el vecindario con su cacareo. En las calles contiguas a la finca donde nació esta fábula: polvorientas, torcidas. Sin duda, en ese pasaje el mundo es todavía tan reciente que muchas cosas siguen careciendo de nombre y para mencionarlas hay que señalarlas con el dedo.
He encontrado a Macondo, digo, en esa tristura que a veces tiene la gente aunque muestre una risa. En las conversaciones sobre la guerra, la guerra de siempre que pasa del Macondo real al ficticio y viceversa. En la anciana enlutada que a pesar de su apariencia frágil estremece la casa con su voz de mando. En el caos, en la desmemoria, en la repetición cíclica de nuestras calamidades. En los cuentos que me contaron sobre las disputas políticas eternas y sobre la corrupción sistemática. Macondo es esta Aracataca por donde voy caminando, aunque ya no sea una aldea de 20 casas de barro y cañabrava, como en la novela, sino una villa de 40.000 habitantes.
Macondo es también lo que he oído durante el viaje. Fui al colegio Gabriel García Márquez a entrevistarme con el profesor Frank Domínguez, conocedor de la obra de Gabito. Me dijo que Macondo es chispa, brujería. Mantente alerta y oirás su música. Macondo suena, Macondo canta, Macondo encanta.
—Si vas a escribir sobre Macondo —me dijo el profesor Domínguez— tienes que leer a Federico Nietzsche.
En ese momento, desde luego, me sentí a punto de alucinar.
—¿Nietzsche en Macondo?
—Claro que sí: Nietzsche. Él dijo la mejor frase que conozco para describir a Gabito: “La potencia intelectual de un hombre se mide por la dosis de humor que es capaz de utilizar”.
—Qué buena frase.
—Es el epígrafe del libro que escribí para celebrar el humor de Gabito.
Cuando iba saliendo del colegio, volví a toparme con el espíritu disparatado del que me habló Ramón Illán Bacca. En una de las paredes leí la siguiente cita, atribuida al poeta “Pedro” Neruda: “Cien años de soledad es quizá la más grande revelación de la lengua española después de Don Quijote de Cervantes”.
A esas alturas ya había entendido las reglas de juego. En Macondo da lo mismo Pedro que Pablo porque acá, carajo, todos son poetas.
Ya dije que Macondo es lo que uno oye mientras transita por la Zona Bananera. Aguza el oído, quédate quieto cuando zumbe la brisa. Después caminas un poco más y oyes a la profesora Aura Ballesteros, a quien llaman “Fernanda del Carpio” porque es “la cachaca de la historia”. Ella nació en Simijaca, cerca a la fría Bogotá.
—Macondo es un chorro de luz —dice—. Acá el sol no se oculta por mucho tiempo.
Buscando a Macondo en los paisajes y en las voces de la Zona Bananera, desemboqué en una historia insólita, la historia del holandés Tim Aan’t Goor, quien llegó a Aracataca a lo mismo que llegan todos los visitantes: quería encontrar en la realidad la magia que le había deslumbrado en la literatura. Vino por una semana y ya lleva tres años. Hace poco construyó en el pueblo una bóveda para enterrar simbólicamente a Melquíades, el gitano inolvidable del Macondo ficticio.
Cuando conocí la tumba, me pregunté si el Macondo de mi crónica también tendría un final alegórico. Pero ahora estoy aquí, en Bogotá, frente a mi computador, convencido de que Macondo es mucho más que todo lo que vi y oí en la Zona Bananera. Macondo se vino conmigo porque siempre ha estado dentro de mí. Es la pasión por narrar que bebí en la palabra de Gabito, mi profeta, el único brujo al que le creo. Muchos pueden contar bien una historia, pero pocos son capaces, como él, de crear un universo personal fácil de identificar desde la primera hasta la última línea. Y por eso me parece más justo cerrar los ojos para que Macondo siga vivo en mi memoria y las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin la segunda oportunidad que se merecen.

El boricua Zárate, el futbolista en el olvido

Publicado: 4 abril 2012 en Alberto Salcedo Ramos
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I
Mientras llega el camarero con nuestros almuerzos, Boricua Zárate advierte que está acostumbrado a ser un extraño para casi todas las personas con las que se tropieza en la calle. La última vez que pateó un balón —añade, meditabundo— fue en 1985, es decir, hace veintiséis años. Así que el mesero joven que nos atiende en este restaurante de Barranquilla tendría que ser sobrino suyo para haberlo reconocido. De otro modo, ¿cómo podría saber que el cliente de cabello ralo al que acaba de tomarle el pedido, el cojo de la pierna ortopédica, fue uno de los dos defensores centrales de la Selección Colombia que en 1975 quedó subcampeona de la Copa América?
Boricua aprieta con las dos manos el mango de su bastón. Luego insiste en que su época como jugador de la Selección Colombia pasó hace más de tres décadas. Resulta apenas lógico que a estas alturas él se haya envejecido y no se asemeje ya al mocetón que el país conoció en las canchas. Pienso que tiene razón pero me abstengo de decírselo. El Boricua de los años setenta era uno de esos zagueros intimidantes que parecen andar siempre a punto de descabezar a alguien. El de hoy es un sesentón maltrecho al que uno no se imaginaría en una cancha de fútbol ni siquiera como espectador. Uno se lo figuraría, más bien, jugando dominó en un parque de jubilados.
Como lo he frecuentado durante cuatro días estoy familiarizado con él, pero si me lo hubiera topado en cualquier esquina sin antes ojear en la prensa las imágenes de su aspecto actual, seguramente lo habría desconocido. Y eso que pertenezco a la generación de hinchas nacidos en los sesenta. Yo alcancé a ser testigo de su carrera, lo vi enfundado en las camisetas del Junior, del Medellín y de la Selección Colombia. Un domingo remoto de mi adolescencia, incluso, lo tuve a pocos metros de distancia en el viejo Estadio Romelio Martínez. Era un hombre brioso a pesar de su corpulencia, lo contrario de este señor menguado y lento que ahora empieza a tomarse la sopa.
Boricua se esfumó del panorama desde el momento en que se retiró de las canchas, y no volvió a aparecer en público. Jamás hizo el saque de honor en un partido importante ni en uno de poca monta; jamás fue entrevistado en los noticieros de televisión. Una que otra vez era evocado en son de mofa por los periodistas deportivos veteranos: cuando un zaguero pifiaba la pelota de manera horrible, o cuando la mandaba hacia las tribunas con un patadón antiestético, exclamaban: “Hizo la de Boricua”. Cuando el defensor se aturdía y en vez de rechazar el balón se quedaba estático viéndolo pasar por su lado, los comentaristas mayores citaban la frase burlona que el locutor Pastor Londoño decía a mediados de los años setenta: “No me la deje ahí, Boricua, no me la deje ahí”.
Se referían, cómo no, al error que estigmatizó a Boricua durante la mayor parte de su carrera. Sucedió en el juego de vuelta por la final de la Copa América de 1975. Colombia había ganado 1 a 0 el primer partido, disputado en Bogotá. En el segundo partido, el de Lima, estaba alcanzando el título gracias al empate parcial, pero el equipo peruano mandaba en la cancha. De pronto, un atacante de Perú que avanzaba por la derecha envió un centro aparentemente inofensivo al área colombiana. Parecía que Zárate controlaría la situación de manera fácil, ya que el balón cruzaba englobado, manso, frente a sus narices. Bastaba con darle un cabezazo para mandarlo al córner o hacia un costado. Zárate, los brazos pegados al cuerpo, las manos posadas en las piernas, se quedó idiotizado viéndolo pasar, como si esperara que al balón mismo le diera la gana de alejarse sin causar problemas. O como si creyera que podía desviarlo con una simple mirada. Cuando el balón lo rebasó, intentó reaccionar, pero ya era tarde: Juan Carlos Oblitas irrumpía como un bólido por la izquierda. Al peruano, sin embargo, también lo sobró el balón y por eso no disparó en seguida. En todo caso logró detenerlo antes de que traspusiera la línea final. Entonces, de espaldas al arco, decidió jugarse un albur: le pegó un taconazo con la zurda para centrarlo de nuevo, a ver qué sucedía. Y lo que sucedió fue que le rebotó a Zárate en el pie derecho y se metió en la portería de Colombia.
Desde ese día hasta el momento en que se retiró, diez años después, Boricua soportó las chanzas más pesadas. Cada vez que la pelota llegaba a sus predios el público rugía con saña, mientras Pastor Londoño soltaba el consabido gracejo:
—No me la deje ahí, Boricua, no me la deje ahí.
La gente se burlaba de él, incluso, en lugares distintos al estadio: en las calles, en los centros comerciales.
—No me la deje ahí, Boricua, no me la deje ahí.
Aunque la broma lo irritaba, Zárate se mostraba risueño ante los provocadores, en parte por su temperamento apacible y en parte porque entendía que si perdía los estribos le iría peor. Para consolarse apelaba, además, a un argumento ingenuo: si se mofaban de él era porque, al menos, lo reconocían. Pero eso fue hace mucho tiempo, dice ahora, mientras aparta hacia un lado de la mesa el plato ya vacío de la sopa. Hoy solo encuentra indiferencia a su paso. Nadie lo señala con el dedo índice, nadie le pregunta por la Selección Colombia del 75. El taxista que nos trajo al restaurante, a propósito, no lo reconoció, pese a que vivió en el mismo barrio suyo cuando ambos eran adolescentes. Zárate sonríe, insiste en que ya está acostumbrado a esa situación.
II
En esta Colombia vertiginosa donde las noticias caducan al instante, un futbolista de los años setenta pertenece a la prehistoria. Más aún si su carrera fue gris y nadie volvió a saber de su vida durante el último cuarto de siglo. Ese personaje es a la prensa lo que el medicamento vencido a la farmacia: un producto desclasificado, sacado de circulación. Lo máximo que los editores de los periódicos podrían concederle es un rinconcito en la sección de efemérides, para evocar algún acontecimiento suyo —un autogol, por ejemplo— o contarles a los lectores en qué anda tras el retiro. Eso sí: el día que el personaje sufra un percance o estire la pata, será incluido otra vez, sin falta, en las páginas de actualidad. Ahora, mientras el mesero nos entrega las bandejas de pescado que le pedimos, recuerdo la frase irónica de Chesterton: “El periodismo consiste en decir ‘Lord Jones ha muerto’ a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo”.
Boricua hinca la punta del cuchillo en la posta de bagre frito. Dos años atrás nadie lo mencionaba, ni siquiera los locutores deportivos más viejos. Yo, lo confieso, tampoco lo extrañaba. No era que lo creyera ya un Lord Jones muerto: era que, sencillamente, su nombre se me había borrado de la memoria. Entonces sobrevino la calamidad que lo volvió noticia otra vez. “En estado crítico Boricua Zárate” —informaba El Heraldo a principios de 2010—: “Tiene diabetes y requiere ser amputado”. El reporte abundaba en detalles sobre las desdichas del personaje: sus dolencias, sus apuros económicos. Además advertía que Boricua no se encontraba afiliado a ninguna Empresa Promotora de Salud y, por tanto, los médicos se negaban a practicarle la cirugía. Sus excompañeros del Junior se aprestaban a organizar en Barranquilla un partido de veteranos para conseguirle fondos. Por primera vez nos mostraban el rumbo que tomó el personaje durante el tiempo en que le perdimos la pista. Al principio trabajó en las divisiones inferiores del Deportivo Independiente Medellín. Después se quedó sin empleo. Fue el momento en que surgieron las penurias: perdió el hogar, pasó hambre. Terminó yéndose para Mocoa, ciudad petrolífera de la región amazónica colombiana, donde se vinculó a una escuela de fútbol infantil. Un día amaneció con una uña del pie izquierdo encarnada. Como creyó que se trataba de un mal menor, no le prestó atención. Un mes después caminaba apoyado en un bastón.
—La pierna se me puso flaca como la de un niño con polio —dice Boricua.
Los cubiertos con los que corta el bagre naufragan en sus manos enormes. Mastica despacio, el ceño fruncido, la mirada grave.
Encuentro un parale-lismo entre el zaguero central que se durmió frente a aquel balón manso en la final contra Perú y el señor que se descuidó porque creyó que la uña encarnada era una minucia. Se me ocurre, además, una idea malévola: también este último Boricua “la dejó ahí”. Sin embargo, no me atrevo a comentarle en voz alta lo que estoy pensando. Me gustaría saber con qué ojos mira la realidad un hombre que no percibe ciertas señales de alarma que para los demás mortales resultan evidentes. Su hermana Isabel lo define como una persona ingenua y confiada. Físicamente parecería capaz de protegerse de cualquier adversidad, pero el pobre José —ella jamás le dice el apodo— siempre ha escondido a un niño indefenso dentro de ese cuerpo fortachón. Un niño que a veces es lento de reflejos.
—¿Por qué demoró para hacerse ver del médico la uña ulcerada?
—No, para nada, yo no me demoré. A mí la pierna se me adelgazó en cuestión de un momentico.
Me arrepiento de la pregunta: es injusto que uno se enferme y encima tenga que sentirse culpable. Veo otra vez el tenedor extraviado en la mano descomunal de Boricua, sus ojos que ahora no se me antojan graves sino afables. Definitivamente se parece al hombre que retrata su hermana: grandulón, desamparado, como un ogro bueno de historieta infantil. Así era también cuando jugaba: tosco, noble.
—Un locutor salió un día con este chiste: “Boricua pega más que un cable de energía pelado”.
—¿Y usted no era acaso pegador?
—A mí me expulsaron como dos veces apenas.
—Entonces, ¿de dónde salió esa fama?
—No sé. Vainas de ustedes los periodistas. Y como mido 1,82 y en esa época pesaba 86 kilos… Yo era muy fuerte. El que chocaba conmigo se caía, pero no era que me la pasara pegando patadas.
Manos grandotas, dedos muy gruesos. De alguna manera su contextura incidió en la clase de jugador que fue. Boricua no patrullaba la zona defensiva en la carroza de los príncipes sino en el burro de los leñadores. Quizá por esa razón lo olvidamos. Jugaba en el puesto de un exquisito como Beckenbauer pero pertenecía a la estirpe de un rústico como Scirea. ¿Lo que le cobramos, entonces, fue su falta de virtuosismo? Tal vez. El mundo no celebra al que corta la madera para hacer el violín sino al que crea la música.
Le digo a Boricua que el tiempo arrojó sobre él un manto de olvido pero, por otra parte, actuó en su favor. Si hubiera anotado aquel autogol a finales de los años ochenta o a principios de los noventa, cuando el fútbol colombiano estaba en la mira de las mafias y de los apostadores, posiblemente no estaría aquí echando el cuento.
—Huy, sí, de pronto me hubieran dado balín —dice con una expresión sombría.
—Así es.
—Vea usted el caso del finado Escobar…
En este punto Boricua hace el clásico gesto de la degollada, pasándose el índice derecho por el cuello. Se refiere al autogol que le costó la vida a Andrés Escobar tras el Mundial USA 94.
—Es preferible la broma de Pastor Londoño, ¿cierto?
—Sí, es preferible.
Y se ríe.
—¡No me la deje ahí, Boricua, no me la deje ahí!
Y se ríe otra vez.
¡Ah, el tiempo! He pensado mucho en el tiempo a lo largo de estos días. Boricua ajustaba 36 años cuando se apartó de los reflectores y 61 cuando regresó a ellos. Mucha agua ha corrido desde entonces bajo el puente. El personaje dejó de usar las patillas gruesas que usaba en los setenta, se encorvó un poco, perdió varios dientes. Y, sobre todo, sufrió quebrantos de salud y se convirtió en un desempleado frecuente. Sin embargo, en los archivos de prensa se mantuvo ocupado pateando balones, ostentando la firmeza de un guayacán. El reducido sector de la sociedad que se acordaba de él, lo divisaba aún dentro del mismo vagón de sus años mozos, pero él había concluido ese viaje hacía una eternidad. Seguimos viendo a los exfutbolistas tal y como eran cuando jugaban, prestos todavía a cobrar el córner, o calentándose en la pista atlética. El día que decidimos buscarlos a ellos mismos para que nos cuenten qué fue de sus vidas, la realidad nos entra en los ojos como un puñado de tierra. Pregunta uno por Bonifacio Martínez, aquel veloz puntero del Junior, y responde Boricua:
—Me dijeron que anda en chancletas vendiendo pescado por las calles de Soledad.
Después pregunta uno por Ernesto Díaz, delantero de la Selección del 75, y vuelve a responder Boricua.
—Murió en una cancha de Estados Unidos. No tenía ni cincuenta años cuando le dio el infarto ese.
Enseguida pregunta uno por Pescaíto Calero, otro integrante de la Selección del 75, y a Boricua se le quiebra la voz en la respuesta:
—Hombre, Pescaíto murió en un accidente de tránsito en Pereira.
Y así sucesivamente.
Ayer, enfundados en una camiseta que llevaba cruzada en el pecho los colores de nuestra bandera, representaban a Colombia ante el resto del mundo; hoy andan desaparecidos, necesitados, muriéndose sin que nos enteremos. Y no nos enteramos porque ya no nos interesan, ya les pasó su tiempo. Si en estos momentos no pueden darnos circo, ¿por qué tendríamos nosotros que darles pan? Todo exfutbolista que llega pobre a la vejez —nos recordaba el entrenador holandés Rinus Michels— se vuelve extranjero en su propio país.
III
Al final de la tarde, cuando baja la temperatura en Barranquilla, Boricua sale de su casa en el barrio Montes y le da doce vueltas a la manzana. El médico que le ordenó la terapia —el mismo que le amputó la pierna izquierda— le aconsejó recorrer un kilómetro diariamente. Boricua dice que cumple la tarea de manera juiciosa, pero en cierta ocasión su hermana Isabel me condujo a escondidas hacia el patio para desmentirlo.
—Esos son puros embustes de él —me dijo, bajando la voz y mirando con cautela hacia el interior de la casa—. Él no camina todas las tardes. Viera usted la lucha que hay que tener para que salga a hacer el ejercicio.
—Pero ayer caminó conmigo…
—Sí, claro, y hoy va a caminar otra vez. En estos días sale a caminar porque usted está aquí.
—Caramba…
—Yo quiero que usted lo regañe. Como usted es periodista, a usted le para bolas.
—O sea que si no hay periodistas él no da ninguna vuelta.
—Bueno, él sí sale algunas veces. Pero yo quiero que usted lo regañe, porque el médico le pidió que camine con el bastón y él camina es con el caminador.
Esta tarde Boricua también utiliza el caminador. Dice que con el bastón se cansa mucho. Además, si usara el bastón tendría que caminar muy despacio, lo cual, según él, es poco recomendable en este barrio peligroso. A ambos lados de la calle 29 hay vecinos que vociferan como si estuvieran en una plaza de mercado. Boricua los mira de reojo, los saluda, y en seguida vuelve a fijar la vista en el piso. La prótesis, engarzada en un zapato de punta vaciada, le llega hasta el muslo. El Boricua de hoy será un alfeñique en comparación con el zaguero macizo de los años setenta, pero seguro es Sansón al lado del paciente demacrado que nos mostró la prensa a principios de 2010, en vísperas de la cirugía. Tres pasos, seis pasos, pausa. No es que le falle el estado físico —se excusa— sino que necesita más tiempo para acostumbrarse a su condición actual. Entonces separa los dedos tensos de las empuñaduras del caminador y estira las manos en el aire.
El sector por el cual avanzamos es considerado la Meca del fútbol colombiano. Al fondo, allá en la calle 30, vemos el Estadio Moderno, donde el 7 de agosto de 1922 se disputó el primer partido oficial de nuestra historia. Ese día se enfrentaron dos equipos cuyos nombres parecían aludir a los colores de nuestros partidos políticos tradicionales: Los Colorados y Los Azules. Después, en 1946 —tres años antes del nacimiento de Boricua—, el estadio fue sede de la Selección Colombia que ganó invicta los Juegos Centroamericanos y del Caribe.
La pasión de Montes por el fútbol surgió antes de que existiera ese estadio. Como las calles eran desnudas, terrosas, resultaban favorables para ciertos juegos. También se practicaba el ‘bate de la chequita’, una especie de béisbol en el que las pelotas eran las tapas de gaseosa que los jóvenes solicitaban en las tiendas. Los padres, dice Boricua, preferían ver a sus hijos jugando que cotorreando en las esquinas, donde se exponían a ser influenciados por los viciosos y por los ladrones. Tanto apreciaban los habitantes estos deportes que en los años sesenta, cuando la Alcaldía de Barranquilla anunció que empezaría a asfaltar el barrio, se rebelaron. Para ellos el pavimento era un simple afeite, pues allí nadie era dueño de ningún carro ni le tenía asco a la arena. Además temían que la medida desencadenara una crisis social. ¿A qué se dedicarían los muchachos —desempleados y sin estudios universitarios— cuando ya no tuvieran dónde jugar?
Ahora bordeamos un canal de aguas negras. Boricua dice que el fútbol lo salvó de “agarrar el mal camino”. Empezó a practicarlo, más o menos, a los ocho años. Entonces a ningún muchacho se le ocurría la idea de que ese pasatiempo sirviera para ganar dinero. Para ganar dinero estaban los oficios serios de los mayores: cargar bultos en la terminal marítima, o lavar envases en la fábrica local de cervezas, o vender butifarras en el centro de la ciudad. El fútbol era un simple recreo, un burladero para escondérseles a las tentaciones del ocio. Cuando mucho, le reportaría a quien lograra jugarlo profesionalmente unos cuantos pesitos para garantizar la vespertina del sábado en El Mogador, el cine del barrio. Lo de “profesionalmente” es un decir: Boricua recuerda que en 1970, cuando principió su carrera en el Junior, se sintió como si estuviera trabajando en una tienda. El jefe de personal le daba en efectivo los tres mil pesos del sueldo, un billete detrás del otro, y luego lo ponía a firmar un cuaderno escolar averiado en el lomo.
—¿Qué más, viejo Bori? —le grita un señor, cerveza en mano, desde la tienda de la esquina.
Boricua responde el saludo. Luego, el rostro ceñudo de siempre, me dirige una frase que no sé si es broma o reclamo:
—Vea que todavía hay quien se acuerde de mí.
Para desagraviarlo le digo que no solo me acuerdo de él sino de la época difícil que le tocó durante su carrera, esos años perdidos que fueron una especie de Patria Boba del fútbol: no clasificábamos a los mundiales, no le ganábamos a casi ningún equipo (el subcampeonato en la Copa América del 75 fue un hecho aislado); nuestros mejores clubes jamás pasaban de la primera ronda en la Copa Libertadores, nuestros mejores jugadores no le interesaban a nadie en el exterior. Mientras Boricua se pone a conversar con un vecino que le sale al paso, reproduzco en mi memoria algunas instantáneas de aquellos tiempos: veo a Pedro Pablo Pasculli metiéndonos dos goles y a Jorge Luis Burruchaga rematándonos con el tercero, en el Estadio El Campín de Bogotá. Perdemos 3 a 1 con Argentina y quedamos por fuera de México 86. Veo a los brasileños masacrándonos 6 a 0 en el Maracaná, así que tampoco iremos a Argentina 78. Pero no hay drama: caer ante Brasil es el tipo de traspié anunciado que solo nos hace encoger los hombros. Veo a continuación una imagen que revela nuestra mentalidad de entonces: tras el cuarto gol brasileño, el delantero Eduardo Vilarete se ubica en el centro de la cancha para reanudar las acciones. Sin embargo, en lugar de hacer el saque reglamentario se sienta encima de la pelota y empieza a manotear, impotente, como diciendo que estamos vencidos desde siempre, que no tenemos salvación, y que lo razonable es arrellanarnos de una vez por todas sin mover ni un puto dedo, pues pase lo que pase perderemos. Y eso fue, justamente, lo que le sucedió a la Selección Colombia durante aquel periodo de desastre: siguió perdiendo.
Cuando Boricua debutó llevábamos ocho años sin asistir a un mundial; cuando se retiró aún nos faltaban cinco para volver a clasificar. Mala suerte, pienso, mientras lo veo despidiéndose del vecino. En su época andábamos tan mal que lo más parecido a una hazaña que podíamos exhibir era el empate ante la antigua Unión Soviética, conseguido en Chile 62. Empezamos perdiendo 3 a 0 y al final igualamos 4 a 4. El histórico partido era una referencia obligatoria en Colombia, incluso para quienes nacimos después de aquel mundial. Todos, tarde o temprano, contábamos el chiste que en este momento le estoy contando a Boricua.
—¿Usted sabe qué significaban las letras “CCCP” que las camisetas de los soviéticos llevaban en el pecho?
—Me lo sabía, pero ahora no me acuerdo.
—Con Colombia Casi Perdemos.
Boricua sonríe. Luego vuelve a su expresión adusta. Da dos pasos, tres pasos. Su rostro cetrino destila sudor. Por un instante tengo la impresión de que ha envejecido diez años durante esta caminata. Le pesa la andadura, le pesa el país. Cualquier equipo de los grandes habría sobrevivido a un zaguero central limitado como él. Brasil, como todos sabemos, ganó el Mundial del 70 prácticamente sin arquero. Hubiera podido ganarlo también con Boricua en la defensa. Por eso supongo que el problema de Colombia en la Copa América del 75 no fue la presencia de Boricua, sino la ausencia de Pelé, Rivelino, Tostão y Jairzinho. Quisiera compartir mi deducción con él, pero me temo que la entendería como un sarcasmo, o como un artificio encaminado a hacerlo sentir bien. Boricua se enjuga el sudor de la frente con el índice derecho, se detiene de nuevo. Más que como un enfermo agotado por el esfuerzo físico, lo veo como un penitente castigado por nosotros. Primero dejamos que cargara él solo una cruz que tendríamos que estar cargando entre todos, la de nuestras frustraciones. Después lo olvidamos. Y ahora, cuando es un veterano discapacitado y sin ingresos, le damos la espalda.
Nos encontramos justo al frente del Estadio Moderno. Está distinto, dice Boricua. Antes no existían esas paredes frontales. Los espectadores entraban libremente y se sentaban en las graderías de cemento. En realidad fueron muchos los cambios que se presentaron en Barranquilla durante su ausencia, que empezó en 1976, cuando fue contratado por el Deportivo Independiente Medellín, y terminó en 2010, cuando regresó arruinado y enfermo. Desapareció el bar de salsa El Boricua, que inspiró su apodo (se lo puso el periodista Carlos Castillo Monterrosa). Disminuyeron las primitivas casas bajas, aumentaron las modernas casas altas. En la ciudad se siente más el olor del humo industrial que el de los caños. Ya nadie juega al ‘bate de la chequita’, ya no venden cubos de brillantina en las tiendas. Las flores de batatillas solo perduran en las canciones de Esthercita Forero. Y también se extinguieron los barberos que recorrían el barrio en bicicleta para ofrecer sus servicios de casa en casa. En esta urbe anárquica, desconocida, José del Carmen Zárate Samudio, Boricua, se siente a la deriva.
—Duré veinticinco años sin venir a Barranquilla.
—El año pasado volvió debido a su problema de salud. Antes de eso, ¿cuándo había venido?
—En el 85 vine con el Cúcuta. Me acuerdo porque fue mi último año como jugador. El Estadio Metropolitano estaba recién inaugurado y yo lo estrené.
—¿Por qué tanto tiempo sin venir?
—Bueno, usted sabe, en Medellín vivía con mi mujer y mis dos hijos.
—No entiendo. ¿Por tener mujer e hijos en otra ciudad no podía venir ni siquiera de visita?
—Nadie sabe la sed con la que bebe el otro. ¿Cómo iba a comprar los pasajes, si no tenía ni cinco centavos? Me quedé varado en Medellín y me tocó irme para El Putumayo porque fue la única parte donde salió trabajito.
—¿Nunca buscó en Barranquilla?
—No.?—¿Y ahora?
—Ahora es más difícil.
Afuera del estadio hay tres muchachos que nos miran insistentemente. Quizá sienten curiosidad por el forastero que anota en su libreta las palabras del vecino cojo. Al momento de empezar la caminata, Boricua me había aconsejado dejar la grabadora, el reloj y el teléfono móvil en la casa. Y hace unos minutos, cuando nos aproximábamos al Moderno, me pareció que masculló algo sobre ellos. Uno de los muchachos, el torso desnudo, lleva la camisa enrollada en la cabeza como un turbante. Otro tiene el rostro atravesado por una gran cicatriz. El tercero está de espaldas a nosotros. De vez en cuando se voltea, nos observa y sigue cuchicheando con sus amigos.
Husmeo a través del portón a los veteranos que, allá en la cancha, disputan un partido. No hay cámaras, ni vallas publicitarias, ni público. Me imagino a los protagonistas de este juego vespertino como viejas glorias a las que nadie les presta atención. Tal vez alguno también sufre una enfermedad o está necesitado. Jamás lo sabremos porque para ellos hace mucho rato cayó el telón. Juegan en la trasescena, adonde no llegan las luces halógenas de la industria del fútbol. Ellos son el tiro de esquina sin el patrocinador, la página ya desgarrada del álbum, el moho en el Botín de Oro. Mientras podían competir estaban blindados contra la miseria: recibían sueldos, primas. Cuando se retiraron quedaron desprotegidos. El futbolista profesional goza de inmunidad tanto tiempo como sea productivo en el campo de juego. Termina su carrera y ahí mismo, al salir del estadio, reencuentra sus problemas de siempre.
—Nos vamos —dice Boricua.
Nos vamos. Cuando hemos avanzado, más o menos, cincuenta metros, vuelve a hablar.
—Esos muchachos que nos estaban mirando son de aquellos. Lo que pasa es que me conocen y por eso se quedaron quietos.
—¿“De aquellos”?
—Rateritos. Ahí en esa esquina se roban como tres celulares todas las tardes.
Entonces pienso otra vez en los veteranos a los que hace unos minutos me imaginé como exfutbolistas legendarios abandonados a su suerte. Después de todo, allá en la cancha se encuentran seguros. Porque en Colombia, no nos engañemos, los estadios funcionan más como trincheras para proteger la vida que como santuarios del buen fútbol. Al encerrarse a jugar, lo que esos veteranos hacen, aunque no se den cuenta, es salvarse de los pillos que montan guardia en los alrededores. La mala noticia es que el partido se acabará, y cuando eso suceda tendrán que salir a exponerse. El país, que no los acompaña en su juego, los espera afuera con todas sus inclemencias. Y en estas calles ninguna pelota sirve como escudo. Boricua respira profundo. Todavía nos queda un largo trecho por recorrer.
IV
Estamos rastreando los archivos de Boricua para ver si damos con una foto de la Selección Colombia que nos representó en los VI Juegos Panamericanos, celebrados en Cali en 1971. Es la segunda vez que exploramos el cuaderno donde él tiene pegados sus recortes de prensa, pero seguimos sin encontrar lo que buscamos. En aquel equipo del 71 Boricua coincidió con el atacante Jaime Morón, quien hace seis años también se complicó a causa de la diabetes. Primero perdió una pierna, luego la otra, y finalmente murió, a los 55 años, en su natal Cartagena. ¿Habrá alguna otra selección de fútbol sobre la faz de la Tierra en la que dos jugadores hayan terminado amputados?
Boricua calla, sigue revisando sus recortes de prensa. La diabetes, advierte, le trastornó la vida. En este punto cierra el cuaderno para subrayar con sus grandes dedos una retahíla de calamidades. Se quedó sin trabajo —y agita el meñique en el aire—, regresó de improviso a Barranquilla —y sacude el anular—, tuvo que aprender a caminar otra vez —y agita el dedo del corazón—, se “recostó como mantenido” en la casa de su hermana Chave —y mueve el índice— y, sobre todo, se convirtió en un paciente crónico que debe estar todo el tiempo consumiendo medicinas —y menea el pulgar—. Cuando se le terminan los dedos, cierra la mano como si fuera a descargar un puñetazo contra algo, pero solo la posa suavemente en su muslo derecho. Entonces, la voz quebrada, dice que lo más triste de todo lo que mencionó es sentirse una carga para su hermana y sus sobrinos.
Si hemos abordado estos temas difíciles, a propósito, ha sido sobre todo por la presión de Isabel. Según ella, es injusto que su hermano siga contando en las entrevistas cómo fue que rebautizó a Hernán Darío Gómez, exdirector técnico de la selección Colombia, con el apodo de Bolillo, o cómo metió aquel autogol viejísimo del que ya nadie se acuerda. Siempre lo mismo, lo mismo. ¿Y quién pregunta por el Anafrin, que vale setenta y pico mil pesos? ¿Quién habla de los doce centímetros cúbicos de insulina que necesita diariamente? Solidarizarse con un deportista que representó a Colombia no es tomarle fotos ni darle palmaditas en el hombro. Tampoco es despacharlo para su casa con los recaudos de un partido de caridad disputado en su honor, y luego desentenderse de sus necesidades. Chave aclara, eso sí, que sin la misericordia de los amigos del fútbol a su hermano le habría resultado imposible sobrevivir. Menciona a exjugadores, a directores técnicos, a periodistas deportivos. Ellos organizaron el juego amistoso para recolectar fondos, ellos le consiguieron la cirugía, ellos le dieron ánimo en los días posteriores a la amputación. Pero, y más allá de eso, ¿qué hay para él? No puede ser que la única consideración que se merezca sea la limosna. Bastante que se jodió el cuero chupando sol en los entrenamientos. ¿Es mucho pedir que los equipos para los cuales jugó le encarguen alguna tarea en la que pueda sentirse útil y al mismo tiempo ganarse unos pesitos de manera honrada?
Boricua evade mi mirada, pasa mecánicamente las páginas del cuaderno. En la sala se siente un silencio pesado. Isabel vuelve a la carga, esta vez bajando el tono de la voz. A José le tocaron sueldos malísimos en su época, dice. Tanto así que cuando ya era titular de la Selección Colombia seguía yendo en bus urbano a las prácticas del Junior. Reunía sus moneditas por la mañana y se plantaba en la esquina del Estadio Moderno a esperar el transporte. Ahora cualquier Don Juan de los Palotes que esté empezando y nunca haya sido llamado a la Selección, llega al club en tremendo carro último modelo. Cuando muestran en la televisión las sedes deportivas de los equipos, ella no sabe si los jugadores están entrenando o cuidando un parqueadero público. El giro que ha tomado la conversación entusiasma a Boricua. Entonces sí me mira, sonríe. A continuación cuenta que, en efecto, el Medellín de finales de los setenta les pagaba mal y tarde a sus jugadores criollos. En cambio a los extranjeros les cancelaba puntual y en dólares. Un viernes de 1979 los futbolistas nativos estaban en las oficinas administrativas suplicando que les abonaran siquiera uno de los sueldos pendientes. Aunque el tesorero repetía que no había dinero, los jugadores se negaban a marcharse. Unos jugaban cartas, los otros leían cómics, los de más allá charlaban. De pronto divisaron al argentino Juan José Irigoyen saliendo de la gerencia. Exhibía una sonrisa de oreja a oreja y traía un fajo de dólares en la mano. Cuando pasó frente a ellos, odioso, empezó a abanicarse con los billetes. Ahí mismo los colombianos montaron en cólera y se le fueron encima.
—¿Qué le pasa, gran marica? —gruñó uno.
—Vaya a burlarse de su madre —lo increpó otro.
—¿Alguno de nosotros tiene cara de puta? —le preguntó Boricua—. Porque las que son felices cuando les muestran la plata son las putas.
Aquella fue la única vez —advierte Boricua— en que estuvo a punto de liarse a golpes con un compañero. Entonces Isabel, que evidentemente no se desvive por esa parte de la historia, retoma su tema en el mismo punto en que lo dejó cuando fue interrumpida. La situación actual de José es insostenible, advierte. El pobre es dizque entrenador de los exjugadores del Junior que participan en un torneo local para mayores de 55 años. ¿Quién le habrá dicho a él que esos vejetes panzones necesitan director técnico? Mire, el campeonato de ellos es lo que en Barranquilla se llama un vacilón, es decir, un divertimento. Allí se juega por gusto, solamente como pretexto para juntarse y beber cervezas al final de los partidos. José se arrimó a curiosear un domingo cualquiera de 2010, cuando ya el muñón de su pierna había cicatrizado. Necesitaba, simplemente, salir del encierro y tener con quién hablar. Se sintió tan bien en el reencuentro con sus compañeros de gremio que siguió asistiendo a la cita los domingos siguientes. En cierta ocasión, uno de los jugadores propuso hacer una colecta para ayudar a Boricua. Algunos aportaron monedas; otros, billetes. El recaudo total fue de cuarenta mil pesos. La donación se repitió, puntual, semana tras semana, y así se convirtió en un acto sagrado de la rutina dominical. Entonces Boricua decidió hacer algo para merecerse los treinta mil o cuarenta mil pesos que aquellos camaradas le entregaban al final de cada jornada: se autodenominó ‘director técnico’ del equipo.
—Cuarenta mil pesos —afirma Isabel, afligida.
Boricua cierra el cuaderno. Dice que, definitivamente, no tiene ninguna foto en la que aparezca junto a Jaime Morón.
—Cuarenta mil pesos —repite Isabel.
Todos volvemos a enmudecernos. Abro el cuaderno que Boricua acaba de abandonar en la mesa y me aparece un retrato suyo del año 75. Aunque exhibe el rostro grave de siempre, refleja un aire de satisfacción. Quizá lo que en aquel momento lo hacía lucir rozagante era la certeza de que se aprestaba a jugar. Estaba vivo, se sentía importante. Seguramente cuando el fotógrafo se le paró al frente Boricua no oyó el disparo de la cámara, porque lo que predominaba en el ambiente era el rugido del público. Hoy, en cambio, el silencio es tan profundo que se oiría, nítido, el clic del obturador. Si lo retrataran ahora, derrumbado en su mecedora de mimbre, quedaría con una expresión melancólica. En este otro extremo de la boca del túnel que ayer lo conducía a la cancha no se percibe el bullicio de la gente, sino el peso de la soledad.

El testamento del viejo Mile

Publicado: 7 enero 2012 en Alberto Salcedo Ramos
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ColombiaEl MalpensanteEmiliano ZuletaMúsica
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A los 86 años Emiliano Zuleta Baquero conoció el aburrimiento.
Ocurrió en septiembre de 1998, cuando sus problemas cardíacos lo forzaron a marcharse del pueblo de Urumita para la ciudad de Valledupar.
La mudanza fue ordenada por sus cardiólogos, con el argumento de que en Valledupar era más fácil controlarle la salud. Antes de venirse para acá, dice Zuleta, había sentido el dolor y la tristeza, jamás el tedio.
—Uno se aguanta el dolor y tarde o temprano lo supera –advierte–, pero esto de ahora es lo peor. Yo creo que es mejor morirse que estar aburrido.
Desde su taburete de cuero, el compositor Alberto Murgas, que me acompaña, guiña un ojo. Cuando veníamos por el camino, me había contado que el hastío de Zuleta en Valledupar se debe a que se siente reprimido por sus hijos mayores, que viven aquí y no le permiten ni oler un trago de whisky. En cambio en Urumita, lejos de esa supervisión exasperante, bebía todos los fines de semana.
Desde cuando a Zuleta le instalaron el marcapasos, sus amigos sólo lo visitan de lunes a viernes. Los fines de semana se le pierden, porque saben que él los invitará a tomar unas copas y no quieren pasar por la pena de decirle que no a un hombre que merece respeto. Complacerlo implica el peligro de matarlo, y nadie está dispuesto a echarse encima la cruz de ese muerto.
De repente, Ana Olivella, la compañera de Zuleta, llega al patio, con una bandeja que contiene tres pocillos de café tinto y un tarro de azúcar. Le sirve primero a los visitantes y después se dirige a su marido:
—El suyo no lo endulcé, viejo Mile.
Ana Olivella es una mujer tímida que responde con frases estrictas a lo que se le pregunta. Si no se le pregunta nada, puede permanecer callada durante horas. A veces, cuando sus ojos se tropiezan con los del visitante, esboza una sonrisa que evidentemente le cuesta trabajo. Y en seguida desaparece de la escena de la misma manera en que ha aparecido: caminando con sigilo, casi en puntillas, como queriendo volverse leve para que sus pisadas no llamen la atención.
Cuando la mujer se marcha, Zuleta dice que si por lo menos tuviéramos una botella de whisky, la conversación sería agradable. Hago como si no hubiera entendido la insinuación.
En este instante, el maestro no tiene aspecto de víctima. La simple evocación del licor pareciera emborracharlo de alegría.
—A mí el ron me gusta tanto –dice, con los ojos encendidos–, que nunca lo combino con comida, para no dañarlo. Vea: uno come y en seguida se le quitan las ganas de beber. Queda uno pasmado. Mejor aguanto hambre y así estoy en pie hasta que se termina la parranda.
En una región en la que los hombres se comparan con gallos de riña o con ceibas que resisten tempestades, mantenerse despierto aunque se beban galones de whisky es una exhibición de virilidad. De allí que Zuleta se jacte de que todavía puede amanecer tomando trago.
—Todo el mundo se ha empeñado en que esté quieto –señala, esta vez con la misma expresión aburrida del principio– y por eso me he vuelto dormilón. Lo que me vence es el sueño. El trago no me hace ni cosquillas.
Luego agrega, con seriedad teatral, que el primer trago de ron que se tomó no fue por gusto sino por necesidad. Tendría tal vez 10 años cuando una vecina lo vio comiendo barro. Enterada del incidente, Sara Baquero, la madre de Emiliano, dijo que ahora entendía porqué a su hijo se le soplaba la barriga con tanta frecuencia. La vecina le indicó a la vieja Sara que para quitarle la mala costumbre al muchacho, debía darle ron con quina.
—Lo más maluco que yo he probado en mi vida –señala el maestro– fue ese primer trago. Me dieron ganas de trasbocar. Claro que a la semana de estar en el tratamiento, le agarré el gusto al remedio, y hasta me parecía más sabroso cuando me lo tomaba sin quina. Dios debe tener en su santa gloria a esa vecina que le dio el sabio consejo a mamá. ¡El ron me salvó del barro!
Convencido tal vez de que la risotada que ha generado su chanza es señal de buen clima, Zuleta me manda por fin el sablazo que venía preparando:
—Si está pensando en comprar algo, que sea whisky, oyó. El cuerpo de uno se vuelve pretencioso en la vejez. Antes yo me tomaba el primer ron barato que me ofrecieran, pero el médico me ha dicho que ya no puedo hacer eso. Sólo puedo tomar whisky, y no muy puro que digamos, sino con mucho hielo y bastante agua.
Beto Murgas, que había estado callado, me salva la vida:
—Déjese de eso, viejo Mile. Yo lo complací hace poco, exponiéndome a un problema con sus hijos. Acuérdese del incidente de Barranquilla.
El incidente al que se refiere Murgas, estuvo a punto de acabar con la vida de Zuleta. Emocionado por los aplausos que el público le prodigaba en una presentación pública, bebió whisky a pico de botella y cantó en un tono mucho más alto de lo que su voz le permite. Cuando las piernas empezaron a aflojársele, él pareció ser la única persona entre las miles que ocupaban el Paseo de Bolívar que no se dio cuenta de que se estaba cayendo. Mientras caía al piso lentamente, seguía entonando La gota fría, como si apenas estuviera durmiéndose con el arrullo de su propio canto. Despertó dos días después, en la camilla de un hospital.
—Desde hace más de 30 años –dice Zuleta– vengo oyendo que el ron me hace daño, que me va a matar, que como siga así no voy a festejar la próxima Navidad, y vamos a ver que ya estoy llegando a los 90 años. Yo he hecho quedar mal a los médicos. Un hombre que ha sido trabajador como yo, no está para que lo manden sino para mandar. A mí el cuerpo siempre me ha pedido que le dé ron, música y mujer. Y a un cuerpo que ha sido tan servicial y voluntarioso, yo no podría negarle lo que me pide.
***
Desde pequeño, Emiliano Zuleta Baquero escuchó que ir a la escuela es una pérdida de tiempo. Con saber oler el viento y leer las nubes –decía su tío Francisco Salas–, con saber cultivar la tierra y conseguir la malanga para el almuerzo, con eso es más que suficiente.
Ese conocimiento primario, que en cualquier urbe de nuestros días parecería anacrónico, fue vital en La Jagua del Pilar durante gran parte del siglo pasado. En esta pequeña aldea de La Guajira nació Zuleta, el 11 de enero de 1912.
La primera carretera que hubo en La Jagua del Pilar fue construida a finales de los años 50. En aquel tiempo, nadie había visto por aquí un periódico ni escuchado un programa de radio. No había ni escuelas ni hospitales. Las noticias de la vida y de la muerte andaban a lomo de burro.
Interpretar los caprichos del clima en medio de semejante aislamiento no era poca cosa. De eso dependían el prestigio y la estabilidad económica de los hombres de bien. Todavía hoy, el viejo Mile se ufana de su habilidad para anticipar con precisión si lo que anuncian las nubes es una lluvia o una sequía.
El campo en el que Zuleta creció como un muchacho silvestre de pie en el suelo era una despensa universal que lo abastecía de todo lo que necesitaba. En el principio, fue remedio: las raíces de las plantas servían, según el caso, contra la insolación o como analgésico. Con la corteza del paico, un árbol ordinario que abunda en la región, se creaba el jarabe conocido como Carlos Santos, que lo mismo se recetaba para matar los parásitos que para aliviar un dolor de muelas. Las matas tenían nombres de acuerdo con las enfermedades para las cuales se utilizaban: había Calentura de vieja y Languidez de muchacho, Sofoco de señorita y Comezón de abandonado. En el campo estaban, en fin, los medicamentos para todos los malestares del mundo, y el que se moría era porque le tocaba, de la misma manera en que se muere la gente en los hospitales. “Los hombres vivían felices y se morían viejos”, dice el maestro.
La choza donde nació y se crió Zuleta fue construida con paja y bahareque a mediados del Siglo XIX. El piso era de tierra y la segunda planta, donde dormían todos, era un zarzo de varas de bambú, protegido con esteras de junco.
Las cuatro familias que se levantaron con Emiliano Zuleta se las arreglaban con sus escasos pertrechos domésticos: una olla de barro para hacer la comida, una cazuela, también de barro, para echar la sopa y un juego de cucharas de totumo. Las hojas del platanal servían como platos y como manteles. Las sillas eran los troncos de las bongas añosas que se derrumbaban. Cuando había que partir algo, los 13 inquilinos del rancho usaban por turnos el único cuchillo que tenían. A ese cuchillo, por cierto, no le se gastó la hoja sino la cacha, a fuerza de andar de mano en mano.
—Fue una infancia feliz y se lo digo con toda la boca –afirma el maestro, nostálgico–. No teníamos nada pero al mismo tiempo lo teníamos todo. Teníamos el agua, la leña y la verdura. Sembrábamos caña de azúcar, para hacer panela y endulzar con ella todo lo que hubiera que endulzar. La carne era gratis, porque cazábamos palomas, perdices, saínos y conejos. Lo único que había que comprar era el sebo de la res y la sal. El resto estaba en la casa, oyó, hasta el fuego.
Zuleta me pregunta, con aire de burla, si tengo idea de cómo producían ellos el fuego. Se ve convencido de que ignoro la respuesta y me lo hace sentir con una cierta zorrería en los ojos. A lo mejor piensa también que soy una criatura disminuida, un pobre cristiano que estaría liquidado si la Civilización no actuara por él. Cuando confirma que, en efecto, no sé de qué diablos me está hablando, Zuleta responde su propia pregunta. La candela, explica, era creada mediante una invención artesanal de los antepasados, conocida como “dislabón”. El procedimiento era simple: una mecha de algodón suspendida en el centro se encendía cuando la piedra y el hierro que la circundaban entraban en contacto. Entonces aparecía, como acabado de fundar, el fuego. Cada hombre tenía que ser capaz de iluminarse en la oscuridad con la lumbre creada por sus propias manos, para demostrar que era útil.
Zuleta conoció muy pronto el derecho y el revés de ese alfabeto único del monte que le obsequiaron sus mayores. Sin embargo, su sabiduría llegaba hasta donde alcanzaba su vista. Más allá de ese límite, la vida se le trastornaba: el fácil paisaje empezaba a ser un error de Dios, el mundo se poblaba de elementos nuevos que se rebelaban contra su dominio de muchacho autosuficiente.
A los 12 años, cuando debió salir de La Jagua del Pilar, Mile conoció la ignorancia. En ese momento fue entregado como peón en la finca La Sierra Montaña, cercana a Valledupar. El arreglo se hizo directamente entre Sara Baquero, madre de Zuleta, y Conchita Ustáriz, la dueña de la hacienda. El contrato verbal obligaba a la señora Ustáriz a pagar 30 centavos mensuales, a razón de un centavo diario, a la mamá del niño. La modalidad, conocida con el nombre de concertación, fue muy común en la antigua región del Magdalena Grande, durante la primera mitad del siglo XX. A cada menor de edad que era cedido por sus propios padres en los latifundios se le llamaba “concertado”, una denominación benévola –y hasta lírica– para esta suerte de esclavismo trasnochado.
La noche de su llegada a La Sierra Montaña, Zuleta no pudo dormir, porque su cuerpo, acostumbrado a descansar sobre trojas, no halló acomodo en el colchón de lana que le asignaron.
Al día siguiente se levantó temprano y se encontró con un chico de su edad que, al parecer, había pasado también la noche en vela. Algo en el semblante de aquel niño dejaba entrever un garbo que principiaba a desteñirse, en medio de esa tierra prestada, desconocida, esa vida que no le pertenecía. Zuleta reconoció su propia desdicha en los ojos tristes del hombrecito de apariencia correcta que tenía al frente. Quiso abrazarlo, caramba, o por lo menos darle las gracias por notificarle, con su sola presencia, que el destino no podía ser tan injusto. Ahí estaban, pues, esos dos mocosos desamparados: escrutándose, oliéndose, descubriendo juntos el nacimiento de una complicidad que sería afortunada para ambos.
En vez de abrazarlo como quería, Zuleta se limitó a decirle buenos días, con una voz quebrada por la emoción. El otro ni siquiera se dignó a contestarle. Y Zuleta tuvo ganas de correr, para fugarse de una vez por todas de aquella geografía desconsiderada que lo hacía sentir insignificante.
Conchita Ustáriz le salió al paso y Zuleta le preguntó que quién era ese niño maleducado que estaba en el corredor del rancho de los corraleros. La señora, extrañada, le respondió que el único concertado que ella tenía en ese momento en su finca, era él. Como Zuleta insistió en que acababa de ver a un muchachito que no le había devuelto el saludo, la mujer empezó a impacientarse. Para quitarle la pataleta, decidió ir con él hasta el lugar mencionado. Cuando llegaron, vieron que, en efecto, ahí estaba el niño. Esta vez, sin embargo, había algo inquietante: al chico lo acompañaba la mismísima Conchita Ustáriz. ¿Cómo podía ser que Conchita Ustáriz tuviera el don de repetirse, para estar parada al lado de aquel monstruo malcriado y al mismo tiempo al lado de Zuleta? Sintiendo que terminaría desquiciándose, Mile extendió un dedo acusador sobre el muchacho, justo en el instante en que el muchacho alargaba la mano para señalarlo a él.
—Ay, mijo –dijo la patrona, muerta de la risa–, eso es un espejo.
Zuleta anda siempre con el chascarrillo en la punta de la lengua y es de los que festejan sus propios apuntes. Pero esta vez no ha sonreído, tal vez porque siente que la historia del espejo es más sobrecogedora que jocosa.
—Yo me conocí a los 12 años –agrega, con una expresión mansurrona en los ojos.
Hoy, cuando se mira en el espejo, Zuleta encuentra algunas diferencias con el niño aquel que se negó a contestar su propio saludo: la estatura es casi la misma, un metro con 66 centímetros, pero la piel, a salvo de los soles indómitos que la percudieron en la infancia, es ahora más blanca. La energía que parecía predisponerlo a llevarse el mundo por delante ha derivado en unos ademanes lentos. Viéndose de cuerpo entero, no se explica a qué horas le siguieron creciendo las orejas. Los ojos de ardilla, en cambio, se han ido achicando cada vez más, hundidos en unos gruesos lentes que no han podido embozalar la astucia de su mirada.
A ratos, frente al espejo, Zuleta es un Narciso que quiere precipitarse hasta el fondo de sus propios ojos, allí donde, según cuenta, se ahogaron más de tres hembras ariscas. Entonces, con esa vanidad tan suya que no tiene fisuras por ninguna parte, se dice en voz alta, para escucharse a sí mismo y para que lo escuche su propia imagen, que él, Emiliano Zuleta Baquero, es un viejo sinvergüenzón, carajo. Contemplando ese rostro que se le antoja jovial a pesar de los años, el maestro tiene a menudo la impresión de que las canas que le blanquearon la cabeza son, literalmente, una tomadura de pelo, un maquillaje de juguete del ocioso tiempo, empeñado en embromarle la paciencia. De ahí que sean contadas las veces en que se quita la gorra de marinero. La gorra con la que, en este momento, se abanica el pecho.
A continuación, Zuleta señala que apenas estuvo en capacidad de decidir sobre su propia vida, abandonó La sierra montaña y volvió a La Jagua del Pilar. Su madre le decía que se sentía orgullosa de él, puesto que había demostrado ser un hombre de servicio, capaz de defenderse solo y ayudarla a ella a costear la crianza de sus otros hijos.
Por esos días, Mile empezó a componer coplas. Las hacía de 10 versos, influenciado, como tantos viejos trovadores del Magdalena Grande, por el Romancero de Castilla, que algún antepasado difundió por aquellos andurriales. Zuleta y todos los de su estirpe se animaban con sus propios cantos en las ásperas labores del campo.
En los primeros tiempos, cada canto era una crónica que narraba un suceso significativo de la región: las travesías mundanas de un sacerdote al que todos creían casto, el chismorreo que le sirve a ciertos pueblos como ejercicio colectivo contra el tedio, o la fuga de una muchacha rica y bonita con un muchacho pobre y feo. Esos motivos elementales, al ser contados con gracia y precisión, adquirían una gran fuerza expresiva. Era una música hecha para el consumo vital de sus propios cultores: cada verso se festejaba ruidosamente en el lugar mismo en el que nacía y en el momento mismo de su creación, y nadie esperaba que la práctica de aquella vocación primaria le condujera a la fama o le engordara los bolsillos. Cantaban por puro gusto. Para poner un poco de color en la gris labranza de todos los días, y como pretexto para departir con los amigos.
La vieja Sara levantaba el pecho para decirle a todo el que quisiera oírla que la inteligencia de Mile para la improvisación era una herencia de ella. Cuando el muchacho aprendió a tocar el acordeón ya no fue más el hijo de mostrar sino un pedazo de animal bruto, una nueva víctima de ese instrumento diabólico que empujaba a los hombres a tomar ron y a preñar a cuanta mujer se les atravesara. La señora se preguntaba cuál sería la falta que había cometido, para que la castigaran con un hijo de perdición que con seguridad sería mal visto por la gente decente.
El pecado era haberlo criado en la misma casa donde vivía el tío Francisco Salas, quien tenía seis acordeones colgados en las paredes de su alcoba.
Todos los días, Mile veía con impotencia cómo su tío se sudaba y se despeinaba tocando los acordeones, y en vez de aprender, empeoraba. El pobre hombre era tan tosco que ni siquiera se daba cuenta de su incapacidad y, por el contrario, parecía convencido de que sabía mucho. Cada ejercicio era peor que el anterior, un desastre que sólo sería superado por el autor, en la jornada siguiente. Jamás se acercaron las manos del tío a algo que pudiera asemejarse a una melodía. Oyéndolas desde lejos, sus notas se confundían con los aullidos de un cerdo envalentonado. Eso sí: viéndolo entregado a sus prácticas con los ojos cerrados por el entusiasmo, viendo su constancia tremenda, resultaba infame decirle que su torpeza no tenía remedio.
Francisco Salas no permitía que nadie más colocara un dedo encima de sus acordeones. Pero Emiliano les tenía puesto el ojo desde el primer momento en que los vio y sintió una comezón en la sangre. Cuando Salas se descuidaba, Mile desacataba sus advertencias, como si el acordeón le echara brujería. Apenas el tío escuchaba las notas, venía hecho una furia y regañaba al insolente, pero la tarea de aprendizaje ya estaba adelantada, y además iba a continuar, a las buenas o a las malas.
Zuleta compara su situación de aquellos días con la de un enamorado que se entiende a escondidas con una muchacha. Según dice, eso no hay papá celoso que lo ataje. Y siempre se llega hasta donde el tipo y la mujer quieren que se llegue. Cuando necesitan manosearse, se manosean, así los padres los encierren en una jaula de hierro, así se ofendan los trastos de la iglesia.
Al mes, el progreso de Mile con el acordeón era notable. Un día decidió que no estaba dispuesto a aceptar que el viejo Francisco siguiera interrumpiéndole los coitos, con sus apariciones inoportunas. Entonces, como un novio que se lleva a la novia para darse gusto con ella donde nadie los estorbe, tomó el acordeón y se largó de La Jagua del Pilar.
—Mamá descubrió la trastada cuando ya era clavo pasado y no había nada que hacer –dice el maestro, mientras cruza las piernas en su butaca.
Varios días después, cuando la amante le había entregado hasta la última de sus gracias, Zuleta volvió al pueblo con el ánimo de devolvérsela al dueño. Además, compuso una canción, para cantársela al agraviado al pie de su ventana. Llegó de noche. Una noche clara y fresca, recuerda. Una noche de las que le gustaban al tío. Con una noche así, sería difícil que no lo perdonaran.
La primera estrofa de la pieza, era un portento de inocencia. Zuleta la entonó con un sentimentalismo infantil, casi en los límites del villancico. Decía así:
Le vivo pidiendo a Dios
que me perdone mi tío
por culpa del acordeón
que yo le saqué escondío”.
Era una letra más bien pobre, en la cual las buenas intenciones superaban al talento. Lo extraordinario fueron las notas del acordeón que acompañaban el almibarado canto: unas notas desenvueltas, precisas, afinadas, enriquecidas por la profundidad de los bajos. El tío las escuchó alelado, en un limbo que tenía tanto de gozo como de desdicha. Cuando el sobrino terminó la serenata, Francisco Salas le dio un abrazo estremecido, le dijo que podía quedarse con el acordeón y se fue para su cuarto sin añadir ni una sola palabra. Nunca más volvieron a verlo en sus prácticas desatinadas y enjundiosas. Mile se quedó con el acordeón que le obsequiaron. Y los otros acordeones se enmohecieron para siempre en las paredes descascaradas de su dueño.
También con un canto, afirma, se ganó a la primera novia. Ocurrió cuando tenía 18 años. No hubo matrimonio, pero los padres de la muchacha exigieron formalizar la relación, mediante un acta notarial. Zuleta duró tres días ensayando su firma, para no pasar por la vergüenza de que le dijeran que había conseguido mujer, sin saber leer ni escribir. El lápiz con el que garabateó su nombre fue el primero que vio en su vida.
Zuleta piensa, y lo dice con una sonrisa bandida, que la escuela podrá ser muy buena para hacerse doctor, pero no es necesaria para arrimarse a las muchachas. El que quiere besar, simplemente busca la boca, y ahí no hay abecedario que valga. Lo que único que vale es tener dulce en el pellejo, para que las mujeres se vayan pegando como enjambres de mariposas. El que no tiene eso, está muerto, así sea dueño de todos los códigos y de todas las biblias. Si naciste mal despachado de miel, las mujeres no se engolosinarán contigo, y deberás conformarte con verlas volar a lo lejos, bonitas y sabrosas, pero ajenas.
Llegado a este punto, los ojos de Zuleta tienen el desenfreno del glotón que está por fin frente al banquete prometido. Ningún otro tema le produce un estado de gracia similar. Casi podría decirse que en este momento la tierra es poca cosa para él. Está levitando en cuerpo y alma. Me está hablando desde arriba.
—Las mujeres –suspira, relamiendo cada palabra–. Las mujeres. Cosa linda en la vida.
—¿Tuvo muchas?
—Caramba, mijito, yo tuve de 80 mujeres para arriba, porque fui travieso. Y si hubiera sido joven en esta época, hubiera tenido muchas más, porque ahora la mujer es más fácil y más silvestre. La mujer de ahora es mango bajito.
Zuleta se agarra la barbilla con los dedos índice y pulgar de la mano derecha:
—Las mujeres antes escaseaban –dice.
Casi en seguida, y sin ninguna transición, el semblante reflexivo da paso a un engreimiento de pavo real. Entonces, lleva su desvergüenza hasta el extremo de protestar porque en una situación tan ventajosa como la actual, “cualquiera es mujeriego”.
—Antes –añade– los únicos mujeriegos éramos los acordeoneros y los choferes. Y con tanto estorbo que ponían los padres de las muchachas era mucho mérito que uno fuera capaz de conquistarlas y llevárselas. En cambio ahora es más fácil. Yo veo que las mujeres se les meten a los nietos míos en el cuarto y ellos son los que tienen que quitárselas de encima, oyó, como si estuvieran espantando moscas.
—Cuidado lo oyen las mujeres llamándolas “mangos bajitos” y “moscas de espantar”. Lo van a linchar, maestro.
—A mí me enseñaron que patada de yegua no mata a caballo. Las mujeres tienen que hacerme es un monumento, porque bastante que las he querido. Yo digo como los viejos de mi pueblo: desde la madre de Jesús para acá, que vivan todas las mujeres. Si no fuera por ellas, ¿qué hombre trabajaría? Ellas son las que nos hacen a nosotros en todo sentido. Que viva la mujer que lo parió a usted y la mujer que me parió a mí. Que vivan las hijas del ministro, las hijas del carpintero y las hijas mías. Todas, todas ellas. Que no se mueran nunca, que Dios no nos haga la maldad de llevárselas.
En la región en la que se crió Zuleta, es normal que los hombres no tengan reparos de conciencia frente a sus múltiples travesuras amorosas. Muchas mujeres, incluso, ven en el macho aventurero un símbolo de respetabilidad, un animal marrullero que por haber sido jugado en varias plazas, les inspira tanto temor como atracción, y de ñapa les plantea el reto de ver si son capaces de amansarlo. Domarlo no significa, desde luego, ser la única en su vida, sino ser la principal, el puerto de partida y de llegada, la que puede dormir con él toda la noche sin que la llamen vagabunda, y luego echar el cuento de que ahí, en su cama, es donde él amanece todos los días. Ni las de la casa ni las de afuera se consideran las víctimas de un destino miserable. Ninguna piensa que está recibiendo migajas. Cada una se cree poseedora de la mejor parte del surtido, pero en el fondo saben que alcanza para todas. Por eso lo comparten sin problemas. Por eso, hasta se dan el lujo de utilizar al marido común como mensajero, para intercambiar sus especialidades culinarias. Como además tienen un sentido primario del clan, preservan por encima de todo la unión de la familia: los hijos que le nacen a la una son hermanos de los que le nacen a la otra y a la de más allá, y esa ligazón de sangre no merece que nadie la arruine por algo tan mezquino como los celos.
Los hombres, por su parte, escuchan desde pequeños un verbo que en los diccionarios resultaría pérfido, pero que los mayores conjugan sin sonrojarse, ya que ni a las mujeres mismas les parece ominoso: el verbo mujerear.
A Sara Baquero, una matrona inconfundible de la región, no le preocupaba en lo más mínimo que Emiliano hiciera versos. Por el contrario, insistía en que la vena poética del muchacho era herencia de ella. El problema era que los cantos estuvieran apareados con el acordeón, un instrumento que, según ella, volvía irresponsables a los hombres. Sin embargo, la vieja Sara tuvo claro desde el principio que esa causa estaba perdida, porque si su hijo cantó antes de hablar; si fue capaz de componer y de aprenderse largas canciones en décimas, sin saber leer ni escribir; si se convirtió en un diablo del acordeón, desafiando el duro carácter de su tío Francisco, entonces no habría poder humano ni divino que lo apartara de la música.
Que Emiliano fuera mujeriego tampoco le quitaba el sueño a Sara Baquero. Lo máximo que podía hacer era aconsejarles a las mujeres que amarraran a sus hijas, que por las calles andaba suelto un gallo de casta. Además, si se miraban las cosas al derecho, Mile no era más que el típico hijo de tigre que salía pintado, ya que el sinvergüenza de su padre sólo estuvo con ella a la hora de engendrarlo, y después de eso no se dejó ver ni el visaje.
Con semejantes antecedentes, era natural que Emiliano no se ajuiciara. Por los días en que se puso a convivir con su primera mujer, empezó su reconocimiento. Era un reconocimiento que le pertenecía más a los cantos que a él mismo. Las personas que tarareaban sus versos en aquellos pueblos y veredas retirados de la Civilización no lo habían visto a él ni en pintura. No sabían cómo era su rostro ni les interesaba. Pero reconocían en sus coplas el mejor correo posible, porque no les informaba sobre lo urgente –nada era urgente– sino sobre lo importante. Por eso las acogían aunque llegaran retrasadas: venían de muy lejos y conservaban el aroma de los montes. Quienquiera que fuera su autor, les estaba regalando ricas historias, contadas a la manera de las buenas crónicas periodísticas: historias completas, redondas, en las que había burla, deliciosos arcaísmos, apuntes sobre la suerte de las cosechas, regaños para bajarle los humos a algún aparecido, guiños a una mujer amada que hoy se llamaba Manuela y mañana María.
Conforme a la tradición, sus versos parecían destinados no más que a los compañeros de parranda y de labranza. Pero tenían tanta gracia melódica, tanta vitalidad narrativa, que, a pesar de que no habían sido grabados aún, se extendieron de boca en boca, de manera espontánea, por toda la costa caribe colombiana. En las trochas malsanas de la región se desnucaban las bestias, se extraviaban los caminantes, y los versos seguían su marcha a lomo del viento, porque fueron hechos por uno de esos juglares auténticos que no necesitan fijar su voz en el papel para protegerla del olvido. Un juglar que no se dejó extinguir durante el tiempo en que permaneció a la zaga de su propio canto.
—Si me hubiera tocado pagar para cantar –dice Zuleta–, lo hubiera hecho sin problemas.
Zuleta refiere sus historias de manera lenta y lineal. Las satura de detalles, para alargarlas y regodearse con ellas. Y no permite que lo desprendan de la palabra. Si lo interrumpen, o si le formulan una pregunta que maliciosamente pretenda precipitar el final, escupe fuego por los ojos, en dirección al insolente, y retoma el hilo del relato en el mismo punto en que trataron de arrebatárselo. Así, hasta que termina de saborear la golosina de su propio verbo. Lo que más le gusta son las anécdotas, que en su boca fluyen copiosas y continuas, como un aluvión.
Justo en este momento, Zuleta esboza una sonrisa bribona. Acaba de recordar una de las muchas historias divertidas que protagonizó, durante sus correrías como trovador celebrado y anónimo. Sucedió a mediados de 1949, en un caserío conocido con el nombre de Hatico de los Indios, donde lo contrataron para que amenizara una fiesta de matrimonio.
Para el joven esposo fue un honor decirles a los presentes que ese que estaba ahí con su acordeón era nada más ni nada menos que Emiliano Zuleta Baquero, viejo conocido suyo, sí señor, el compositor de La gota fría, una pieza que ya gozaba de prestigio en toda la comarca. El muchacho, sin embargo, no se quedó en el amplio patio para acompañar la rumba que había inaugurado: sus afiebradas glándulas de marido novicio lo arrearon antes de tiempo hacia una habitación del segundo piso, donde lo esperaba la novia.
En su condición de animador de la fiesta, Zuleta era el menos indicado para preocuparse por la suerte de los casados en su estreno. Pero, como buen chismoso, era el que estaba más pendiente. Incluso, cuando el muchacho se retiraba hacia la alcoba, le deseó suerte, con un guiño cómplice de su ojo izquierdo.
No habían pasado ni dos horas cuando el novio bajó del segundo piso, despeinado y desencajado. Parecía venir de un velorio y no de un festín exquisito. Ubicado en un sitio estratégico en el que no era percibido por los invitados a la parranda, el joven aprovechó una pausa del conjunto musical y llamó a Emiliano Zuleta, con una seña de la mano. Éste acudió en seguida, diligente, descarado, como si llevara años esperando ese momento. Como si la demora lo perjudicara a él y no al otro.
—Hombre, señor Emiliano –dijo el muchacho–: me está sucediendo un problemita y de pronto usted me pueda ayudar.
—Usted dirá –respondió Zuleta, con un tono displicente, para disimular que lo mataba la curiosidad.
—Es que llevo un buen rato encerrado en el cuarto y no he podido hacerle nada a la mujer.
—¿Cómo así?
—Yo más bien ya tengo es pena con ella, porque no he podido pasar del jugueteo ese del principio.
Como hombre ducho y avispado, Zuleta supo en el acto qué era lo que ocurría: el muchacho no estaba preparado todavía para alcanzar el fruto principal y por eso se aburrió del paraíso aunque nadie lo hubiera expulsado. Para confirmar su sospecha, el maestro no tuvo mejor idea que emboscar a su agitado interlocutor con una pregunta maligna.
—Bueno, pero dígame una cosa: ¿usted alguna vez que no fuera hoy había probado mujer?
El joven no estaba para dárselas de héroe sino para resolver un problema que consideraba gravísimo. Intuía que la efectividad del consejo que solicitaba dependía de que fuera sincero. Por eso respondió, humilde, sin pensarlo dos veces.
—No, señor Emiliano. Ésta es la primera.
—Ah, caramba –se pavoneó Zuleta, como si fuera el oráculo divino que le salvaría la vida al otro–, ya yo sé qué es lo que pasa.
—¡Yo sabía que usted me iba a ayudar, señor Emiliano! ¡Yo sabía!
—Mire: lo que pasa es que las mujeres tienen dos tiempos. Está el tiempo en que son señoritas y está el tiempo en que son señoras. Cuando son señoras, eso es facilito, porque ya lo que había que vencer está vencido. Pero cuando son señoritas es más difícil: hay que conocer la técnica. Lo que usted me dice, deja dicho que usted no la conoce.
—¿Y qué es lo que tengo que hacer?
—Cálmese. Tómese un vaso de agua. Y no se desespere, que la desesperación no es buena para estas cosas. Ya verá que si se tranquiliza, le va a ir bien.
Zuleta le dio una palmada alentadora en el hombro y le anunció que volvería al patio, para seguir animando la fiesta con su acordeón. Tenía cara de haber cumplido con su deber. Pero entonces ocurrió lo inesperado: el muchacho no se dio por satisfecho sino que le dijo a Zuleta que necesitaba “un último favor”.
—¿Cuál sería?
—Vea, señor Emiliano, usted, que es un hombre veterano, ¿por qué no me hace el favor de estar con mi mujer?
Parte del morbo con el que Zuleta había seguido el desenlace de la velada nupcial se debía a que la recién casada era una hembrota de carnes prietas, y caminaba con un bamboleo perturbador en las caderas, esas caderas que les producían a los hombres que las miraban, cuando las sabían ajenas para siempre, físicas ganas de morirse. Zuleta no iba, pues, a rechazar la oferta que acababa de recibir, por escrúpulos que no le pertenecían. Ahora bien: tampoco podía mostrar su interés de manera tan rápida, porque eso sería una descortesía innecesaria con el marido. Para tomarse su tiempo, lo que hizo fue expresar el temor de que la mujer no aceptara y entonces él quedara en ridículo, después de haber subido hasta la habitación. El muchacho insistió en que ése no sería ningún problema.
—Ah, bueno –dijo por fin Zuleta, condescendiente–: la verdad es que yo nunca en mi vida he hecho un favorcito de esos que usted me pide. ¡Pero me sentiría muy mal si le digo que no!
***
—Sigamos hablando de mujeres –propone el viejo Mile, socarrón.
—¿Qué más va a decir sobre ellas?
—No sé. Me gustaría hablarle de las mañitas que uno emplea para conseguirlas.
La periodista Griselda Gómez, quien hoy me acompaña, me mira sonriente, como si el de la gracia fuera yo. Luego mira al viejo, que evidentemente quiere impresionarla a ella y no a mí.
A continuación, Zuleta advierte que frente a una mujer difícil no hay mejor arma que apartarse por un tiempo del camino. La indiferencia, según él, le desbarata el orgullo y la lleva a buscar al tipo con la cabeza gacha. En ese momento, como ya no está en una posición ventajosa, “es posible que dé lo que antes había negado”.
Con las dos manos en el vientre, muriéndose de la risa, Griselda Gómez trata de decir algo que no se le entiende. Pasada la histeria, le recuerda a Zuleta que no todas las mujeres caen en la trampa del hombre que se retira. Algunas, incluso, hasta respiran aliviadas cuando eso sucede.
Como si llevara siglos con la respuesta preparada, Zuleta dice entonces, con la malicia de siempre, que en ese caso el hombre tampoco pierde, porque se quita de encima la mortificación de una mujer que no nació para él.
Griselda le pregunta al viejo que si acaso una mujer que no se acuesta con él es una mortificación. Se nota que disfruta tirando al viejo de la lengua.
Zuleta le responde en el acto que la mujer que dice que no desde el principio, merece todo su respeto. La que lo saca de quicio es la otra: la que muestra para atraer y luego esconde para matar. La que pinta la cama al comienzo y la borra después con una patada. La que toca y se deja tocar, pero sale corriendo cuando siente que la mano del hombre se pone seria.
Ana Olivella, que está en el lavadero fregando la ropa, voltea sonriente para donde estamos nosotros. Parece más interesada en la risotada fácil de Griselda que en el apunte de su marido. Justo en ese momento descubre que la estoy mirando, y entonces gira el cuerpo y vuelve a concentrarse en su oficio.
El maestro aclara que, de todos modos, para que la mujer difícil busque al hombre cuando este se le pierde de vista, se necesita que el hombre le haya caído en gracia desde el primer momento. Que la haya hecho reír, por ejemplo. O que le haya enseñado que no todo lo que parece verde es verde. O que le haya hecho pensar cosas que antes no había pensado. Muchas veces, añade, el problema se debe a que el hombre halaga a la mujer más de la cuenta, y entonces ella piensa que, como es perfecta, no necesita a un tipo sino a Dios.
Animado por la euforia que ha desatado su apunte, el viejo Mile se pone de pie, y desde esta nueva posición, sintiéndose ya el dueño absoluto de la reunión y del universo, enuncia el mandamiento central de su decálogo vagabundo:
—Por muy difícil que sea la mujer –sentencia–, el hombre es el único dueño de esa cosa que a ella tanto le gusta.
Zuleta cree –y lo expresa guiñándome un ojo– que por cada mujer que un hombre no consigue, hay dos esperando más adelante.
—La que no está para mí está para otro tipo. Y eso es lo que se necesita, oyó, para que todos seamos felices. Mujeres y hombres siempre se acotejan, porque son como la caja y la tapa. Ellas ponen la cerradura y nosotros ponemos la llave. ¿Así quién no se acomoda?
Y entonces, como para comprobar que, en efecto, ha sido un sinvergüenza temible, esgrime su prontuario:
—Antes de casarme con la señora Carmen Díaz, yo tuve dos hijos. Mi hijo mayor se llama Cristóbal y debe andar por los 66 años. El segundo lo tuve con una mujer de Urumita. Se llama Teobaldo pero le dicen El beato. Yo he tenido hijos como con seis mujeres. En La Jagua dejé un hijo. En Villanueva, otro. Tuve ocho con Carmen y uno con Mirce. De pronto no tengo las cuentas bien claras: usted sabe que en el tiempo de antes, uno a veces ni se enteraba. Menos mal que uno no embaraza a todas las mujeres con las que se tropieza.
Zuleta ha vuelto a sentarse en la hamaca. Ahora habla de un caserío de la Guajira llamado El Monte de la Rosa, donde vivió un tiempo. Allí, según él, hay dos clases de mujeres: las que lo odian y las que lo aman. Unas y otras se parecen en que no pueden vivir sin mencionarlo, como lo sugiere en una de sus mejores canciones:
En El Monte de la Rosa
las mujeres bien temprano
se van a enjuagar la boca
con el nombre de Emiliano.
De repente, Ana Olivella pasa frente a nosotros con un platón lleno de ropa. Cuando Mile la ve, la señala con el dedo y dice que ella fue una de las víctimas del método de la indiferencia. La mujer sonríe. Casi podría decirse que interpreta las palabras de su marido como un piropo. Sin embargo, fiel a su costumbre de escabullirse, sigue de largo hacia la sala y no escucha el resto de la historia.
Cuenta Zuleta que cuando quedó viudo de Mirce Molina, empezó a montarle la cacería a Ana Olivella, no para sumarla a su lista de aventuras, sino para organizarse con ella seriamente. El tiempo pasaba y Zuleta no veía que se concretara ninguna de las promesas que la mujer le enviaba con sus miradas. Cansado, dejó de frecuentarla y hasta pensó en marcharse de Villanueva.
No había pasado ni una semana cuando una hermana y una prima de Ana fueron a buscarlo, para averiguar por qué no había vuelto a visitarlas. Que si acaso en la casa de ellas le habían echado agua caliente, le preguntaron. Zuleta captó el mensaje, y el relato termina en esta casa de Valledupar, donde hoy sigue junto a Ana, después de 19 años de convivencia.
—Ay, carajo –dice de pronto el maestro–. Se me estaban olvidando los tres hijos que tengo con Ana. También me faltó un muchachito que tuve con una hembra de El Piñal.
El viejo Mile nos advierte de que a cada mujer que ha tenido, así sea de paso, le ha dedicado por lo menos una canción. Él tiene que vivir para poder cantar, explica, pues no cree en esos compositores que hacen en versos lo que nadie les ve hacer en la vida real.
—Yo no podría emocionarme cantando embustes –concluye, tajante.
La canción que le costó más trabajo, nos informa, fue El milagro, inspirada en la aventura que vivió en secreto con una de sus ahijadas, una mujer que parecía incapaz de matar una mosca y al final le jugó sucio. Zuleta añade que la deslealtad no lo sorprendió en absoluto, porque él ya estaba entrado en años y la muchacha tenía un fuego que no se apagaba con cualquier lloviznita.
—Uno tiene que ser realista –agrega– . Después de cierta edad, uno ya no puede con una muchacha de esas. Ahí lo mejor es que uno calme la bestia.
Acostumbrado a hacer canciones con cuanta cosa le sucedía, Zuleta no sabía cómo contar esta historia. Por un lado, necesitaba denunciar a la traidora. Pero, por el otro, temía quedar al descubierto como un hombre sin escrúpulos, capaz de acostarse con sus ahijadas.
—Mencionar a la muchacha con el nombre verdadero –señala– hubiera sido un irrespeto con mi comadre, y yo siempre he sido un hombre respetuoso.
En esta oportunidad, el viejo no se suma a nuestras carcajadas. Quien lo vea y no lo conozca no alcanzaría a percibir la chispa de picardía que titila en el fondo de su gravedad teatral.
El problema –explica, todavía serio– se solucionó de manera simple: diciendo el nombre del milagro, pero ocultando el del santo. Sin que nadie se lo solicite, tararea una estrofa de la canción que se derivó de ese episodio:
Le comuniqué a un amigo
lo que le pasó a Emiliano
pero yo tengo un motivo
para quedarme callado
por eso digo el milagro
pero el santo yo lo olvido.
Zuleta revela que una de las mujeres más importantes de su vida fue La Pula Muegues, a quien se refiere con un adjetivo rudo: “bellacona”. La vieja Sara la detestaba y recurría a los brujos de la Provincia, para suplicarles el favor de alejarla para siempre del corazón de su hijo. Mile, siempre atento a los designios de su madre, quería complacerla pero no podía: los bebedizos de cebolla en rama con leche de vaca recién parida lo hundían cada vez más en las polleras de La Pula.
Un día, La Pula Muegues amaneció con un par de úlceras en las corvas. No hubo remedio al que no apelara. Se untó Quítame este mal y Sácame de esta desgracia. Bebió consomé de torcaza preparado por una mujer señorita. Rezó el rosario de madrugada, con el Cristo al revés. Pero las llagas siguieron progresando, hasta postrarla en una cama de lienzo. A esas alturas, Mile había decidido llevársela a Jerónimo Montaño y al Indio Manuel María, los dos brujos más afamados de la región.
Justo entonces ocurrió un suceso que alteró sus planes: llegó a Urumita, Guajira, un circo de pueblo, cuyo propietario, según los rumores, “era casi Dios”. Se llamaba Cocoliche y usaba una boa enrollada en el cuello.
La avidez de Zuleta por el diagnóstico de Cocoliche desapareció más temprano que tarde: en cuanto apareció en el recinto una mujer de pelo negro y ojos almendrados, que portaba un tarro humeante con aroma de eucalipto. Venía vestida con una túnica de cañamazo y traía unas sandalias de cordobán. Tras cruzar dos miradas con ella, Zuleta comprendió que el romance no iba a necesitar de mayores preámbulos, porque ya estaba madurito. Era, concluyó en el instante, una mujer que le habían guardado: no más tenía que reclamarla.
Aprovechando una ausencia momentánea de Cocoliche, Mile se abalanzó sobre su presa sin chistar ni un monosílabo. Guiado por el instinto, tomó su mata de cabello entre las manos, y al colocársela en el rostro, sintió que se desbarrancaba por un abismo sin fondo que olía a limones tiernos. Allí estuvo retozando durante un tiempo que aún hoy no es capaz de medir. Descarado, irresponsable. Más como un polluelo desprotegido que como el gallo de casta que dice ser. Con el cabello de la mujer improvisó un cobertizo seguro, adonde no llegaban ni las dolencias de La Pula Muegues ni los maleficios de la vieja Sara. Estando allí, no valía la pena preocuparse por la posibilidad de que Cocoliche fuera el padre o el marido de la mujer, y apareciera de repente con un machete, dispuesto a dañarle el momento.
Todavía hoy Zuleta no sabe si Cocoliche vio o no vio, ni le importa. Lo cierto es que
cuando el hombre regresó, Zuleta no le consultó nada más sino que le pidió empleo. De modo que los siguientes dos meses de su vida transcurrieron bajo la mugrosa carpa del circo, hoy en Uribia y mañana en San Juan, desenamorado en un lado y enamorado en el otro, ajeno por completo a la suerte que hubiese corrido La Pula Muegues.
De la vivencia en el circo, señala Zuleta, también salió una canción, que fue grabada por Colacho Mendoza. Por solicitud mía, entona una estrofa:
“Dos limones en el suelo
yo cogí el que estaba biche
voy a hablar con Cocoliche
pa’ irme con los maromeros.
El viejo Mile salta de golpe hacia un burro que alquiló no sé dónde, para llevar a La Pula Muegues hacia Sabanas de Manuela, donde vivía Jerónimo Montaño. Lo acompaña Andrés Salas, hermano y compadre suyo, quien viaja a lomo de un caballo barcino. Noto que a pesar de que suele ser meticuloso en los detalles de sus anécdotas, no me ha contado ni cómo abandonó a la mujer del circo ni cómo encontró a su compañera, después de su larga ausencia. Cuando lo hago caer en la cuenta, me despacha con un cierto desdén, como si el tema que le propongo fuera secundario. Dice simplemente que La Pula había empeorado y que por eso era que se la llevaba al mejor brujo de la región.
Lo importante, afirma Zuleta, es que dejó a su mujer en manos de Montaño, quien se comprometió a devolvérsela curada en el término de dos semanas. Él, entre tanto, siguió de largo con su hermano Andrés hacia Guayacanal, para asesorarse con el otro gran gurú de la Provincia, el Indio Manuel María. El hecho, me recuerda Zuleta, está recreado en una canción suya:
Ay, el indio Manuel María
que vive en Guayacanal
ese sí sabe curar
con plantas desconocidas
Ay, cómo se dejan quitar
los médicos su clientela
de un indio que está en la sierra
y cura con vegetal.
Zuleta interrumpe su relato sobre La Pula Muegues para hablar de Carmen Díaz, a quien considera la mujer más importante de su vida.
—Fue la más importante –repite–, pero fue también la que menos me sirvió, porque se gastaba un genio imponente y quería gobernarme a toda hora, delante de mis amigos. No nos quedó más remedio que abandonarnos.
—Usted le ha hecho a ella por lo menos una docena de canciones.
—Sí, claro, y eso a Carmen la acreditó mucho. Imagínese usted: ser la mujer de Emiliano Zuleta. Gracias a mí es que la conocen a ella. Sobre todo, cuando yo digo en una canción: “me siento lo más contento/ porque resolví casarme/ si me caso en otro tiempo/ me vuelvo a casar con Carmen”. Ahí fue cuando ella cogió vuelo y se volvió orgullosa, que no quería hablarle a nadie. Ni a mí.
Zuleta se conoció con Carmen Díaz en Manaure de la Montaña, un pueblito del Cesar, gracias a un enamorado que ella tenía. Ocurrió en un mes de diciembre.
Emiliano estaba parrandeando con unos amigos, la noche en que llegó un señor con acento del interior del país, a preguntarle que cuánto le cobraba por acompañarlo a llevar una serenata.
Según el hombre, cuyas ropas percudidas revelaban que venía de una andadura larga, la mujer a la cual pretendía conquistar con la serenata era la más bonita que existía en 20 pueblos a la redonda.
Desde el momento en que el tipo le describió a la mujer, Zuleta intuyó que sería él quien terminaría consiguiendo sus favores:
—Yo pensé: ay, papa Dios: este cliente se está matando solito. ¡Porque si la hembra está buena, me tiene que tocar es a mí!
Una vez más, Zuleta se levanta de su hamaca, como en busca de más espacio para reafirmarse como el héroe de la película, el chacho de las conquistas, un terreno en el que se cree superior al resto de los hombres.
La noche de la serenata, Carmen Díaz no se dio por enterada. Fuera por desatención o fuera por su sueño tan profundo, lo cierto es que no se asomó por ninguna de las dos ventanas. La que sí salió para dar las gracias fue Julia Bula, una prima de Carmen, que al parecer estaba convencida de que el detalle era para ella.
Un hombre como Emiliano Zuleta no nació para quedarse con intrigas en asuntos de mujeres. Así que esa misma noche, mientras se despedía de sus músicos y del pretendiente frustrado, empezó a urdir el plan que ejecutaría pocas horas después, cuando clareara la luz del día. Volvería a esa casa de frente, sin aspavientos, para decirle a la tal Carmen Díaz que era “la mujer más bonita de 20 pueblos a la redonda”.
En este punto, el maestro me dirige una mirada vivaracha y suelta una broma inspirada:
—Ajá, para algo que tenía que servir la frase del cachaco.
Cuando Zuleta volvió a la casa donde se encontraba Carmen Díaz, eran las 10 de la mañana. No necesitó que se la presentaran para conocerla. Estaba sola en la sala, sentada en una mecedora de mimbre, pelando plátanos con un cuchillo basto. Tenía el cabello recogido en un moño de gasa morada y llevaba un traje cerrado de negro desde los pies hasta el cuello. Más allá de su indumentaria severa, que insinuaba un luto más antiguo que ella misma, la mujer se gastaba una estampa de faraona que invitaba a besarle los pies. “Es una hembraza”, pensó Zuleta.
Como siempre que veía a una mujer que le gustaba, Mile quiso arrojarse sobre ella en el acto. Pero no lo hizo, porque percibió en su adusto semblante de doña la amenaza de que si se pasaba de la raya, era hombre muerto. De modo que se limitó a contemplarla, alelado. Ni siquiera la saludó. Y ella seguía desconchando aquellos plátanos, sin determinarlo.
De pronto, a Carmen Díaz se le cayó un plátano. Mile lo recogió del suelo, le sacudió la tierra en su propio pantalón, y se lo devolvió. Carmen, a duras penas, le dio las gracias, reconcentrada en su faena, ajena por completo al hombre con cara de bobo que tenía enfrente.
En ese momento, Julia Bula entró en la sala. Había visto la última parte de la escena y venía carraspeando con ironía.
—Anda, prima –gritó, como para que la escucharan en el resto del pueblo–. Por haber dejado caer el plátano, vas a salir en un disco de Emiliano Zuleta.
A Mile le pareció que la aparición de esta mujer era un regalo del cielo. A todas estas, Carmen Díaz no había vuelto a mirarlo.
Carmen le preguntó a su prima que si el Emiliano Zuleta al cual se refería era el que había compuesto La gota fría.
—¡Ese mismo! –chilló Julia–. ¿Cuántos Emilianos Zuletas compositores hay en La Guajira?
Con la turbación de quien todavía no ha comprendido por dónde le entra el agua al coco, Carmen preguntó que porqué motivo Emiliano Zuleta le iba a sacar una canción a ella.
—¡Porque pelaste el plátano y lo dejaste caer! – gritó Julia, con doble intención.
Entonces, a Carmen Díaz se le salió una frase inocente, con la cual apretó el nudo de su propia horca:
—¿Y dónde está el Emiliano de mierda ese? Yo siempre lo he querido conocer.
De ahí para allá, dice Zuleta, el amorío ya estaba pilado. Por la noche volvió a la casa para ofrecerle una serenata a Carmen. Esta vez –agrega, vanidoso– la mujer sí se levantó para agradecer el detalle. Y no sólo eso: salió de la casa y les pidió a los músicos que interpretaran una cuarta canción por su cuenta, para ella bailarla con Emiliano en plena calle. En la mitad de la pieza, Carmen se quitó un anillo de oro y se lo colocó a su parejo en la mano izquierda, un ritual muy frecuente en La Guajira por aquellos tiempos.
En este punto, el viejo esboza una de esas risas picaronas que preceden a sus chanzas.
—Apenas me vi ese anillo puesto, pensé: carajo, este anillo está bueno para cambiarlo por una caja de whisky.
Retorciéndose de la risa, Griselda Gómez exclama:
—¡Este viejo es la trampa!
A Zuleta le encanta el cumplido. Cuando abre la boca de nuevo es para decir que Carmen Díaz le quitó el anillo al rato de habérselo puesto, porque, avispada que es, debió de haber calibrado sus intenciones. El caso es que a él no le gustó esa actitud, porque consideró que era una injusta señal de desconfianza.
—¿Y usted no acaba de decir que pensó en beberse el anillo?
—Eso fue algo chusco que se me salió, para hacerlos reír a ustedes. Pero yo nunca haría una cosa de esas. A lo máximo que llegué con una mujer, fue a pintarle pajaritos en el cielo, para que se amañara conmigo. Pero aprovecharme del cariño para sacarle plata o regalos…¡eso, nunca!
Carmen se despidió de Emiliano porque debía regresar a Villanueva, su pueblo natal. Quedaron de verse el seis de enero, cuando él fuera a la casa de ella para pedir su mano de manera formal. Ese día –le advirtió– le devolvería el anillo. Y sería para siempre.
Zuleta no cumplió la cita sino en abril, y además lo hizo por pura casualidad. Cuando regresaba de Guayacanal hacia Sabanas de Manuela, para recoger a La Pula Muegues en la casa de Jerónimo Montaño, tuvo que pasar por Villanueva.
—Apenas vi las primeras casas del pueblo –señala–, le dije a mi hermano Andrés: mierda, compadre, acabo de recordar que yo tengo una novia aquí. Espéreme un momentico, que voy para allá a ver si esa mujer todavía se considera novia mía.
Contrario a lo que temía Emiliano, Carmen Díaz lo recibió con los brazos abiertos. Hasta buscó a los parranderos del pueblo para que lo acompañaran, mientras ella preparaba un sancocho de gallina en el patio. Sólo por la noche Zuleta se acordó de que había dejado a Andrés Salas esperándolo en el cementerio. Lo mandó a buscar, pero el hombre ya se había marchado.
—Qué pena con mi compadre –dice el viejo Mile, con un tono de lamentación que ni él mismo se cree.
La parranda duró tres días, al cabo de los cuales Emiliano Zuleta comprendió que estaba enamorado y le pidió a Carmen que se fuera a vivir con él. A partir de ese momento, La Pula Muegues fue historia, materia de olvido. Del mismo modo en que su rostro había reemplazado un rostro anterior, ahora había una piel fresca donde antes había estado la suya. Ya vendría otra que desplazara a Carmen Díaz del lecho del que ahora disfrutaba. En el fondo, todas ellas son la misma mujer que se renueva en los balcones, protagonistas de una historia escrita en el viento. Una historia que nunca termina, porque siempre habrá otra mujer disponible, al otro lado de la ventana.
—Estas experiencias –concluye Zuleta– son las que me han hecho cantar. Si no hubiera mujeres en este mundo, téngalo por seguro que yo no hubiera sido compositor.
***
No sólo el amor predispuso a Zuleta para el canto. Tan poderoso como esa motivación, ha sido el odio. El maestro lo reconoce con una franqueza pasmosa.
—Desde chiquito fui rencoroso –dice– y no sé por qué tuve que haber salido así, si nunca vi ese ejemplo en mamá.
Zuleta aclara, sin embargo, que jamás ha dado un paso que pudiera conducirlo del rencor a la venganza, y tampoco ha manejado sus odios de manera desleal, a espaldas de sus enemigos. Lo suyo no es levantarse de la cama preguntándose qué hará durante el día para destruir a un fulano incómodo, sino detestar a secas. Amargarse la vida viéndole la cara al tipo que le cae mal. Pensar lo peor de él. Negarse de manera radical a reconocerle algún mérito, en especial si es en público.
—Es que también soy muy envidioso –confiesa sin rubor.
Zuleta no concibe que pueda existir un compositor más hábil que él para improvisar, y en esto no se anda con medias tintas: dice que su cabeza es la más inteligente, que sus palabras no tienen pierde, que su lengua es la más picante, que sus melodías son las mejores.
Cuando amanece humilde –una situación tan frecuente como un eclipse de sol– acepta que hay compositores mejores que él. Menciona, por ejemplo, a Rafael Escalona, a Máximo Movil y a Calixto Ochoa. No muchos, en todo caso. La explicación del fenómeno obedecería, según Zuleta, a que quienes aprendieron a escribir derivan de esa circunstancia alguna ventaja para contar historias. Hecha esa pequeña concesión, vuelve por sus fueros con un argumento rotundo:
—Si usted se pone a buscar compositores mejores que Emiliano Zuleta, los va a encontrar. ¡Pero el que compuso La gota fría fui yo!
Donde no concede ni un milímetro es en el Olimpo de la improvisación. No hay nadie como él, repite con la boca llena, a la hora de repentizar. Es él quien le saca más partido a los temas, el más aplaudido por la gente, el que doblega al contendor de tal manera que no le deja más opción que la del retiro.
Las cuartetas no le gustan porque, según él, “eso lo canta cualquiera”. Prefiere las décimas –“versos de 10 palabras”, las llama él– porque representan un reto superior. El maestro no tiene ningún reato para vociferar que es capaz de contar una historia completa –y además en décima, siempre en décima– sobre un suceso que en apariencia es insignificante. Para demostrarlo, canta la canción que hizo el día que se mandó a lustrar los zapatos en un pueblo ajeno, y a la hora de pagar descubrió que le habían robado la plata.
También se ufana de la métrica de Con la misma fuerza, un merengue clásico del vallenato que ha sobrevivido a cuatro generaciones:
Dice Zuleta Baquero
El hijo de la vieja Sara
Me dicen que ya estoy viejo
Pero no estoy viejo nada
Yo estoy como una naranja
Viviendo a sol y sereno
Recibo los aguaceros
Prendido del mismo ramo
Y aunque se estremezca el palo
Nunca arrastro por el suelo.
Antes de que surgieran las voces andróginas de hoy; antes de la invasión de acordeoneros afectados que no parecen tocar su instrumento con dedos recios sino con una plumita de ganso; antes de que las composiciones se volvieran una mezcla insufrible de novelita rosa con balada –papel higiénico de empleadas domésticas desarraigadas–, el vallenato era una música genuina y vigorosa. Nada de melcochas, ni de paños de lágrimas, ni de palabras escogidas de afán en los basureros del diccionario. Se trataba de contar historias. De cantarle a la tierra mojada, al cruce de los novillos por el playón, a la leche espumosa que se apura al pie de la ubre, al compadre resentido por el bautizo aplazado, al sacerdote que pontifica aunque se haya robado los trastos de la parroquia, a la pezuña que deja una huella en forma de corazón, al lucero que es más alto que el hombre, al enamorado que espera hallar a la novia perdida, mediante el recurso cándido de describir sus cejas encontradas; al sol, que es viejísimo pero todavía alumbra; a la hembra que mueve el caderaje, para que Dios se sienta engreído; a la víspera de Año Nuevo, estando la noche serena; a la hamaca que es más grande que el Cerro de Maco; al jornalero que apenas tiene una camisa, pero sabe usar la brisa como sombrero.
Los trovadores de la región, dueños de un primario sentido de la virilidad y el orgullo, también cantaban para aniquilar a los otros. Tarareaban alto para notificarle al mundo que no estaban dispuestos a permitir más gallos en su gallinero. Así nació la piquería, una expresión folclórica que consiste en enfrentar a dos cantores, para que se destrocen a punta de coplas.
Cultor aventajado de esa modalidad fue Emiliano Zuleta.
Tanto le gustaba la pugna, que la primera enemistad la buscó en su propia casa. El rival fue nada menos que Antonio Salas, uno de sus hermanos, quien –crecidito por el efecto de un par de copas– cometió la insolencia de compararse con Emiliano. El tatequieto de Zuleta fue inmediato:
Una noche en Villanueva
se quiso Toño lucir conmigo
Pero a veces me imagino
Que esa es la gente que lo aconseja
Díganmele a Toño
A toño mi hermano
Qué él está muy pollo
Y yo soy muy gallo.
La puja entre los dos hermanos duró 20 años, al cabo de los cuales se habían dedicado, por lo menos, una docena de canciones coléricas. Por cierto, ambos sienten que la cálida relación de la que disfrutan a estas alturas se debe en gran parte a todas las ofensas que se gritaron.
—Ni Toño ni yo nos quedamos con nada guardado, y por eso estamos en paz –dice Zuleta.
Zuleta opina que era mejor antes, cuando los hombres se contramataban con décimas y no con plomo. En seguida, más en serio que en broma, añade que aunque ya me informó que él y Toño se reconciliaron para siempre, “de todos modos a la gente le quedó claro que el gallo soy yo y el pollo es él”.
La discordia con su hermano no fue tan enconada como la que, años después, mantuvo con Lorenzo Morales, otro juglar valioso de la región.
Azuzados por sus seguidores, los dos cultivaron la antipatía a la distancia, sin conocerse siquiera. En su casa de Guacoche, Guajira, alguien le contó a Morales que Emiliano andaba diciendo que era mejor que él. Zuleta, por su parte, escuchaba con frecuencia, en su casa de El Plan, que el rey del acordeón y de los versos era Lorenzo Morales. En ese correveidile, ambos se fueron llenando de requisitos para desplumarse cuando se encontraran.
Zuleta y Morales pasaron nueve años detestándose por correspondencia, lanzando coplas envenenadas en el buzón del viento, para que el monstruo del odio común, que ambos necesitaban, no fuera a resecarse por el abandono. Cada agresión los lastimaba y los redimía. A ellos y a sus corifeos. Y, de paso, iba levantando un reguero de polvos y colores en los senderos. Documentando el recuerdo. Haciendo la vida llevadera mientras llegaba la hora inevitable de cruzarse en alguna vereda neutral, para desenterrarse las espinas y definir de una vez por todas quién era el mandamás de la rima y del acordeón.
Aunque ambos eran tajantes en cuanto a que no se prestarían para un enfrentamiento en el terreno del contrario, la oportunidad de matarse las pulgas se presentó en Guacoche, sede de Morales, de la manera más inesperada.
Zuleta había salido de El Plan hacia Bosconia para realizar una diligencia personal. Cuando pasaba por Guacoche vio una parranda que le llamó la atención y se arrimó a curiosear. En el centro de la ronda estaba un hombrecito menudo, que parecía un colgandejo ridículo de su propio sombrero. Tenía los garbos de un monarca que cree que no hay más ley que la suya, y tocaba el son de monte con una solvencia ofensiva, moviéndose de un lado para el otro con una cierta vanidad, como si estuviera convencido de que, además de buen acordeonero, era un tipo bonito.
Zuleta pensó en el acto que ese hombre estaba muy chiquito y muy mohoso para que anduviera con tantas ínfulas. Luchando contra la primera impresión que tuvo –la de que el tipo “tocaba hasta bien”–, estuvo a punto de decirle a uno de sus vecinos ocasionales que lo único que le servía a aquel hombre que gobernaba la parranda, era su acordeón. En vez de ese comentario bilioso, lo que se le salió fue una pregunta mansa:
—¿Quién es el que toca el acordeón?
El vecino lo ignoró. Siguió mirando al hombrecito del centro, con la cara idiotizada por la veneración. A Zuleta le cayó el detalle como una patada en el hígado. Ya era demasiado: primero, tener que soportar que un enano fuera dueño del acordeón más bonito que él había visto en su vida. Después, descubrir que no lo tocaba mal. Y ahora, saber que sus paisanos no lo estaban escuchando sino adorando. Y, para como de males, sentir que él, Emiliano Zuleta Baquero, era uno más de la comparsa.
Cuando Zuleta repitió la pregunta, ya presentía lo peor:
—¿Quién es el tipo del acordeón?
La respuesta que recibió no sólo confirmó sus sospechas sino que, además, tenía una carga de atrocidad con la que él no había contado.
—Ese es Lorenzo Morales –le dijo el vecino, todavía sin mirarlo–. Lorenzo Morales, el papá de Emiliano Zuleta.
Golpeado en su orgullo, Zuleta le preguntó a su interlocutor que si acaso él conocía a Emiliano Zuleta para que estuviera tan seguro de que no era buen acordeonero. La respuesta, esta vez, fue más insolente.
—A ese Zuleta no lo conocen sino en el pueblo de él –dijo el inamistoso vecino, que seguía mirando los malabares del dueño de la parranda–. El chacho es Moralito.
Zuleta se quedó petrificado. De repente, el entorno se convirtió en un mapa de manchas, una cara borrosa por aquí, una expresión de alegría por allá, y en el centro, presidiendo el horror, Lorenzo Morales con sus notas de pesadilla. Por un momento, Zuleta se vio a sí mismo como la única criatura que estaba al margen del carrusel, que giraba y giraba ante sus ojos enfermos. Se sintió como un bicho minúsculo en medio engendros enormes que zarandeaban su honor a placer, sin percatarse siquiera de su presencia. Eran los colmillos del desprecio, que apenas ahora se le revelaban y que lo dejaban sin reacción.
En ese trance no duró mucho tiempo porque, al fin y al cabo –me dice ahora–, un hombre como él siempre encuentra la manera de aclararse entre el oscuro.
Para asegurarse de que esta vez su interlocutor no le iba a responder sin mirarlo, Zuleta le habló mientras le daba una palmada brusca sobre el hombro.
—Oiga –le dijo–. Yo también toco acordeón.
El hombre lo miró por fin. Pero su mirada fue tan hostil como su desdén. Lo reparó de pies a cabeza, con el gesto de quien muerde un limón demasiado ácido, y volvió a concentrarse en la faena de Morales.
Zuleta repitió el procedimiento: la palmada áspera sobre el hombro y la información de que él también era acordeonero. Entonces el vecino le prometió que le conseguiría un acordeón para que se metiera en la ronda y participara en la parranda, siempre y cuando le jurara que no lo haría quedar mal.
—Yo lo hago quedar bien –contestó Zuleta.
Cuando acabó la canción, el hombre se dirigió a Morales.
—Oye, Lorenzo: aquí está un tipo con la cantaleta de que quiere tocar tu acordeón. Préstaselo un momentico, para que se le quite la idea.
Zuleta considera que lo más humillante de la escena fue la amabilidad de Lorenzo Morales. No entiende cómo un hombre que tiene un acordeón tan bonito sobre el pecho, se desprende de él de buenas a primeras, para entregárselo al primer desconocido que dice querer tocarlo. A menos –añade después, con aire reflexivo– que esté muy seguro de sí mismo y piense que el otro es un pintado en la pared.
Mientras le pasaba el instrumento, Morales lo miró por primera vez en su vida. No había arrogancia en sus ojos, sino una especie de humildad que a Zuleta, de todos modos, le resultó insoportable.
—Yo me tercié el acordeón al pecho y toqué una puya –recuerda el maestro–. La toqué tan bien, que alguien destapó una botella nueva de ron y me ofreció a mí el primer trago.
Zuleta me explica que en aquel tiempo había un código de honor que determinaba que, al abrir una botella de ron, los tragos se repartían de acuerdo con la importancia de los bebedores: el primero le correspondía al acordeonero. Si había más de uno, se empezaba por el que tuviera mayor reconocimiento y de ahí en adelante se iba descendiendo. Después seguían, en estricto orden jerárquico, el tamborero, el guacharaquero, el resto de los músicos y el público.
A Morales le sentó mal que le hubieran ofrecido aquel primer trago a un advenedizo. En cambio Zuleta, emocionado por los halagos de la gente, pidió dos copas más y se las bebió de un tirón. Y a continuación, se dispuso a tocar una nueva pieza. Entonces Morales, botando fuego por los ojos que minutos antes parecían tranquilos, le arrebató el instrumento con un zarpazo feroz.
—Traiga acá mi acordeón –fue lo único que dijo.
Pero Zuleta, aun sin el acordeón, no quedó inerme: todavía le quedaba su lengua afilada.
—Oiga –le dijo a Morales, con ironía–: usted me prestó y me quitó el acordeón, y no me ha preguntado ni el nombre.
Morales intentó desentenderse del intruso. Abrió su acordeón, amagando con tocar una nueva canción, para taparle la boca. Pero Zuleta no le dio respiro.
—Yo me llamo Emiliano Zuleta Baquero. ¿Ese nombre no le dice nada?
Después, los dos bandos echaron el cuento de aquel primer encuentro según sus conveniencias. Morales dijo que le había dado una lección a Zuleta. Zuleta dijo que Morales tembló de susto cuando lo reconoció. Los seguidores del primero afirmaron que Zuleta era tan desganado que ni siquiera cargaba un acordeón propio. Los seguidores del segundo advirtieron que Morales se corrió como los gallos bastos. Unos y otros coincidían en que había que propiciar un cita definitiva, para saber de una vez por todas quién era el mejor.
Pasaron muchos años, sin embargo, antes de que Zuleta y Morales volvieran a verse las caras. Según Zuleta, porque Morales estaba muerto de miedo. Y según Morales, porque Zuleta lo esquivaba. Lo cierto es que, desde sus distanciadas trincheras, siguieron disparándose con versos. Ambos perdieron la cuenta de las canciones que se dedicaron en aquellos años de ofuscación. Muchas de esas canciones, a propósito, son de una calidad lamentable. Que a estas alturas los dos hayan conseguido olvidarlas es un argumento a favor de quienes creen que el diablo es más sabio por viejo que por diablo.
Zuleta me informa que antes del tropezón que motivó su canción más conocida, hubo una cita que no se pudo concretar, porque Morales, por pura maldad, le dañó un pito a su acordeón, para justificar su cobardía. Él creía que el segundo encuentro, si acaso se producía, sería obra de la casualidad, pero se equivocó de cabo a rabo.
Emiliano estaba parrandeando en Urumita cuando le llegó el rumor de que en la plaza del pueblo había un hombre rabioso preguntando por él. Zuleta pensó que podría tratarse de algún enamorado resentido por una hembra que perdió. Jamás habría imaginado que quien lo buscaba era Lorenzo Morales en persona.
Al rato de haberse marchado el hombre que le llevó el rumor, llegó Morales.
—Venía –cuenta Zuleta– con una gavilla detrás, porque no hubiera tenido el valor de enfrentarme estando solo.
—¿Y estaba rabioso de verdad?
—Yo ceo que era puro teatro. Se notaba a leguas que traía un repertorio preparado y por eso se sentía valiente. A mí no me van a salir con el cuento de que Lorenzo había venido a improvisar conmigo.
Zuleta señala que, en principio, sus amigos se opusieron al enfrentamiento, porque él estaba borracho y sin dormir desde hacía dos días, y en cambio Lorenzo Morales se encontraba en sus cabales. Sin embargo, añade, él no iba a desperdiciar la oportunidad que había buscado durante tanto tiempo.
Emiliano tocó primero y lo hizo con una torpeza bochornosa, que él atribuye a su borrachera.
Lorenzo se dispuso a aprovechar su turno con la cara de felicidad del que se va a comer una mogolla. No contaba con que en la cuerda contraria había gente tramposa, decidida a sabotearle la presentación.
—Esto no puede seguir –planteó uno de los seguidores de Zuleta–. Emiliano está muy borracho y hay que acostarlo para que se recupere. Vamos a continuar la piquería a las cinco de la madrugada.
Zuleta reconoce que dejar a Morales solo, como un cualquiera, no fue precisamente una muestra de buena educación. Pero no se arrepiente, porque sabe que era el único camino que le quedaba para no darle a Morales el gusto de decir que le había ganado. En su favor, alega que enfrentar al otro sin haber dormido, no iba a servir, de todos modos, para definir quién era el mejor. La verdad se sabría cuando ambos estuvieran en igualdad de condiciones. O los dos borrachos o los dos buenos y sanos.
—Además –dice el maestro, con un guiño sinvergüenza–, mis amigos desagraviaron a Lorenzo. Porque mientras yo dormía, ellos lo contrataron para que siguiera animando la parranda. Que no se le olvide que por cuenta de mis amigos, se ganó 50 centavos.
Zuleta calcula que habían pasado dos horas cuando despertó y escuchó el acordeón de Lorenzo Morales. Entonces se levantó de la cama, volvió a la reunión y planteó reanudar la contienda. Esta vez fue Morales el del desplante: dijo que le dolía la cabeza, que él también tenía derecho a dormir, que el reto que valía era el primero, no el segundo. Y que sólo aceptaría el desafío a las cinco de la madrugada, después de que hubiera descansado.
De modo que los papeles se invirtieron: Zuleta se quedó en la parranda en la que había estado Morales y Morales se fue a dormir en la cama en la que había dormido Zuleta. El cuento se alargaba –y aún se alarga– de manera perniciosa, lo que confirma que, en el fondo, fue más una guerra de compadres que de enemigos. Parecidos, casi idénticos en el carácter y en el talento, los dos se sentían a gusto en una reyerta que no era más que polvorín para la platea, alharaca para mantener vivo el odio sin necesidad de matarse, mientras se presentaba la ocasión de darse por fin el abrazo que ambos querían sin saberlo.
Así las cosas, no fue raro que a las cinco y quince de la madrugada, cuando dos de los parranderos fueron a buscar a Morales, encontraran la cama vacía.
Zuleta asegura que apenas se enteró de lo que había sucedido, se le ocurrieron dos de los versos de su canción:
“Te fuiste de mañanita
sería de la misma rabia”.
Tal y como la primera vez, cada uno cantó y contó el cuento a su manera. Morales dijo que Emiliano era tramposo y embustero. Zuleta le llamó cobarde al derecho y al revés. Y así, el círculo vicioso volvía al mismo punto: las coplas desde lejos, la ojeriza que no mata ni engorda.
Lo único novedoso, en esta ocasión, fue que Morales apeló al color de la piel, para lastimar: le dijo a Zuleta que era un blanco descolorido. Y además lo llamó hijodeputa. Fue en ese momento cuando Emiliano Zuleta se sentó a hilvanar los versos de La gota fría, que le salieron de chorro.
Morales mienta mi mama
solamente pa’ ofender
para que también se ofenda
ahora le miento la de él.
El título de la canción, explica Zuleta, se debe a una historia que le escuchó a un expresidiario. El hombre había estado recluido en Tunja, Boyacá, dentro de un calabozo que en el piso era caliente y por el techo filtraba una gota helada, interminable, que no mataba de pulmonía sino de tristeza. El cuento del exconvicto causó revuelo en La Guajira, me informa el maestro. El que recibía un castigo, o le iba mal en alguna siembra, o perdía una pelea, era rematado con esa frase lapidaria: le cayó la gota fría.
Qué criterio, qué criterio
va a tener, un negro yumeca
como Lorenzo Morales
Qué criterio va a tener
Si nació en los cardonales.
Zuleta pronuncia ahora un lugar común: la canción fue el comienzo del fin. Después de haberse gritado pálido y negro yumeca, embustero y más embustero es él, hijodeputa y yo también le miento la de él, cobarde y más cobarde serás tú, los dos se habían quedado sin agravios. Así fuera por física sustracción de materia, no les quedaba más remedio que hacer las paces.
El que tomó la iniciativa fue Zuleta, un día que se encontró a Morales en la plaza de Urumita. Ninguno de los dos se había tomado un trago, por lo que el acercamiento –presume Zuleta– no fue una simple zalamería de borrachos. Ese día se pusieron a ver que los únicos que ganaban con su discordia, eran los chismosos que no saben vivir sin sembrar cizaña. Gente que nació para ser bulto, compañía de ocasión, y que no le daba por las rodillas a ninguno de ellos dos.
Pienso –y se lo digo al maestro– que como no pudieron matarse, como Morales no se lo llevó a él, ni él se llevó a Morales, ni se acabó la vaina, optaron por el recurso fácil de declararse empatados en un estadio superior, desde el cual pudieran vivir su delirio sin estorbos, por encima de los demás mortales.
Zuleta me responde que la admiración y el cariño que le profesa a Morales son sinceros. Que lo que pasa es que ambos son muy envidiosos –“competentes pero envidiosos”– y por eso tardaron mucho tiempo en descubrir que nacieron para quererse. Además me informa que Lorenzo lo puso de padrino de uno de sus hijos, que conversan por teléfono casi todos los días –“cuando yo no lo llamo, me llama él a mí”– y que en la casa de Morales no se prepara ningún plato especial al cual no lo inviten a él.
—Él está más enfermo que yo y, sin embargo, viaja especialmente para verme, como si pensara que me voy a morir primero que él. Y siempre se presenta con una ollita de sancocho. No más le falta que me ponga un babero y me la dé, cuchara por cuchara.
Zuleta carga con su compadre adonde quiera que lo invitan a dar un concierto, porque estima apenas justo dejarlo participar de las ganancias que ayudó a forjar. Sabe que sin él, su canto habría quedado inconcluso. Sabe que el odio paciente y disciplinado de Morales fue la mejor arcilla posible, porque le permitió pegotear sus versos de mil maneras, hasta que le salió una obra maestra. Sabe que los dos están condenados a perpetuarse juntos.
Hace poco, a Zuleta se le ocurrió que apostaran un dinero, a ver quién se moría primero. Morales consideró que la apuesta era una tontería, porque de todos modos el perdedor se iría de este mundo sin pagarla. Y propuso, más bien, hacer un pacto de sangre: cuando uno de los dos se muera, el otro deja de tocar el acordeón para siempre.
A Zuleta le sigue sonando la idea. Pero ahora, con su cara de truhán, me dice que está seguro de que Morales se va a morir primero.
—Y cuando eso suceda –remata, haciendo esfuerzos por contener la risa– yo voy a seguir tocando escondido.

La víctima del paseo

Publicado: 15 diciembre 2011 en Alberto Salcedo Ramos
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Tomé el taxi en el centro, a las nueve de la noche.
Una excesiva confianza, sin duda un lastre de mi formación rural, ajena a las paranoias, no me permitió ver aquello como una imprudencia.
Cuando le di el nombre del barrio al cual debía conducirme, el tipo me preguntó por dónde nos íbamos y yo le indiqué que por la carrera 30.
—¿Por dónde quiere que cojamos la 30? —inquirió entonces, con un tono amable.
Le contesté que por la calle 26, y no me incomodó que hablara sin mirarme, ni que su carro estuviera tan destartalado.
Mientras escribo, pienso que abordar un taxi de noche —o inclusive de día— en cualquier calle bogotana, nos convierte en jugadores de ruleta rusa: sólo nos queda el recurso defensivo de esperar, a veces con ingenuidad, a veces con soberbia, que no nos toque a nosotros, precisamente a nosotros, el tiro fatal. Algo similar deben de pensar los muchos taxistas decentes y honrados que todavía quedan, quienes también arriesgan su vida, sin más armadura que la necesidad de conseguir el pan y una estampita de la Virgen.
Nada de eso pasó por mi mente mientras avanzaba el viejo carro. El conductor sólo abría la boca para preguntar cosas puntuales relacionadas con la ruta: “¿A la izquierda o a la derecha?”. Cuando le respondía, lanzaba frases como “muy bien, señor”, o “estamos para servirle”.
A seis cuadras de la casa, en una calle estrecha en la que habita un militar, el tipo me soltó una pregunta extrañísima, pero ni siquiera eso activó mis precarias alarmas.
—Entonces qué: ¿me devuelvo?
—No, siga derecho.
—Ah, yo pensé que tenía que devolverme.
Esta última frase fue aun más rara y sólo ahora percibo que fue pronunciada con ansiedad.
Siempre había visto severamente custodiada la calle en la que reside el militar. Pero esta vez estaba vacía. Al final de la cuadra, frente a un solar oscuro con pretensiones de parque, hay un reductor de velocidad, de esos que en Colombia llamamos policías acostados. Allí se detuvo el conductor, simulando que el carro se le había apagado. En ese instante vi con nitidez lo que se avecinaba. Pero ya era tarde. Dos hombres corpulentos se abalanzaron sobre las puertas traseras del carro y antes de que pudiera reponerme de la sorpresa, estaban adentro.
Golpes de pecho
Lo primero que hizo el que se acomodó a mi izquierda fue pegarme un bofetón, que todavía me arde, en el centro de la cara. El otro me sujetó las manos y me ordenó que me escurriera en el asiento. El taxista volteó el rostro hacia mí por primera vez y lo que vi me pareció grosero: el hombre mascaba chicle con un desenfado que ni siquiera era teatral, calculado para intimidar, sino absolutamente espontáneo.
Espontáneo fue también el grito que solté, un quejido ruidoso que exacerbó a mi vecino de la izquierda. Con un nuevo pescozón que hizo saltar mis lentes por el aire, me indicó cómo quería que me comportara a partir de ese momento: nada de bulla delatora, nada de dármelas de avispado llorando fuerte para que me oyeran. Pero mi llanto no tenía que ver con estratagemas sino con pavor físico, y por eso no había manera de controlarlo. Ni siquiera con la pedagogía brutal de las bofetadas. El sujeto de la derecha, más rollizo que los otros, aplastó su mano áspera en mi boca y me dijo que ya estaba bueno de niñerías. Si seguía llorando, me advirtió, no me iban a dar más golpes sino que se verían obligados a matarme.
—Bueno, hijueputa —intervino el más rudo—: ahora quiero que cierre los ojos y como los abra, se muere.
—Es que estas gonorreas —dijo el gordo, con un tono de odio visceral— se meten a sapos y ni para eso sirven.
—Ni para eso sirven —repitió el chofer, como si estuviera aprobando la frase más genial que hubiera escuchado en su vida.
Comprendo muy bien lo que quisieron decirme al llamarme sapo: yo no sólo había desafiado su imperio al tomar un taxi en la calle un viernes por la noche, sino que además lo había hecho de la manera más ostentosa posible. Iba ataviado con una chaqueta de cuero que cualquier modisto de la alta costura habría descalificado de tajo, pero que ante los ojos de ellos debió de prestarme el semblante del heredero de un magnate que se hubiera extraviado de su escolta.
De nada habría valido explicarles que esa chaqueta la compré en promoción, que el reloj, como todos los relojes que he tenido en la vida, me lo regalaron y que yo no fabrico teléfonos celulares sino que tan sólo utilizaba el que tenía como herramienta de trabajo. Otra cosa era el bolígrafo, un mont blanc lustroso que, aunque también recibí como obsequio, me hacía ver, no sin razón, como alguien que se exhibe cruelmente, con sus chucherías inútiles pero caras, frente a una galería de seres humillados.
La culpa, pues, era mía. ¿Acaso creía que podía engañarlos atribuyéndome el síndrome de la pobre viejecita? Lo único que importaba era que yo estaba allí, en aquel taxi ruinoso, con una pinta de animal presumido que no respeta las leyes de la selva. Si no era rico sino apenas un remedo de rico, peor para mí, no para ellos. De malas si me metí a sapo y ni siquiera para eso sirvo, porque, según se deduce de su amargo reproche, un sapo que se considere debería tener por lo menos una pistola para defender su sapería, en vez de llorar como señorita.
Entendámonos: es un atraco
Antes de notificarme que se trataba de un atraco, indagaron por mi nombre y mi profesión. El taxista recibió la información con una exclamación triunfal.
—¡Esos periodistas ganan plata!
El gordo me preguntó a continuación si tenía cuenta de ahorros y, cuando le dije que sí, me indicó que si les daba la clave y me portaba bien, no me pasaría nada malo. El vecino de la izquierda al parecer juzgó inconveniente el tono consolador de la advertencia de su amigo:
—¡Cómo que no le pasa nada malo! —tronó, salpicándome la cara con su tufo de aguardiente—. ¡Este hijueputa se muere! ¡Yo mismo lo mato ya si no me colabora!
Les dije que si la única razón para matarme era que no les colaborara, podían estar tranquilos. Gemí, mencioné a Dios, invoqué a mis hijos, y en las tinieblas me sorprendió que aquella voz, mi propia voz, no sonara tan débil, como si saliera de una boca menos asustada que la mía, que a última hora intentara salvarme ordenando los destrozos de mis argumentos sentimentales y expulsándolos a borbotones.
La exclamación infame que soltó el chofer después de mi alegato, me recordó que ninguno de ellos estaba en el plan de conmoverse: “¡Bingooo: tiene hijos!”.
—¿Y cómo se llaman? —preguntó el de la derecha.
—¿Qué?
—Sus hijos. ¿No acaba de decir que tiene hijos?
Dije sin titubeos los primeros nombres que se me ocurrieron.
—Uy, hermano —repuso el gordo—: a los niños a veces les pasan cosas muy malas. Sobre todo a las niñas. Por eso es bueno que los papitos no se metan a brutos.
Desde la izquierda del asiento partió un nuevo porrazo, que se estrelló contra mi cara. No tardé en descubrir el motivo.
—¡Cierre los ojos, hijueputa!
El vecino de la derecha también se impacientó y descargó un puñetazo sobre mi hombro.
—¿Qué le pasa, malparido? ¿Nos piensa sapear o qué? Como vuelva a abrir los ojos, se muere.
Mientras de un lado me levantaban de la silla para sacarme la billetera, del otro surgía una voz que averiguaba la dirección exacta de mi residencia. Cuando entregué la información, uno de ellos dijo: “okey, vamos a ver si apuntamos eso”.
—¿Y el teléfono? —preguntó el chofer.
Otra vez el dato solicitado. En seguida, la repetición silabeada del que aparentemente estaba anotando.
Después habló el gordo. Lo hizo en un tono reflexivo, íntimo, como si estuviera solo en el carro.
—Este man no tiene ni una prenda.
—¿No le gusta el orito? —preguntó el chofer.
Dije que no y además les imploré que fuéramos pronto al cajero, a ver si después me hacían el favor de soltarme con vida.
El tipo de la derecha escupió una respuesta compasiva, con una risita que, más que irónica, se me antojó didáctica.
—El man no quiere entender que está es atracado. ¡Venir a preguntarnos que por qué no hacemos las cosas cuándo él diga!
Manual del inerme
De pronto, el tipo de la izquierda me tomó por los hombros y me hundió desesperadamente en el asiento, al tiempo que se dirigía al chofer.
—¡Pilas, mijo, déle duro! ¡Déle más duro!
Cuatro manos jalaron mi chaqueta por el cuello, y con ella me cubrieron el rostro. Sentí que no me estaban tapando la cabeza sino que me la estaban tronchando. Me sentí ahogado, reducido. Sentí que ni la muerte misma podía ser peor que aquella asfixia que me oprimía el corazón. Y los tipos seguían tironeando la chaqueta. Sus voces sonaban angustiadas.
—¡Rápido, huevón!
—¡Como grite, se muere!
—¡Cuidado abre los ojos!
—Si se forma un tiroteo, la policía no va a sufrir. El primero que lleva del bulto es usted.
—¡Déle más rápido!
—¡Ya, hermano, ya, no acosen tanto! Ese taxi es de los nuestros.
—¿Está seguro?
—¿Ustedes no ven?
—Sí, sí, ese es El Indio.
—Y nosotros asustados casi ahogamos al pobre man.
—Vamos a aprovechar de una vez para bajarlo de la chaquetica y que respire.
Cuando finalmente me quitaron la chaqueta, volvió el aire. Lo aspiré con urgencia, con gratitud, y me dije que mientras contara con él, no resultaba tan malo estar vivo.
—Es que ahora hay mucho taxista sapo y uno tiene que estar pilas con ellos —anotó el gordo, asumiendo, una vez más, su tono de vocero intelectual del grupo—. Se creen que son la ley, esas hijueputas gonorreas.
El menos hablador de los tres, mi vecino de la izquierda, sacó entonces de su manga un as envenenado con el que yo no contaba.
—Bueno, amigo, vamos a ver si nos repite la dirección de su casa.
—¡Pero si en la casa no hay nada que pueda servirles! —exclamé aterrorizado.
—No nos interesa ir allá —ilustró el otro—. Esto lo hacemos es por si de pronto usted se tuerce y nos sapea con la policía.
—¿Que no vamos a ir? —terció el más violento—. Vamos allá y le damos plomo hasta al más hijueputa. Espere y verá.
Señalé que podían hacerme todo lo que quisieran, pero que por favor no se metieran con mi familia. Y añadí que estaba tan dispuesto a colaborarles que les había dado la dirección de mi casa.
—Sí, y nosotros la apuntamos —observó el chofer—. Pero queremos asegurarnos.
—Repítala, huevón —chilló el de la izquierda.
Como la dirección que les di en ese momento no coincidió con la que les había entregado antes, descargaron sobre mí su más variado repertorio de golpes.
—Ah, no, hermano —dijo el de la izquierda, irritado como siempre— este man nos está es faltoneando.
—A este hijueputa va a haber que matarlo es ya.
—Ah, ¡y encima de todo, la gonorrea me está mirando!
Utilizando alguno de sus dedos como daga, el hombre me mandó un zarpazo criminal. No atinó en el ojo abierto, como pretendía, pero me dejó un arañazo en la ceja izquierda. Y profirió la enésima amenaza con su aliento de alcohol destilado en las alcantarillas: “la próxima se lo saco, malparido”.
Lo más doloroso del paseo es ese montón de oscuridad que pesa sobre los ojos y nos hace sentir humillados. Al cerrarnos los ojos, el verdugo nos arrebata la posibilidad de calibrar sus intenciones, de intentar manipularlo. Con las glándulas disminuidas y los brazos maniatados, te tienen a su merced. Sólo te dejan un par de orejas que, como podrás imaginarte, no son un arma contra ellos sino contra ti mismo, porque en las tinieblas magnifican el horror de cada palabra que escuchas. Queda todavía la opción de tu propia palabra para defenderte. A veces el instinto hablará por ti. A veces lo hará el cerebro. En todo caso, nunca sobra aclarar que no te interesa identificar ni delatar a nadie, ni impedir que te roben, sino apenas seguir vivo. Si eres un fiambre convincente, es posible que cuando despegues los párpados por simple pánico, sólo te quede un feo rayón sobre la ceja y no un ojo descuajado.
El último recurso
Cuando volví a entregar la dirección y el teléfono, ya conocía la lección: tenía que grabarme los datos, para no equivocarme de nuevo.
El hombre de la izquierda se bajó del carro, para despacharse felizmente con mi tarjeta, en algún cajero electrónico. El gordo me advirtió que como intentara escapar, ahora que él se había quedado solo en la parte trasera del taxi, me volaría los sesos. Ni entonces, ni antes, ni después, percibí que estuvieran armados. De lo que sí estoy absolutamente seguro es de que no lo necesitaban.
Muy pronto se desvaneció el alivio que me produjo la marcha del más hostil. Cuando los otros dos empezaron a pasearme, vi con claridad que teniendo la tarjeta y la clave, mi vida ya no les importaría ni cinco. Si me dejaban vivo, pensé y lo dije en voz alta, sería un regalazo que Dios les iba a reconocer. Les pregunté que por qué, si el compañero ya se había bajado, seguían conmigo en el carro. “Por que no somos huevones”, respondió el taxista. Lloré, dije que me quería morir y que si me salvaba de ese trance, quizás terminaría ahorcándome. El taxista habló de nuevo:
—No, viejito, tampoco así. Ese es el problema de la gente como usted, que ni siquiera saben lo que es el maltrato y ya se están es quejando. Usted no ha visto nada, mijo.
—Nosotros somos ladrones, papá, no asesinos —dijo el gordo, con un tono de dignidad ofendida—. Aquí los únicos que se mueren son los que no colaboran, y usted se ha portado bien.
—Ya estamos terminando —observó el taxista—. No se meta a bruto a última hora y verá que no le pasa nada.
—Pero si ustedes dicen que estamos terminando, ¿para dónde me llevan?
—Ay, hermano, ¿se va a poner cansón?
—Tenemos que dejarlo en la puta mierda. ¿Qué tal llevarlo a un barrio con gente y que usted se nos rebote o empiece a gritar?
Creo que de no haberse bajado el energúmeno de la izquierda, el tono consolador de sus dos compinches, que me procuró un cierto descanso, no se habría presentado.
—¿Usted sabe por qué hacemos esto? —preguntó el chofer—. Porque hirieron a uno de los de la banda y necesitamos reunir tres millones de pesos esta misma noche.
—¡Somos una mano de desempleados! —dijo el otro.
Aquel fue el momento menos dramático de la velada. Pero también el de mayor cinismo.
Ese cinismo se hizo evidente cuando el gordo introdujo su mano en el bolsillo de mi camisa y me dijo que tomara esos 10 mil pesitos para que pagara el taxi de regreso hacia la casa. Le expresé el temor de que el próximo taxista me atracara también, y su respuesta, que intentaba ser tierna, se convirtió, sin que él se lo propusiera, en una joya legítima del humor negro.
—Noooooooo, cómo se le ocurre. ¡Nosotros le cogemos las placas a ese hijueputa!
Luego colocó un objeto frío sobre mi mano derecha.
—¿Qué es eso?
—Las gafas, huevón. ¿Ya se le olvidó hasta que usa lentes?
Aprovechando tanta camaradería, les supliqué que me dejaran la cajetilla de cigarrillos, en la que recordaba tener todavía tres unidades.
—Ah, no, ahí si no. Pierda siquiera una. Nosotros también fumamos.
Hoy debo decir con absoluta crudeza que no les deseo nada piadoso.
Pero en el momento en que me soltaron, en la carrera 30, hacia el sur de la ciudad, experimenté por ellos una intensa gratitud. Si no les di la mano y los invité a desayunar al otro día, fue porque me faltaron arrestos. Parado en aquella calle solitaria, infeliz y acalambrado, sabía muy bien que aún no era prudente cantar victoria. Lloré otra vez. No se me ocurrió mirar a la luna. Y pensé que en este país estamos tan jodidos que al final el único recurso que nos queda es darles las gracias a los canallas.

El pueblo que sobrevivió a una masacre amenizada con gaitas

Publicado: 5 mayo 2011 en Alberto Salcedo Ramos
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Sucede que los asesinos -advierto de pronto, mientras camino frente al árbol donde fue colgada una de las 66 víctimas- nos enseñan a punta de plomo el país que no conocemos ni en los libros de texto ni en los catálogos de turismo. Porque, dígame usted, y perdone que sea tan crudo, si no fuera por esa masacre, ¿cuántos bogotanos o pastusos sabrían siquiera que en el departamento de Bolívar, en la Costa Caribe de Colombia, hay un pueblo llamado El Salado? Los habitantes de estos sitios pobres y apartados solo son visibles cuando padecen una tragedia. Mueren, luego existen.
José Manuel Montes, mi guía, un campesino rollizo y taciturno que se ha pasado la vida sembrando tabaco, asiente con la cabeza. Cae la tarde del sábado, empieza la sonata de las cigarras. El sol ya se ocultó pero su fogaje permanece concentrado en el aire. Mi acompañante cuenta entonces que en este punto en el que estamos ahora, más o menos aquí, en la mitad de la cancha, los paramilitares torturaron a Eduardo Novoa Alvis, la primera de sus víctimas. Le arrancaron las orejas con un cuchillo de carnicería y después le embutieron la cabeza en un costal. Lo apuñalaron en el vientre, le descerrajaron un tiro de fusil en la nuca. Al final, para celebrar su muerte, hicieron sonar los tambores y gaitas que habían sustraído previamente de la Casa de la Cultura. En los alrededores desolados de este campo de microfútbol apenas hay un par de burros lánguidos que se rascan entre sí las pulgas del espinazo. Sin embargo, es posible imaginar cómo se veían esos espacios aquella mañana del viernes 18 de febrero del año 2000, cuando los indefensos habitantes se encontraban apostados allí por orden de los verdugos.
—Casi toda la gente estaba sentada en ese costado —dice Montes, mientras señala un montículo de arena parda que se encuentra perpendicular a la iglesia, a unos veinte metros de distancia.
Hoy por la mañana, al despuntar el día, Édita Garrido me había mostrado esa misma lomita de tierra. Ella, una aldeana enjuta de tez cetrina, también sobrevivió para echar el cuento. Los paramilitares, dijo, llegaron al pueblo un poco antes de las nueve, disparando en ráfagas y profiriendo insultos. Debajo de su cama, en el piso, donde se hallaba escondida, Édita oyó la algarabía de los bárbaros:
—¡Partida de malparidos: párense firmes, que somos los paracos y vamos a acabar con este pueblo de mierda!
—¡Eso les pasa por ser sapos de la guerrilla!
En seguida arrancaron a los pobladores de sus casas y los condujeron como borregos de sacrificio hacia la cancha. Allí —aquí— los obligaron a sentarse en el suelo. En el centro del rectángulo donde normalmente es situado el balón cuando va a empezar el partido, se plantaron tres de los criminales. Uno de ellos blandió un papel en el que estaban anotados los nombres de los lugareños a quienes acusaban de colaborarle a la guerrilla. En la lista, después de Novoa Alvis, seguía Nayibis Osorio. La arrastraron prendida por el pelo desde su casa hasta el templo, acusada de ser amante de un comandante guerrillero. La sometieron al escarnio público, la fusilaron. Y a continuación, en el colmo de la sevicia, le clavaron en la vagina una de esas estacas filosas que utilizan los campesinos para ensartar las hojas de tabaco antes de extenderlas al sol. “¿A quién le toca el turno?”, preguntó en tono burlón uno de los asesinos, mientras miraba a los aterrados espectadores. El compañero que manejaba la lista le entregó el dato solicitado: Rosmira Torres Gamarra. Separaron a la señora del grupo, le amarraron al cuello una soga y comenzaron a jalarla de un lado al otro, al tiempo que imitaban los gritos de monte característicos de la arriería de ganado en la región. La ahorcaron en medio de un nuevo estrépito de tambores y gaitas. Luego ametrallaron, sucesivamente, a Pedro Torres Montes, a Marcos Caro Torres, a José Urueta Guzmán y a un burro vagabundo que tuvo la desgracia de asomar su hocico por aquel inesperado recodo del infierno. Uno de los paramilitares amenazó a la muchedumbre: el que llore será desfigurado a tiros. Otro levantó su arma por el aire como una bandera y prometió que no se iría de El Salado sin volarle los sesos a alguien. “Díganme cuál es el que me toca a mí, díganme cuál es el que me toca a mí”, repetía, mientras caminaba por entre el gentío con las ínfulas de un guapetón de cine. Hubo más muertes, más humillaciones, más redobles de tambores. Varios tramos de la cancha se encontraban alfombrados por el reguero de cadáveres y órganos tronchados que había dejado la carnicería. Entonces, como al parecer no quedaban más nombres pendientes en la lista, los paramilitares se inventaron un juego de azar perverso para prolongar la pesadilla: pusieron a los habitantes en fila para contarlos en voz alta. La persona a la cual le correspondiera el número 30 —advirtió uno de los verdugos— estiraría la pata. Así mataron a Hermides Cohen Redondo y a Enrique Medina Rico. Después llevaron su crueldad, convertida ya en un divertimento, hasta el extremo más delirante: de una casa sacaron un loro y de otra un gallo de riña, y los echaron a pelear en medio de un círculo frenético. Cuando, finalmente, el gallo descuartizó al loro a punta de picotazos, estalló una tremenda ovación.
Ahora, José Manuel Montes me explica que la mortandad de la cancha era apenas una parte del desastre. El país ha conocido después —gracias a los familiares de las víctimas, a las confesiones de los verdugos y al copioso archivo de la prensa— los pormenores de la masacre. Fue consumada por 300 hombres armados que portaban brazaletes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Los paramilitares comenzaron a acordonar el área desde el miércoles 16 de febrero de 2000. Mientras estrechaban el cerco sobre El Salado, se dedicaron a asesinar a los campesinos que transitaban inermes por las veredas. No los mataban a bala sino a golpes de martillo en la cabeza, para evitar ruidos que alertaran a los desprevenidos habitantes que se encontraban aún en el pueblo. El viernes 18, ya durante la invasión, forzaron las casas que permanecían cerradas y ametrallaron a sus ocupantes. Cometieron abusos sexuales contra varias adolescentes, obligaron a algunas mujeres adultas a bailar desnudas una cumbiamba. Por la noche les ordenaron a los sobrevivientes regresar a sus moradas. Pero eso sí: les exigieron que durmieran con las puertas abiertas si no querían amanecer con la piel agujereada. Entre tanto ellos, los bárbaros, se quedaron montando guardia por las calles: bebieron licor, cantaron, aporrearon otra vez los tambores, hicieron aullar las gaitas. Se marcharon el sábado 19 de febrero, casi a las cinco de la tarde. A esa hora los lugareños corrieron en busca de sus muertos. El panorama con el cual se toparon era lo más horrendo que hubiesen visto jamás: la cancha que con tanto esfuerzo les habían construido a sus hijos cinco años atrás, estaba convertida en una cloaca de matadero público: manchones de sangre seca, enjambres de moscas, atmósfera pestilente. Y, para rematar, los cerdos callejeros les caían a dentelladas a los cadáveres, corrompidos ya por el sol.
—Mi marido —dijo Édita Garrido esta mañana— ayudó a cargar uno de esos cadáveres, y cuando terminó tenía las manos llenas de pellejo podrido.
Le reitero a José Manuel Montes que mi visita se debe a la matazón cometida por los paramilitares. Si no se hubiese presentado ese hecho infame, seguramente yo andaría ahora perdiendo el tiempo frente a las vitrinas de un centro comercial en Bogotá, o extraviado en una siesta indolente. El terrorismo, fíjese usted, hace que algunos de quienes todavía seguimos vivos, pongamos los ojos más allá del mundillo que nos tocó en suerte. Por eso nos conocemos usted y yo. Y aquí vamos juntos, recorriendo a pie los 150 metros que separan la cancha del panteón donde reposan los mártires. Mientras avanzamos, digo que acaso lo peor de estos atropellos es que dejan una marca indeleble en la memoria colectiva. Así, la relación que la psiquis establece entre el lugar afectado y la tragedia es tan indisoluble como la que existe entre la herida y la cicatriz. No nos engañemos: El Salado es “el pueblo de la masacre”, así como San Jacinto es el de las hamacas, Tuchín el de los sombreros vueltiaos y Soledad el de las butifarras. Hemos llegado por fin al monumento erigido en honor a las personas acribilladas. En el centro del redondel donde yacen las osamentas, se levanta una enorme cruz de cemento. La pusieron allí como el típico símbolo de la misericordia cristiana, pero en la práctica, como no hay a la entrada de El Salado ningún cartel de bienvenida, esta cruz es la señal que le indica al forastero dónde se encuentra el mojón que demarca el territorio del pueblo. Porque en muchas regiones olvidadas de Colombia, fíjese usted, los límites geográficos no son trazados por la cartografía sino por la barbarie. Al distinguir los nombres labrados en las lápidas con caligrafía primorosa, soy consciente de que camino por entre las tumbas de compatriotas a quienes ya no podré ver vivos. Habitantes de un país terriblemente injusto que solo reconoce a su gente humilde cuando está enterrada en una fosa. ?
***
Domingo de rutina en El Salado: Nubia Urueta hierve el café en una hornilla de barro. Vitaliano Cárdenas les echa maíz a las gallinas. Eneida Narváez amasa las arepas del desayuno. Miguel Torres hiende la leña con un hacha. Juan Arias se apresta a sacrificar una novilla. Juan Antonio Ramírez cuelga la angarilla de su burro en una horqueta. Hugo Montes viaja hacia su parcela con un talego de semillas de tabaco. Édita Garrido pela yucas con un cuchillo de punta roma. Eusebia Castro machaca panela con un martillo. Jamilton Cárdenas compra aceite al menudeo en la tienda de David Montes. Y Oswaldo Torres, quien me acompaña en este recorrido matinal, fuma su tercer cigarrillo del día. Los demás lugareños seguramente están dentro de sus moradas haciendo oficios domésticos, o en sus cultivos agrandando los surcos de la tierra. A las ocho de la mañana el sol flamea sobre los techos de las casas. Cualquier visitante desprevenido pensaría que se encuentra en un pueblo donde la gente vive su vida cotidiana de manera normal. Y hasta cierto punto es así. Sin embargo —me advierte Oswaldo Torres— tanto él como sus paisanos saben que, después de la masacre, nada ha vuelto a ser como en el pasado. Antes había más de 6000 habitantes. Ahora, menos de 900. Los que se negaron a regresar, por tristeza o por miedo, dejaron un vacío que todavía duele.
Le digo a Oswaldo Torres que el sobreviviente de una masacre carga su tragedia a cuestas como el camello a la joroba, la lleva consigo adondequiera que va. Lo que se encorva bajo el pesado bulto, en este caso, no es el lomo sino el alma, usted lo sabe mejor que yo. Torres expulsa una bocanada de humo larga y parsimoniosa. Luego admite que, en efecto, hay traumas que perduran. Algunos de ellos atacan a la víctima a través de los sentidos: un olor que permite evocar la desgracia, una imagen que renueva la humillación. Durante mucho tiempo, los habitantes de El Salado esquivaron la música como quien se aparta de un garrotazo. Como vieron agonizar a sus paisanos entre ramalazos de cumbiamba improvisados por los verdugos sentían, quizá, que oír música equivalía a disparar otra vez los fusiles asesinos. Por eso evitaban cualquier actividad que pudiese derivar en fiesta: nada de reuniones sociales en los patios, nada de carreras de caballo. Pero en cierta ocasión, un psicólogo social que escuchó sus testimonios en una terapia de grupo les aconsejó exorcizar el demonio. Resultaba injusto que los tambores y gaitas de los ancestros, símbolos de emancipación y deleite, permanecieran encadenados al terror. Así que esa misma noche bailaron un fandango apoteósico en la cancha de la matanza. Fue como renacer bajo aquel firmamento tachonado de velas prendidas que anunciaban un sol resplandeciente.
En este momento, paradójicamente, el sol se ha escondido. El cielo encapotado amenaza con desgajarse en un aguacero. Torres recuerda que cuando ocurrió la masacre, en febrero de 2000, todos los habitantes se marcharon de El Salado. No se quedaron ni los perros, dice. Pues, bien: él, Torres, fue una de las 120 personas —100 hombres y 20 mujeres— que encabezaron el retorno a su tierra, en noviembre del año 2002. Cuando llegaron —cuenta— El Salado se hallaba extraviado bajo un boscaje de más de dos metros de alto. Uno de los paisanos se encaramó en el tanque elevado del acueducto para precisar dónde quedaba la casa de cada quien. En seguida se entregaron a la causa de rescatar al pueblo de las garras del caos. Un día, tres días, una semana, enfrascados en una lucha primitiva contra el entorno agresivo, como en los tiempos de las cavernas, corte un bejuco por aquí, queme un panal de avispas furiosas por allá, mate una serpiente cascabel por el otro lado. La proliferación de bichos era desesperante.
—Si uno bostezaba —dice Torres— se tragaba un puñado de mosquitos.
Para defenderse de las oleadas de insectos, todos, inclusive los no fumadores, mantenían un tabaco encendido entre los labios. Además, fumigaban el suelo con querosene, armaban fogatas al anochecer.
Dormían apretujados en cinco casas contiguas del Barrio Arriba, pues temían que los bárbaros regresaran. Reunidos —decían— serían menos vulnerables. Su consigna era que quien quisiera matarlos, tendría que matarlos juntos. Tan grande era el miedo en aquellos primeros días del retorno que algunos dormían con los zapatos puestos, listos para correr de madrugada en caso de que fuera necesario. Al principio subsistieron gracias a la caridad de los pueblos vecinos —Canutal, Canutalito, El Carmen de Bolívar y Guaimaral— cuyos moradores les regalaban víveres, frazadas y pesticidas. Cuando terminaron de segar la maraña, cuando quemaron el último montón de ramas secas, se dedicaron a poner en su sitio, otra vez, los elementos perdidos del universo: el caney del patio, el establo, la burra baya, el garabato, la alacena de las hojas de tabaco, el canto del gallo, el ladrido de los perros, los juegos de los niños, los amores furtivos en los callejones oscuros, la ollita tiznada del café, la visita del compadre. Entonces volvieron los sobresaltos: la guerrilla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) los acusó de ser colaboradores clandestinos de los paramilitares. ¿Habrase visto ironía más grande? ¡Si los masacraron, precisamente, porque se les consideraba compinches de los guerrilleros!
Oswaldo Torres advierte, mientras chupa su eterno cigarrillo, que los problemas de orden público en El Salado se debían al simple hecho de pertenecer geográficamente a los Montes de María, una región agrícola y ganadera disputada durante años por guerrilleros y paramilitares. En los periodos más críticos de la confrontación, los habitantes vivían atrapados entre el fuego cruzado, hicieran lo que hicieran. Y siempre parecían sospechosos aunque no movieran ni un dedo. Ciertamente, algunos paisanos —bajo intimidación o por voluntad propia— le cooperaron a un bando o al otro. Tal circunstancia resultaba inevitable dentro de un conflicto corrompido en el cual los combatientes tomaban como escudo a la población civil. Hugo Montes, un campesino que ni siquiera terminó la educación primaria, me explicó el asunto, anoche, con un brochazo del sentido común que les heredó a sus antepasados indígenas.
—Es que donde hay tanta gente, nunca falta el que mete la pata.
En seguida encogió los hombros, me miró a los ojos y me retó con una pregunta:
—¿Y qué podíamos hacer los demás, compa, qué podíamos hacer?
—Lo único que podíamos hacer —responde Torres ahora— era pagar los platos rotos.
Su respiración es afanosa porque vamos subiendo una senda empinada. De pronto, mira hacia el cielo como si suplicara clemencia, pero en realidad —según me dice, jadeante— está inquieto por un nubarrón que parece a punto de romperse encima de nuestras cabezas. Torres retoma una idea que planteamos al principio de nuestra caminata: en este momento, cualquier visitante desprevenido pensaría que los pobladores de El Salado viven otra vez, venturosamente, su vida diaria. Y hasta cierto punto es así —repite— porque ellos han retornado al terruño que aman. Mal que bien, hoy cuentan con la opción de disfrutar en forma tranquila los actos más entrañables de la cotidianidad, como se percibe en esta calle por la cual avanzamos: una niña escruta el horizonte con su monóculo de juguete, un niño retoza en el piso con sus bolitas de cristal, una muchacha peina a un anciano plácido. Sin embargo, ya nada será tan bueno como en la época de los abuelos, cuando ningún hombre levantaba la mano contra el prójimo, y los seres humanos se morían de puro viejos, acostados en sus camas. La violencia les produjo muchos daños irreparables. Espantó, a punta de bombazos y extorsiones, a las dos grandes empresas que compraban las cosechas de tabaco en la región. Enraizó el pánico, la muerte y la destrucción. Provocó un éxodo pavoroso que dejó el pueblo vaciado, para que lo desmantelaran las alimañas de toda índole. Cuando los habitantes regresaron, casi dos años después de la masacre, descubrieron con sorpresa que la mayor parte de la tierra en la que antes sembraban tenía otros dueños. Ya no había ni maestros ni médicos de planta, y ni siquiera un sacerdote dispuesto a abrir la iglesia cada domingo.
El nubarrón suelta, por fin, una catarata de lluvia que rebota enardecida contra el suelo arenoso.
***
Los dos únicos centros educativos que quedan en el pueblo funcionan en una casa esquinera de paredes descoloridas. Uno es la Escuela Mixta de El Salado, dueña de este inmueble, y otro, el Colegio de Bachillerato Alfredo Vega. Varios chiquillos contentos corretean por el patio esta mañana de lunes. En el primer salón que uno encuentra tras el portón, los niños se aplican a la tarea de elaborar un cuadro sinóptico sobre las bacterias y otro sobre las algas. El número de alumnos ni siquiera sobrepasa el centenar, pero el problema mayor es otro: el bachillerato apenas está aprobado hasta noveno grado. Los estudiantes interesados en cursar los dos grados restantes deben mudarse para El Carmen de Bolívar, lo que demanda unos gastos que no se compadecen con la pobreza de casi todos los pobladores. En consecuencia, muchos jóvenes renuncian a concluir su educación y se convierten en jornaleros como sus padres.
Tal es el caso de María Magdalena Padilla, 20 años, quien a esta hora hierve leche en una olla vetusta. En 2002, cuando se produjo el retorno de los habitantes tras la masacre, María Magdalena fue noticia nacional de primera página. En cierta ocasión, una mujer que debía ausentarse de El Salado dejó a su hija de cinco años bajo la custodia de María Magdalena. Para matar el tiempo, las dos criaturas se pusieron a jugar a las clases: María Magdalena era la maestra. Y la niña más pequeña, la alumna. Una vecina que vio la escena también envió a su hijo chiquito, y luego otra señora le siguió los pasos, y así se alargó la cadena hasta llegar a 38 niños. Como no había escuelas, el divertimento se fue tornando cada vez más serio. En esas apareció una periodista que quedó maravillada con la historia, una periodista que, folclóricamente, le estampilló a la protagonista el mote de “Seño Mayito”, dizque porque María Magdalena sonaba demasiado formal. El novelón caló en el alma de los colombianos. A María Magdalena la retrataron al lado del Presidente de la República, la ensalzaron en la radio y en la televisión, la pasearon por las playas de Cartagena y por los cerros de Bogotá. Le concedieron —vaya, vaya— el Premio Portafolio Empresarial, un trofeo que hoy es un trasto inútil arrinconado en su habitación paupérrima. Los industriales le mandaron telegramas, los gobernadores exaltaron su ejemplo. Pero en este momento, María Magdalena se encuentra triste porque, después de todo, no ha podido estudiar para ser profesora, como lo soñó desde la infancia. “No tenemos dinero”, dice con resignación. Lejos de los reflectores y las cámaras, no resulta atractiva para los falsos mecenas que la saturaron de promesas en el pasado. Pienso —pero no me atrevo a decírselo a la muchacha— que ahí está pintado nuestro país: nos distraemos con el símbolo para sacarle el cuerpo al problema real, que es la falta de oportunidades para la gente pobre. Les damos alas a los personajes ilusorios como “la Seño Mayito”, para después arrancárselas a los seres humanos de carne y hueso como María Magdalena. En el fondo, creamos a estos héroes efímeros, simplemente, porque necesitamos montar una parodia de solidaridad que alivie nuestras conciencias.
Eso sí: los problemas persisten, se agrandan. La vecina de María Magdalena se llama Mayolis Mena Palencia y tiene 23 años. Está sentada, adolorida, en un taburete de cuero. Ayer, después del tremendo aguacero que cayó en El Salado, resbaló en el patio fangoso de la casa y cayó de bruces contra un peñasco. Perdió el bebé de tres meses que tenía en el vientre. Y ahora dice que todavía sangra, pero que en el pueblo, desde los tiempos de la masacre, no hay ni puesto de salud ni médico permanente. Yo la miro en silencio, cierro mi libreta de notas, me despido de ella y me alejo, procurando pisar con cuidado para no patinar en la bajada de la cuesta. Veo las calles barrosas, veo un perro sarnoso, veo una casucha con agujeros de bala en las paredes. Y me digo que los paramilitares y guerrilleros, pese a que son un par de manadas de asesinos, no son los únicos que han atropellado a esta pobre gente.

Memorias del último valiente

Publicado: 7 marzo 2011 en Alberto Salcedo Ramos
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1.
Golpear a Benny Briscoe era como golpear un buque acorazado, Rocky. Por mucho que le pegaras él ni siquiera se inmutaba. Iba siempre hacia adelante soltando una trompada detrás de la otra, y aunque atacaba con la guardia baja y tú le conectabas unos mazazos terribles en el rostro, el tipo no retrocedía ni un milímetro. Al contrario, seguía arrinconándote con sus puños incesantes. En el sexto round estabas metido en un tremendo problema: tenías el ojo izquierdo hinchado y la ceja derecha rota. El médico de la velada ya había proferido el ultimátum: si la herida continuaba creciendo sería inevitable parar la pelea. De ese modo perderías por nocaut técnico.
Ahora, treinta y cuatro años después, miro este pasaje sin la tensión con que lo miré en mi infancia, seguramente porque conozco el desenlace. Sé que no te moriste, Rocky, sé que estoy observando el combate de tu consagración. Mientras transcurre el minuto de descanso posterior al sexto asalto, exploro a los dos boxeadores en sus esquinas. El Briscoe que tengo al frente es idéntico al de mis recuerdos: rapado, fibroso. Sin embargo, hoy no me parece dominante como Hércules sino condenado como Sísifo: por mucho que se esfuerce, su misión de llevar la pesada piedra hasta la cima de la montaña está predestinada al fracaso. Cada vez que yo repita el video él rodará cuesta abajo justo cuando se encuentre a punto de alcanzar la cúspide.
A ti también te veo tal y como quedaste fijado en mi memoria: pómulos angulosos, labios gruesos. Me asombra, en todo caso, tu contextura física tan inferior a la de los boxeadores de peso mediano: caja torácica plana, brazos cortos. En el recorte de prensa amarillento que guardo en el maletín está subrayado el dato de tu estatura: 1,77. Me pregunto, Rocky, cómo pudiste ser campeón mundial de la categoría con tus medidas precarias. En esa división casi siempre reinaron atletas musculosos de más de 1,80.
Qué angustia, Rocky, qué angustia. En el séptimo round tu derrota por nocaut técnico parecía inminente. El tipo te pescó, de entrada, con un zurdazo enorme que te arrancó la pomada coagulante de la ceja. Y como si fuera poco sobrevivió después a tu mejor golpe, un recto de derecha que le explotó de lleno en esa parte del rostro que los entrenadores denominan “el botón de la luz”: la barbilla. Todos los boxeadores que reciben un sopapo allí se pierden en las tinieblas, excepto ese calvo infeliz. Acaso su resistencia, admirada en el mundo del boxeo, estaba potenciada por la convicción de que ya tú eras pan comido. Azuzado por el ultimátum que te dio el médico, Briscoe se abalanzó sobre ti con determinación. Su blanco preferido era la cortadura de tu arco superciliar.
—¡Mira al hijueputa tirando a la ceja! —exclama ahora tu compadre Bonifacio Ávila, más conocido por los cartageneros con el sobrenombre de ‘el Bony’.
‘El Bony’ fue un púgil mediocre pero supo estirar las exiguas ganancias que obtuvo en los cuadriláteros. Cuando colgó los guantes colonizó indebidamente el separador de una avenida en el exclusivo sector de Bocagrande, y allí montó un quiosco de comida marina que muy pronto se volvió popular en Cartagena.
Estoy precisamente en la casa del ‘Bony’, contigua al Mercado de Bazurto. Es martes 12 de agosto de 2008. Nos acompaña el periodista David Lara Ramos.
—¡Edda, compa —grita el anfitrión—, ese calvo era qué culo e’ culebra!
En una esquina de la pantalla aparecen escritos el lugar y la fecha de la pelea: Montecarlo, 25 de mayo de 1974. A todos nos emociona volver a ver este clásico del boxeo después de tanto tiempo, menos a ti, Rocky, qué ironía. Cuando ‘el Bony’ te anunció nuestros planes hiciste un gesto de disgusto y te marchaste de la sala.
—Yo no sé qué gracia le ven ustedes a esa vaina tan vieja —refunfuñaste—. Eso ya pasó.
Ahora te encuentras sentado afuera en una mecedora. Silencioso, pensativo. Los peatones te saludan de manera entusiasta.
—¡Qué elegancia, padrino! —grita una mujer jovial.
—Mucho gusto, champion —exclama un hombre de voz bronca.
Tú correspondes a las reverencias con un escueto “adiós” y un movimiento suave de la mano derecha, la misma que en este momento, allá en el ring de Mónaco, estrellas violentamente contra la quijada de Briscoe.
Lo dicho, Rocky: la mandíbula de ese tipo era de piedra caliza. También es justo abonarle la valentía. Qué temple, coño, qué carácter. La frase más apropiada para definir a Benny Briscoe era la que usaban los carniceros del Mercado de Bazurto cuando veían a los boxeadores fajadores como él: ese man tiene más huevos que un camión lleno de sementales, mi vale. Aun así ni él ni nadie podían venir a darte lecciones de coraje, Rocky. Si algo poseías de sobra era eso, precisamente. No en vano el locutor Napoleón Perea te apodaba ‘la Fiera’. Es que además eras un grandísimo cascarrabias en el ring. Te pegaban, así fuera de refilón, y ahí mismo perdías los estribos. Sobre todo si sentías sangre en el rostro. Entonces te transformabas en una bestia enfurecida que lanzaba sus zarpazos en ráfagas, uno a las costillas, dos a la cabeza, otro al abdomen. ¡Mamaaaaa míaaaaa! ‘El Chino’ Govín, tu apoderado, decía que el boxeador que te partía la cara a ti se ganaba un boleto para pasar el weekend dentro de la jaula del tigre.
El Rocky que me muestra el televisor y el Rocky que veo en persona aquí en la casa del ‘Bony’ se complementan como la tapa y la caja. El primero es un boxeador de veintiocho años que tiene hambre, el segundo es un abuelo de sesenta y dos que ya está satisfecho. El tigre del weekend en la jaula y el cachorro más manso, la herida y la cicatriz, la hazaña y el testimonio. El joven se juega el pellejo en la cacería, el viejo posa radiante al lado de los trofeos. El del ring era un negro tosco, sin plasticidad; el de esta tarde se mueve con el garbo de un bailarín de calipso. Al primero solo te lo imaginas repartiendo porrazos; el segundo podría pertenecer a la danza de Josephine Baker.
En este momento, el Rocky de carne y hueso saluda a un nuevo transeúnte; el del video arremete contra Briscoe.
Después de haberte pasado la vida defendiéndote de las adversidades como gato bocarriba, ¿quién se atrevería a enseñarte lo que significa resistir? ¿Acaso Briscoe, el calvo granítico que ni siquiera se inmutaba con tus golpes? A él y a todos los que quisieran oírte podrías narrarles mil historias de dolores y sacrificios. Decirles, por ejemplo, que desde los dos años eres huérfano de padre, pues tu viejo, un borracho perdido, se cayó de la lancha que capitaneaba y se ahogó. Hablarles de los tiempos en que dormías apilado con tus cuatro hermanos mayores en un par de camastros. Describirles la quemazón que sentías cuando caminabas descalzo por el pavimento caliente de Cartagena. Hacerles saber que a los siete años madrugabas diariamente a tajar pescados en el antiguo mercado del Arsenal. Contarles cómo a los diez años eras el único niño de un grupo de pescadores temerarios que buceaban en el mar con un taco de dinamita en las manos, para sacar los peces hasta la superficie a punta de fogonazos. Seguro al escucharte se quedarían pasmados. Y entenderían el trasfondo de la respuesta que le diste al periodista Melanio Porto Ariza cuando te preguntó si alguna vez habías sentido miedo mientras boxeabas.
—Uffffff, Mela, las muendas más fuertes me las dio la vida afuera del ring.
Hace poco, Rocky, se me dio por armar la lista de los boxeadores cartageneros que poblaron mi infancia. Anoté a Bernardo Caraballo, a Kid Pambelé, a Eliodoro Pitalúa, a Arturo Osorio, al ‘Baba’ Jiménez. Cuando iba por ‘la Cobra’ Valdez me detuve en una coincidencia a la que nunca antes le había prestado atención: todos ellos fueron lustrabotas en la infancia y en la adolescencia. El hecho de no encontrar tu nombre en ese grupo me pareció un hallazgo importante. Tú hubieras podido ser uno de ellos, pero preferiste el mar de la dinamita y los tiburones, el mercado de los machetes y la sanguaza, escenarios que se ajustaban más a tu naturaleza indómita. No te imagino acurrucado en el piso con la cerviz hundida en los zapatos de un Fulano. Ni por el putas, Rocky.
Tampoco ibas a doblegarte ante Briscoe, y menos después de haber pasado tanto tiempo esperando que el Consejo Mundial de Boxeo te diera la oportunidad de disputar el título de los medianos. Ni por el putas, Rocky. Así que en vista de que el muy cabrón aguantaba todos los rectos que le tirabas al rostro, empezaste a castigarlo en el cuerpo con puros golpes curvos: gancho a las costillas, uppercut al pecho, gancho al hígado, uppercut al bajo vientre. Lo que ocurrió en ese momento se podría describir con la frase que utilizaban tus compañeros pescadores cuando resolvían un problema difícil: “¡Al fin parió Pabla, carajo!”. Briscoe dobló una rodilla, prueba de que estaba sentido. Entonces le enchufaste aquel derechazo mortífero en la quijada.
Ahora, al verte brincar en el video con los brazos en alto mientras Briscoe camina tambaleando hacia su esquina, ‘el Bony’ te lanza una broma estupenda.
—Edda, compa, ¡usted sí es desagradecido! Con lo difícil que fue esa pelea y usted no dio las gracias ahí mismo. ¡Yo a ese hijueputa calvo lo hubiera abrazado con cariño!
2.
Nueva York era una metrópoli problemática para un muchacho provinciano como tú, Rocky. Apenas te instalaste allí, en 1969, supiste que tendrías problemas. Las luces de neón te ofuscaban, las avenidas tan anchas te aburrían, la nomenclatura te desconcertaba. Imagínate tú: un tipo que escasamente sabía deletrear el español se veía forzado de pronto a buscar una dirección como esta: “330 west 95th Street”. Esa vaina vuelve loco a cualquiera, mi vale. ¡Tan elementales que eran las calles de Cartagena con sus nombres castizos! A uno le decían “Calle Tripita y Media”, y ya sabía que tenía que irse para el barrio Getsemaní. Si era la “Calle de los Siete Infantes” había que buscarla en San Diego. Eche, fácil, sin números, sin enredos. Cuando uno no le atinaba al sitio siempre había un man en el poste de la esquina dispuesto a ayudar: “No joda, mi hermano, esa está de papaya: mira, tú te metes por el Callejón de los Estribos, frente a la casa de la señora Margoth, y donde veas a una gorda de pelo teñido vendiendo cigarrillos menudeados, ¡ahí es, ahí es!”.
En aquella Nueva York tan grande, donde los transeúntes ni siquiera se miraban aunque se tropezaran de frente, era imposible orientarse con tus señales criollas. Allá no existía el guía espontáneo de la esquina, y el sitio que buscabas no era contiguo, definitivamente, al quiosco de las Mendoza. Después estaba el otro problema: te habías quedado, de repente, sin idioma. En el gimnasio apenas podías conversar con ‘el Chino’ Govín, que era cubano. Al entrenador Gil Clancy y al sparring Emily Griffith les hablabas solo a través de mímicas. Por cierto, Griffith, un veteranazo que ya había sido campeón mundial, tuvo la cortesía de aprenderse una palabra en castellano para saludarte en tu lengua todas las mañanas: “Primo”. Los periódicos de la época registraron con abundantes notas de color el curioso suceso.
—¡Primo!—exclamaba Griffith cuando te veía llegar.
—¡Primo!—le respondías tú con tu ancha sonrisa y los brazos abiertos de par en par.
Lo que venía a continuación era un coloquio tan intrincado como el de Chita con Tarzán. Griffith te decía “primo” y te lanzaba un gancho a las costillas; tú le contestabas “primo” y le tirabas un golpe idéntico al que él te había trazado.
—Primo —le digo yo ahora al taxista que me recoge en el centro de Cartagena—. Lléveme a la casa del Rocky.
—¿La casa de Rocky Valdez? —es lo único que me pregunta.
Cuando le respondo afirmativamente el hombre me conduce a un caserón en el barrio Crespo. Tu mujer, Anita Tijerino, nos informa a través de la ventana que saliste desde por la mañana. El taxista me cuenta entonces que conoce tus paraderos. En caso de que me urja hablar contigo él podría ayudarme a encontrarte. Quizá estés jugando dominó con los comerciantes del pasaje 13 en el Mercado de Bazurto. O parloteando con los jubilados del Parque del Centenario. O visitando a los vendedores de lotería de la Calle del Cabo.
En esta nueva visita a Cartagena —octubre de 2009— confirmo que para los taxistas eres un referente urbano. Como la Torre del Reloj o como la Plaza de Bolívar. Uno te nombra como “Rocky”, a secas, sin el apellido, sin la dirección, y ellos entienden que se trata de ti. No podría tratarse ni de un edil de la Zona Suroriental, ni de un vendedor de cocadas en el Portal de los Dulces, ni de un empresario turístico de Bocagrande, así todos esos tipos tengan el mismo apodo tuyo. El único Rocky que cuenta en esta ciudad de un millón doscientos mil habitantes eres tú: Rodrigo Valdez Hernández, el hijo de Reynaldo y Perfecta, nacido el viernes 22 de diciembre de 1946 en el arrabal de Getsemaní.
¿Sabes, Rocky? La villa pequeña en la que tú creciste, la “del ahumado candil y las pajuelas” —según el poeta Luis Carlos López—, ya solo existe en la memoria de los viejos. La ciudad que exploro en este momento a través de la ventanilla del taxi es un monstruo urbano plagado de cinturones de miseria. Esto no será tan descomunal como la Nueva York que te abrumaba en tu época de boxeador, pero ha crecido, Rocky, ha crecido. Aquí ya no es tan fácil dar con el quiosco de las Mendoza o con la casa de la señora Margoth.
En los 110 kilómetros cuadrados de esta Cartagena actual hay espacio de sobra para pasar inadvertido. Lo que sucede es que tú no podrías porque tú eres el Rocky. Adonde vayas la gente te seguirá con la mirada. Adonde vayas tropezarás con algún lugareño que levantará ante ti el dedo pulgar en señal de reverencia.
—¡Buena, champion!
—¿Qué se dice, Fiera, cómo anda esa salud?—¡Entonces qué, viejo Rocky!
Adonde vayas tropezarás con paisanos enterados de tu trayectoria. Los mayores, porque te conocieron cuando eras noticia; los menores, porque te han visto convertido ya en leyenda. Unos y otros saben que fuiste campeón mundial de los pesos medianos y que te paseaste por los mejores escenarios boxísticos del planeta, desde el Madison Square Garden hasta el Luna Park. Había que ver lo valiente que era el champion, dirán mientras te señalan con el dedo índice. Ahora es un abuelo apacible, puras sonrisas desde cuando se levanta hasta cuando se acuesta, pero cuando el negro peleaba era la encarnación del coraje. A ese hombre en el ring le roncaban los cojones, mi vale. Su único pecado fue haber coincidido en el peso y en el tiempo con Carlos Monzón, quizá el mejor mediano de la historia. Pero quienes vimos tus dos peleas con él damos fe de lo equilibradas que fueron. En ambas se cumplió aquello que pregonaba el mánager George Gainford en los años cuarenta del siglo pasado: “Cuando dos boxeadores son tan jodidamente buenos que uno no sabe cuál es el mejor, la diferencia la hace la estatura”. Monzón te llevaba nueve centímetros, champion, ¡nueve! Y los hacía valer: se recostaba contra las cuerdas, ponía los brazos largos por delante, echaba la cara hacia atrás, y así no le pegaba nadie. Ni el putas, Rocky. Claro que tú sí le pegaste: le rompiste la nariz, le hinchaste un ojo y lo mandaste a la lona.
Y ni hablar —insistirán los peatones cuando se topen contigo— del rebullicio que causabas en Europa entre los actores más renombrados de la época. Jean-Paul Belmondo te recogía en el aeropuerto de París, Omar Shariff te visitaba en el hotel de San Remo, Alain Delon iba de compras contigo en Montecarlo.
De modo que por donde te muevas aquí en Cartagena, Rocky, irás dejando la estela de tu leyenda, esa que el taxista y yo vamos persiguiendo esta tarde de octubre de 2009.
Desde cuando llegaste a Nueva York, a los veintitrés años, Gil Clancy predijo que te convertirías en una leyenda. Pero ¿cómo le entendías, coño, si él lo pregonaba en inglés y tú en ese idioma apenas distinguías el “good morning” y el “one-two-three”? Se suponía que Estados Unidos te convendría porque allá te foguearías con rivales de calidad. En Colombia, tú y yo lo sabemos, nunca han abundado los buenos boxeadores en la división de las 160 libras. Por ese lado sí fue verdad que te beneficiaste, aunque el precio que pagaste fue altísimo. El día que faltaba ‘el Chino’ Govín el mundo se te trastornaba: te servían pancake cuando en realidad querías huevo frito, lanzabas el puño izquierdo cuando te pedían tirar el derecho. Claro que, al fin y al cabo, a ti te daba la misma mierda “right” que “left” porque con cualquiera de las dos podías quebrarle la mandíbula al que se te enfrentara.
Esa íntima convicción derivaba en franca apatía por la lengua ajena: aunque no lo dijeras en voz alta, considerabas innecesario aprender inglés. Te parecía una misión imposible, además. Estimabas más útil invertir el tiempo en el gimnasio, pulir el recto de derecha. Para salvarte en el ring te bastaba con meter un buen uppercut en la punta de la barbilla. Nunca se ha visto, mi vale, que cambiar “luna” por “moon” sirva para noquear a nadie. Tu única arma para ganar el sustento eran los puños. Porque te digo algo, viejo Rocky, tú no tendrás ni la menor idea de quién coño fue Descartes, pero sabes, como él, que donde más cerca se encuentra una mano dispuesta a ayudarlo a uno es en el extremo del propio brazo de uno.
A menudo, después de ganarle a algún rival importante, pedías permiso para venir a Colombia, y cuando llegabas acá ya no querías retornar a Estados Unidos. Tus manejadores debían esforzarse muchísimo para convencerte. En el fondo, lo que más te afligía de aquella vida que considerabas prestada no eran las dificultades con el idioma, sino lo lejos que te quedaba Cartagena. Pero ¿sabes, Rocky, tu actitud indicaba a las claras que nunca habías salido de tu ciudad. Y justamente por eso te sentías perdido en Nueva York.
Te encuentro en el Pasaje 13 del Mercado de Bazurto. Entonces, durante esta tarde y las dos que siguen me contarás muchas de las historias que componen este relato. Allí estás con tus amigos de toda la vida: Arturo González, quien tajaba pescados contigo en el antiguo mercado del Arsenal, y Omar de la Hoz, uno de los compadres que te recib ieron en el aeropuerto cuando volviste con la corona de campeón mundial.
—Lo mejor de mi compadre es que nunca olvida a su gente —exclama González mientras te da una palmada recia sobre el hombro.
La frase de González ha hecho carrera en Cartagena. Circula en el correo del viento a través de plazoletas y zaguanes. La repiten como un Credo el vago del parque y el periodista deportivo. Quienes te conocen saben que, por mucho que te alejes, tarde o temprano retornas a los mismos lugares de siempre. Citan, a manera de ejemplo, la siguiente historia: Aída Iriarte fue tu primera esposa cuando tú apenas tenías dieciocho años. Ella te dio a tu primer hijo, ella estuvo contigo en la época de las penurias. ¿Qué pasó cuando se separaron? Aída se consiguió un nuevo marido, hombre buenísimo, caramba. Y tú te conseguiste cinco esposas más en los años posteriores. Eso sí: vivieras con Juana o vivieras con María, siempre almorzabas en la casa de Aída.
—Mija —gritaba el marido de Aída cuando te veía llegar—, ¡corre, que llegó el Rocky!
Aída partía como un rayo hacia la cocina para prepararte tu posta de sierra con yuca. El marido, entre tanto, te preguntaba si querías guarapo, champion, o si preferías limonada.
De no ser porque murió en 2006 todavía almorzarías donde ella, champion.
En este eterno retorno a las raíces encuentro mucho más que la expresión de sencillez y gratitud que todos te alaban, Rocky. Me parece que allí hay, además, una búsqueda tribal de protección. Cuando regresas al mercado de tus tiempos duros no solo eres el hombre generoso que socorre a un vendedor ambulante caído en desgracia, sino también el animal que se reintegra a su manada para sentirse seguro. La rutina invariable te permite crear una ciudad a la medida de tu carácter desconfiado. Se alarga el sur, se alarga el norte, se alarga el este y se alarga el oeste, pero la Cartagena por donde tú transitas a diario sigue siendo una villa reducida que se ajusta a tu naturaleza aldeana.
—Edda, compa, eso sí es verdad que aquí entre nosotros el Rocky se siente seguro —dice Omar de la Hoz.
—¿Tú crees que a este mercado puede entrar cualquiera con ese montón de prendas de oro? —pregunta Arturo González.
Tú sonríes. Yo aprovecho el giro que ha tomado la conversación para averiguar por qué cargas tantas joyas. Noto que, incluso, tienes un reloj sin talco, recuerdo de tu tarde de compras en Montecarlo con Alain Delon. ¿Por qué lo usas todavía, si ya se dañó?—Edda, mi hermano, donde me lleguen a ver sin ese reloj empiezan a decir que me quedé en la ruina. Parece que no conocieras a los cartageneros.
—¿Y el boxeo te dio para comprar algo más que prendas?—Bueno, tengo mis casas y mis buses. Yo no me metí a loco porque a mí me tocó sacrificarme mucho en el boxeo.
—¿Por qué te pusiste esas iniciales de oro en los dientes?—Eche, porque gané para ponérmelas. Yo en esa época era campeón.
Ahora, mientras caminas conmigo a través de un angosto corredor bordeado de vendedores ambulantes, destilas un aire de complacencia. Se nota a leguas que te gusta ser quien eres. Se nota a leguas que, aunque insistas en que el pasado “es una vaina vieja”, te encanta evocarlo. No en vano conservas todas esas prendas que prolongan el tiempo ya remoto del esplendor. Al lucirlas, vuelves a noquear a Briscoe, vuelves a ser el que siempre has sido: el amo y señor del coraje. El champion, mi vale. El campeón.

Cita a ciegas con la muerte (limpiando la escena del crimen)

Publicado: 18 noviembre 2010 en Alberto Salcedo Ramos
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1. Los patrulleros
Los cinco agentes saben que, antes del amanecer de este sábado, habrá un nuevo asesinato en Bogotá. Cuando reciban el aviso por teléfono, saldrán en su patrulla a practicar el levantamiento del cadáver y recoger las evidencias. Pero ahora, mientras les llega el momento de actuar, duermen a pierna suelta sobre las colchonetas del área de alojamiento.
Los funcionarios pertenecen al Centro de Servicios Judiciales de la Fiscalía, encargado de conocer los diferentes casos de homicidio que se presentan en la ciudad. Aparte de buscar pistas que ayuden a esclarecer los asesinatos -pisadas, restos biológicos, armas, testigos- trasladan hacia el Instituto de Medicina Legal los cuerpos de las víctimas, para que sean sometidos a las necropsias de rigor y entregados formalmente a los dolientes. Cada grupo de trabajo tiene cinco miembros: un planimetrista, que dibuja en un papel la escena del crimen y establece las distancias entre todos sus elementos; un fotógrafo, que capta imágenes del cadáver y del entorno; un dactiloscopista, que rastrea las huellas digitales; un investigador, que recopila testimonios en el lugar de los hechos, y un coordinador, que dirige el proceso.
Son las dos de la madrugada. Hace media hora, cuando todavía estaban despiertos, los integrantes del Grupo Dos de Homicidios lucían serenos. Tal actitud se debe -explicaban- a que después de haber visto tantos casos espeluznantes de violencia urbana, han ido perdiendo la capacidad de asombro. Uno de ellos se acordó de una mujer que, por petición de su amante, envenenó a sus dos pequeños hijos. Otro mencionó al parricida que durante el día paseaba públicamente con su novia y por la noche, cuando volvía a casa, dormía junto a los cadáveres de sus propios padres. El de más allá evocó al niño de nueve años que se ahorcó, decepcionado por una mala calificación en matemáticas. Todos contaron las historias más tétricas con las cuales se habían relacionado en su ejercicio como policías judiciales. El inventario de atrocidades incluía a un bebé acribillado por una bala perdida, a una anciana estrangulada por su hija única y a un recluso descuartizado dentro de la Cárcel Modelo. Los agentes, que hablaban del tema con una naturalidad pasmosa, decían conocer a fondo el contexto global de su oficio: Bogotá es una ciudad de nueve millones de habitantes y mil ochocientos kilómetros cuadrados de extensión, donde anualmente son cometidos más de dos mil homicidios. Al horror de hoy le sucede el de mañana, y así se va generando un acostumbramiento que hace ver a la muerte como un simple trámite profesional. Lo suyo es diligenciar planillas, medir ángulos, buscar residuos corporales y, al final, embalar el cuerpo en una bolsa negra, como si fuera un bulto de papas. La repetición del ritual los convierte poco a poco en oscuros notarios fúnebres, con un nuevo modo de sentir y de expresarse: a los muertos les llaman “occisos” y a los charcos de sangre, “lagos hemáticos”.
Un poco antes de irse a dormir, los agentes reconocieron que no suelen plantearse demasiadas preguntas sobre sus quehaceres. A las seis de la tarde, por ejemplo, comenzaron el turno sin detenerse a pensar que a esa hora la futura víctima posiblemente permanecía viva: andaría, quizá, regalándose un banquete espléndido dentro de un motel, o bebiendo licor a galones, o acarreando plátanos verdes en una carreta, o manejando una tractomula, o recogiendo a su hijo en el jardín escolar, o retirando dinero en un cajero electrónico. Aunque sonara macabro, daba igual que fuera banquero, albañil o dueño de un abasto: mientras ellos tomaban café sentados en sus oficinas, el personaje había empezado a morirse. Bailaba merengue o comía helado, ignorando que tenía los minutos contados. Ignorando, además, que en una edificación del occidente de Bogotá cinco policías judiciales estaban en guardia, a la espera de su cadáver.
Los agentes de homicidios conocen mejor que nadie la delgadísima línea que separa a la vida de la muerte. Suponen, como los antiguos griegos, que cada criatura de este mundo está sometida a una providencia irresistible superior a su voluntad. Más allá de esa visión elemental del destino, se niegan a arriesgar cualquier conjetura sobre el tema. A fin de cuentas -repiten a menudo- lo suyo es un trabajo. Por eso, mientras llega la hora de entrar en acción, pueden dormir sin problemas. Como lo hacen durante esta madrugada de sábado.
2. La muerte
La Señora Muerte se soltó el moño y se encuentra de ronda. Oteando el panorama desde lo alto de un puente peatonal o agazapada en un lote baldío, cumple sin afanes su rutina. Ya ha elegido a su próximo mártir y ahora, simplemente, espera el momento de asestarle el golpe. Es capaz de sorprenderlo en el callejón más oscuro o en la avenida más iluminada. Frente a los designios de esta caprichosa dama no hay poder que valga. Los viernes por la noche su aliento se siente en toda la ciudad: en las autopistas colmadas de conductores suicidas, en las discotecas plagadas de borrachos iracundos, en las esquinas donde se entreveran el magnate y el desharrapado, en las inmediaciones de los negocios prósperos, en los barrios marginales donde impera el “sálvese quien pueda”. Acaso es ella, la Señora Muerte, lo único verdaderamente democrático que existe en Colombia.
Gran parte de la memoria nacional ha sido escrita por su mano huesuda. Una mano que, por cierto, no se ha limitado a eliminar a los ciudadanos de manera natural, sino que además los ha exterminado con los instrumentos más inhumanos: tanques de gas, motosierras, machetes, destornilladores. A sus pies han caído ministros, recicladores, sacerdotes, ateos, periodistas, saltimbanquis, políticos, jueces, soldados, guerrilleros, paramilitares, raspachines de coca, cultivadores de papa, panaderos, hacendados, truhanes y filántropos. No solo los policías judiciales de la Fiscalía se han acostumbrado a la Señora Muerte: los demás habitantes también han perdido frente a ella la capacidad de sorprenderse, después de tropezársela por veredas y metrópolis, y después de haberla visto miles de veces en los noticieros de televisión, revuelta con goles y desfiles de ropa interior. A menudo, el único método defensivo que le queda a la gente, frente a la altiva dama de la guadaña, es el humor negro. Hace poco, por ejemplo, la selección Colombia que nos representó en la Copa América fue goleada en sus dos primeras presentaciones: Paraguay le metió cinco goles y Argentina, cuatro. Por esos mismos días, el país se estremeció con la noticia de que la guerrilla había asesinado a los once diputados que tenía secuestrados. El público estaba indignado con los apáticos jugadores de su selección y adolorido por la masacre de los políticos. La manera de exorcizar los dos demonios, como suele suceder en nuestro medio, fue a través de un chiste callejero bastante perverso: “Mataron a los once que no eran”.
Atizado por la indiferencia, por el miedo y por la crueldad, el horror genera más horror. La Señora Muerte se nutre como parásito de ese círculo vicioso. Y por eso continúa en guardia, esperando el momento de saltar sobre la nueva presa que le depara esta noche de viernes.
3. La víctima
Está tendido bocabajo, en posición fetal, a un costado de la ciclorruta del barrio Patio Bonito, exactamente en la calle 34 sur con carrera 95. Dos agentes de la Policía Nacional, alertados por una llamada telefónica, lo encontraron a las dos y cuarenta de la madrugada. De inmediato acordonaron el lugar para impedir que fuera alterada la escena del crimen. A las cuatro y diez de la mañana pusieron el caso en manos del Grupo Dos de Homicidios de la Fiscalía, cuyos integrantes se aplican ahora a la tarea de levantar el cadáver y recopilar las evidencias.
Los cinco agentes ya lograron establecer la identidad de la víctima: Pablo Emilio Arenas Lancheros. Su cédula de ciudadanía -la número 79.455.248- informa que nació en el pueblo de Facatativá, el 13 de marzo de 1968. Yace sobre un pozo de sangre, a doscientos noventa y dos centímetros de distancia de un poste de energía. Un poco más allá está la billetera -esculcada- al lado de un reguero de papeles teñidos de escarlata. Hay, entre otras cosas, un comprobante de vacunación contra la fiebre amarilla, una agenda telefónica de bolsillo, tres estampitas del Divino Niño, un carné de la empresa promotora de salud y una hoja volante que ofrece los servicios de un mariachi. También está la factura del teléfono celular número 313-8480438, adquirido recientemente. Pero el aparato no se ve por ninguna parte. El muerto luce mocasines negros embetunados cuidadosamente, pantalón gris planchado de manera impecable y chaqueta azul cerrada hasta el cuello. Todo en él, desde su ropa barata pero pulcra hasta sus documentos personales en regla, sugiere que era un ciudadano esmerado que sobrellevaba la pobreza con dignidad.
Viendo la mancha escarlata sobre el piso, resulta inevitable preguntarse, como el poeta Jacques Prévert, adónde va toda esta sangre derramada, la sangre de los apaleados, la de los humillados, la de los suicidas, la de los fusilados, la de los condenados. Tres horas atrás, uno de los agentes había dado una respuesta formal a ese interrogante: en Colombia las autoridades que hacen levantamiento de cadáveres en las vías públicas, jamás limpian la escena del crimen. Esta tarea la cumplen casi siempre los vecinos del sector o la empresa de aseo de la ciudad.
El helaje entumece las articulaciones. Cuando los agentes hablan, exhalan espirales de vapor. Uno de ellos dice que el asalto a mano armada parecería el más lógico móvil del asesinato. Otro advierte que, siendo realistas, las posibilidades de hallar a los responsables son prácticamente nulas. En primer lugar -explica- el homicidio fue cometido de madrugada, en una ciclorruta rodeada de maleza donde no hubo testigos. El inmueble más cercano se encuentra a unos doscientos metros de distancia, y es un edificio que apenas está en construcción. Como si fuera poco, a las billeteras de cuero y a los documentos personales casi nunca se adhieren las huellas dactilares. La única esperanza que queda suena irracional: que la víctima haya forcejeado con sus agresores y tenga entre las uñas restos de piel o de cabello que permitan identificarlos. Por eso, los policías acaban de forrarle las manos con bolsas de plástico. Más tarde, en el Instituto de Medicina Legal, serán sometidas a pruebas de laboratorio.
Los funcionarios voltean el cadáver para analizar, por fin, las lesiones. Abren la cremallera de la chaqueta, desabotonan la camisa. Ninguno se sobresalta ni deja escapar una exclamación cuando ve el tajo único, monstruoso, que tiene el muerto en el costado izquierdo del pecho, entre el corazón y la clavícula. Su mano derecha todavía aprieta con fuerza una llave. Ese detalle -comenta uno de ellos- indica que su casa está muy cerca de este lugar. A continuación le revisan los bolsillos delanteros del pantalón, donde encuentran mil seiscientos pesos. Uno de los agentes expone su hipótesis: el hecho de que el hombre presente una sola herida y no varias, sugiere que no opuso resistencia. Lo mataron, más bien, a mansalva, tal vez en represalia por cargar apenas unas míseras monedas.
Lo que más impresiona, en todo caso, no es la magnitud de la puñalada sino la precisión brutal con la cual se acoplaron las piezas de este nuevo desastre. Coinciden, por fin, en la misma escena, varios seres que, horas atrás, andaban dispersos por la gran urbe: los patrulleros de la Fiscalía, la víctima de turno y la implacable dama de la guadaña. El único de ellos que desconocía la cita era, precisamente, el que terminaría convertido en fardo. Esa indefensión del hombre frente a los guiños del azar es, quizá, lo más aterrador. Estás vivo, haces planes y hasta tienes vanidades, le subes el volumen a la música, pero de repente, cuando vas en lo mejor del baile, una mano invisible te señala, y entonces, de un solo golpe, la fiesta se te acaba. La mayoría de las veces las víctimas son tomadas por sorpresa, acaso porque andan por ahí con la idea de que el problema es de los otros: mientras yo parrandeo, ustedes se mueren. Casi nadie se despierta por la mañana preguntándose si ese sol brillante que se filtra por la ventana será el último de su vida. Casi nadie da las gracias por el pan y la sal. Y así, cada quien va por el mundo aplazando el pago de sus deudas, convencido de que siempre habrá una nueva oportunidad. La Señora Muerte se aprovecha de esa confianza. Lo peor no es que te quite el aire sino que no te conceda la posibilidad de despedirte. Y a menudo, hermano, te niega hasta la luz final, al dejarte tendido bocabajo sobre el cemento frío, de espaldas a la luna.
Ahora, uno de los agentes toma la ensangrentada agenda y se apresta a cumplir uno de los encargos más difíciles de la jornada: avisarles a los familiares de la víctima.
4. Epílogo
Pablo Emilio Arenas Lancheros fue sepultado dos días después en el Cementerio El Apogeo, sobre la Autopista Sur de Bogotá. En el entierro estuvieron presentes varios empleados de la litografía donde él se desempeñaba como mensajero y donde siempre fue considerado como un trabajador ejemplar. Contaron que al salir de la empresa, ubicada en el centro de la ciudad, se fueron a tomar cerveza en un bar cercano. Lo vieron por última vez a las doce de la noche. Su tía Inés Arenas, que fue la que lo crió, no ha dejado de llorarlo. Lo que más le duele -dice- es que Pablo Emilio murió el día antes de comprar un balón de fútbol que le había prometido a su hijo Johan David.
Su sangre permaneció varios días en la ciclorruta de Patio Bonito, a la vista de peatones y bicitaxistas que la esquivaban con pavor. Al parecer fue limpiada por los aguaceros que se desgajaron en Bogotá a finales de agosto.
Los agentes del Grupo Dos de Homicidios de la Fiscalía regresaron a sus labores después de un descanso de cuarenta y ocho horas. Esa noche tuvieron que atender dos casos.
En algún lugar de la ciudad hay una persona que come helado o baila merengue, sin saber que es la próxima víctima. La Señora Muerte lo reconoce, se suelta el cabello y, mientras llega su momento, deja que siga la música.
Publicado: 8 octubre 2010 en Alberto Salcedo Ramos
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2
Chivolito jura por Inés Cuesta, su madre, que no se duerme cada noche con la esperanza de que a la mañana siguiente amanezca muerto alguno de sus paisanos.
Luego carraspea, se queda pensativo. Casi enseguida advierte que, aunque a él le conviene la muerte del prójimo, jamás se ha sentado en la terraza a esperar que eso ocurra. La gente estira la pata porque le toca y no porque él se encargue de liquidarla. «Yo no tengo la culpa de que la trombosis ande suelta por las calles buscando empleo», añade con una sonrisa malévola.
Chivolito, cuyo nombre de pila es Salomón Noriega Cuesta, le debe el apodo a una pequeña verruga que tenía sobre la frente. Se ha pasado los últimos cincuenta años de su vida contando chistes en los velorios de Soledad, un pueblo de la costa Caribe de Colombia, a casi mil kilómetros de Bogotá. Los asistentes se desternillan de la risa y le brindan licor. Lo aplauden, le dan palmadas sobre los hombros. Al final de la jornada, él extiende frente a ellos una gorra, para que se la llenen de monedas. Casi siempre recoge entre ocho mil y doce mil pesos –unos cinco dólares.
A menudo son los propios dolientes quienes lo solicitan como bufón, pues saben que su presencia le garantiza compañía al difunto. También sus vecinos le avisan cuando alguien acaba de fallecer. Y a veces él mismo está pendiente de los carteles de exequias que los deudos de los difuntos pegan en las paredes. En Soledad y en varios barrios del sur de Barranquilla es popular la frase según la cual un velorio donde falte Chivolito no tiene ni pizca de gracia.
Por lo general, Chivolito llega al velorio a las ocho de la noche. Les da el pésame a los deudos y se sienta en la sala, al lado del ataúd. Allí permanece un rato en silencio, con el rostro desconsolado. Es su manera de expresar respeto por la ceremonia religiosa. Luego se va hacia el patio o hacia el exterior de la casa –depende de dónde esté el público– y comienza su función, que suele prolongarse hasta el alba. Muchos de los asistentes le resultan ya familiares, pues son vagabundos de feria que lo siguen de un lugar a otro. Como conocen a fondo su repertorio, le van haciendo peticiones en voz alta, una actitud similar a la de esos espectadores enardecidos que, en los conciertos, les solicitan canciones a sus músicos favoritos. «¡Echa el del man que tenía dos próstatas!», le grita un calvo de bigote frondoso. «Es mejor el del viagra pediátrico», exclama un vendedor callejero de butifarras. «Cuenta el de los esposos que se detestaban», propone un anciano desdentado. Ellos ignoran que, al recordarle a Chivolito sus propios chistes, lo ayudan a combatir los estragos de su memoria y a seguir vigente a los setenta y ocho años.
Hubo un tiempo en que Chivolito sabía exactamente a cuántos finados había visitado. Cargaba un bastón de guayacán en forma de culebra al cual le trazaba una raya con un cuchillo de cocina cada vez que animaba un nuevo funeral. Hace años el bastón se le extravió y Chivolito dejó de llevar las cuentas: entonces había animado novecientas dieciséis velaciones. Antes, cuando le sobraban arrestos, recorría la Costa Caribe de punta a punta, desde el Cabo de la Vela hasta Bocas de Ceniza (unos quinientos kilómetros de distancia) en busca de velorios para sus humoradas. Ahora, viejo y achacoso, evita en lo posible los lugares que están demasiado retirados de su casa.
Cuando no ejerce su oficio de bufón, Chivolito se la pasa refunfuñando contra lo que él llama su «mala suerte». Su inventario de quejas es extenso: le duelen las articulaciones, le arde la garganta, duerme muy poco. Le molesta la catarata del ojo izquierdo y le preocupa su exceso de ácido úrico. A finales de los años setenta lo abandonó la esposa, y en 1996 se le murió la hija. Así que a estas alturas vive de la caridad donde un compadre, en una pieza estrecha y oscura. No es justo –dice– que a su edad deba recorrer tres kilómetros diarios bajo los cuarenta grados centígrados de Soledad para vender rifas y ganarse apenas cinco mil pesos –unos dos dólares–. En el 2003 fue arrollado por un camión (en este punto se levanta la bota del pantalón para mostrar la cicatriz que le quedó en la rodilla). Y, como si fuera poco, su familia le dio la espalda. Sólo falta –remata, con un suspiro– que los perros del barrio lo confundan con un tarro de basura y se lo orinen. Chivolito repite su perorata ante todo el que se tropieza, sea conocido o desconocido. Pero cuando está en los velorios, contando chistes, parece que olvidara sus problemas. Le relampaguean los ojos, se le aviva la voz, sin duda porque siente que en esos momentos ya no es el hombre apocado que se confunde con el gentío mientras negocia su lotería, sino la estrella de la noche, el blanco de todas las miradas.
***
El féretro de José del Carmen Urueta, quien murió de muerte natural a los setenta y tres años, preside la sala. Alrededor del ataúd hay una rueda de mujeres apesadumbradas. Casi todas visten de negro riguroso. Están rezando por el alma del muerto, con los ojos entornados y un rosario entre las manos, a la altura del pecho.
La casa es espaciosa, de paredes verdes descascarilladas. En un rincón de la sala hay un mesón de madera rústica que tiene un Buda de cerámica, un pavo real de hojalata y una bandeja de frutas artificiales. El tono de las mujeres es impetuoso.
–Dale, Señor, el Descanso Eterno –dice la que conduce la oración, una mujer enjuta que tiene una verruga peluda en la nariz.
–Brille para él la Luz Perpetua –le responden las otras.
Hilda Salas, la viuda, está sentada en el centro del redondel, flanqueada por dos mujeres rollizas que tratan de consolarla. Una le echa loción mentolada en las sienes y la otra le abanica el pecho con un sombrero de palma. De vez en cuando se zafa de sus comadres y se asoma por la ventanilla del ataúd para llorar sobre el rostro del difunto. Grita, se estremece. La mano izquierda, con la cual empuña un pañuelo arrugado, se agita en el aire. Las otras mujeres se contagian de su histeria y sueltan también un llanto estentóreo. Sin embargo, no parecen tristes: tan solo interpretan, es evidente, un viejo libreto. A diferencia de Chivolito, ellas encarnan la parte grave del espectáculo escénico. Pero, al igual que él, encuentran en el funeral una posibilidad de protagonismo. En algunos pueblos pobres del Caribe colombiano, la muerte es una oportunidad de esparcimiento. La gente acude a los velorios no sólo para solidarizarse con los deudos, sino también para combatir la rutina diaria, para tener algo que hacer. Como no hay salas de cine que muestren muertos de mentira, toca distraerse con los muertos de verdad.
A través de la ventana abierta se divisa la ancha calle, donde se encuentran los otros asistentes al velorio. Hay que dar tan sólo nueve pasos para atravesar la sala y llegar a la calzada, que es polvorienta debido a que nunca ha sido pavimentada. Los dos extremos de la avenida fueron acordonados con bancos de madera para impedir el paso de los automóviles. Afuera, a diferencia de lo que ocurre en el interior de la casa, todos son hombres. Están organizados también en forma circular pero, en vez de rezar, ríen a carcajadas. La causa de tanto jolgorio es el tipo de baja estatura que cuenta chistes en el centro de la circunferencia. Esta noche Chivolito luce una camisa blanca de lino, un pantalón caqui y unos mocasines blancos. La cachucha, en la que más tarde recogerá el dinero, es verde. El hombre tiene una voz chillona que taladra los oídos y una variadísima colección de ademanes cómicos: tuerce la boca, se pone bizco, camina renqueando, se tira al piso, se alborota el pelo, saca un peine, se acicala con la raya en la mitad, hace la mímica de un borracho, aplaude, se arrodilla. Parece un muñeco de cuerda manipulado por un titiritero delirante.
–Chivolito, ¿por qué no cuentas el del hombre de las dos próstatas? –interviene a gritos el vendedor de butifarras.
–Ese es muy largo –responde Chivolito, sin mirar al autor de la pregunta.
Una garrafa de ron blanco empieza a rodar de mano en mano. El que la recibe apura un trago a pico de botella y enseguida se la pasa al siguiente.
–Un monstruo se casó con una monstrua –vuelve a la carga Chivolito, con su voz penetrante–. Una noche el monstruo llegó a la casa con tremenda borrachera. Y le dijo a la monstrua: «bueno, mi amor, vamos a acostarnos, que vengo con muchas ganas de hacerte monstruosidades». La monstrua le contestó: «ñerda, papi, hoy no se va a poder, porque tengo la monstruación».
El chiste, pese a que es vulgar, parece demasiado sofisticado para este auditorio del barrio Rebolo, en el sur de Barranquilla. La gente se ríe de manera un tanto forzada. Ahora le toca a Chivolito el turno de beberse su trago de ron. El hombre empina la botella con las dos manos y se la lleva a la boca, el rostro levantado y el cuello echado hacia atrás, como si fuera a comenzar un solo de trompeta. Después le entrega la garrafa al vendedor de butifarras, no sin antes limpiarse los labios con la manga derecha de su camisa. Su semblante gozoso dista mucho del aire de pena que tenía por la tarde, cuando esgrimía por enésima vez su catálogo de dolencias.
–Bueno, les voy a contar un chiste muy apropiado para esta noche –dice con el rostro iluminado–. Dos esposos llevaban treinta años sin hablarse. Una tarde el tipo fue al médico y se enteró de que se iba a morir al día siguiente. Entonces llamó a la mujer: «Fíjate, Susana, desperdiciamos treinta años odiándonos y ya mañana me van a comer los gusanos. No quiero irme a la tumba sin reconciliarme contigo. Te propongo lo siguiente: primero nos damos un abrazo y después nos vamos a cenar. Entramos al cine, tomamos vino y rematamos la noche en un motel». Y le responde la esposa: «Nada de eso, malparido, recuerda que yo tengo que madrugar a preparar el entierro».
La risotada es estrepitosa. El anciano desdentado luce al borde de un infarto. Se sacude, se golpea el pecho con la mano abierta. Los ojos le lagrimean. En medio de la algarabía, ninguno de los radiantes espectadores parece interesado en mirar hacia la sala, donde las mujeres enlutadas continúan entregadas a su plegaria por el difunto.
Aunque no existen registros históricos sobre el origen de los bufones de velorio en el Caribe colombiano, se cree que es una tradición de por lo menos un siglo. Resulta obvio suponer que el propósito de esta costumbre es amortiguar el impacto que produce la pérdida de un ser querido. Pero se trata, en realidad, de algo mucho más profundo, relacionado con la naturaleza festiva de los habitantes. No es que se cuenten chistes con la intención calculada de desterrar el dolor y restaurar la alegría, sino que, sencillamente, la gente es así, gozosa, risueña. ¿Por qué diablos tendría que comportarse de manera distinta en los funerales? Sería como aceptar la derrota. Lejos de humillarse ante la muerte, los hombres la desafían con el humor. Por eso, al frente de la mayoría de cementerios de la región hay un bar que se llama La última lágrima. Es una cultura tan hedonista que pareciera inspirada siempre en la célebre sentencia de Lord Byron: la vida es demasiado corta para desperdiciarla jugando ajedrez. O rasgándose las vestiduras por algo que, a fin de cuentas, es inevitable.
***
Chivolito está jugando dominó en una terraza del barrio Porvenir, en Soledad, donde vive desde mediados de los años sesenta. Sus compañeros de partida son el albañil Carlos Rico, el mecánico Heberto Guzmán y el licenciado en Ciencias Sociales Agustín de la Hoz. El tema de conversación es la muerte.
–Morirse es lo más fácil del mundo –opina Rico, a quien los demás llaman El Mono–. Uno se acuesta vivo y amanece con la cabeza doblada.
–Eso es verdad –tercia Guzmán–. La muerte es lo único que tenemos asegurado.
–Lo único –repite Chivolito con un gesto reflexivo mientras juega su ficha.
El profesor De la Hoz no dice nada. Está concentrado en la partida. Son las tres de la tarde y la Calle 17 es un hervidero de autobuses viejos, carretillas tiradas por mulas y triciclos con carrocerías habilitadas como taxis. El concierto de ruidos es atronador: el frenazo de un camión, el chirrido de una segueta eléctrica, el pregón de un vendedor de aguacates. Algunos de los transeúntes detienen su marcha y se quedan al lado de la mesa, mirando el juego. Chivolito sigue hablando.
–La muerte era mejor negocio antes. Ahora se han puesto de moda las cremaciones esas, porque salen baratas. Yo pregunto: ¿quieren economizar? Amárrenle al cadáver una piedra en el tobillo y tírenlo al río. Así les sale gratis y de paso se ahorran hasta la llorada.
Uno de los curiosos apiñados alrededor de los cuatro jugadores le pregunta a Chivolito si para él también se ha desmejorado el negocio de los velorios.
–¿Y a ti quién te dijo que yo vivo de los velorios? –responde con cara de ofendido–. En Soledad todo el mundo sabe que yo trabajo vendiendo billetes de las Rifas JB. ¡Tú acabas de llegar de Marte y no te has dado cuenta de esa vaina!
A continuación, en un tono sosegado, Chivolito le informa a su interlocutor que todas las mañanas recorre a pie cerca de tres kilómetros y vende ciento treinta billetes. El dueño del negocio le paga el cuarenta por ciento de las ventas, es decir, unos dos dólares diarios. Es poco, advierte, pero ¿qué más puede hacer un viejo de setenta y ocho años? Lo de las muertes es una ayuda, por supuesto, pero no siempre se muere la gente y, en todo caso, hay velorios de donde lo expulsan a la fuerza, porque los deudos consideran que sus bufonadas son irrespetuosas.
–¿Irrespetuoso yo? –pregunta dándose golpes de pecho–. Ellos son los que creman los cadáveres, o se ponen a pelear herencias cuando el cajón todavía está en la sala. ¡Y el irrespetuoso soy yo!
En seguida vuelve a desembuchar su lista de calamidades. Un primo panadero se esconde cuando lo ve para no regalarle ni un mísero pan. Un hijo extramatrimonial que tuvo en el pueblo de Malambo se volvió ladrón y perdió la vida en una balacera. A veces le da mareo y se queda sin visión durante unos segundos. A veces se le hinchan los pies de tanto caminar bajo el sol. Lo peor de todo –dice– es que él era talentoso y, sin embargo, no pudo derrotar a su «mal destino». En su juventud lo dejaban entrar gratis a las salas de cine para que, con un megáfono, le pusiera la voz a las películas de Chaplin. Ahí donde lo ven, con un metro y cincuenta y cinco de estatura, él protagonizó dos comedias en el Teatro Mogador. Todo el mundo pronosticaba que sería como Cantinflas o como Germán Valdés, el popular Tin Tan. ¿Y quién es Chivolito hoy? ¿Quién es, a ver? Un pobre tipo sin suerte. Menos mal –concluye, meditabundo– que todavía hay personas como el compadre Luis de los Ríos, que le da posada y comida.
Otro de los fisgones quiere saber cómo fue que se hizo contador de chistes en los velorios. Chivolito le responde que heredó el oficio de su padre, Demetrio Noriega. Luego cuenta que su primera función sucedió de manera accidental, en 1956, cuando tenía veintiocho años. Esa noche había muerto la madre de Aristarco Sepúlveda, uno de los más afamados bufones de velorios de Soledad. Sepúlveda, un cincuentón de panza abultada, estaba tan conmocionado que no se atrevía a animar la velación, y por eso le pidió el favor a Chivolito, quien sólo había ido a expresarle sus condolencias.
–Nosotros somos como los médicos –dice ahora con cara de estar revelando el primer mandamiento de un decálogo trascendental–. Cuando tenemos familiares implicados, buscamos a un colega.
Uno de los asistentes se declara sorprendido. Chivolito advierte que en sus correrías ha sido testigo y protagonista de muchos hechos asombrosos. Lo más insólito –dice– le ocurrió una noche en que lo arrojaron a empujones de una rueda fúnebre en el barrio San Antonio, en Soledad. Chivolito emigró para la tienda de enfrente y se puso a tomar cerveza con varios de sus fanáticos, quienes se fueron detrás de él. Allá siguió contando los chistes. Al rato, las personas que aún permanecían en la velación, atraídas por las carcajadas, también se marcharon hacia la tienda. La estampida dejó al cadáver casi solo, apenas con las cuatro rezanderas macilentas que lo acompañaban. Entonces, al hijo mayor del finado no le quedó más remedio que ofrecerle disculpas al contador de chistes y suplicarle que regresara.
Mientras Chivolito hablaba, la partida de dominó había quedado suspendida. Ahora Carlos Rico lo amonesta.
–¡Juega rápido, no joda! –gruñe.
–Yo te creo a ti la mitad de lo que dices –le advierte Heberto Guzmán.
Después se dirige al resto de contertulios.
–Llevamos cuarenta años oyéndole el cuento de la esposa que lo dejó y de la hija que se le murió, y ni siquiera los más viejos del pueblo conocieron a esas dos mujeres. Deja de hablar paja y pon rápido ese doble seis, si no quieres que te lo ahorque.
Chivolito juega la ficha con un golpe seco sobre la mesa.
–¡Pa’ joderte, marica!
***
El profesor Agustín de la Hoz llegó por la tarde al velorio en la casa de la familia Urueta. Mientras arribaba el resto del personal, se puso a dialogar con un hombre sobre la pésima campaña del Atlético Junior en el torneo de fútbol de Colombia. Después, la charla derivó hacia la muerte.
–Como decía Quevedo, somos una presente sucesión de difuntos.
Según De la Hoz, la costumbre de hacer ruido en los funerales ha estado arraigada desde hace años en el Caribe, sobre todo en las zonas rurales. La bulla de los dolientes en los sepelios es quizá un alarido de pavor. Una manera de ahogar entre todos el implacable silencio de la muerte. Durante los últimos años la tradición se ha ido perdiendo debido a la educación y a la influencia de culturas ajenas. Es posible que Chivolito sea el último bufón de velorios que sobrevive.
En algunos pueblos de la Costa Caribe despiden a los finados con tambores. En otros les cantan coplas. Las plañideras a sueldo del pasado son hoy una leyenda pintoresca, pero en la región no hay entierro popular al que le falte su cortejo de mujeres quejumbrosas: familiares, vecinas, amigas, conocidas o simples entrometidas. Se apoderan del muerto sin autorización de nadie y lo lloran a grito herido, como si establecieran una relación proporcional entre el afecto y la potencia de su llanto. A ningún hijo de Dios le falta su banda sonora desgarrada el día del entierro. Es la prueba de que no vivió en vano, la evidencia de que dejó una huella. Si se miran bien las cosas – añade el profesor De la Hoz – este sollozo colectivo es un baile de máscaras. Por eso, tal vez, la máxima fiesta de la región, el Carnaval de Barranquilla, termina con el entierro multitudinario de Joselito, un personaje simbólico: se muere para renacer. Para salvar la próxima fiesta.
Y eso – salvar la fiesta a pesar de la muerte – es lo que procura Chivolito esta noche, mientras cuenta sus chistes.
–Una viejita se desnudó frente al espejo y empezó a hablar con su propia imagen. «Ay, mijita, estás toda arrugada como un acordeón. Ya no eres la misma que martillaba con navegantes, choferes, poetas, albañiles, músicos, zapateros, carpinteros, butifarreros, profesores y futbolistas. ¡Estás llevada de la malparidez!» De pronto se le salieron cuatro gotas de orín por donde sabemos, y dijo la viejita: «Echeeeeee, ¡lloras porque te digo la verdad!»
Esta vez el público aplaude además de reír a carcajadas. El calvo de bigote frondoso pasa la garrafa de ron blanco. El vendedor de butifarras vuelve a pedirle el chiste del hombre de las dos próstatas. Y la barahúnda parece fuera de control. Dentro de la casa, la viuda luce tranquila a pesar de este alboroto, como si entendiera que es un deber cristiano prestar su muerto para que Chivolito y su comparsa sepan que están vivos.

El fútbol también es once travestis corriendo detrás de una pelota

Publicado: 2 agosto 2010 en Alberto Salcedo Ramos
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ColombiaEtiqueta NegraFútbolHomosexualidad
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Mauricio Álvarez, más conocido como La Madison, saca del maletín un espejo pequeño. Luego, mientras se peina el escaso cabello tinturado de rubio, cuenta que descubrió su homosexualidad a los siete años, leyendo un cómic de Supermán.
—Apenas vi a Clark Kent, me volví loco —dice, ahogándose de la risa.
John Jairo Murillo, apodado La Ñaña, advierte con un gesto burlón que esta es la “confesión más maricona” que ha oído en sus treinta y siete años de vida.
—¡Usted es tan gay —exclama, chocando las palmas de sus manos— que no perdona ni a los muñecos de las tiras cómicas!
Tanto Madison como los otros integrantes de Las Regias ríen a carcajadas. Están vistiéndose al aire libre en las graderías del Coliseo Misael Pastrana Borrero, ubicado en el municipio de Riofrío, Valle del Cauca, a ciento doce kilómetros de Cali. El equipo, conformado por travestis, se creó en 1992 con el propósito de recaudar fondos para socorrer a los homosexuales enfermos de sida o adictos a las drogas. Y por estos días anda en busca de patrocinio para participar en el Campeonato Mundial de Fútbol Gay, que se llevará a cabo en Buenos Aires el próximo mes de septiembre.
Esta tarde, como ya es costumbre, los jugadores arman bochinche mientras se ponen el uniforme. El más lenguaraz de todos es La Ñaña, fundador del equipo, quien no deja títere con cabeza. Dice que La Valeria, cuando era un bebé de brazos, se sentaba sobre el biberón; que La Britney nació con un chupo entre las nalgas; que La Nando se mudó para un barrio de ricos en Cali porque quiere que se lo coma el arriendo; que La Canasto es agüita de florero y La Natalia, flor de otro patio, y que La Cuto es tan gay que cuando ve un pene pintado en el piso, lo borra con el trasero.
—Y este —afirma ahora, refiriéndose a La Iguana, que se revuelca de la risa— si se hubiera demorado quince segundos más en el vientre de su madre, habría nacido con panocha.
Las graderías de concreto sin pañetar están casi desiertas. Se espera que dentro de una hora, cuando comience el partido, haya quinientas personas. Los integrantes de Las Regias continúan arreglándose, en un ritual que, por ahora, parece más emparentado con los salones de belleza que con las canchas de fútbol. En el escenario no hay todavía ningún balón y, en cambio, abundan las extensiones capilares, las uñas esmaltadas, los cabellos teñidos, los lápices labiales, las cejas depiladas y los cosméticos faciales.
La Ñaña se dirige a mí.
—¿Sabe qué, papá? Escriba que todos los jugadores de Las Regias somos gays, pero eso sí: aquí no hay maricas ni locas, porque marica es el que le presta plata a otro y loca es la que anda sucia por las calles tirándole piedras a la gente.
Todos largan la risotada. Diego Fernando García, más conocido como Melissa Williams, saca de su maletín una pelota de microfútbol y le pide a Óscar Gil, apodado La Natalia, que se ponga en la portería para practicar tiros libres. Por un momento, da la impresión de que el primer cobro terminará en gol, pues el guardameta, en vez de rechazar el balón con un puñetazo, agita ambas manos a los lados del tronco, como si fueran las aletas inútiles de un pingüino. Sin embargo, la bola rebota accidentalmente contra su cuerpo y se desvía hacia un costado de la cancha. Entonces, La Natalia abandona el arco corriendo con histeria, como si acabara de atajar el penalti que le da a su equipo el campeonato mundial.
***
Pedro Julio Pardo es el coordinador de la Fundación Santamaría, que vela por los derechos de la población LGBT —lesbianas, gays, bisexuales y transexuales—. Pardo, quien ha sido cercano al proceso de Las Regias, considera que, aunque resulte excluyente, los travestis tienen derecho a congregarse para armar su propio equipo de fútbol o hacer cualquier otra cosa que les plazca. ¿Acaso a ellos les permiten arrimarse a los estadios donde juegan los hombres heterosexuales? Este país —añade— solo les ha dejado dos opciones productivas: la prostitución y la peluquería. Por tanto, construir guetos es su mecanismo de defensa contra la discriminación.
—Cuando los maricas practicamos el fútbol —dice— estamos enviando un mensaje contra la intolerancia de la sociedad: como no nos dejan jugar con los hombres, nos toca crear nuestro propio equipo.
Pedro Julio Pardo estima que la existencia de Las Regias representa para la comunidad transexual de Cali la oportunidad de divulgar sus problemas. Cita, en primer lugar, la permanente exposición a la violencia. Durante los últimos nueve meses, doce travestis han sido asesinados y quince han resultado heridos a bala o con cuchillo. Algunos han aparecido desnudos en lotes baldíos, con múltiples señales de tortura que evidencian el odio implacable de los agresores. Los fines de semana muchos jóvenes salen borrachos de las discotecas, portando pistolas de aire comprimido, y se van a practicar tiro al blanco disparándoles a los transexuales en los senos de silicona.
El diálogo con Pardo transcurre en la peluquería Madison, ubicada en el barrio Siete de Agosto. Al principio, Mauricio Álvarez, su dueño, no nos prestaba atención porque estaba ocupado motilando a un cliente. Ahora, mientras barre el cabello que quedó desperdigado por el piso, interviene por primera vez en la conversación. A su juicio, los transexuales son las personas más marginadas de toda la población LGBT.
—Si es difícil que la sociedad acepte a un gay común y corriente —dice—, imagínese cómo se complican las cosas cuando ese gay se viste de mujer o se pone tetas.
Ni las mujeres ni los hombres heterosexuales lo ven como alguien de su género, sino como un ser disfrazado, una caricatura. Hasta el gay convencional lo rechaza, porque lo considera una criatura disparatada que necesita ponerse falda para asumir su sexualidad. A menudo, los policías que patrullan la ciudad desalojan al travesti del mismo espacio público en el cual le permiten estar a la prostituta. Cuando termina el acoso del mundo exterior —explica La Madison— comienzan los conflictos personales. En principio está el abismo entre lo que el transexual quiere proyectar en la sociedad y la percepción que en realidad se tiene de él. Le pesa, además, la obligación de vivir aprisionado dentro de un cuerpo que no desea, y sufre cada noche en su habitación, al final de la jornada, desandando los pasos de su propia metamorfosis: entonces le toca destruir a la mariposa nocturna que él mismo había creado, para que reaparezca el escarabajo de siempre. Desmaquillarse, redescubrir la sombra azulosa de la barba debajo del polvo facial, es una muerte diaria que, según La Madison, solo pueden entender quienes la han experimentado. Quizá por la depresión que generan todos estos problemas —concluye— los transexuales son tan propensos a la drogadicción.
El hombre que se exhibe en las calles con blusa ombliguera y tacones —dice ahora Pedro Julio Pardo— es consciente de que su decisión tiene un precio y está dispuesto a pagarlo. Sabe que en tales condiciones ninguna empresa le dará empleo. Sabe que se pone en la mira de extremistas capaces de matarlo. Pero ya a esas alturas no hay punto de retorno ni a él le interesa devolverse. Asume su cruzada con la certeza de que en ella encontrará, al mismo tiempo, su reafirmación y su suicidio. Muchos defienden a dentelladas el espacio que les tocó en suerte y, antes de inmolarse, se convierten en propagadores de la misma violencia que denuncian.
—La hostilidad del entorno los vuelve agresivos —dice Pardo—. Por otro lado, reconozco que algunos de ellos expanden drogas en la vía pública o se involucran con menores de edad.
***
Andrés Santamaría, Defensor del Pueblo en el Valle del Cauca, informa que en Cali existen, aproximadamente, tres mil transexuales. De esos, trescientos se dedican a la prostitución y el resto, a la peluquería. Retirar de las calles a quienes se han adueñado de ellas desde hace años, no es, a su juicio, un asunto de fuerza sino una tarea que exige respuestas sociales. Semejante labor resulta demasiado difícil en una ciudad donde, según sus palabras, ha imperado siempre una mentalidad injusta y segregacionista. En Cali, de acuerdo con los resultados de una investigación que él dirigió, los pobres que cometen infracciones menores permanecen retenidos, en promedio, treinta y seis horas, mientras que los ricos solo duran tres.
—El desarrollo económico de la región —explica— se debió en parte a los ingenios azucareros, y estos prosperaron gracias a la práctica de la esclavitud. Así se fomentó un pensamiento hegemónico que todavía perdura.
Santamaría dice que el hecho de haberse tomado en serio los derechos de la población LGBT ha avivado el antiguo fanatismo. Recientemente, un periodista radial lo acusó de estar “mariquiando” a la ciudad. En esta historia —añade— se refleja lo que somos como país: aparentemente estamos hablando de las dificultades de un grupo humano, pero el problema de fondo es la intransigencia típica de los colombianos, que nos hace percibir al diferente como un transgresor que debe ser borrado de la faz de la tierra. Por eso, vivimos de conflicto en conflicto.
Al ver el panorama completo, Santamaría les concede a Las Regias un gran valor simbólico. Más allá de auxiliar a los transexuales caídos en desgracia, han puesto en primer plano varios temas importantes relacionados con la convivencia ciudadana. Algunos de los casi cuarenta travestis que integran su plantilla —como La Iguana y La Paulito— han encontrado en el equipo una oportunidad de combatir su adicción a las drogas.
***
Como futbolistas, Las Regias son desatinados: se resbalan mucho, patean hacia las nubes cuando se encuentran a veinte centímetros de la portería, no saben parar la pelota ni con el pecho ni con el pie, y son incapaces de ponerle un pase preciso al compañero que está a diez metros de distancia. Esa torpeza, que no es deliberada sino natural, se convierte, paradójicamente, en su principal arma de persuasión. Los espectadores son indulgentes con ellos porque los perciben como actores de una parodia. Si los vieran cabecear como Miroslav Klose o gambetear como Ronaldinho, no les perdonarían las uñas pintadas ni las pestañas postizas.
Terminado el primer tiempo, el equipo rival, conformado por mujeres de Riofrío, va ganando tres goles a cero. Las casi doscientas personas que han venido al coliseo observan el espectáculo coreográfico que Édinson Aramburu, otro de los miembros del grupo, realiza en la circunferencia central de la cancha. Los jugadores de Las Regias, entre tanto, están reunidos en las mismas graderías donde antes se habían vestido. En vez de discutir con preocupación sobre una estrategia que les permita remontar el marcador, han vuelto a las humoradas. El que lleva la voz cantante, como siempre, es La Ñaña, quien está increpando a su portero.
—Usted no tapa nada, mijito, usted no es Muralla sino Mireya.
Otra vez estallan las carcajadas. Aprovecho para preguntarle a La Ñaña, en su mismo tono socarrón, por qué se burla tanto de los travestis. ¿Acaso —agrego— se está volviendo homofóbico? Noto en su mirada una chispa de malicia, pero, repentinamente, adopta un rostro grave.
—Nosotros nos apropiamos de los insultos que nos dirige la sociedad y los desactivamos convirtiéndolos en chiste.
Su compostura, sin embargo, desaparece en el instante.
—¿Qué vas a decir sobre mí en esa crónica? —me pregunta, poniendo los brazos en jarra y mirándome de manera retadora.
Como me quedo callado, sugiere una idea.
—Escribe que yo no soy masculino sino más culona.
Esta vez quien más festeja la broma es La Valeria.
Le pido que se ponga serio siquiera un minuto para que hablemos de fútbol. Lo que he visto esta tarde —le digo, con voz dramática— me preocupa muchísimo. Si el equipo Las Regias fuera a representar a Colombia en el Campeonato Mundial de Fútbol Gay, seguramente sería goleado por Argentina, por Brasil y hasta por Guatemala, qué horror. Su respuesta es una joya magnífica del humor negro.
—¡Ay, mijito, golean a la selección de los machos y no nos van a golear a nosotros, que somos unas completas locas!
Esta vez soy yo el de la carcajada. Poco después, mientras regreso a mi puesto para observar el segundo tiempo, me pregunto de nuevo por la motivación que tienen los espectadores para asistir a las funciones de Las Regias. Quizá tratan de aliviar su conciencia donando una moneda que sirva para pagar el tratamiento de un gay contagiado de sida o enfermo de la próstata. Quizá buscan una dosis de humor bizarro en las incompetencias deportivas de sus jugadores. En todo caso, supongo que todavía no están preparados para ver a los travestis más allá de las paredes de este coliseo.

La eterna parranda de Diomedes

Publicado: 28 junio 2010 en Alberto Salcedo Ramos
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1. Gracia y desgracia de un espantapájaros
Ese hombre que desde hace unos minutos se encuentra en la tarima, al lado del presentador, es idéntico a Diomedes Díaz: en la risotada chillona, en la gesticulación teatral. Sin embargo, es difícil hacerse a la idea de que, en efecto, es él, debido a que presenta cambios notables. El rostro está enmarcado por una barba selvática que distorsiona sus facciones. La melena revuelta y el bigote tosco partido en dos mitades espaciadas, como el de Cantinflas, le confieren el semblante de un condenado que acabara de escaparse de su mazmorra. El hecho resulta absurdo: Diomedes Díaz lleva casi un año huyendo de la justicia. No tendría ninguna lógica que se hubiese atrevido a abandonar su escondite, donde es intocable, para exponerse a ser capturado en esta plaza pública repleta de policías. En todo caso, el tipo se parece mucho al cantante: en su pronunciación cantarina, en sus ademanes grandilocuentes.
La escena transcurre en Badillo, pueblo agrícola en el que se celebra, desde hace tres días, el Festival del Arroz. El lugar se encuentra a unos treinta kilómetros de Valledupar, la meca del folclor vallenato. Es una noche de junio de 2001. Muchos espectadores siguen desconcertados, acaso porque no entienden cómo es que un artista tan vitoreado y tan perseguido aparece de pronto entreverado con ellos en esta feria menor. Pero, a fin de cuentas, ¿sí será Diomedes Díaz? Está vestido de un modo que jamás se le ha visto en ningún otro escenario público: con una pantaloneta que deja al descubierto sus muslos flacos y unas alpargatas indígenas. Se ve desaliñado, empobrecido. De repente, el supuesto Diomedes toma un micrófono y dice que su vida no tendría sentido sin el cariño de sus seguidores. Él canta es por ellos, añade después, enfático, mientras se golpea el pecho con la palma de la mano derecha. En seguida, arqueando el tronco hacia atrás, como para gritar con más fuerza, suelta uno de sus estribillos inconfundibles.
—¡Con mucho gustoooooo!
El animador aclara de una vez por todas que no se trata de una alucinación. El hombre que acaba de hablar —agrega, con esa voz estrepitosa típica de los locutores de bazar— es nada más y nada menos que El Cacique de La Junta, señoras y señores, el mismísimo Diomedeeeeeeeeeeeees Díaaaaz. Las cinco mil personas que están arremolinadas en la plaza largan un aplauso que parece interminable. Entonces el animador se explaya en una retahíla de elogios impetuosos para referirse al rapsoda del pueblo, el turpial que mejor trina, el chivo que más mea, el gallo que alborota el corral, el mandacallá de los cantantes. El público delira, ruge. Diomedes se dirige al otro extremo de la tarima, donde se encuentra el conjunto vallenato que participa a esta hora en el festival. Tambalea como si caminara dentro de una canoa en el mar. Se nota que, por la borrachera, se le dificulta mantenerse en pie. Sin embargo, se las arregla como puede para llegar donde el acordeonero y pedirle que entone Tres canciones, uno de sus temas clásicos. En seguida, sin ninguna concertación previa, el grupo comienza a tocar la pieza mientras Diomedes lanza un alarido:
—¡Ay, mujeeeeeereeees!
La multitud acompaña, enardecida, los primeros versos de la canción:
Hágame el favor, compadre Debe,
y en esa ventana marroncita
toque tres canciones bien bonitas
que a mí no me importa si se ofenden.
¿Qué hace el más celebrado cantante vallenato de todos los tiempos trepado en esta tarima de conjuntos principiantes? ¿De dónde salió y cómo llegó a este lugar? ¿No se suponía que andaba huyendo de la justicia que lo solicitaba por el homicidio de su amiga Doris Adriana Niño? Todas las personas que están en esta plaza saben que, en agosto del año 2000, Diomedes fue condenado como reo ausente debido a que había desaparecido de su casa en Valledupar. Desde entonces existen versiones contradictorias sobre su destino. Algunos habitantes de la región murmuran que se aloja en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, bajo la custodia de un escuadrón de paramilitares. Otros comentan que se refugia en una ranchería de indígenas wayúu en la desértica Alta Guajira, frente al mar Caribe, cerca al Cabo de la Vela. Varios noticieros de televisión han mostrado fotografías del cantante en la clandestinidad. En casi todas las imágenes Diomedes exhibe la misma catadura de ermitaño que se le ve esta noche aquí en Badillo: peludo, descuidado. Sin embargo, en esas fotos queda claro que, dondequiera que se encuentre, no está consumiéndose de tristeza ni humillado por su condición de hombre fugitivo. Al contrario, se emborracha con sus compadres, se atraganta de chivo guisado o suelta una carcajada colosal que deja al descubierto el famoso diamante que tiene incrustado en uno de sus dientes delanteros. En las fotos hay músicos endomingados, políticos distinguidos, banquetes generosos servidos sobre hojas de bijao, rondas de gregarios radiantes que baten las palmas. La conclusión forzosa es que Diomedes vive su vida de convicto en una farra permanente, sin pesares y sin remordimientos. Tal deducción es aún más lógica si se considera que, recientemente, los comerciantes informales del centro de Valledupar comenzaron a vender, como la gran novedad musical de la temporada, un disco compacto que contiene la canción inédita El tigrillo, grabada por Diomedes en una parranda furtiva en su escondite.
Oiga, primo Alejo,
tráigame el jabón
que me meó el tigrillo
y no aguanto el olor.
Tanto las fotografías como la grabación clandestina generan reproches. El comentario generalizado es que Diomedes Díaz se burla de la justicia colombiana. A estas alturas nadie cree que las autoridades realmente ignoren dónde se esconde, pues su paradero es la comidilla preferida de los chismosos de la comarca. Algunos dicen que lo han visto en la hacienda de su ex mánager y compadre Joaquín Guillén, ubicada en el caserío conocido con el nombre de El Alto de la Vuelta. Otros advierten que se oculta en su propia finca, llamada La Virgen del Carmen. Las malas lenguas cuentan que hasta se da el lujo de ir ciertas noches a Valledupar para dormir con su mujer, y que, en tales casos, franquea sin problemas los retenes del Ejército. En este punto los más suspicaces abren un paréntesis para recordar una historia que ocurrió a finales de 1999, cuando a Diomedes Díaz se le adelantaba el proceso judicial por el presunto delito de homicidio agravado. En vista de que padecía el Síndrome de Guillain-Barré —un trastorno del sistema nervioso—, fue exonerado temporalmente de la medida de aseguramiento proferida en su contra, y por esa razón no estaba en la cárcel, como ordena la ley, sino aposentado a placer en su propia casa. Pese a la enfermedad, por esos días se internó en un estudio fonográfico, donde grabó con el acordeonero Franco Argüelles su disco Experiencias vividas. Pues, bien: cuando cantó la canción Cabeza de hacha, Diomedes le envió al comandante regional de la Policía el más ruidoso y zalamero de sus saludos:
—Mi coronel Ciro Hernando Chitiva: ¡insignia nacionaaaaaaalllll!
Los más maliciosos se preguntaban si el comandante de la Policía se atrevería a capturar a Diomedes después de ese saludo tan efusivo. Pero, además, en los altos círculos sociales de Valledupar se sabía que el coronel Chitiva y Diomedes eran compañeros de parranda. En aquel diciembre de 1999 los funcionarios de la Fiscalía General de la Nación que manejaban el expediente intentaban verificar si la enfermedad del acusado era cierta o si se trataba de una coartada para evadir la justicia. En caso de que fuera lo segundo, la medida de aseguramiento recobraría vigencia y, por tanto, Diomedes sería trasladado de su casa al calabozo. A mediados del año 2000 un perito enviado a Valledupar por la Fiscalía conceptuó que Diomedes se encontraba en perfecto estado de salud. El Guillain-Barré, si acaso existió, era ya un asunto del pasado: Diomedes disfrutaba plenamente de su capacidad de locomoción. Había que ponerlo inmediatamente tras las rejas, como establece la ley. Justo en ese momento decidió escaparse, un gesto que no podía entenderse sino como un desafío a las autoridades judiciales. Entonces los malpensados recordaron el saludo de la canción Cabeza de hacha. La amistad entre el cantante sindicado y el coronel encargado de su arresto se volvió un tema inevitable en las habladurías callejeras. Nadie entendía por qué los escondites de Diomedes Díaz, frecuentados por romerías de parranderos, resultaban invisibles para los agentes de Policía del departamento del Cesar. La prensa nacional e internacional no tardó en referirse a esta situación anormal. El enviado especial de The Financial Times, James Wilson, publicó un reportaje en el que aseguraba que Diomedes se hallaba resguardado en su finca La Virgen del Carmen, localizada a unos cuarenta kilómetros de Valledupar. El columnista D’Artagnan, quien normalmente escribía sobre cuestiones políticas, exigió en su columna de El Tiempo que Diomedes fuera apresado de una buena vez para que respondiera por el delito que se le imputaba. Pero quienes pensaban como él conformaban una parte reducida de la sociedad. La mayoría de la gente percibía la muerte de Doris Adriana Niño como un simple gaje de la parranda, una jugarreta del destino por la cual no se justificaba interrumpir la celebración que los tenía a todos tan contentos.
Tan contentos como lucen los espectadores esta noche en Badillo. Es evidente que entre ellos no hay nadie que quiera ver a Diomedes encarcelado. Ni siquiera los agentes que custodian la plaza, quienes en vez de echarle el guante disfrutan de su presentación como meros fanáticos. Y ni hablar del resto del público: muchachos que se extasían al verlo actuar, mujeres que se sienten tocadas por su canto. Los rostros de todos ellos indican a las claras que están dispuestos a perdonarle cualquier barbaridad con tal de que siga cantando. Y lo que Diomedes hace ahora, justamente, es seguir cantando. La canción que entona es una de las más celebradas de su extenso repertorio:
Para qué me quieres culpar
si tú eras para mí como agua pa’l sediento
acaso no recuerdas ya
que me sentí morir sin la miel de tus besos.
Lo que sucede esta noche en Badillo es lo acostumbrado en los escenarios donde actúa Diomedes Díaz: los seguidores parecen más interesados en idolatrarlo a él que en regocijarse con sus canciones. Algunos se muestran alelados, los de más allá agitan sus pañuelos. En los conciertos de los otros cantantes vallenatos el público quiere divertirse, básicamente. Los asistentes cantan, tocan las palmas, brincan, bailotean. Pueden pasarse la noche entera sin mirar hacia la tarima donde se encuentra el conjunto, porque para ellos lo que cuenta es su propia alegría. Se entregan al deleite que produce la música y se desentienden del intérprete. En los conciertos de Diomedes, en cambio, el público necesita admirarlo a él. Miles de hombres y mujeres que se habían cuadrado para bailar quedan de pronto petrificados, como si el canto fuera un conjuro que les arrebatara el movimiento. Y se dedican a observarlo nada más. Maravillados, sometidos. Entonces, lo que antes era puro disturbio de los sentidos, gozo en su estado más primitivo, se convierte en culto pagano. Los concurrentes ya no son simples parroquianos en busca de esparcimiento para amortiguar el cansancio o brindar por sus logros, sino feligreses que se postran ante su Mesías. A menudo, los fanáticos pasan de la adoración sosegada, contemplativa, a las expresiones de idolatría más delirantes: una chica se arranca el sostén y lo lanza con fuerza hacia la tarima. Otra se quita el calzón y lo hace girar, desafiante, en su dedo índice levantado como el asta de una bandera. Un muchacho descamisado alza un cartel que tiene escrita la siguiente frase: “eres lo máximo, DIOSmedes”. Una señora borracha se tira al suelo y se suelta el cabello. Un joven que conoce la devoción de Diomedes por la Virgen del Carmen carga una figura de la santa que mide más o menos metro y medio de alto. Otro, enterado de que a Diomedes le gusta la colonia Jean Marie Farina, le ofrece un frasco.
Ninguno de esos episodios extremos se registra esta noche aquí en Badillo. Entre otras cosas porque los habitantes no sabían que Diomedes venía. Lo que sí se ve, desde luego, es la misma veneración de siempre. En este momento la muchedumbre canta en coro con él.
Y hoy cuando de la nube te bajas
Es demasiado tarde, qué vaina
Pues ya no queda nadaaaaaaaaa
De aquel amor tan grandeeeeeeeee.
El fervor del público es motivado, en parte, por una característica de Diomedes que sus allegados definen como carisma. Es una capacidad única de hacerse notar en cuanto llega, de atraer a la gente. Según algunos de sus amigos más cercanos, se trata de un don innato con el cual Diomedes empezó a cautivar a sus interlocutores desde mucho antes de ser famoso. Los ejemplos abundan. Cuando Diomedes tenía nueve años desempeñaba el oficio más triste que le haya tocado realizar a niño alguno en la región: era espantapájaros. El periodista Luis Mendoza Sierra, su biógrafo y amigo, cuenta que en aquella época Diomedes se calaba un sombrero rojo, se calzaba unas abarcas hechas por él mismo con llantas viejas y se ponía una camisa manga larga de algodón. Con ese atuendo se paraba en la mitad del cultivo de maíz que le había sido encomendado por su patrón, y comenzaba a ahuyentar a cuanto pájaro se arrimaba a picotear las matas. Para no aburrirse en la inmensidad de aquel sembrado expuesto al sol bravo de La Guajira, el chiquillo cumplía su tarea a punta de música: hacía sonar un palo contra una lata vieja, mientras cantaba coplas compuestas por él mismo:
Yo llegué de Carrizal
porque me buscó Teodoro
pa’ que viniera a espantar
perico, cotorra y loro.
Pericos que no me jodan
que no me jodan, carajo,
si se comen las mazorcas
me botarán del trabajo.
Según cuenta Jaime Araújo Cuello, otro amigo de infancia, la primera vez que Diomedes entonó esas coplas varios indígenas de la etnia wayúu que cuidaban una parcela contigua a la finca donde él trabajaba como espantapájaros se arrimaron a la cerca común y se dedicaron a contemplarlo, fascinados. Cuando el niño descubrió que lo observaban, se quedó en silencio. El mayor de los indígenas le dirigió la palabra.
—¡Hey, niño, sigue cantando!
El niño, malicioso, vio en seguida el camino que se le abría gracias a su voz cautivadora.
—Lo que pasa es que yo tengo hambre, indio. Si me das una totuma de café, canto.
De ese modo aprendió a defenderse desde temprano usando su canto como moneda de cambio. Un día lo trocaba por un trozo de panela, otro día por una ración de carne molida, después por una arepa, y así.
El canto fue también su talismán cuando la familia se mudó de Carrizal, donde él nació, para Villanueva. Entonces, a sus once años, era uno de los niños vendedores de fritos que merodeaban por el colegio del profesor Rafael Peñaloza. En los recreos, recuerda el compositor villanuevero Rosendo Romero, aquellos niños se tomaban en bandada el patio de la escuela. Diomedes tenía la costumbre de amenizar su venta entonando versos improvisados, lo cual entusiasmaba a la clientela. Así, mientras los otros niños necesitaban toda la mañana para deshacerse de sus fritos, Diomedes vendía los suyos en un soplo.
—A él se le vio desde pelao que tenía un gancho poderoso para jalar a la gente —dice Romero.
En 1975, cuando contaba dieciocho años, Diomedes se enseñoreaba con su magnetismo por las instalaciones de Radio Guatapurí, en Valledupar, donde trabajaba como mensajero. Había conseguido ese empleo con el único fin de dar a conocer sus canciones entre los cantantes y acordeoneros que frecuentaban la emisora. En aquel momento lo que más le impresionaba a la gente que se topaba con él eran sus zapatos de tonos vivos. Curiosamente, todos los zapatos que usaba eran del mismo modelo: solo se diferenciaban en el color: unos eran marrones, otros azules, los del día siguiente rojos. Los compañeros estaban intrigados: no entendían cómo se las arreglaba el mensajero para comprar tantos pares de zapatos con el sueldo mínimo que devengaba. Fue el locutor Jaime Pérez Parodi quien resolvió el misterio: el muchacho solo tenía, en realidad, un par de zapatos, pero para aparentar que tenía muchos los pintaba diariamente de un color distinto. Tal vez por pudor quería disfrazar su pobreza, dice Pérez Parodi. O tal vez suponía que para sus planes de ser cantante resultaba inconveniente mostrarse como un hombre necesitado. Lo cierto es que en aquella época los zapatos de Diomedes se robaban las miradas de todo el mundo.
—Pero eso sí —concluye Pérez Parodi—: puedes jurar que si el tipo hubiera estado en chancletas o descalzo, de todos modos hubiera llamado la atención.
Marciano Martínez, protagonista de la película Los viajes del viento y compositor, dice que Diomedes es dueño de un carisma que no tiene ningún otro cantante de vallenato.
—Si tú paras a Jorge Oñate o a Iván Villazón en esa esquina —explica— no va a faltar el que los reconozca y los salude. Pero tú sabes que el único que puede revolucionar el gallinero es el papá de los pollitos, y ese es Diomedes. Pon a Diomedes en esa esquina, y verás esta calle nublada de gente en menos de treinta segundos.
El compositor y folclorista Félix Carrillo Hinojosa apela a una metáfora para explicar el fenómeno: Diomedes no se hace sentir en la selva con el rugido autoritario del león sino con el trino armonioso del sinsonte. En vez de intimidar, encanta, pero ese encanto deriva, de todos modos, en una forma de poder. Cuando Diomedes canta, deslumbra, conquista, desarma, se impone. Su canto le sirve lo mismo para granjearse favores que para predisponer a la gente a ser indulgente con sus errores. Quizá por eso —reflexiona Carrillo— Diomedes se acostumbró desde muy joven a la idea de que la Tierra gira al compás de su canto.
—Yo ya perdí la cuenta de las veces que he dicho: a ese hombre no vuelvo a hablarle nunca más. Pero resulta que cuando me lo encuentro no solo le hablo, sino que hasta me dan ganas de darle un beso.
Esa es la misma indulgencia que manifiesta hoy el público de Badillo. A las cinco mil personas que rodean la tarima les tiene sin cuidado que Diomedes sea prófugo de la justicia. Están hipnotizadas, sencillamente, por el trino del sinsonte. Claro que aquí, en esta selva, también se sienten los rugidos intimidantes de los leones: varios paramilitares armados hasta los dientes se pasean por los cuatro puntos cardinales de la plaza, advirtiéndoles a los espectadores que por nada del mundo deben grabar a Diomedes, ni tomarle fotos, ni decir siquiera que lo vieron cantando en el pueblo.
***
Curioseo desde un automóvil los distintos sitios en los cuales se ocultaba Diomedes Díaz cuando andaba fugitivo. Me acompañan dos hombres cercanos a él: José Rafael Castilla Díaz, su sobrino, y Javier Ramírez, hermano de una de sus muchas ex amantes, una mujer con la que tiene dos hijos. En el centro de la carretera asfaltada veo una línea amarilla como un tajo y a los lados una vegetación estropeada por la sequía: zarzales, trupillos, ortigas, la flora típica de los parajes inhóspitos de esta región. El sol canicular nos anuncia la inminencia del desierto. Es enero de 2008. Esta es mi segunda travesía larga tras las huellas de Diomedes. El año pasado, por esta misma época, hice el primer viaje: entonces recorrí durante varios días, como lo he hecho ahora, un montón de lugares en los departamentos de Cesar y La Guajira.
Hemos transitado ya por las tres fincas que le servían a Diomedes como burladeros. Dos son de su propiedad: Las Nubes y La Virgen del Carmen. La otra —llamada El Limón— es de su ex mánager y compadre Joaquín Guillén. Las tres son fácilmente visibles, ya que se encuentran al borde de la carretera. Si uno sale en carro desde Valledupar llega a cualquiera de ellas en menos de dos horas. Todo el mundo en la región sabía que cuando Diomedes estaba prófugo vivía rotando permanentemente entre estas tres fincas. Sin embargo, acceder a él resultaba complicado debido a que contaba con la protección del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Para visitarlo en sus guaridas durante aquel periodo había que pertenecer a su círculo íntimo de amigos y familiares. O ser un líder importante dispuesto a prometerle dinero o tráfico de influencias judiciales, a cambio de ser admitido en el Olimpo de sus parrandas. Me pregunto por qué las autoridades fueron incapaces de capturarlo en este territorio expedito, libre de montañas y boscajes.
Pasamos ahora frente al río Badillo, el mismo que fue inmortalizado por el compositor Octavio Daza en una canción preciosa grabada por los hermanos Zuleta. Se me viene a la memoria la fundación de Macondo, el mítico pueblo de Cien años de soledad: también este río se precipita por un lecho de piedras blancas y pulidas, aunque no tan enormes como huevos prehistóricos. Súbitamente, la naturaleza, que hace un rato era desértica, ha adquirido un verdor magnífico. Veo un cultivo de arroz, una plantación de palma, un estanque rodeado de garzas y una campiña recién podada que parece un campo de golf. Justo cuando empiezo a pensar que los paisajes de la región predisponen el alma para la música, oigo la voz de José Rafael, el sobrino de Diomedes. Habla con la cadencia melódica de los guajiros. Uno podría ponerles de fondo a sus palabras una caja y una guacharaca, porque evidentemente su modulación cantarina es ya el preludio de un paseo vallenato. Al divisar estos horizontes de postal y percibir las melodías que afloran en las conversaciones cotidianas de la gente, entiendo por qué en La Guajira y el Cesar el talento musical brota silvestre como la verdolaga. Sería absurdo explorar la vida de Diomedes Díaz sin detenerse a observar los crepúsculos y los ríos que definieron el derrotero de su voz. Porque a fin de cuentas él no es génesis sino síntesis de una cultura fundamentada en la riqueza oral y en la contemplación romántica del Universo.
A estas alturas del viaje me dan ganas de oír otra vez los clásicos en los cuales Diomedes celebra su entorno. Oír, por ejemplo, la canción de la montañita donde “hay un palo e’ cañaguate”, y luego la canción del cardón guajiro al que “no marchita el sol”, y después la canción del arbolito que sembró tu padre en el potrero y que “es el fiel testigo de lo mucho que sufría por ti”, y en seguida la canción de la tierra que “pa’ calmar su sed y cerrar sus grietas necesita lluvia”. Las oigo en la memoria, claro, y siento ganas de destapar una botella de whisky Sello Negro para brindar por los únicos tres asuntos que, según el poeta vallenato Luis Mizar, justifican una parranda: la salud de la familia, la felicidad de los amigos y cualquier otro motivo. A continuación, ya entrado en gastos, dejo que siga fluyendo la discografía de Diomedes. Me conmuevo al oír de nuevo Camino largo: bailando esa pieza, hace mucho tiempo, una muchacha de piel canela me juró un amor eterno que solo duró dos años. Ahora, traída a mi mente por la canción, la muchacha me renueva el juramento. Y al hacerlo se le forman en las mejillas los dos hoyuelitos que tanto me gustaban. Me pongo melancólico al escuchar Sueño triste, esa canción estupenda en la que el compositor Calixto Ochoa nos cuenta cómo fue que en una pesadilla vio su propio cadáver. Me digo que hay que oír después algo alegre. ¿Qué tal la versión en parranda de El cordobés, el merengue magistral de Adolfo Pacheco? Entonces me resuena en la conciencia el acordeón de Juancho Rois: qué merengue tan sabroso, carajo. Noto que mi pie derecho empieza a moverse por su cuenta, como si tuviera voluntad propia. Y descubro que estoy a punto de gritar a los cuatro vientos una frase típica de los parranderos de la región:
—¡Ay, Dios mío, con este disco cualquiera se bebe una plata ajena!
La historia de Diomedes era la historia de todos estos asuntos placenteros de la cultura popular: paisaje, magia, poesía, bohemia, sentimiento. Pero él la convirtió en un caso de página judicial salpicado de temas terribles: drogas, homicidio, paramilitares. Justo cuando habíamos caído rendidos ante la versión feliz del Quijote que sí pudo derrotar a los molinos de viento, el protagonista se nos volvió un antihéroe de vergüenza. Teníamos entre manos una leyenda romántica que nos servía, por lo menos, para ponerle una banda sonora bonita a nuestros conflictos de cada día. Eso nos hacía suponer que para consolarnos bastaba con abandonar de vez en cuando el territorio del drama para refugiarnos en el del canto. Pero aquello era un simple espejismo: hoy sabemos que no existe ninguna diferencia entre el país que anda de rumba y el país que se derrumba. El rapsoda que nos permite repetir en nuestra memoria ciertos amores ya extinguidos, el que perpetúa con su voz los soles que nos calientan y las lluvias que nos refrescan, el que universaliza nuestras costumbres, se transmutó en un bárbaro más. Siente uno ganas de entonar un “ay hombe” tristísimo por el curso que tomó esta historia.
Lo que dice José Rafael Castilla con su voz melódica es que, al parecer, después de llevar tanto tiempo amenizando parrandas privadas en la clandestinidad, Diomedes sintió que necesitaba cantar frente a un auditorio nutrido. Por eso se presentó en la tarima de Badillo. Es un hecho cierto —añade Javier Ramírez— que tomó la descabellada decisión bajo los efectos del licor, posiblemente contra la voluntad de los allegados que estaban con él en aquel momento. Los dos hombres me han revelado durante el viaje los detalles suficientes para recrear la escena de Diomedes en la plaza de este pueblo al que acabamos de arribar. El sitio en el que hace siete años Diomedes cantó su aclamada canción Amarte más no pude está invadido ahora por una gavilla de cerdos escuálidos que husmean un promontorio de estiércol. La música, la bendita música, suele exaltar realidades que, vistas a fondo, son pedestres. Supongo que eso era, sobre todo, lo que el público le aplaudía a Diomedes aquella noche de junio de 2001: su capacidad de magnificar, a través de esa voz bellísima, ciertas cosas de la puñetera vida que a la hora de la verdad son feas. En este sentido, cantar es corregir y, por tanto, curar. En la cotidianidad es triste, por ejemplo, ver cómo los indígenas de La Guajira, pese a habitar en un territorio rico en recursos naturales, viven en una situación penosa. Pero justo cuando uno se detiene a observar esa realidad, Diomedes se pone a cantar:
Compadre, yo soy el indio
que tiene todo y no tiene nada
trabajo para mis hijos
vendo carbón y pesco en la playa
yo soy el indio guajiro
de mi ingrata patria colombiana
que tienen todo del indio
y sin embargo no le dan nada.
Así, el problema se vuelve un asunto bailable. Muchas de las personas que siete años atrás estaban congregadas en esta plaza, seguramente eran conscientes de que Diomedes les había ayudado a convertir en canto lo que antes era desencanto. Y muchas de esas personas llevaban entonces un cuarto de siglo oyéndolo cantar. La música de Diomedes les había allanado el camino para seducir, enamorarse, copular, multiplicarse, amenizar sus bautizos, solazarse en sus cumpleaños, celebrar sus navidades, alimentar sus nostalgias. Luego estaban sus hazañas comerciales: en un país infestado de piratería, él había vendido veinte millones de copias y cosechado veinticinco discos de platino y veintitrés de oro. Mientras la recua de cerdos flacos corre espantada hacia uno de los rincones de la plaza, recuerdo lo que me dijo Guillermo Mazorra, productor de la Sony Music, cuando lo entrevisté en Bogotá: Diomedes Díaz es el único artista vallenato que podría pasar diez horas seguidas cantando solo éxitos, “sin repetir ni una canción”. Y también recuerdo la hipérbole maravillosa que utilizó el productor musical Óscar Fabián Calderón para referirse a este tema:
—Cuando ese hombre estaba en su época de oro, primo, los discos que sacaba al mercado le sonaban hasta en las licuadoras.
Los cerdos se pierden de vista en uno de los callejones. Y yo lamento una vez más —ay, hombeeee— que la fábula del espantapájaros más gracioso de nuestra historia se haya convertido en una novela de horror.
2. Un cantor descalzo en la ventana marroncita
Patricia Acosta contaba trece años cuando conoció a aquel muchacho descalzo que cargaba en la cabeza una palangana repleta de guineos maduros. Lo primero que pensó fue que se trataba con toda seguridad del muchacho más feo del mundo: esquelético, mal trajeado, percudido. Tenía un ojo chueco que a veces parecía abierto y a veces cerrado, y una greña horrible adherida a la frente sudorosa. Resultaba imposible, además, estar frente a él sin examinar su nariz ancha de orificios demasiado abiertos. Cuando el chico notó que ella lo estaba mirando, sonrió. Entonces fue el acabose: además de todas las calamidades anteriores, le faltaba un diente.
Patricia siguió mirándolo hasta cuando dobló por la esquina. Tan pronto como lo perdió de vista corrió a averiguar quién era.
—Ese es Diomedes Díaz —le dijo su mejor amiga.
—Yo nunca lo había visto en La Junta.
—Lo que pasa es que él es de Carrizal. Esa misma tarde Patricia siguió indagando por la vida del pequeño vendedor callejero. Así supo que era hijo de Elvira Maestre, una artesana que elaboraba mochilas de fique. Su padre, Rafael Díaz, era uno de los ordeñadores de la hacienda El Higuerón. A Patricia le llamó la atención el hecho de que todas las personas que le entregaban información se refirieran, invariablemente, a la pobreza de la familia.
—Son tan pobres —le dijo una tía suya— que a veces demoran hasta dos días seguidos sin cocinar y el fogón frío se les inunda de lagartijas.
Los informantes de Patricia coincidían en que el tal Diomedes trabajaba como adulto: madrugaba para auxiliar a su padre en los deberes del monte, ayudaba a su madre a tejer las mochilas, le colaboraba a un tío que sacrificaba chivos, y además vendía guineos y arepitas de queso. Lo que nadie contaba era por qué el muchacho tenía el ojo contrahecho, justamente el misterio que más la intranquilizaba. Para despejar la incógnita decidió consultar a su primo Luis Alfredo Sierra, afamado en La Junta por su condición de chismoso. Luis Alfredo le dio un reporte completísimo. Dos años atrás, cuando Diomedes vivía en Villanueva, se fue una tarde con su hermano Rafael y con un amigo a coger mangos en una huerta del pueblo. El único de los tres niños que se animó a subir a la copa del árbol fue Diomedes. Rafael consiguió una caña larga con horqueta para jalar los racimos. El amigo dijo que prefería tumbar los mangos con su honda. De pronto, Diomedes empezó a gritar que acababa de descubrir el gajo más bonito de todos. Ahí mismo dio un salto con el fin de alcanzarlo. Fue entonces cuando una de las piedras lanzadas desde abajo por su amigo se estrelló contra su ojo derecho. Diomedes cayó de bruces con el rostro bañado en sangre. Y si sobrevivió para echar el cuento fue gracias a que el piso se encontraba tapizado de hojas secas.
En los siguientes encuentros casuales Patricia tuvo la impresión de que el muchacho se iba volviendo cada vez más feo. Pero mientras más espantoso lo veía, más curiosidad sentía por él. Buscaba información en un lado, buscaba información en el otro. Una tarde su mejor amiga la encaró: ¿no sería que “el pelaíto horrible” la tenía flechada? Si acaso fuera así, más le valdría que se olvidara inmediatamente del asunto: ese muchachito, además de parecerse a un oso hormiguero, vivía apretujado con un montón de hermanos en una casucha de las afueras de La Junta. Ella, en cambio, era una niña del centro, una niña del barrio La Ribería, una niña de familia acomodada. La tía que le había contado la historia del fogón invadido de lagartijas también intentó desilusionarla: el papá del muchacho —le dijo— era hijo de un forastero de apellido Cataño que se negó a reconocerlo. Así que, para colmo de desdichas, el tal Diomedes descendía de un hombre bastardo. Su apellido no debería ser Díaz sino Cataño.
Por aquella época las familias pudientes de La Junta enviaban a sus hijos adolescentes a cursar el bachillerato como internos en colegios de las grandes capitales del país. A Patricia la mandaron para Bucaramanga. Durante los primeros días pensó en el muchacho. Hasta deseó tener dinero de sobra para costearle el montaje del diente que le faltaba. O para comprarle, siquiera, un buen par de zapatos. Después se zambulló en su rutina de estudios y se olvidó de él. Volvió a La Junta en las vacaciones de diciembre. Tan pronto como descargó las maletas salió apresurada en busca de sus amigos. El parque principal se encontraba atestado de estudiantes que vivían por fuera, como ella, y estaban de regreso en el pueblo pasando las navidades. En una de las esquinas había un conjunto vallenato. Patricia se abrió paso entre la turba porque necesitaba curiosear. Lo que vio la dejó perpleja: el cantante del conjunto era el muchacho feo. Jamás se hubiera imaginado algo así, por Dios. ¿A qué horas el chico apocado que ella conocía, el de los pies desnudos y la palangana de guineos en la cabeza, se había transformado en este cantante que transpiraba autosuficiencia y tenía a la multitud deslumbrada? Cantaba a viva voz, sin micrófono, utilizando unos gestos ampulosos ajenos al folclor vallenato. Los juglares de aquellas tierras eran campesinos de manos callosas que entonaban sus canciones mientras ejecutaban el acordeón, y nunca acudían a mímicas estrafalarias en sus presentaciones públicas. Podían emborracharse como una cuba pero siempre se mantenían bien puestos en sus sitios: austeros, estrictos, como si la música fuera uno más de sus quehaceres en el monte. El tal Diomedes, en cambio, se excedía en ademanes teatrales: entrecerraba los ojos, ladeaba la cabeza, caminaba de un extremo al otro. Además, se ponía las manos en el pecho con las palmas para arriba y los dedos apuntando hacia el público. Todos esos movimientos estrambóticos le conferían un aire de superioridad que no se compadecía con la imagen de fracasado que Patricia tenía de él. El chico había mejorado, sin duda. Todavía le faltaba el diente, claro, pero ya por lo menos no andaba descalzo: llevaba unas chanclas hechas con neumáticos viejos.
Cuando el tal Diomedes descubrió a Patricia entre el público la convirtió en el motivo único de su canto. Le dijo en versos que ella era la flor más linda de La Guajira, que su cabello era tan hermoso como la mata de calaguala y que quería regalarle una serenata. Mientras cantaba, caminaba frente a ella como el pavo real que arrastra el ala alrededor de su hembra. De manera inesperada, Patricia pasó a ser el epicentro de la reunión. Se sintió incómoda, abochornada. Como le resultaba imposible soportar tantos ojos fisgones, decidió marcharse. En el camino tuvo sentimientos encontrados: odió al muchacho feo porque la hizo avergonzar ante el gentío, odió a la multitud porque la intimidó con su mirada indiscreta, se odió a sí misma porque fue incapaz de controlar sus prejuicios. Pero también advirtió que se encontraba contenta. El muchacho que tanto interés le había despertado podría ser el más pobre del planeta, pero no era ningún mequetrefe, definitivamente. Al contrario, era una criatura tocada por un don especial. Cantaba bastante bien, se desenvolvía con gracia, llamaba la atención. Y además acababa de clavarle una flecha mortal en todo el centro de su vanidad de mujer al señalarla en público como su musa. Antes de dormirse aquella noche pensó en un detalle que se le antojó paradójico: el muchacho que le acarició el alma con sus piropos cantados nunca le había dirigido la palabra. No le había dicho siquiera un “buenos días”.
Al otro día Patricia se sentó en una mecedora a tomar la fresca de la tarde. Casi en seguida apareció el muchacho. La misma palangana de siempre en la cabeza, la misma camisa ancha que le bailaba en el cuerpo. Lo único nuevo era una grabadora grande que llevaba en el hombro. Justo cuando le pasó por el frente se escuchó una canción que ella desconocía, hecha por un enamorado que le ofrecía una serenata a su amada. Al día siguiente se repitió la escena: Patricia se sentó en la terraza y el muchacho desfiló frente a ella con la grabadora en el hombro. Sonó la canción del galán que prometía la serenata. El muchacho pasó una tarde, dos tardes, tres tardes más, siguió pasando las tardes siguientes, y así la cita vespertina se volvió un pacto sagrado. De tanto oír la canción, Patricia se aprendió de memoria los dos primeros párrafos. Se trataba del paseo Amor de quinceañera, interpretado por Jorge Oñate:
Hago este paseo para una niña muy querida
Y que de veras esa mujer se lo merece
Y le pido que siempre tenga presente
Que adonde vaya por mí será perseguida.
Y le pongo serenata
Cada vez que se me antoje
En la ventana e’ su casa
Pa que se sienta conforme.
Un mediodía Patricia fue abordada en la calle por un niño que se parecía muchísimo al muchacho feo. Caramba, caramba, ¿sería que empezaba a desvariar y a ver por todas partes al chico que le quitaba el sueño? La duda le duró pocos segundos, pues el niño habló de una vez. Dijo que su nombre era Juan Manuel Díaz pero que todo el mundo le llamaba ‘el Cancu’. Estaba allí porque Diomedes, su hermano mayor, le había mandado a ella un papelito. A continuación le entregó el recado y le pidió que lo leyera en seguida, ya que su hermano necesitaba una respuesta inmediata. Lo que el remitente proponía —sin rodeos, sin arandelas— era una cita a las cinco de la tarde en las afueras del pueblo. Patricia contestó que sí en el acto, no porque estuviera decidida sino porque le apenaba hacer esperar al mensajero. El caso es que cuando comenzó a acicalarse para asistir al encuentro se sintió vencida por el miedo.
El paso que iba a dar era supremamente temerario. Su padre, Pedro Ángel Acosta, más conocido en la comarca con el sobrenombre de ‘el Negro’, era un machote robusto capaz de intimidar al más valiente con una simple mirada. Guajiro de pura cepa, de los de antes: machista, dominante, libertino con las hijas ajenas y puritano con las propias. Había educado a sus nueve hijos bajo los mismos principios severos con los cuales lo formaron a él. A los tres varones les enseñó a trabajar desde pequeños y a las seis mujeres les advirtió que por ninguna razón consentiría que anduvieran sueltas de madrina viviendo sus amoríos a escondidas en el primer recoveco que se les antojara. Les decía, mirándolas a todas a los ojos, que esas no son cosas de una mujer seria. Lo característico de la mujer seria es recibir en su casa al pretendiente. Mantenerse siempre bien puesta en su lugar para darle a entender al enamorado que no es ninguna aventurera de montes ni de callejones. De modo que cuando una hija suya se enamorara no tendría más alternativa que traer el novio a la casa. Pero eso sí: el tipo que pusiera un pie en la terraza tendría que fijar la fecha del matrimonio antes de terminar la primera visita.
Patricia tenía, pues, razones de sobra para estar asustada y a punto de cancelar la cita. A esas alturas juzgó pertinente oír la voz de una mujer de experiencia. La única que le inspiraba confianza era la empleada doméstica de su familia, una matrona que fumaba cigarrillos sin filtro con el cabo encendido dentro de la boca. Solo ella, de entre todas las mujeres mayores que consideró, sería capaz de guardarle el secreto. Además, se trataba de una señora que a sus sesenta años ya estaba por encima del bien y del mal. Seguramente sabría aconsejarla sobre la forma en que deben manejarse las calenturas del amor. La empleada la escuchó con atención, el rostro oculto en la humareda de su cigarro. Al final soltó el dictamen:
—Ay, mijita, cuando la vaca quiere verse con el toro, se ve con el toro. Y si no le dan permiso para salir por la puerta, rompe la cerca y se sale por el roto.
Era la clave que buscaba: si ella traía a Diomedes a la casa para presentarlo como su novio, desde luego que se lo rechazarían. De modo que le tocaba violar el código de honor de su padre para encontrarse con el muchacho en otro lado. Estaba claro que le negarían el permiso para salir por la puerta a verse con él. En consecuencia, su única opción era romper la cerca y escaparse por el roto. Así lo hizo esa tarde y las tardes siguientes. A los pocos días el noviazgo se volvió un tema de dominio público. Cuando ‘el Negro’ Acosta se enteró, montó en cólera: la insultó, la encerró en su cuarto y le prohibió salir. A partir de ese momento Patricia empezó a comunicarse con Diomedes a través de papelitos. Los mensajeros eran ‘el Cancu’, de parte de él, y la empleada doméstica, de parte de ella. Un día los novios cayeron en la cuenta de que en la habitación de Patricia había una ventana marrón que daba a la calle. Fue como si, de repente, los dos condenados hubieran descubierto que tenían en los bolsillos las llaves de la cárcel. Entonces Diomedes llegaba todas las madrugadas al pie de la ventana y ella se asomaba para atender sus visitas. Así conversaban, así se arrullaban y así se permitían hasta el lujo de besarse. Los amigos comunes de ambos murmuraban que a Diomedes se lo veía todas las mañanas con los barrotes de la ventana pintados en la frente.
Pasaba el tiempo. Patricia viajaba cada comienzo de año a Bucaramanga. Diomedes trabajaba en Valledupar como mensajero de Radio Guatapurí. Durante aquellos periodos de distanciamiento los dos enamorados se comunicaban a través de cartas. Cuando regresaban a La Junta en las vacaciones decembrinas, se encontraban a medianoche en la ventana de Patricia.
A lo largo de esos años de lejanía forzosa Diomedes mantuvo otros amoríos. Muchísimos. En 1976, cuando apenas contaba diecinueve años, ya era padre de dos hijas: Rosa Elvira y Malena Rocío. La primera fue producto de su relación con Bertha Mejía y la segunda, de su romance con Martina Sarmiento. Por aquellos días debutó en el mercado del disco. Meses atrás, en ese mismo año de 1976, Diomedes había participado en el concurso de canción inédita del Festival Vallenato, en el cual ocupó el tercer puesto con su paseo El hijo agradecido. En la sede del evento —la Plaza Alfonso López de Valledupar— conoció al rey vallenato de ese año en la categoría de acordeonero profesional, Náfer Durán. Varios personajes del folclor, entre ellos el compositor Félix Carrillo Hinojosa, estimaron que la unión de Diomedes con Náfer era “un suceso natural”. El primero era un cantante anónimo en busca de oportunidades y el segundo un juglar notable, ya veterano, que durante los últimos años había dejado al margen la música para dedicarse por entero a la agricultura. A ambos les servía muchísimo juntarse y grabar: a Diomedes para darse a conocer y a Náfer para retornar después de una prolongada ausencia. El hecho de que los dos se hubieran destacado en aquel festival era un buen argumento comercial para producirles el disco. Así se lo expresó Carrillo a Rafael Mejía, delegado de la casa Codiscos. Antes de responder a la propuesta Mejía solicitó un casete que contuviera la voz de Diomedes Díaz. En cuanto lo oyó soltó el veredicto más descarnado:
—Canta mejor un pollo al horno.
Se necesitó el padrinazgo de muchas personas respetadas del vallenato, como el compositor Alonso Fernández Oñate, para que Mejía le brindara la oportunidad a Diomedes. El disco, en todo caso, fue un fracaso en ventas. Una de las canciones de ese primer álbum había sido compuesta por el propio Diomedes Díaz: El chanchullito. El título era una referencia velada a las artimañas que debían utilizar Patricia y él para vivir su idilio a pesar de la vigilancia exasperante de la familia de ella. En aquel momento la historia de los encuentros clandestinos en la ventana se conocía en todo el pueblo. Se decía que ‘el Negro’ Acosta andaba a la expectativa para caerles por sorpresa a los dos tortolitos. La tercera estrofa de la canción se hacía eco de tales rumores:
Déjate de pendejá
debes de poné cuidao
que nos tienen vigilaos
aunque sea por no dejá
nos van a cogé pillaos
y a ti te pueden fregá.
En la cuarta estrofa Diomedes mataba dos pájaros de un solo tiro. Por un lado insistía en el recelo de la familia Acosta. Y por el otro intentaba tranquilizar a Patricia, quien dudaba de él debido a sus continuas infidelidades:
En tu casa están pendientes
le temen hasta a tu espejo
como los dos nos queremos
nos unimos prontamente
y si no nos mata una peste
nos vamo’a morí de viejos.
Una noche Diomedes estimó que había llegado el momento de dar la cara como hombre ante la familia de Patricia. Que se enojara el que se enojara, que se desmayara quien quisiera desmayarse. Él necesitaba dejar claro que así escondieran a Patricia en el último rincón del mundo iba a luchar por ser su dueño. Se había pasado todo el día de juerga. Estaba envalentonado, acaso, por los efectos del licor. O acaso porque tenía conciencia de que empezaba a ser un cantante apreciado en la región y consideraba que esa circunstancia le permitía levantar el pecho ante cualquiera, ya que, al fin y al cabo, él no era menos que nadie. Así que en la madrugada llegó a la misma ventana de siempre, acompañado por sus compinches de parranda. La tropa cargaba una grabadora en la cual se hallaba cuadrada la canción que a Patricia más le gustaba: Rosa jardinera, interpretada por Jorge Oñate.
Hay grandes penas que hacen llorar a los hombres
a mí en la vida me ha tocado de pasarlas
fue cuando entonces se enlutaron mis canciones
hasta llegá a pensar que ya mi fuente se secaba
pero volvió el compositor que no cantaba
regando con sus canciones florecitas
hoy ya de nuevo se escucha en la madrugada
ese bullicio de un parrandero que grita.
Antes de que terminara la canción se encendieron las luces de la casa. Entonces salió Hernán, hermano de Patricia. Portaba un revólver y venía echando pestes a diestra y siniestra. Primero dirigió una mirada retadora a los responsables de la serenata, después hizo un disparo al aire. El enamorado y sus secuaces huyeron en estampida. Los vecinos se asomaron despavoridos por sus ventanas. Hubo estruendo, regaños, llanto. Al final volvió a reinar el silencio de la madrugada, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de los perros y el lamento de las cigarras.
A la mañana siguiente ‘el Negro’ Acosta le cantó a Patricia la tabla de las nuevas prohibiciones: en adelante no podría abrir la ventana de su cuarto a ninguna hora, ni recibir la visita de sus amigas y ni siquiera ir a misa. Al tal Diomedes solo quería enviarle una advertencia: ojalá se atreviera a venir otra vez a su casa para enseñarle cuál es la fruta que purga al mono. En aquel momento los dos enamorados, como fieras en celo, decidieron jugarse sus restos: Diomedes consiguió un par de radioteléfonos de corto alcance, de esos conocidos con el nombre de walkie-talkies, unos aparatos que en aquella época eran muy codiciados por los niños como juguetes navideños. Se quedó con uno y le mandó el otro a Patricia. Así que todas las noches —ella atrincherada en su habitación y él parapetado en una esquina oscura cercana a la casa— la pareja se daba gusto conversando a sus anchas.
Diomedes volvió a grabar en 1977, acompañado por el acordeonero Elberto López, más conocido con el apodo de ‘el Debe’. Ese segundo disco contenía un paseo compuesto por el cantante: Tres canciones.
Hágame el favor, compadre Debe
y en esa ventana marroncita
toque tres canciones bien bonitas
que a mí no me importa si se ofenden.
En ese momento la carrera musical de Diomedes se disparó. Patricia, como musa de la canción que jalonó las ventas del disco, era protagonista del feliz suceso. Resultaba apenas justo compartir con ella la bonanza que, al parecer, se avecinaba. Diomedes “se robó a la muchacha” —así se decía en La Junta por aquella época— y se puso a vivir con ella en unión libre. Se casaron en 1978, cuando él contaba veintiún años y ella veintidós. El día del matrimonio los dos enamorados se enteraron de un hecho que les causó mucha gracia: el éxito de Tres canciones había convertido la casa de la familia Acosta en un lugar de peregrinación. Los visitantes —turistas, periodistas, simples melómanos— se arrimaban a conocer “la ventana marroncita”. Entonces Hernán, el hermano de Patricia, agarró otra rabieta y pintó de verde la ventana. Pero su gesto no impidió que la canción siguiera sonando, ni detuvo la romería de mirones, ni les amargó la luna de miel a los recién casados.
Un año después nació Rafael Santos, el mayor de los cuatro hijos de la pareja. La llegada del nieto enterneció al ‘Negro’ Acosta. Aparte de declarar que estaba dispuesto a perdonarlos, fue en persona a buscarlos. De ese modo Patricia y Diomedes pudieron volver a la casa prohibida. Y durante tres días con sus noches recibieron las atenciones de toda la familia.
***
—¿Quieres que te diga una cosa? —me pregunta Patricia Acosta después de darle una nueva chupada a su segundo cigarro de la noche.
Estamos en su casa, ubicada en el barrio La Florida, de Valledupar. Es 24 de enero de 2007. Patricia expulsa el humo, calla unos segundos.
—Si hay una persona en el mundo que ha influido para bien en la vida de Diomedes Díaz, esa soy yo —agrega, jactanciosa, mientras se señala el pecho con la punta del dedo índice.
A continuación exhibe el inventario de sus contribuciones. Es que ella no solo le inspiró las canciones que lo lanzaron al estrellato, ¿oíste? También lo llenó de confianza al hacerle sentir que percibía en él algo especial, precisamente en el momento en que las demás personas lo veían apenas como un vendedor callejero que no tenía ni dónde caerse muerto. Ella fue su punto de apoyo en los malos tiempos. Le dio ánimo durante la época difícil de su primera grabación, cuando él viajaba de pueblo en pueblo con su compadre Joaquín Guillén, llevando en un carro prestado las cajas de discos que nadie le compraba. Lo respaldó al principio, cuando aún era desconocido y se decepcionaba porque algunos colegas ya consagrados lo despreciaban, tal y como ocurrió, por ejemplo, el día que quiso mostrarle una de sus canciones al cantante Armando Moscote y este se negó a recibirlo. Entonces ella lo alentó con una fórmula muy sencilla: le sobó la cabeza con la mano y le dijo: “Tranquilo, mi amor, que yo he visto arrastrarse por el suelo cocos más altos que ese, y tú vas a treparte en la cima sin necesidad de él”. Después repitió el truco cuando lo encontró triste debido a que Jorge Oñate, un intérprete estupendo pero envidioso y deslenguado, andaba hablando mal de él. “Caramba, qué ironía más grande”, le dijo, mientras le pasaba la mano redentora por el cabello, “él odiándote y tú enamorándome con sus discos. Si se ocupa tanto de ti debe ser porque está apurado con el peso tuyo encima”.
Ella lo consoló, además, cuando ocurrió el accidente de tránsito que le segó la vida a su tío Martín Maestre, un compositor formidable que le enseñó las primeras nociones de rima y métrica. Como Diomedes iba manejando la camioneta en el momento del percance, se sentía culpable, no quería ni comer ni cantar. La moral se le quebró contra el piso y ella tuvo que recoger cada trocito para restaurársela. “Mira que para allá vamos todos, tu tío apenas se nos adelantó”, y le acariciaba el pelo, “mira que tú has podido matarte también”, y le acariciaba el pelo, “mira que tu tío se sentía orgulloso de ti porque llegaste adonde él quería que llegaras”, y le acariciaba el pelo otra vez.
—¡Cómo le gustaba que lo pechicharan, Virgen del Carmen bendita! Parecía un niño chiquito.
Patricia respira profundo, aplasta la colilla de su cigarro contra el cenicero. Hace un rato, después de contarme la historia de las citas furtivas en la ventana marroncita, me entregó un viejo álbum de fotografías. Por eso puedo apreciarla ahora tal y como era en los tiempos en que Diomedes la cortejaba: piel de aceituna, caderas generosas, cabello frondoso. Busco las semejanzas entre la jovencita radiante de las fotos y la morena otoñal que está sentada a mi lado ayudándome a pasar las páginas del álbum. La más evidente de todas es la expresividad de los ojos. Son ojos que de pronto se ríen solos, con gracia, a menudo con burla, y al instante siguiente se tornan severos, como dispuestos a fulminar lo que se encuentre a su alcance. En este momento lucen tan risueños como en la fotografía que acabo de mirar, tomada en el patio del colegio cuarenta años atrás. Se iluminan aún más cuando, a continuación, le pregunto si la muchacha bonita que nos ha acompañado durante toda la tarde es pariente suya.
—Es sobrina mía. ¿No estás viendo que heredó esa belleza de la tía?
Y de inmediato suelta la carcajada.
—Esa es hija de Hernán, el que espantó a Diomedes con los disparos.
Tras una breve pausa adopta la expresión grave de hace unos minutos para hablar otra vez de la protección que le brindó a Diomedes durante el tiempo en que permanecieron unidos. Hay que analizar —advierte, enfática— quién era ella antes del matrimonio: una niña de su casa a la que nada le faltaba. Si renunció a las comodidades de su hogar para aferrarse a la pretina de un hombre pobre fue porque estaba enamorada. A ver cuántas de las mujeres que ha tenido Diomedes desde cuando se volvió famoso podrían asegurar lo mismo. Muchas de esas mujeres solo andan en busca de un beneficio material, ¿oíste? Jamás se sacrificarían por amor como lo hizo ella. Aparecen en el tiempo de la cosecha, no en el de la siembra. Además —y dicho sea sin el ánimo de ofender a nadie en particular—, ¿qué se puede esperar de esas mujeres que asisten a los conciertos vallenatos dispuestas a asediar al cantante de turno con el fin de llevárselo a la cama al final del baile? Ella, en cambio, mantiene la frente en alto porque todo el que la conoce sabe dónde la encontró Diomedes. Y definitivamente no fue en una fiesta pública, porque ella nunca ha sido una “bandida de caseta” sino una mujer criada en el seno de una familia con principios.
***
“Bandidas de caseta”: las he oído mencionar muchas veces a lo largo de mis entrevistas con los personajes. El primero que las nombró fue Joaquín Guillén, en un momento en el cual quería descalificar a una mujer que dañó su relación de trabajo con Diomedes. “Esa no es más que una vulgar bandida de caseta”, dijo, con el rostro endurecido por el rencor. En seguida agregó: “a esas mujeres nosotros también las llamamos caseteras”.
Caseta es el nombre que se le da en la Costa Caribe de Colombia al lugar en el que se lleva a cabo el baile. Por lo general es un corralón rectangular construido al aire libre con caña brava y techo de zinc. En principio el vallenato era un folclor eminentemente rural: las historias que narraba —El cantor de Fonseca, La custodia de Badillo, La ceiba de Villanueva— estaban ambientadas en los pueblos; sus trovadores más importantes eran nativos de los pueblos: Luis Enrique Martínez, Alejandro Durán, Juancho Polo Valencia. Y la gente a la cual le gustaba era la gente de los pueblos. Se trataba de una música silvestre: coplas de labranza improvisadas por los jornaleros mientras cumplían su faena. Por tal razón, durante mucho tiempo persistió la costumbre de interpretar las canciones en forma natural, sin ningún tipo de ayuda tecnológica. Nada de amplificaciones eléctricas ni de micrófonos. Aquellos juglares primitivos, segregados por las clases pudientes de la región, solo podían expresarse a sus anchas en los espacios marginales. En el traspatio, por ejemplo. O en los montes apartados. De modo que cantando a capela lograban hacerse oír sin problemas en su reducido círculo de devotos.
Cuando empezó el auge de los conjuntos modernos, a mediados de los años setenta, decayó la figura del juglar-centauro, es decir, aquel rapsoda que era mitad cantor y mitad intérprete del acordeón. El cantante se independizó del acordeonero. Y surgieron entonces los grandes vocalistas: Jorge Oñate, Poncho Zuleta, Diomedes Díaz. Entonces el vallenato adquirió estatus: pasó de los arrabales a los sectores distinguidos, de los guetos a la gran masa. La transformación planteó dos nuevas exigencias: aumentar la cobertura del sonido y conseguir zonas amplias donde pudieran congregarse los seguidores. Pero en aquella región de costumbres feudales, rezagada aún, no había escenarios apropiados para realizar espectáculos públicos. Así que la solución práctica fueron las casetas. Fáciles de armar y de desarmar, parecían ajustadas al comportamiento depredador que caracteriza a las muchedumbres enfiestadas. Y como si fuera poco, eran baratas. Si la caseta terminaba destrozada por vándalos o pulverizada por un ventarrón, el dueño no quedaba en la ruina, pues tan solo perdía una barraca de lata y madera.
Existe la “fiebre de la fiesta” así como en el pasado existió la del oro. Su hábitat natural es la caseta, territorio de exploración que atrae su propia legión de buscadores: fritangueras, expendedores de licor, minoristas de cigarros, traficantes de discos piratas, ruleteros de feria, saltimbanquis, vagabundos empedernidos, vendedores de bisuterías, representantes de artistas, acordeoneros en ciernes, pichones de cantante, diletantes de la música, parranderos consuetudinarios, parejas de enamorados, millonarios recientes, donjuanes a la caza. Todos ellos persiguen su propio dividendo, grande o pequeño, en medio de este maremágnum. En algunos casos se trata de dinero; en otros, de diversión. En la “fiebre de la fiesta” cada quien obtiene el botín que puede. Lo saben de sobra “las caseteras”, esas mujeres que deambulan de caseta en caseta dispuestas a vivir una aventura con el cantante de turno o, por lo menos, con uno de los músicos de su conjunto. Según Jesualdo Ustáriz, quien durante muchos años se desempeñó como guacharaquero de Diomedes Díaz, “las bandidas de caseta se conocen a leguas”.
—Andan a toda hora sin hombres al lado. Cada una de ellas llega sola o con dos chicas más que están en el mismo plan. Uno las identifica en seguida porque no se quedan en la pista de baile, donde están las mujeres que tienen sus compañeros, sino que se recuestan a la tarima y empiezan a insinuarse.
Son ellas —agrega Ustáriz, más conocido con el remoquete de ‘el Zurdo’— las que por lo general se desnudan y le lanzan las prendas íntimas al cantante en señal de provocación. Este dato es confirmado por Joaquín Guillén.
—No te imaginas la cantidad de panties y brasieres que yo recogía de la tarima cuando trabajaba con Diomedes. ¡Jesucristo, muchacho! Una noche le dije: “Compadre, con ese pocotón de brasieres y panties que a usted le tiran en las casetas podríamos montar un almacén de ropa interior más grande que Leonisa”.
“Las caseteras” son la versión vallenata de las famosas “groupies”, esas mujeres atrevidas que se la pasan asediando a las estrellas del rock. No son melómanas apacibles a las que simplemente les interese disfrutar su música favorita sino admiradoras exaltadas prestas a correr riesgos. La recompensa a la que aspiran no es un autógrafo, ni un disco compacto de cortesía, ni una camiseta promocional del conjunto, sino una noche de cama con el cantante.
El abogado Manuel Páez, ex mánager de Diomedes Díaz, entrega más detalles sobre el modus operandi de “las caseteras”. Cuando ya todas están apostadas frente a la tarima comienza un juego de miradas, de señales. Cada gesto es una promesa, cada movimiento del cuerpo es una invitación. Las más insolentes se desvisten, en parte para reafirmar sus intenciones y en parte para certificar que poseen los encantos suficientes como para ganarse el premio mayor. Las menos audaces siguen desplegando su repertorio de guiños sutiles. El cantante, allá arriba de la tarima, se mantiene alerta. Escruta el panorama, sopesa cada oferta. En cuanto decide cuál es la mujer con la que quiere amanecer se lo comunica a alguno de sus asistentes operativos. El empleado de marras debe acercarse disimuladamente a la elegida para informarle en qué hotel se aloja su jefe.
Cuando le pregunté a Manuel Páez qué pasa, entonces, con “las caseteras” que no se ganan la subasta, me respondió sin ruborizarse:
—Bueno, tú sabes que el artista es uno solo y no da abasto para complacerlas a todas. Las otras entienden eso y entonces se van con el guacharaquero, o con el cajero… con cualquiera de los otros músicos del conjunto.
Sentado en un taburete de cuero, bajo un árbol de mango en su casa de Valledupar, ‘el Zurdo’ Ustáriz me dijo que entre los conjuntos vallenatos importantes no se consigue un solo músico que se haya mantenido al margen de “las caseteras”. Como nadie está libre de pecado —agregó, sonriente— nadie podría lanzar la primera piedra. Luego le dio una chupada a su cigarrillo. Expulsó una densa bocanada de humo y dirigió la mirada hacia el fondo del patio, donde un gallo jabado picoteaba las hojas secas desperdigadas por el suelo. Si de repente apareciera un asesino —dijo entonces— decidido a ajusticiar a los músicos que se hubieran acostado con “las caseteras”, seguramente habría una mortandad.
—Nos barrerían a todos, compadre, a todos, y los conjuntos se quedarían vacíos.
A renglón seguido ‘el Zurdo’ señaló que determinar cuántas amantes ocasionales pasan por el catre de un cantante de fama es una cuestión difícil. Aun así se arriesgó a sacar en voz alta sus propias cuentas. Los intérpretes cotizados como Diomedes Díaz manejan un promedio de tres funciones por semana. En algunos periodos especiales, como carnavales y fiestas navideñas, actúan más veces. Incluso en las temporadas bajas tienen la demanda suficiente para presentarse los siete días de la semana, pero no lo hacen porque saben que tal exceso equivaldría a inmolarse: la rutina de trasnochos en las casetas es muy dura. Además, tres “toques” semanales —en la jerga vallenata no se habla de conciertos sino de “toques”— representan ciento veinte millones de pesos, unos sesenta mil dólares, que le reportan al cantante una ganancia neta del setenta por ciento. ¿Quién necesita ingresos superiores a ese para vivir holgadamente? En un mundillo en el cual se confunden los linderos entre el trabajo y la farra, los codiciosos son mal vistos. Concluida esta digresión, ‘el Zurdo’ siguió efectuando sus cálculos: tres presentaciones semanales son doce al mes y ciento cuarenta y cuatro al año. Un cantante que solo se acostara con “las caseteras” en el cincuenta por ciento de sus “toques” —según Ustáriz, este estimativo es demasiado conservador “en ciertos casos”— acumularía setenta y dos aventuras sexuales distintas cada año. A ese ritmo, en una carrera musical de treinta años sus amantes casuales serían dos mil ciento sesenta.
Muchas de “las caseteras” se hacen embarazar solo por darse el gusto de decir, a boca llena, “tengo un hijo con Fulano de Tal”. O para instaurar demandas en los estrados judiciales y obtener una pensión. Los músicos vallenatos que engendran hijos en forma irresponsable y que luego deben someterse a juicios tortuosos conforman una legión. Varios de ellos son retenidos en las salas de migración de los aeropuertos justo cuando pretenden salir del país a atender sus compromisos musicales. Entonces descubren que no pueden viajar puesto que tienen órdenes de arresto por inasistencia alimentaria. En el gremio, sin embargo, esta escena recurrente es vista como algo normal. No hay duda de que Diomedes Díaz es el exponente del folclor vallenato que más veces ha protagonizado la bochornosa situación. Durante mi trabajo de campo encontré en los archivos de prensa trece noticias que daban cuenta de retenciones de última hora padecidas por él en los aeropuertos debido a sus incumplimientos como padre. Además, conversé con dos de las ex amantes que lo emplazaron en momentos en que se aprestaba a viajar hacia el exterior: Alix Indira Ramírez y Denis Aroca. En ambos casos Diomedes se aprovechó de la permisividad de las autoridades y superó la talanquera jurídica mediante maniobras pintorescas: a Alix Indira Ramírez le abonó de un solo golpe todas las mesadas atrasadas. Y a Denis Aroca le entregó como garantía un reloj de oro de su mánager Joaquín Guillén para que fuera a prestar dinero en una casa de empeño. Ninguna de las dos mujeres, valga la aclaración, perteneció jamás a la cofradía de “las caseteras”: ambas conocieron a Diomedes en contextos distintos al de la fiesta y mantuvieron con él relaciones largas.
***
Uno de los asuntos de Diomedes que más me han impresionado desde cuando empecé a investigar sobre su vida es el montón de hijos que tiene. Se sabe que son muchísimos, pero entre tantas versiones encontradas es difícil establecer la cifra definitiva. Ni siquiera el propio Diomedes es capaz de suministrar una información confiable sobre este tema. Durante un tiempo noté que la cantidad aumentaba conforme yo consultaba nuevas fuentes. Primero me topé con Gustavo Gutiérrez Maestre, primo del cantante en tercer grado de consanguinidad, quien me informó que los hijos son quince en total. Después hablé con Tito Castilla, ex cajero del conjunto y cuñado de Diomedes, quien me dio un número mayor: veintidós. Jaime Araújo Cuello me contó que le ha conocido veintiséis hijos y Patricia Acosta me dijo que, según sus cuentas, el dato correcto es veintiocho. Luis Alfredo Sierra intervino con la siguiente revelación: un día el propio Diomedes le confesó que creía ser padre de más de cincuenta hijos. Me pareció que esta cifra era ya, para decirlo con una frase coloquial típica de la región, la tapa de la caja. El colmo. Cincuenta hijos no cabrían juntos en un aula de clases de longitud promedio. Para almorzar con todos ellos al tiempo se necesitaría contratar un salón comunal y sacrificar, por lo menos, nueve gallinas criollas de buen peso. Me pregunté si Luis Alfredo me estaba tomando el pelo. Supuse, además, que como Diomedes es tan famoso su vida privada se vuelve comidilla pública y, al pasar de boca en boca, se deforma con los elementos de ficción que cada contertulio le va añadiendo. De ese modo llega un momento en el que se pierden los límites entre la realidad y la leyenda. También consideré la posibilidad de que estuviera ante una más de las exageraciones características de esta tierra donde el verbo es febril. El Caribe, no hay que olvidarlo, es por excelencia la Meca de la desmesura. Por cierto, un poco antes de encontrarme con Luis Alfredo había visto en una calle polvorienta de La Junta a un par de muchachos juguetones simulando que peleaban. La discusión se acabó cuando uno de los dos amenazó al otro con una hipérbole memorable:
—¡Te voy a zampar una patada tan fuerte que vas a pasar hambre en el aire!
El dato que acababa de suministrarme Luis Alfredo podría ser una exageración como la patada ofrecida por aquel muchacho callejero. Lejos estaba de imaginar entonces que me tropezaría con una cifra mucho más abultada: Rafael Díaz, hermano de Diomedes, me dijo que llevaba cuentas de sesenta y tres hijos.
—¿Sesenta y tres?
Al ver mi rostro de incredulidad Rafael apeló a una hipérbole —cómo no— para convencerme.
—Vea, compadre, a la casa de Mamá Vila llegan cada ratico mujeres paridas de Diomedes hablando en todas las lenguas del planeta Tierra.
Mamá Vila: así le llaman los hijos y los nietos a la señora Elvira Maestre. Incluso algunas personas ajenas a la familia se dirigen a ella con ese apelativo casero. Varios de los entrevistados me aseguraron que si había en el mundo una voz autorizada para informarme con exactitud cuántos hijos tiene Diomedes Díaz, esa es la de mamá Vila. Lo que ella dijera sobre el tema, me advirtieron, sería palabra de Dios. Porque Diomedes no conoce a muchos de los hijos que ha ido engendrando por ahí en sus delirios de toro reproductor. O bien las madres de esos niños no se atreven a buscarlo en la casa donde él vive con su mujer oficial o bien él se desentiende de ellas cuando termina el tiempo del placer y empieza el del embarazo. En cambio, Mamá Vila no solo conoce a los hijos marginales de Diomedes sino que, además, está pendiente de la suerte de ellos. Y mantiene buenas relaciones con sus madres, quienes la visitan de vez en cuando, le llevan a los críos en las fechas especiales y le regalan una que otra tarjeta navideña. Así que cuando yo hablara con Mamá Vila —insistían las fuentes— saldría de dudas.
En enero de 2008 fui a la casa de Mamá Vila, ubicada en el barrio San Joaquín de Valledupar, en busca del dato preciso. Me acompañó José Rafael Castilla Díaz, su nieto. La encontré vestida con un traje de popelina gris. Estaba de luto debido a que se había quedado viuda hacía pocos meses. Cuando la visité por primera vez, exactamente un año atrás, aún tenía al lado a su compañero de siempre, el viejo Rafael María Díaz. En aquella primera ocasión lo que más me impresionó fue el hecho de que ella refunfuñara todo el tiempo contra él. Decía que era el hombre más sinvergüenza del mundo, que no había que confiarse de “su cara de yo no fui”. Porque, claro, quienes vieran el aspecto de criatura inocente que había adquirido en la vejez seguramente creerían que era incapaz de romper un plato, pero cuando ese señor estaba joven quebraba la vajilla entera, pues era un parrandero irresponsable que se desaparecía durante varios días, y cuando regresaba a la casa traía los bolsillos limpios. Ella pasando necesidades con sus muchachitos, carajo, y él gastándose en ron y mujeres la poquita plata que conseguía trabajando. Noté que aunque Mamá Vila despotricaba permanentemente contra Papá Rafa, no se refería a él por su nombre, ni se dirigía a él de manera directa, y ni siquiera lo miraba. Yo, en cambio, no dejaba de observarlo. Me parecía un abuelo manso, entrañable. Tenía un pantalón de lino caqui, unas abarcas de tres puntadas y un sombrero vueltiao cordobés, y sobrellevaba el calor infernal de las dos de la tarde con una camisilla de algodón. Resistía la andanada de su esposa sin alterarse. A veces sonreía, apacible, como si no se percatara de la lluvia de rayos y centellas que se desgajaba sobre él. Al contemplar su apariencia de anciano bonachón, ¿quién podría deducir que en el pasado fue un mujeriego terrible como el que describía Mamá Vila? Sentí que había una desproporción entre su semblante pacífico y el sermón destemplado de su mujer. Pero Mamá Vila pensaba distinto a mí y, lejos de ablandarse, seguía dándole látigo con la lengua. Cuando el fotógrafo Camilo Rozo, mi compañero en esta aventura periodística, propuso retratarlos juntos, él aceptó entusiasmado y ella se opuso en forma tajante. Tras una breve discusión accedió a regañadientes. Seguramente aquella tarde, mientras posaba envalentonada en las afueras de la casa, no sospechó que la foto que se estaba tomando en contra de su voluntad sería el último testimonio de vida de su marido.
Durante mi segunda visita Mamá Vila no estuvo irascible sino nostálgica. La encontré almorzando en el patio, sentada en un taburete recostado contra la pared. Olía a cigarrillo. Frente a nosotros, encaramado en una horqueta, había un mico llamado Pacho que chillaba, brincaba y sacaba la lengua en señal de burla. Su repertorio de gestos exhibicionistas era pródigo en obscenidades: mostraba las nalgas, se chupaba el pene. Hubo un momento en que Mamá Vila le mostró el puño amenazante.
—¡Mico bellaco, te voy a dar una tollina!
Pero Pacho, en vez de amilanarse, recibió la advertencia con nuevas expresiones de desparpajo: soltó una carcajada y blandió el pene erecto como si fuera el arma letal con la cual se defendería de Mamá Vila. Ella se dirigió a mí:
—Te digo que ese mico repelente se está salvando por un pelo de que yo lo regale. Si por mí fuera, hace rato lo hubiera botado en un basurero. Pero imagínate tú: ese puñetero animal era la adoración del difunto. Botarlo sería ofender su memoria.
A continuación suspiró profundo, la mirada extraviada en el horizonte. Cuando abrió la boca de nuevo fue para decir que los seres humanos somos incomprensibles. Tanto que despotricaba ella del señor Rafa, fíjese usted, y ahora se sentía infinitamente triste por su ausencia. ¿Quién nos entiende? Mientras su marido vivía ella renegaba de él y ahora que estaba muerto se daba cuenta de lo bueno que había sido, especialmente con sus hijos. Aunque era un hombre de pocas palabras siempre tenía a flor de labios una frase cariñosa para los muchachos. Y aunque era muy pobre siempre se las arreglaba para volver a casa cargado de regalos: mendrugos de panela, canastas de mango, muñequitos de totumo. Detalles que quizá no le habían costado ni medio centavo pero que significaban mucho para la familia. Definitivamente ella tendría ahora la conciencia tranquila si hubiera sido capaz de reconocerle en vida sus cualidades del mismo modo impetuoso con el que le enrostró sus defectos. Pero ya ve: por algo dice el adagio que el bien solo es conocido cuando es perdido. Además, ella se ha puesto a analizar que Rafael María Díaz, alma bendita, lo único que hizo fue seguir al pie de la letra una tradición más antigua que él mismo. ¿O es que acaso en la región hay un solo hombre comedido en asuntos de amores? Al contrario, los hombres de por acá son tan enamoradizos que le flirtean hasta a un palo de escoba con falda. Por eso las mujeres de estas tierras están curadas de espantos, pues saben que los santos no existen sino en los libros de religión. En la vida real lo que abundan son los tipos pícaros capaces de preñar a cuanta hembra se les atraviese. El difunto Rafa, por lo menos, siempre evitó que las aventuras de la calle terminaran en embarazos. Porque de él podrán decir lo que quieran, menos que haya sido un semental dedicado a reproducirse en los corrales ajenos. Los únicos hijos que tuvo fueron los diez que le engendró a ella, sí señor. Bandido sí, pero irresponsable como tantos que andan al garete por ahí, ¡jamás!
—¿Como Diomedes?
Mamá Vila me acuchilló con la mirada. Tomó impulso como para insultarme pero se frenó en seco. Así, callada, los dedos de la mano derecha crispados, se quedó durante varios segundos. Pacho dio un nuevo salto encima de la horqueta y, desternillándose de la risa, nos mostró por enésima vez su erección jubilosa. Hacia él se dirigió entonces la reprimenda de Mamá Vila.
—¡Mico bellaco!
En seguida volvió a su mutismo. De pronto me dijo que, sin el ánimo de justificar las malas acciones de Mede —así le llaman al cantante en familia—, las mujeres que se hacen embarazar de él no lucen bien haciendo el papel de víctimas, pues también son culpables de los problemas derivados de la francachela. Porque, dígame usted, ¿qué esperan esas mujeres de un músico bebedor y trotamundos que el jueves saborea un amorío en Santa Marta y el viernes otro en Montería, y que cada vez amanece entrepernado con una fulana distinta? Un músico que, además, es casado. Aquel mediodía Mamá Vila esgrimió —graneadas, continuas— una variadísima colección de metáforas relacionadas con animales para ilustrar su idea de que el macho es depredador y anda siempre al acecho, y por tanto la hembra debe ser sigilosa y andar siempre a la defensiva. Primero advirtió que así como los hombres desarrollan la astucia de las bestias cazadoras, las mujeres deben desarrollar la naturaleza escurridiza de las aves de monte. Frente a las mañas del gavilán, la desconfianza de la paloma. Después señaló que los líos se presentan porque muchas liebres, en vez de aprovechar su agilidad para ponerse a salvo, se arriman al hocico del lobo a buscar la mala hora. ¿Qué hacen las gacelas exhibiéndose indefensas ante los leones? Lo prudente es que vivan su vida en espacios libres de amenazas. A propósito de este tema, Mamá Vila se inventó un refrán que Diomedes inmortalizó en uno de sus discos: “No es que el zorro sea atrevido sino que las gallinas se van lejos”.
En este punto Mamá Vila expuso un argumento que me pareció un chiste: “el pobre Mede” suele ser blanco de las habladurías de la gente. Sobre el tema de los hijos, por ejemplo, se dicen muchas barbaridades: que tiene treinta y cinco, que tiene sesenta. Puras calumnias. La persona que sabe cuántos son exactamente es ella, pues los ha visto a todos con estos ojos que algún día serán abono de la tierra.
—¿A todos, Mamá Vila?
—A todos.
—¿Y cuántos son en total?
—No son más de veintiséis.
Cuando salí de aquel patio en el que Pacho reinaba a placer con sus procacidades, iba convencido de haber develado el misterio. Pero a los pocos días de mi regreso a Bogotá conocí a Miguel Ángel, un hijo de Diomedes que jamás ha visitado a Mamá Vila. Miguel Ángel es bogotano. Nació el 12 de julio de 1987, fruto de la relación que Diomedes mantuvo con Yolanda Rincón. Después me reuní otra vez con Jaime Araújo Cuello, el amigo de Diomedes. Jaime me dijo que no cree que Mamá Vila haya visto, como asegura, a todos los retoños del cantante. Muchos de los hijos que ha engendrado viven en ciudades del interior del país, lejos de los dominios de Mamá Vila. Cuando Diomedes fue recluido en la cárcel de Funza por la muerte de Doris Adriana Niño —prosiguió Jaime Araújo— tenía preñadas a tres mujeres: Betsy Liliana González, su compañera estable en aquel momento, y dos más. Los guardianes veían estupefactos la caravana de féminas barrigonas que acudían de tarde en tarde a su celda.
De pronto descubrí que me zumbaba en la memoria una de las afirmaciones de Mamá Vila: los donjuanes de la región se guían por los códigos machistas de sus mayores. Y siempre encuentran —agrego yo—abundantes ejemplos en el ambiente. Quienes nacimos en el Caribe nos familiarizamos desde temprano con esos tipos que procrean recuas de hijos extramatrimoniales sin ruborizarse, como si apenas estuvieran cometiendo una travesura inofensiva. Es posible que alguno de ellos pertenezca a nuestra familia, o viva en la casa contigua, o haya asistido a la escuela primaria con nosotros, o sea nuestro compadre. Lo hemos visto atizando el fogón en la morada de su esposa y luego celebrando la primera comunión de un hijo extramarital en la vivienda de cualquiera de sus concubinas. Quizá al principio nos sorprendió su existencia y le preguntamos a algún adulto por qué ese señor tenía tantas mancebas y tantos hijos regados por la calle. Pero después empezamos a verlo sin asombro, pues sentimos que era ya parte del paisaje. A fuerza de repetirse de generación en generación, ciertas costumbres bárbaras se van legitimando. Se van volviendo tradición.
La noche en que reflexionaba sobre este tema saqué de mi biblioteca el libro Un muchacho llamado Diomedes, que me obsequió su autor, el periodista Luis Mendoza Sierra. Busqué al vuelo un pasaje que ya tenía subrayado: el que narra la historia de Rafael María Díaz con su progenitor. Papá Rafa era hijo extramatrimonial de un señor villanuevero conocido con el nombre de Rafael Cataño. En la adolescencia se sentía avergonzado por su condición de bastardo —así se les denominaba en aquella época a los críos engendrados por fuera del hogar—. Un día decidió tramitar su propio reconocimiento. Había oído decir que en una notaría del municipio de San Juan del Cesar se encontraba un escribano invitando a comparecer en su despacho a todos los hijos ilegítimos de Rafael Cataño que quisieran ser registrados oficialmente. Así que sin darle vueltas al asunto cubrió a pie la distancia entre Carrizal y San Juan, que era más o menos de veinte kilómetros. Al llegar notó horrorizado que la ceremonia iba a ser colectiva: los muchos chicos que habían atendido la convocatoria del escribano estaban formados en una hilera extensa. Papá Rafa se acomodó en el puesto número ocho de la fila. Estaba asustado. Y se asustó aún más cuando el notario les informó cuál era el requisito que debían cumplir para ser admitidos como hijos de Rafael Cataño: llevar un lunar detrás de alguna de las orejas o una mancha marrón en las nalgas. Papá Rafa cayó en la cuenta de que no tenía ninguna de las dos señales. Además se sintió dominado de repente por la impresión pavorosa de ser el único miembro del lote de hermanos que no se parecía físicamente a los otros. Ellos eran idénticos entre sí mientras él, justo él, poseía facciones distintas. La idea de ser el muchacho diferente, el raro, le resultó insoportable. Entonces huyó a las carreras. Ese día renunció para siempre a la estirpe de su padre. Y resolvió seguir portando el apellido Díaz con el cual lo bautizó su madre, doña Avelina.
En los círculos vallenatos siempre ha sido admirada la figura del trovador que se reproduce desaforadamente. Se le ve como un símbolo de éxito, de poder. Es como el Adelantado Mayor capaz de ocupar numerosos territorios y mandar en ellos de manera inapelable, como el pistolero avezado que donde pone el ojo, pone la bala. Además de cautivar a las mujeres, las marca. Para ellas nada es igual desde el momento en que él llega a sus vidas. Él les mueve el piso, les zarandea las entrañas, les transforma el mundo. En la sociedad machista a la que pertenece, el hombre-semental es visto como portador de la aureola del buen amante. Si tiene muchas mancebas con las cuales se exhibe sin recatos bajo la luz del sol, si logra que cada una de ellas le consienta sus amores con las otras, ha de ser porque lo que les da —y en este punto los contertulios adoptan un rostro pícaro— es muy bueno.
Llenarse de hijos en varias relaciones sentimentales es una barbaridad inconcebible para el hombre ilustrado de la ciudad. Para el juglar vallenato, en cambio, es una simple anécdota, incluso un chiste. Rafael Escalona, el más grande compositor de este folclor, vivió tan orgulloso de su talento para escribir canciones como de su enjundia fecundadora: tuvo veintitrés hijos. Malgeniado, engreído, cuando le preguntaban si consideraba justo que un hombre embarace a cada una de sus amantes, montaba en cólera. No porque creyera que el interrogante fuera un reproche moral sino porque, al contrario, sentía que el interlocutor le estaba rebajando su palmarés como conquistador. Porque él, definitivamente, no había preñado “a cada una” de sus amantes. Que hubiera engendrado veintitrés hijos no significaba que solo hubiera tenido veintitrés mujeres. En seguida, para dejar bien claro que tales cuentas resultaban injustas para un tenorio de sus quilates, soltaba una de sus frases sentenciosas:
—Si cada disparo produjera un muerto, en los cementerios ya no quedaría espacio.
En 1987, dos años antes de morir, el juglar Alejo Durán me contó que tenía veinticuatro hijos. El diálogo que se desarrolló a continuación se convirtió, para mi sorpresa, en un chiste nacional que aún hoy todo el mundo cita en los cocteles aunque casi nadie sabe cuál es su fuente original:
—¿Veinticuatro hijos, maestro? ¿Y con la misma?
—Sí, con la misma, pero con diferentes mujeres.
En cuanto a Diomedes, durante mi investigación hallé numerosas evidencias de que procrear hijos en abundancia es para él un asunto graciosísimo. Yolanda Rincón me contó que una tarde iba caminando con él, a los pocos días de haber comenzado su romance, por un almacén en cuya vitrina se encontraba exhibida una bata de maternidad. A Yolanda se le antojó paradójico lo que sucedió entonces: ella, pese a ser una mujer soltera con el instinto maternal a flor de piel, siguió de largo frente a la vitrina. Diomedes, en cambio, se detuvo. La ciñó suavemente por la cintura y le habló al oído:
—Mi amor, cierra los ojos un momento e imagínate con esa bata puesta. ¡Seguro te verías muy linda!
Cuando viajaba hacia las fincas donde se escondió Diomedes en su época de reo ausente, pasé por una aldea de aproximadamente cuarenta casas llamada Veracruz. Javier Ramírez, uno de mis acompañantes, me informó que Juan Manuel Díaz, ‘el Cancu’, tiene en ese pequeño villorrio “cerca de quince mujeres y un pelotón de hijos”. Ramírez fue testigo de una tarde en que Diomedes quiso saber cuántos son, exactamente, los retoños de su hermano menor. Cuando ‘el Cancu’ le respondió que “casi veinte”, Diomedes hizo un ademán teatral de reverencia y le obsequió el siguiente cumplido:
—Caramba, hermanito, ¡y sin necesidad de cantar ni un solo disco!
Joaquín Guillén también me contó una anécdota relacionada con el tema. En cierta ocasión Diomedes fue encausado judicialmente debido a que rechazaba un hijo que se le atribuía. Su argumento para negarse a admitir la paternidad era que la mujer responsable de la demanda mantuvo en la misma época amancebamientos clandestinos con él y con un agente de la Policía. Cabía la posibilidad de que el bebé fuera hijo del otro amante. Guillén estuvo de acuerdo con esa presunción pero le dijo a Diomedes que, en todo caso, el juez tendría que ordenarles a los implicados una prueba de ADN. Diomedes le advirtió que por nada del mundo se sometería a ese examen. Más bien —agregó— él le propondría al juez la fórmula ideal para zanjar la disputa: sentar al bebé en medio de un bolillo y de un acordeón.
—Si el pelao agarra el bolillo —concluyó— es hijo del policía, y si agarra el acordeón es hijo mío.
Frecuentemente me topaba con historias del mismo tenor, en las cuales los hijos extramatrimoniales quedaban reducidos a una broma de ocasión. Más de una vez me encontré con personas que al enterarse de que yo andaba investigando sobre Diomedes Díaz, automáticamente se referían a los hijos y a las mujeres. Lo hacían de manera espontánea, sin que yo dijera nada previo sobre el tema. El hecho de que tanta gente estableciera una asociación inmediata, forzosa, entre las palabras “Diomedes”, “hijos” y “mujeres” me llevó a concluir que estaba frente a un rasgo sustancial de mi personaje. En la medida en que sumaba nuevas voces a mi trabajo de campo, más cuentos sobre este asunto se iban acumulando en la memoria de mi grabadora digital. Una periodista amiga me contó, por ejemplo, que un día acompañó a su novio —un cronista reconocido— a entrevistar a Diomedes para un documental de televisión. Al final, cuando se apagaron las cámaras, Diomedes inspeccionó a la periodista de pies a cabeza y, sin preámbulos, se dirigió a su entrevistador.
—¡Primo, qué mujer tan bonita! ¿Es la novia suya?
Cuando el periodista respondió afirmativamente, Diomedes le dio un consejo.
—A las novias bonitas hay que cogerles cría rapidito.
Sus antiguas amantes también contribuyeron a mi anecdotario sobre el tema. Yolanda Rincón me contó que Diomedes le confesó un día su sueño de tener cien hijos, dizque para que su simiente se esparciera por todo el mundo. Alix Indira Ramírez, por su parte, me informó que en cierta ocasión Diomedes se quedó mirando detenidamente a José Miguel y a Rafael María, los dos hijos que tiene con ella, quienes dormían a pierna suelta en sus respectivas cunas. El mayor de los niños contaba dos años y el menor, uno. A Alix Indira le pareció enternecedora la imagen del padre entregado a la contemplación de sus dos retoños. Quiso saber qué estaría pensando su marido en ese instante. Quizá —especuló— se encontraba embobado por el afecto. O quizá tarareaba mentalmente los primeros versos de una canción que les dedicaría a los chiquillos. Esta última posibilidad se le ocurrió porque se acordó súbitamente del paseo Mi muchacho, inspirado en Rafael Santos, el mayor de sus hijos con Patricia Acosta. Justo en ese momento Diomedes habló y satisfizo, por fin, la curiosidad de Alix Indira. Lo que dijo entonces no figuraba ni siquiera remotamente en las conjeturas de ella.
—Ay, mi amor, qué bonitos son nuestros dos varoncitos, ¿verdad? Ahora nos falta tener la hembrita.
Le dije a Alix Indira que sería capaz de dar media vida —yo también poseo mi inventario de exageraciones— con tal de saber qué se propone Diomedes, en el fondo, al engendrar un hijo detrás del otro como si en efecto creyera que se trata de una gracia. Porque no es solo que maneje de manera primaria sus ardores de bajo vientre, no es solo que ande por ahí desabrochándose la bragueta con la velocidad del relámpago, sino que además pareciera haberse tomado a pecho la causa de invadir el planeta con sus herederos. ¿Qué taras hay en la personalidad de un hombre empeñado en reproducirse con el desenfreno de los curíes, un hombre que va por el mundo imaginándose en bata de maternidad a cada mujer con la que se tropieza? Alix Indira, dotada de un gran sentido práctico, me sugirió evitar los razonamientos sofisticados: el único motivo por el cual el tipo ha procreado ese montón de hijos —sentenció— es su enorme irresponsabilidad. Aunque el argumento se me antojó sensato consideré oportuno ensayar otras explicaciones. Psicológicas algunas, metafísicas las otras.
Recordé que en tiempos pretéritos los juglares vallenatos se vieron forzados a incluir sus nombres y apellidos en los versos de cada canción que componían, para evitar que en el proceso de difusión se les extraviara la autoría. En aquella época de trovadores iletrados las coplas circulaban en forma verbal. Los juglares no las escribían sino que las tarareaban en los montes y en las parrandas. Entre repetición y repetición se las iban aprendiendo, y también se las aprendían los entusiastas oyentes que ayudaban a difundirlas. El maestro Escalona usaba un símil recurrente para referirse a este fenómeno: “El vallenato fue como el bostezo: se propagó de boca en boca”. Si algo positivo tenía esa expansión oral era que demostraba la vitalidad del vallenato como folclor. Lo malo era que propiciaba el sacrificio de los compositores: como los cantos no eran grabados en discos ni registrados en oficinas que velaran por los derechos de autor, resultaba fácil que ciertos receptores bribones se apropiaran de ellos. El investigador Félix Carrillo lleva la cuenta de por lo menos quinientas canciones clásicas del vallenato que les fueron usurpadas a sus legítimos creadores. Para evitar el hurto los compositores adoptaron la medida de incluirse en sus versos. Lo hacían, a menudo, en tercera persona, como si el protagonista al cual se referían fuera un fulano distinto a ellos mismos. De ese modo las canciones se llenaron de frases como “oigan lo que dice Alejo”, o “este paseo es de Leandro Díaz”, o “Abel Antonio no llores”, o “Juancho Polo para dónde vas”. Mencionarse equivalía a firmar la canción.
Acaso el polígamo compulsivo que se obsesiona por dejar en cinta a todas sus amantes también pretende poner su nombre a salvo del olvido. Preña para que lo recuerden. Y para refrendar ante su colectividad ciertos amores que, sin el embarazo, tal vez permanecerían ocultos. Los hijos que le nacen como consecuencia de sus escarceos carnales son como las cabezas de ciervo que colecciona el cazador: meros trofeos para restregárselos por la cara a sus congéneres.
Mientras me encontraba en esas cavilaciones recordaba una y otra vez el consejo que le dio Diomedes al periodista del documental: “A las novias bonitas hay que cogerles cría rapidito”. Pensé en esas especies animales cuyos machos orinan copiosamente alrededor de sus hembras para demarcar el territorio. Los críos vienen a ser, entonces, una variación del primitivo chorro de orín: aíslan a la consorte, alejan a los otros pretendientes. Son una impronta que, además, se prolonga en el tiempo: los amantes que en el futuro logren acercarse finalmente a la mujer, la encontrarán parida. Entonces, quizá, se sentirán avasallados por el fantasma del donjuán que se les adelantó.
***
Patricia Acosta cree —y me lo dice mientras enciende un nuevo cigarrillo— que la decadencia actual de Diomedes se debe en gran parte a su libertinaje con las mujeres. Sus excesos en ese campo lo envilecieron, le hicieron derrochar dinero, lo enredaron judicialmente y lo condujeron a la cárcel. De allí proceden casi todos los problemas que han degradado su imagen ante el país.
La historia de Diomedes con las mujeres está signada por las paradojas: el gozo y la mortificación, la caricia y la bofetada. Las mujeres han sido la savia de su canto y la ponzoña de su alma, han determinado su ascenso y su caída. Eso sí —se jacta Patricia otra vez—: en el balance ella ha representado la ganancia, no la pérdida. Porque mientras ella lo acompañó él estuvo exento de protagonizar esos escándalos terribles que, en los últimos años, avergonzaron a su familia y enlutaron a varias personas inocentes. Como la muerte, sí señor, de la muchacha esa de Bogotá.
—Quien puede contarte la vida de Diomedes Díaz soy yo, que lo conozco como a la palma de mi mano —alardea—. Pero no vayas a preguntarme por el caso de Doris Adriana Niño. El protagonista de ese percance tan horrendo no fue el muchacho que yo conocí en La Junta. Si te interesa esa parte de la historia vas a tener que buscar a otra gente. Yo solo puedo hablarte de las cosas buenas que a él le pasaban mientras vivía conmigo.
Intento hallar señales tangibles del tránsito de Diomedes por la vida de Patricia, algún rastro material de su antigua estancia en esta casa. Veo un retrato suyo al carboncillo. Veo dos afiches ofrendados a Luis Ángel, el tercero de los cuatro hijos que engendró en este hogar ya marchito. Las dedicatorias están garrapateadas con una caligrafía esmerada pero tosca. Por mucho que aguce la mirada no advierto en el entorno ningún otro vestigio de la ya remota presencia de Diomedes. En la época de la ventana marroncita —recuerdo— él dijo en versos que, a menos que se presentara una peste, viviría la vejez junto a Patricia. Sin embargo, ahora no se encuentra aquí para cumplir su promesa. A menudo lo único que queda de los grandes juramentos sentimentales son desengaños. O bisuterías, como los cuadros que están colgados en las paredes. Me asombra la nueva paradoja: Diomedes inmortaliza como cantante los amores que destruye como hombre calavera. En la vida cotidiana él y Patricia ya no son pareja, pero en las canciones el romance de los dos es indestructible. Cantar es embaucar, es hacerle creer a la gente que los pajaritos pintados en el aire por fin aprendieron a volar. Las quimeras de la música ejercen en nuestras almas un efecto balsámico parecido al que producen los espejismos en el desierto.
Estas ideas empezaron a rondarme cuando visité a Martina Sarmiento, la mujer que a principios de los años setenta vivió en unión libre con Diomedes Díaz. La encontré tejiendo un chinchorro en el patio de su casa en Carrizal. Silenciosa, introvertida. Su cabello agreste lucía estropeado por la canícula. Me contó que dormía con Diomedes en una cama contrahecha que se desplomaba casi todas las madrugadas. Es que eran sumamente pobres, añadió con una sonrisa tímida. A principios de 1976 Diomedes se inscribió en el concurso de canción inédita del Festival Vallenato. En abril, cuando comenzó el certamen, él estaba con ella en Carrizal y no tenía dinero para comprar el pasaje hacia Valledupar. Andaba deprimido porque suponía que sería descalificado sin participar. Entonces ella se puso en la tarea de alcanzar limones en la huerta de su padre. Luego salió a venderlos por el pueblo. Gracias a su gesto generoso Diomedes pudo viajar a ese festival en el que conoció a Náfer Durán, el acordeonero de su primer disco. El trofeo que le dieron por ganar el tercer puesto en el concurso de canción inédita es lo único que a Martina le quedó de él. Y una hija muy dulce que se llama Malena Rocío. Más allá del trofeo y la hija, Diomedes no dejó por aquí ni la sombra.
En aquel trofeo, un armatoste de hierro carcomido, reconocí una alegoría: a veces lo único que el amor deja entre las manos es un montón de óxido. Óxido y dolor, me corrige Patricia ahora. Y me cuenta entonces que a su padre, ‘el Negro’ Acosta, lo mató la pena moral que le produjo la separación de ella con Diomedes. Se me viene a la memoria la leyenda del flautista de Hamelín: uno se acerca en busca de la melodía y al llegar se tropieza, inevitablemente, con las ratas.
Patricia aplasta su cigarro contra el cenicero. Su cigarro que hace un instante era una brasa encendida y ahora es una pilada de cenizas. Como sus amores con Diomedes Díaz.
3. Las vacas pariendo y yo bebiendo
Conocí a Diomedes Díaz en vísperas de la Semana Santa de 1979, cuando yo estaba próximo a cumplir los dieciséis años y él estaba próximo a cumplir los veintidós. Sucedió en San Estanislao, el caluroso pueblo del norte de Bolívar en el cual me criaron mis abuelos maternos. El conjunto había sido contratado para actuar en una caseta llamada Los Jumbitos. Aunque la presentación comenzaría a las diez de la noche, Diomedes y su tropa, encabezada por el acordeonero ‘Colacho’ Mendoza, arribaron en autobús a las cuatro de la tarde. Luego se dirigieron a la posada de Adela Rivera, la única del pueblo, donde al parecer algunos de ellos durmieron una siesta. Al caer las primeras sombras de la noche los visitantes jugaron fútbol, pasearon por las calles del centro. Yo era uno de los muchísimos provincianos que aquella tarde de sábado seguían paso a paso el itinerario de los músicos: la aparición del autobús por el Callejón del Comercio, el desembarque, el partido de fútbol vespertino, la caminata por el parque principal, la instalación del sistema de sonido. En aquel momento la fama de Diomedes comenzaba a ensancharse. Su discografía de entonces ya tenía títulos notables, como Consuelo, Frente a mí y El alma en un acordeón. De ahí el revuelo que produjo su llegada a San Estanislao.
Diomedes entró a la caseta escoltado por un tropel de admiradores. Puntual, sobrio. Mientras avanzaba por la calle de honor que le abrían los fanáticos que ya estaban dentro, iba dejando en la atmósfera una estela de perfume. Me llamó la atención el hecho de que rechazara las copas de ron y whisky que espontáneamente le ofrecía el público. Incluso se negó a recibir una cerveza helada que, según pensé entonces, le hubiera servido para mitigar el bochorno de aquella noche veraniega.
—Los cantantes no consumimos bebidas frías —se excusó—. Si me pongo ronco se nos daña el baile, primo.
Acto seguido extrajo del bolsillo de la camisa un mendrugo de panela. Se lo llevó a la boca y empezó a masticarlo ahí mismo, delante de todos nosotros. Luego se dirigió hacia una zona contigua a la tarima para reunirse con los integrantes del conjunto. Su moderación no encajaba en el estereotipo de borracho propio del músico vallenato. Pero lo que me pareció más extraño fue lo que vino a continuación: cada vez que terminaba una tanda de canto, tomaba consomé de pollo y volvía a comer panela. A veces se aislaba en uno de los rincones de la caseta para gesticular como si estuviera actuando frente a un auditorio imaginario. Se ponía las manos abiertas en el pecho, daba un par de pasos laterales.
A lo largo de todos estos años he pensado mucho en el Diomedes de aquella noche de 1979, incluso desde antes de aventurarme a escribir esta historia. He evocado sus rasgos todavía adolescentes, sus gestos pintorescos. He contado varias veces, de manera oral, los mismos hechos que ahora estoy contando por escrito en esta crónica. Me he preguntado qué tanto de mi interés en él se debía a su carisma y qué tanto a mi naturaleza fisgona. Lo cierto es que yo me movía por dondequiera que él se moviera. Registraba con entusiasmo sus acciones, lo observaba de arriba abajo. Hubo un momento en que se me dio por curiosear su cuello. Me llamó la atención que tuviera la nuez de Adán tan sobresaliente. Supuse que tal vez la fuerza de su voz se derivaba de ese apéndice filoso. Cuando subió de nuevo a la tarima seguí escudriñándole el cuello: vi cómo se agrandaba y cómo se contraía, vi las venas gordas, la nuez inflada como si fuera a reventarse. En principio, ese gaznate abultado quedó grabado en mi memoria como una rareza morfológica. Después se convirtió en la imagen viva de la pasión de Diomedes por el canto. Había que ver el fuego que irradiaba aquel cantante. Si parecía a punto de desgarrarse físicamente era porque se estaba jugando el alma en cada tonada. El público, entre tanto, contemplaba embelesado su interpretación del paseo El gavilán mayor:
Yo soy allá en mi tierra el enamorador
soy buen amigo y valiente también
porque soy de las hembras el conquistador
de mil claveles soy el chupaflor
y en mi chinchorro me puedo mecer
Yo soy el gavilán mayor
y en el espacio soy el rey.
Durante gran parte de estos años arriesgué conjeturas erróneas sobre el vaso de caldo y los pedacitos de panela que Diomedes llevaba consigo la noche en que lo conocí. Suponía que eran simples extravagancias de divo. La verdadera razón de su ascetismo se me reveló cuando empecé a explorar el tema con ojos de reportero: Diomedes se cuidaba porque era un cantante de aspiraciones. Al conservarse sobrio podía seguir vivo para alcanzar la gloria que creía merecer. Al convertirse en un borracho ponía en riesgo esos ideales. Tenía claro que su canto era —como se dice en la jerga campesina de la región— su hacha y su machete. Por tanto, lo protegía como a su propia vida. Tomaba consomé para mantener en calor su garganta, comía panela para aclarar la voz. Esos mimos que se prodigaba evidenciaban, además, el respeto profundo que entonces le inspiraba su oficio. Los amigos que me han oído narrar esta historia coinciden conmigo en que aquel muchacho intachable no anticipaba al personaje disoluto que el país conocería después.
Aquella noche en San Estanislao Diomedes le arrebató el micrófono al animador para anunciar su siguiente canción.
—Este paseo inédito vendrá impreso en mi próximo disco, que saldrá al mercado, con el favor de la Virgen del Carmen, dentro de un mes. Se llama El profesional y dice la verdad de mi propia vida. Con mucho gusto para todos ustedes.
Durante casi toda la canción mantuvo los ojos cerrados. Manos apretadas contra el pecho, cabeza inclinada hacia la izquierda. En varios pasajes la voz se le quebró como si estuviera a punto de llorar. Fue tal vez el momento más emotivo de la velada.
Me inspiraba cuando fui un alumno
Siempre ser un buen profesional
Y como no tuve pa’ estudiar
Fueron imposibles mis estudios.
Pero hay cosas bellas en el mundo
que es la inteligencia natural
Y cualquier hombre puede triunfar
Y después gritarlo con orgullo
No fueron completos mis estudios
Pero soy un buen profesional.
Al terminar la canción hizo una venia solemne con la cabeza. Luego se me perdió de vista. Cuando volví a verlo lo tenía al frente: avanzábamos en sentido contrario a través del angosto corredor que había entre dos hileras de sillas ocupadas por borrachos. Él traía su vaso de consomé, yo llevaba las manos vacías. El choque entre los dos era inminente. En el último soplo, sin embargo, logré esquivarlo corriéndome un poco hacia la derecha, justo después de que él exclamara con apremio:
—¡Cuidado te quemas!
En seguida me dio la espalda y siguió su rumbo. Yo me quedé parado viendo cómo se alejaba entre la multitud. Ahora, al observar el episodio en perspectiva, comprendo que ya en aquel momento era mi personaje aunque ambos lo ignoráramos. En parte por eso y en parte por la notoriedad que alcanzó después, la frase que me dijo entonces —tan casual, tan insignificante— ha sobrevivido intacta en mi memoria.
***
Fue la primera y última ocasión en que nos vimos las caras. Nunca más nos hemos topado tan de frente, tan de cerca, a pesar de haber coincidido un montón de veces en los mismos espacios. Antes de decidirme a escribir sobre él lo vi actuar, por lo menos, en diez escenarios distintos. Después, en cinco. Viajando como cronista tras sus pasos he acumulado incontables millas de camino por tierra y por aire. Una noche en La Dorada, Caldas, me alojé en el mismo hotel en el que él estaba alojado. Una tarde en Ciénaga, Magdalena, me subí en el autobús de sus músicos. En febrero de 2010 asistí a la inauguración de una discoteca vallenata en Bogotá, amenizada por él. Durante la mayor parte de la velada permanecí montado en la tarima como si fuera un miembro más del conjunto. Desde mi ubicación privilegiada lo observé de perfil, a unos dos metros de distancia. Lo cierto es que son muchos los encuentros que he tenido con él desde aquella noche de 1979 hasta hoy. Algunos, inducidos por mí en mi condición de reportero; otros, determinados por el azar. Cuando no voy deliberadamente a los sitios donde él canta, de todos modos termino hallándolo por casualidad. Una mañana abordó el mismo avión en el que yo volé hacia Medellín. Un mediodía almorzó en el mismo restaurante de Valledupar donde yo almorcé. En cada nueva oportunidad parece más alcanzable, en cada nueva oportunidad se aleja un poco más. Han pasado treinta y un años desde cuando lo vi por primera vez y tres años desde cuando comencé a investigar sobre él, y si algo sé muy bien a estas alturas es que ya dijo todo lo que tenía que decirme:
—¡Cuidado te quemas!
Me parece razonable que se niegue a entrevistarse conmigo. Si yo estuviera en sus zapatos haría lo mismo. Consideraría innecesario exponer mi vida ante sus ojos, pues su escrito no me serviría en absoluto para vender ni un solo disco de más. Al fin y al cabo, mi fama no ha dependido de lo que él publicara o dejara de publicar. Puedo apañármelas perfectamente sin sus gacetillas. Si el tipo fuera uno de esos redactores de farándula que permanecen en sus cubículos a la espera de los comunicados de mi casa disquera, lo atendería al instante, porque sé que no me quitaría demasiado tiempo ni me plantearía cuestiones incómodas. Lo despacharía en un santiamén contándole simplemente cuáles son las canciones que contiene mi álbum reciente. En ese caso sí que me resultaría útil porque me ayudaría a promover mi nuevo disco, que es lo único que de veras importa. Pero a este Fulano que me viene asediando desde hace rato dizque para volverme tema de una crónica larga, se le nota al rompe su intención de meterse en ciertas honduras que a mí no me interesan. Al concederle un par de horas en mi agenda, el Fulano podría conducirme con sus interrogantes a terrenos espinosos. Podría preguntarme, por ejemplo, por qué si Doris Adriana Niño murió estando conmigo en el apartamento privado que me suministró la Sony Music en Bogotá, apareció arrojada como mera basura en un solar de las afueras de Tunja, a ciento cincuenta kilómetros de distancia. O a quién se le ocurrió el plan maquiavélico de hacer que las prostitutas de un burdel de esa ciudad reclamaran el cadáver para sepultarlo como si fuera una víctima menesterosa de su gremio. O si tengo alguna idea de por qué a los pocos días de la desaparición de Doris Adriana, cuando todavía no se conocía la noticia del homicidio, su cédula de ciudadanía fue cancelada en la Registraduría Nacional. ¿Qué tal que me preguntara por qué huí cuando fui requerido por la justicia, y quiénes custodiaron mis escondites durante el tiempo en que fui prófugo?
Uno les da la mano a estos periodistas, y ellos agarran el brazo; uno los hace entrar hasta la sala, y ellos dirigen su mirada chismosa hacia la alcoba. De pronto este Fulano sea de los entrometidos. Y aun si no lo fuera desconfiaría de él, porque en vez de limitarse a informar quién compuso la canción principal de mi reciente disco ha entrevistado a muchísima gente cercana a mí. Quizá a estas alturas varias de sus fuentes le hayan hablado de ciertos temas que yo detesto ventilar. Por ejemplo, las francachelas que armé dentro de la Cárcel Municipal de Valledupar cuando pagué mi condena. A lo mejor el Fulano conversó con aquella antigua amante mía que un martes por la tarde me llegó de sorpresa. El personal de turno le permitió entrar porque ella prometió marcharse en seguida, pero resulta que ambos nos dormimos. Cuando nos despertamos habían pasado casi tres horas. Entonces mi amante decidió seguir conmigo en la celda para ahorrarse la vergüenza ante los guardianes. Es que, imagínese usted, ni aquel era un día de visitas conyugales ni ella aparecía registrada como mi compañera permanente. Sería un fastidio que ahora el Fulano trajera a cuento esta historia. O que la tomara como pretexto para preguntarme si es verdad que algunas noches dormí en mi casa y no en la cárcel.
Si yo estuviera en los zapatos de Diomedes, insisto; si tuviera, como él, esos vaivenes tremendos entre lo sublime y lo grotesco; si mi vida hubiera sido un viaje permanente a través de una montaña rusa que diera bandazos de infarto entre el cielo y el abismo, también me prevendría ante los periodistas. Consideraría que a estas alturas ellos ya no pueden obsequiarme ningún halago interesante, ninguna bendición nueva que me favorezca durante la travesía por el pantano. En cambio sí podrían machacar en lo negativo, incluso actuando de buena fe. De modo que si yo fuera Diomedes procuraría mantener alejado al Fulano cronista para negarle cualquier posibilidad de preguntarme si soy o no soy adicto a la cocaína. Que se imagine lo que le dé la gana y que escriba lo que quiera. Total, ya estoy acostumbrado. Pero por nada del mundo sería yo quien se referiría a esos temas. No hablaría de las groserías que a veces cometo contra el público, ni diría una sola palabra sobre las reiteradas ocasiones en que los coristas son quienes terminan cantando debido a que yo estoy afónico, ni mencionaría los momentos de amnesia en los cuales se me olvidan mis propias canciones, ni contaría por qué fui sometido a una cirugía en el tabique nasal, ni le concedería importancia a ese apodo que me puso la gente cuando empecé a faltar a los conciertos: ‘No-vienes Díaz’.
Si yo estuviera en los zapatos de Diomedes, digo, también me serían indiferentes los periodistas. Pensaría que no les debo nada, los atendería únicamente cuando hubiera necesidad de promocionar mi trabajo. Cuando les concediera esa gracia lo haría solo por cumplir un requerimiento contractual de la casa disquera, pues si de mí dependiera a ellos jamás les correspondería divulgar mi obra. ¿Más divulgación de la que he hecho yo mismo durante treinta y cuatro años al cantar un día en la altiplanicie, otro día en la sabana, al día siguiente en el desierto y después en el litoral? Las multitudes que acuden a mis presentaciones van detrás de mí espontáneamente, no porque ningún periodista las arree a punta de micrófonos o de reseñas. Muchas de las personas que me idolatran me conocieron desde el principio de mi carrera, cuando mi rostro no aparecía en los periódicos ni en los canales de televisión. Yo no tuve un mánager asentado en Miami que reinara en los círculos donde se confeccionan, sobre medidas, las listas de los discos más vendidos, un mánager omnipotente que me apadrinara para ayudarme a ganar los premios amañados de la industria del espectáculo, un mánager que con un simple movimiento de su dedo meñique hiciera arrodillar ante mí a los gacetilleros de la farándula. No, señor. Los mánagers de los conjuntos vallenatos, con honrosas excepciones, son unos simples vendedores de bailes: cargan tres, cuatro, cinco teléfonos celulares para recibir las llamadas que, desde todo el país y a veces desde el exterior, hacen los empresarios solicitantes de nuestros servicios. Y pare de contar. Si yo no permaneciera tan ocupado gracias a mi oficio de cantante, sería mánager de un grupo vallenato, créanme, porque es lo más fácil del mundo: contesto “aló” y una voz al otro lado de la línea reclama al artista en Pasto. Entonces, miro la agenda y anoto. Contesto “aló” y una voz al otro lado de la línea me pregunta si el artista podría ir a Cereté. Entonces, miro la agenda y vuelvo a anotar.
Jamás se dio el caso de que en un almacén de cadena hubiera una muchacha de minifalda ofreciendo boletas para participar en la rifa de una camioneta, a cambio de la compra de mi nuevo álbum. Antes de definir mi lista de canciones, antes de yo abrir la boca para grabar la primera estrofa de un paseo de Marciano Martínez o de un merengue de Calixto Ochoa, había un gentío enorme encargando miles de copias. De suerte que cuando el disco finalmente aparecía ya estaban prevendidas unas trescientas mil unidades. Y ese era solo el banderazo, el arranque. Cuando las canciones empezaban a sonar, la cifra se triplicaba en cuestión de semanas. Ahora cualquier pelagatos vende diez mil copias y ya se cree el caballo que más relincha. En esta época de piratería, de música clonada a través de internet y multiplicada hasta el infinito con aparatos digitales, el éxito se logra con treinta mil unidades. Yo vendía setecientas cincuenta mil, un millón. Como decía el maestro Alejo Durán, alma bendita, lo mío no parecía oferta de música sino venta de leche. El día que mi producción salía al mercado, la sede de la Sony Music en Bogotá se atiborraba de lustrabotas, ropavejeros, loteros, mercachifles de semáforos, personas humildes ajenas a la industria pero decididas a revender mi disco a ojos cerrados, porque sabían que era un negocio rentable. Y ni hablar de lo que sucedía en Valledupar, la ciudad donde vivo: el alcalde declaraba día cívico, las emisoras me dedicaban cada segundo de su programación, los fanáticos me montaban en el carro del Cuerpo de Bomberos, el pueblo entero se postraba a mi paso.
La primera propaganda de televisión sobre mí salió al aire en junio de 1982, seis años después de haber comenzado a grabar, cuando ya mi carrera musical se encontraba consolidada. Fue una estrategia de la casa disquera para aprovechar la altísima sintonía del Campeonato Mundial de Fútbol. La propaganda era sencilla, sin artificios, simplemente aparecíamos ‘Colacho’ Mendoza y yo interpretando el estribillo del paseo Todo es para ti. Pero mi reconocimiento empezó muchísimo antes de aquella publicidad. A esas alturas, insisto, ya llevaba seis años de correrías entre la Ceca y La Meca. Tiempos de coraje, de sacrificios. Al principio hacíamos viajes terrestres de seis, siete horas. Los músicos íbamos apretujados en un autobús que andaba dando tumbos por carreteras abruptas. Aguantando calor, tragando polvo, peleando contra los bichos que se colaban a través de las ventanillas, sobreviviendo como podíamos a las sacudidas feroces que se producían en los tramos de escalerillas. A veces nos cubríamos las cabezas con pañoletas para evitar que el aluvión de arena se nos enterrara en el cabello. Por eso creo que a los cantantes se nos notan las horas de recorrido como a los pilotos. Cualquier melómano perspicaz descubre al oír una canción cuántos kilómetros de camino tiene su intérprete entre pecho y espalda, es decir, qué tanto ha cantado. Mientras más viajas, más cantas; mientras más cantas, más avanza el autobús, y cuando vienes a ver has dejado atrás la trocha escarpada y transitas por un sendero despejado donde el sol brilla solo para ti.
Al tomar conciencia de mi condición de ídolo natural, al contemplar a las multitudes que me siguen, al recordar que en este preciso momento están sonando canciones mías en los cuatro puntos cardinales del país, al intuir que justo ahora un muchacho entona bajo la ducha alguno de mis versos, al medir el trecho que ha recorrido mi autobús desde el momento en que comencé el viaje, me reafirmo en mi decisión de negármele al Fulano cronista. ¿Para qué más difusión de la que ya tengo? Mi problema no es cómo atraer a los periodistas sino cómo quitármelos de encima.
Si yo fuera Diomedes, en resumidas cuentas, mantendría a raya a los fisgones. Mostraría mis canciones, escondería mi vida. Pero el caso es que no soy Diomedes y se me nota demasiado en este monólogo. Si hablara de veras como él y no como un cronista que intenta interpretar sus juicios, mi exposición se reduciría a un par de líneas lacónicas, crudas, como les consta a quienes lo han oído referirse al tema en las casetas.
—Este es el verdadero Diomedes, no el que muestran los maricones de ‘las grandes prensas’. El verdadero es este que están viendo aquí, y lo que soy no me lo quita nadie… ¡porque no me da la gaaaaana!?
***
Me resigné sin dolor al silencio de Diomedes. A pesar de que varios de sus allegados —su hijo Rafael Santos, su mánager José Zequeda, su amigo Félix Carrillo— prometieron varias veces conseguirme una cita con él, supe desde el comienzo que un encuentro personal entre él y yo iba a ser imposible. Lo ideal hubiese sido contar con su testimonio de primera mano, ni más faltaba. Pero él decidió enmudecerse. En ese sentido me queda el lánguido consuelo de haber agotado todas las instancias a mi alcance. Ahora bien: admito que, hasta cierto punto, su mutismo me procuró un poco de alivio: me quitó de encima la molestia de encararlo con las preguntas espinosas que contemplé hace un momento, cuando me tomé la licencia de internarme en su psiquis. De haber abordado tales temas en la entrevista que debió suceder y no sucedió, Diomedes seguramente me habría mandado a freír espárragos. Y así, de todos modos, retornaríamos ahora al mismo punto: la necesidad de contar la historia sin la declaración oficial de su protagonista. Porque así como él nunca contempló la opción de abrir la puerta para que yo entrara, yo nunca he contemplado la opción de ignorar los asuntos sobre los cuales él le debe una explicación al país. Me hubiera gustado contar con su voz pero no lamento su silencio. Parte de mi trabajo consiste en descifrar lo que mis personajes quieren decir cuando se callan.
Algunas noches, viendo actuar a Dio-medes, he pensado en las inclemencias de su oficio. Él se sacrifica, noche tras noche, forjando la fiesta que otros disfrutan. Arde solo dentro del fuego con el que los demás se iluminan. Mientras los asistentes se enamoran o se alborozan con sus canciones, él está sudando la gota gorda en la tarima. En cada jornada le toca padecer —me consta— al latoso que le estruja el brazo, al borracho que le salpica la cara de saliva, al vehemente que le arranca los botones de la camisa. El único recurso que le queda para soportar a esa horda de seres enloquecidos es enloquecerse como ellos. Si siguiera tomando solo consomé de pollo como hace treinta años, a estas alturas ya no estaría cantando vallenatos sino villancicos en la tuna de algún colegio religioso. Para conectarse con la cáfila de ebrios hay que estar ebrio también. Por eso Patricia Acosta me dijo, con los ojos llorosos, que el Diomedes que adquirió los vicios fue el cantante, no el ciudadano común y corriente. Cuando los vocablos “parrandear” y “trabajar” se vuelven sinónimos, llega un momento en que no se sabe dónde termina la rumba y comienza el resto de la vida. Piensas, como Diomedes, que la felicidad cabe completa en este grito eufórico: “¡Ahora estoy mejor: las vacas pariendo y yo bebiendo”. Pero te mueres un poco cada noche.
En eso pensé una vez que, en vísperas de un concierto en Valledupar, vi a dos colaboradores de Diomedes ayudándole a soldar con pegante sus dientes delanteros. Allí, en la boca donde habían estado durante los años de esplendor unos dientes de porcelana bruñida con un diamante engastado, ahora solo quedaba el vacío, la devastación. Un poco después se subió a la tarima como si nada hubiera pasado. Sonó el acordeón de Álvaro López, empezó la nueva función.

El oro y la oscuridad

Publicado: 10 enero 2010 en Alberto Salcedo Ramos
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I. Grande como los dinosaurios
Pambelé volvió a bramar frente a las cámaras y descargó un nuevo puñetazo contra la pared. Tenía la bata típica de los enfermos de hospital, pero a través de los barrotes de la ventana parecía un condenado a muerte que reclamaba compasión.
La escena resumía de manera dramática lo que había sido su vida: el llanto y los golpes, el trastorno y el encierro, la fama y la oscuridad.
—¡Ayúdenme! —exclamó, con su vozarrón despedazado.
En ese momento, los reporteros se metieron a la fuerza en la habitación. El hombre dejó de aporrear las paredes y la emprendió a bofetadas contra su propio rostro. Los camarógrafos ajustaron sus planos para registrar la nueva reacción. Relampaguearon los flashes, se desbordaron los murmullos. Y Pambelé lució más desvalido entre aquella horda de perdición.
—¡Ay, mi madre —fue todo lo que alcanzó a decir, antes de sentarse en el borde de la cama y ponerse a llorar con el rostro hundido entre las manos.
El siquiatra Christian Ayola, que manejaba el caso de Pambelé en el Hospital San Pablo, de Cartagena, se disponía a almorzar en su casa aquel mediodía de enero de 1994. Estaba pasmado ante las imágenes del noticiero, que le resultaban crueles y de pésimo gusto. Su mayor preocupación no era, sin embargo, darles una cátedra de derechos humanos a los periodistas sino averiguar por qué su paciente entró en crisis. Supuso que tal vez no había tomado las medicinas.
“Él tenía que estar a punta de eurolépticos para el estado sicótico y estabilizadores para el humor”, recuerda Ayola.
A esa inquietud se sumaba otra: Andrés Pastrana, aspirante conservador a la Presidencia de la República, lo había llamado por la mañana para decirle que quería ver a Pambelé. Ayola le respondió que no se oponía, siempre y cuando la visita fuera secreta y no un acto público con intenciones políticas. El candidato presidencial volvió a la carga, con el argumento de que a los amigos no se les esconde.
Esa relación se había forjado 22 años atrás, cuando Misael Pastrana Borrero era el presidente de Colombia y Antonio Cervantes, más conocido como Kid Pambelé, era el campeón mundial del peso walter junior. La empatía entre los dos fue inmediata. El presidente lo recibía en el Palacio de San Carlos, lo ponía de ejemplo en sus discursos y se hacía fotografiar frente al televisor cuando Pambelé peleaba. Como si fuera poco, iba a Palenque, el pueblo pobre donde nació el campeón, a inaugurar los servicios de energía eléctrica y acueducto. Pambelé, por su parte, le dedicaba cada triunfo. Viajaba desde donde estuviera para acompañar a Andrés, el hijo del presidente —entonces un muchacho de 18 años— en las caminatas que organizaba por las calles de Bogotá.
Desde el 28 de octubre de 1972, cuando Pambelé ganó el título, el país permanecía en trance de adoración. Los periódicos no le perdían ni pie ni pisada. El Heraldo lo mostraba en el aeropuerto de Barranquilla, besando a una rubia de camisita breve abierta en el pecho. El Universal lo retrataba en una notaría de Cartagena, mientras firmaba las escrituras de tres apartamentos que había comprado de un solo tirón. El Espectador nos informaba por quién iba a votar en las próximas elecciones. El Siglo mandaba reporteros a las casas del ex presidente Carlos Lleras Restrepo y del poeta León de Greiff, para preguntarles sus impresiones sobre el ídolo. Cromos enviaba a su mejor cronista, Juan Gossaín, a los países donde Cervantes defendía el título. Fernán Martínez Mahecha revelaba que El Tiempo tenía cuatro carpetas de material de archivo sobre Pambelé y solo una sobre Gabriel García Márquez. Y El Espacio, claro, lo sacaba en primera página apretando por la cintura a una azafata, bajo la palabra “¡Pillado!” escrita en grandes letras rojas.
Pambelé, además, salía con la cantante de moda en Colombia, recibía homenajes de alcaldes y concejales, cultivaba amistad con famosos como José Luis Rodríguez (El Puma) y Óscar de León; regalaba toros en cuanta corrida podía, coronaba reinas en ferias populares, les tenía sendas mansiones a sus dos mujeres oficiales, pontificaba sobre la temperatura ideal del vino de Oporto, se hacía brillar las uñas en salones de belleza, coleccionaba autos lujosos en cada una de sus viviendas y liquidaba sin misericordia a todos los boxeadores que enfrentaba.
El culto a su figura se debía, explica Juan Gossaín, a que Pambelé fue el hombre que nos enseñó a ganar. “Antes de él”, añade, “éramos un país de perdedores. Nos consolábamos conjugando el verbo casitriunfar. Vivíamos todavía celebrando el empate con la Unión Soviética en el mundial de fútbol del 62. Pambelé nos convenció de que sí se podía y nos enseñó para siempre lo que es pasar de las victorias morales a las victorias reales”.
A mediados de los años 70, Gossaín fue testigo, en Cartagena, de un hecho que le hizo entender la idolatría que desataba el boxeador. El periodista pasaba por una calle del centro, en medio de la modorra de la dos de la tarde, cuando de pronto se asomó una prostituta envuelta en una toalla. La mujer se dirigió a gritos a los vendedores de lotería de la otra acera.
—Oigan, ¿a qué hora es la pelea de Pambelé?
En aquellos años de esplendor, el campeón era un tema obligado en la entrada o en el postre. Cuenta el ex presidente Belisario Betancur que en cierta ocasión el escritor Gabriel García Márquez fue recibido, en una reunión de colombianos en Madrid, con la siguiente exclamación:
—¡Acaba de llegar el hombre más importante de Colombia!
Entonces García Márquez, moviendo la cabeza en forma teatral, como buscando a alguien en el recinto, respondió:
—¿Dónde está Pambelé?
Y Pambelé estaba sentado en el borde de su cama en el Hospital San Pablo. Lloraba sin lágrimas, con un resuello profundo. A los 49 años había perdido la estampa magnífica del pasado. De la musculatura que en su época de boxeador causaba admiración en las ruedas de prensa no quedaba ni la sombra. Apenas los huesos continuaban allí: largos, nudosos, escasamente forrados por el pellejo. Nada de uñas pulidas, nada de bigote recortado en forma milimétrica. Se veía desgreñado, sucio. La bata ancha aumentaba su aire de huérfano. En sus brazos tan flacos sobresalían las venas, gordas y tensas. La piel negra ya no refulgía sino que se asemejaba al hierro oxidado. Donde antes brillaba un diente recubierto de oro con sus iniciales engastadas, había ahora un portillo oscuro que inspiraba pesar. Sus ojos no parecían hinchados por el llanto sino por una paliza.
Viéndolo así, el médico Christian Ayola no fue capaz de probar bocado. Le parecía el colmo que se expusiera el dolor de un ser humano a semejante contemplación tan morbosa. En ese momento hubiera hecho cualquier cosa con tal de impedir que un sitio sagrado como un hospital fuera convertido en circo bárbaro. Llamó por teléfono a la enfermera jefe y le dio las instrucciones del caso. Cuando colgó se puso a pensar que en Cartagena todo conspiraba contra el propósito de curar a Pambelé. Había demasiados fisgones que convertían su salud en un asunto de dominio público, demasiadas lenguas diligentes que podían dañarlo más con sus comentarios y demasiados compinches esperando a que terminara el tratamiento para festejarlo en grande con una nueva orgía de bazuco. Ayola recordó que el Hospital Siquiátrico de La Habana tenía renombre por su manera de tratar la adicción a las drogas y consideró que sería una buena opción para Pambelé, no solo por la calidad de sus médicos sino también porque allá estaría aislado de los peligros que afrontaba en nuestro país. En Cuba, por ejemplo, sería un ciudadano más, un hombre anónimo entreverado en una legión de enfermos iguales a él. Compartiría un pequeño cubículo con tres pacientes, lo cual podría servirle para que dejara de creerse el cuento de que era un ser único, el eterno campeón mundial, el negro más grande, el patrono del nocaut, la jáquima de los boxeadores, el que pega como con un martillo, el que enseñó a ganar a los colombianos, el de siempre, no hay con quién, el que a la hora de rematar no parece usar dos puños sino las aspas de un ventilador asesino, el único otra vez, el invencibleeeeeee Kid Pambeléeeeeeeeeeee.
Ayola suponía que la egolatría de Cervantes empezaría a resquebrajarse cuando se sintiera desconocido en Cuba. Allá, además, no pensaría en fugarse del hospital, porque no tendría adónde ir. Esto último era especialmente importante si se tenía en cuenta que en 1987 se había escapado de Hogares Crea, la finca de rehabilitación adonde lo internaron gracias a una campaña del periodista Fabio Poveda Márquez.
Frente al aspecto cadavérico que ofrecía Pambelé en su catre del Hospital San Pablo, resultaba inevitable preguntarse cómo se produjo su caída desde la cúspide hasta el fondo del barranco. Nacido y criado en el naufragio, no supo qué hacer en tierra firme, cuando los vientos empezaron a ser favorables. Se enloqueció con el oro, se intoxicó con el vino. Tocado de pronto por la varita de los dioses, olvidó que estaba marcado a hierro vivo por la desgracia. Siguió lanzando golpes a diestra y siniestra, sin darse cuenta de que no ganaba en el ring para salvarse sino para tallar su propia derrota.
Las drogas y el licor le arrebataron la fuerza, la disciplina y la corona de campeón. Lo llevaron a humillar y a destrozar a su familia. Después le aniquilaron la vergüenza. Lo sometieron al escarnio público como sinónimo del bruto que destruye con la cabeza el imperio que edificó con los puños. Los colombianos, que antes lo veneraban, lo volvieron blanco de burlas. “¿En qué se parecen Pambelé y los dinosaurios?”, preguntaban. “En que fueron grandes en el pasado, pero hoy no existen”. Convertido ya en hazmerreír, pusieron en boca suya la frase “es mejor ser rico que pobre”, incluida con frecuencia en las antologías nacionales de la estupidez. Como si esa declaración tan sensata, en medio de tantas tonterías que se repiten con énfasis en este país, no fuera casi una sentencia filosófica.
El promotor boxístico Nelson Aquiles Arrieta, quien descubrió a Pambelé cuando era un vendedor de cigarrillos de contrabando en Cartagena, asegura haberlo visto en su esquina, durante una de sus últimas peleas, haciendo trampa para reanimarse y poder aguantar el siguiente round. “Sergio Álvarez lo había golpeado muy duro y Pambelé estaba atravesando un sofoco. Entonces aplicó la jugadita de un cantante vallenato que no te voy a nombrar: sacó un pañuelito con coca y se pegó un pase delante de todo el mundo. Eso se vio hasta en la Patagonia. Cuando sonó la campana salió hecho una fiera y le dio un concierto de boxeo a Álvarez”.
Al final del combate, según Arrieta, Pambelé le reclamó al empresario el botín convenido: una camioneta y un kilo de cocaína. Poco tiempo después, cuando se apartó del boxeo, su situación empeoró. Las cuentas bancarias se fueron consumiendo en una vorágine de candela y desenfreno. Lo que se le iba por el bolsillo izquierdo no regresaba jamás por el derecho. Muy pronto quedó arruinado. Pasó de brindar whisky Sello Negro a mendigar sobras de cerveza en bares de mala muerte, del avión al bus cebollero, de los zapatos Corona a las chancletas de plástico, de los manteles presidenciales a los andenes, de la cocaína al bazuco, de las cantantes de moda a las puticas de cuchitril, de las primeras planas a las páginas judiciales. El capital que derrochó, según cálculos del periodista Eugenio Baena, fue superior al millón y medio de dólares.
Los amigos del éxito —comparables con esos insectos que se emborrachan dando vueltas alrededor de las lámparas— partieron cuando sintieron la oscuridad del fracaso. Necesitaban un nuevo campeón para la foto. Llegaron entonces los perdedores, envueltos en una humareda terrible. Libre de los compromisos del gimnasio, de la dictadura de la dieta, Pambelé se tiró al desastre. De repente, parecía haber adquirido el don de la ubicuidad. Un día lo expulsaban de un bar de Manizales por bailar desnudo sobre la barra y, cuando todavía no nos habíamos repuesto de la sorpresa, aparecía en Pasto con el rostro ensangrentado por negarse a pagarle a un taxista.
En un restaurante de Cartagena le vaciaron una olla de sopa hirviente en el pecho y en el aeropuerto de Bogotá le rompieron la frente con una tranca. En Barranquilla le pegaron con un tacón puntilla por limpiarse las manos en el vestido de un maniquí. En Cali un ganadero le ofreció un mazo de billetes con tal de que se fuera rápido de la plaza de toros. Se volvió inquilino asiduo de calabozos y hospitales. Lo vieron sin dientes en Armenia y sin zapatos en Tunja. Lo vieron y lo vieron y lo vieron y lo vieron. Estaba en todas partes pero no estaba en ninguna. En Colombia todo el mundo, grande o chico, gordo o flaco, alguna vez se había tropezado a Pambelé armando escándalos. Llegó un momento, incluso, en que lo veían aunque no lo vieran. Fantasma de sí mismo, un día fue dado por muerto en Radio Sucesos RCN. Cuando reapareció indignado por la noticia, hubo gente que no le creyó que, en efecto, seguía vivo.
Que siguiera vivo, después de todo, era un milagro. Eso pensaba el siquiatra Christian Ayola mientras buscaba en su agenda el número telefónico de Hernando Múnera Cavadía, el director de Coldeportes en Bolívar, para plantearle la idea de trasladar a Pambelé a Cuba. En este país violento —cavilaba— habían matado a mucha gente por desmanes menos graves que los suyos. Los ofendidos lo perdonaban quizá por su pasado glorioso. O porque entendían que era una pobre criatura aplastada por una enfermedad superior a sus fuerzas. O porque sabían que cuando estaba sobrio era un caballero intachable. A Ayola le gustaba la forma en que Juan Gossaín definía a Pambelé: “El coloso que decidió ponerle dinamita a su propia estatua”.
En esas andaba cuando lo llamaron por teléfono para contarle que Andrés Pastrana se encontraba en el Hospital San Pablo tomándose fotos con Pambelé y conversando con él en medio de la turba de reporteros. Suspiró con resignación y se reafirmó en su idea de que a Pambelé había que sacarlo de Colombia.
Al día siguiente, cuando abrió el periódico, lo primero que vio fue la enorme foto de la visita, bajo el título “Pambelé adhiere a Pastrana”.
II. El ruido y la furia
La casa-finca de la familia Cervantes Orozco, único vestigio que queda de la fortuna de Pambelé, está ubicada en el pueblo de Turbaco, a una hora de Cartagena. El patio mide dos hectáreas y tiene mangos, guanábanos, nísperos, limones, papayos, plátanos y tamarindos. Hay una gallina aburridora que le sabotea la siesta a un perro perezoso, una bicicleta recostada contra un árbol y una pelota de fútbol. El piso de tierra es pulcro: ningún guijarro suelto, ninguna lata vacía, ningún zapato viejo retostado por el sol. Las hojas secas no andan volando por ahí sino que están escrupulosamente recogidas en un montoncito apartado contra la cerca. El sol reverbera en el tejado, hierve en el aire. Son las tres de la tarde del seis de enero de 2004.
En la terraza de grandes baldosas rojas, sentados en mecedoras de mimbre, se encuentran Carlina Orozco, esposa de Pambelé, y sus hijos José Luis y Rubén. También están las mujeres y los hijos de ellos dos, junto con algunos vecinos que han venido de visita. Solo falta Lucy, que vive aparte con su marido y sus cuatro niños. Los chicos corretean por todos lados, arman un barullo tremendo. A ratos, los adultos les piden dejar la gritería.
Hoy, al igual que hace dos días, cuando vine a esta casa por primera vez, Carlina se niega a abrir la boca. Cuando le pregunto algo, se pone el dedo índice de la mano derecha sobre los labios y mira hacia un lado. Supongo que con su gesto histriónico pretende advertirme que no está dispuesta a pronunciar ni media palabra sobre su marido. O quizá me pide que me calle. José Luis, en cambio, se desborda. Admite que a ratos se desespera tanto que piensa en la posibilidad de amarrar a su padre y meterlo en un hueco subterráneo durante cinco años, a ver si de pronto se corrige. Después afirma que la pensión mensual que el gobierno le da a Pambelé por haber sido un símbolo del deporte —un millón y medio de pesos— sólo ha servido para patrocinar sus desórdenes.
—A mi mamá no le da ni cinco centavos —protesta— y tampoco quiere aceptar que ella sea la que cobre y administre la pensión. Él es un hombre enfermo que se enloquece más cuando ve plata. Mire, se desaparece varios días, nadie sabe por dónde anda, es la locura total. Nosotros volvemos a verlo es cuando se queda sin nada y en malas condiciones.
En este momento, a propósito, lleva varios días perdido. Algunos dicen que está en Barranquilla, donde una amante llamada Cecilia. Otros juran que amaneció descalzo en el mercado de Galapa, Atlántico, jugando dominó. Los de más allá aseguran que como en Cartagena hay temporada taurina, es imposible que haya salido de la ciudad. ¿No era, acaso, el que andaba ayer por el Parque Bolívar, con una camiseta enrollada en la cabeza, convidando a pelear a un lustrabotas? ¿No era el que devoraba una posta de sábalo frito en una cabaña de La Boquilla? Si te pones a buscarlo, te pierdes tú también. Te confundes, sientes dolor en los talones. No entiendes por qué si Pambelé es omnipresente como el sol, tú no lo encuentras. Si quieres tropezarte con él —te previene el vendedor callejero de mariscos— debes ir a las 11 en punto de la mañana a los quioscos de La Matuna. Un jubilado de los que tertulian en los alrededores de la Gobernación cree que Pambelé pasó hace media hora por el malecón de Bocagrande. Un taxista del aeropuerto jura que lo saludó en las playas de Crespo. Las prostitutas de la Calle de la Media Luna suponen que está almorzando con los boxeadores del Pie del Cerro y los boxeadores, a su vez, se lo imaginan encerrado con las prostitutas. Las versiones se multiplican según el número de personas a las cuales les preguntas.
—La semana pasada estaba en el barrio Chiquinquirá con un vaso de tinto en la mano.
—Hace cuatro días tenía una gorra de los Yankees y estaba conversando con su compadre Bernardo Caraballo.
—Si hubieras llegado diez minutos antes, lo habrías encontrado en esa cafetería tomando jugo.
—Ahora mismito se fue de aquí, mi hermano. ¡Corre, para que te lo pilles en la otra esquina!
Y cada vez te lo van arrimando más en el espacio y en el tiempo, hasta que empiezas a creer que ya lo encontraste, y resulta que es una sombra engañosa, se alarga y se encoge en el piso, mas no se deja tocar. Todo lo que hagas por retenerlo será inútil, pues cuando Pambelé está de farra es como un nubarrón, viejo, anda lento pero llega lejos, lo ves cerca pero no lo alcanzas. Además, no hay manera de controlarlo. Cuando pasa frente a ti, cargado, turbio, lo intuyes amenazante y, sin embargo, te descuidas, porque ya lo consideras parte del paisaje. Entonces, cuando te acostumbras tanto que terminas por olvidarlo, el nubarrón descarga su cólera contra lo primero que se le atraviese. Bum, bum, bum. Oyes el estruendo, pasan los policías, se forman los corrillos, se desatan los rumores y al otro día, claro, lo tienes por fin frente a ti: está retratado en El Universal mientras es conducido a la cárcel de San Diego, por haber agredido a Jolinis Pérez Ortega, una joven que se negó a bailar con él.
Esta vez, sin embargo, su familia no lo ha visto ni siquiera en el periódico. Cuando pregunto que si por casualidad saben dónde se encuentra, Carlina vuelve a sellarse la boca con el dedo índice. José Luis responde que con seguridad su padre anda de parranda. Añade que donde quiera que esté, quizá tenga miedo de regresar a la casa, porque hace unos días, cuando se presentó borracho y empezó a reventar platos contra las paredes, él y su hermano Rubén lo aquietaron a la brava. Y no sólo eso: le aclararon que como volviera a irrespetarlos de esa manera, se verían obligados a encadenarlo en un árbol. Después llamarían a los periodistas para que lo vieran maniatado, a fin de que él sintiera en carne propia la humillación que ellos habían soportado toda la vida. Tan viejo, carajo, y no coge juicio. O se calma o lo calmamos. Por último, lo aguijonearon en su punto débil: si seguía causando problemas, le advirtieron, tendrían que internarlo de nuevo en un hospital siquiátrico.
José Luis confiesa que muchas veces él y su hermano han empleado la rudeza para contener a Pambelé. Es horrible, me explica, llegar a ese extremo. Horrible pero inevitable. Durante muchos años ellos han vivido emboscados en un callejón sin salida, sometidos a un dilema malvado: resignarse a que el padre los destroce o dominarlo con sus propios métodos brutales. Cuando Pambelé llega borracho o drogado, escupe insultos, reparte porrazos, lanza ollas y calderos, patea neveras. Ataca como fiera y devasta como terremoto.
—Yo recuerdo que mi papá rompía un televisor todos los meses, cuando le entraban sus loqueras —dice Rubén—.Y como en ese tiempo todavía tenía plata, se iba al día siguiente para cualquier almacén y compraba un televisor nuevo.
Cuando Pambelé se retiró del boxeo, en 1983, José Luis tenía 12 años; Rubén, 11 y Lucy, 8. A partir de ese momento, como ya no necesitaba cuidarse para la próxima pelea, abandonó los pocos escrúpulos que le quedaban. Ahí fue cuando la vida de todos se volvió un infierno. Los niños miraban impasibles cómo su padre llegaba de repente, a cualquier hora de la noche o de la madrugada, convertido en un ciclón que desbarajustaba la casa. La escena era traumática: había puñetazos, estropicio de muebles, desvelo. En medio del caos, mamá Carlina pasaba de los gritos de espanto al llanto de desconsuelo. Entonces, los chicos también lloraban. El depredador tomaba un segundo aire, rugía, se encaminaba hacia la cocina. Luego pateaba al perro, rasgaba el mantel, botaba los peroles. Cada agresión era más feroz que la anterior. Daba la impresión de que sólo se detendría cuando hubiera machacado el último florero. Lo peor, sin embargo, no era su sed de aniquilación sino su cara de lunático. ¿En qué momento, por Dios, el padre amoroso que esta mañana, antes de salir, les preparó el desayuno, los peinó y les dio un beso, se transformó en este monstruo desbocado? Ahora, el exterminador se quitaba la camisa. Parecía dispuesto a embestir con más determinación para consumar su faena demoledora. Pero cuando todos esperaban el envión final, el golpe de gracia que acabaría para siempre con este mundo cruel, el hombre se frenaba en seco, adoptaba la guardia clásica de un boxeador, tiraba una seguidilla de ganchos y rectos en el aire, y exclamaba con toda su alma:
—¡Y en esta esquinaaaaa, el campeón mundiaaaalllll Kid Pambeléeeee!
Al rato se quedaba en silencio. Se sentaba en alguna mecedora que hubiera sobrevivido al cataclismo y permanecía allí, inmutable, durante varios minutos. Chasqueaba los dedos, bajaba la cabeza. Era la calma después de la tempestad, el cielo apacible después de las centellas. Pero entonces, de manera inesperada, soltaba un pujo largo y rompía a llorar como un niño lastimado.
En este punto de la conversación, Carlina Orozco se lanza por fin al agua: agita el dedo índice, a la altura de su propio rostro, y dice que sólo los que actúen de buena fe lograrán enderezar lo que está torcido.
—La palabra de Dios nunca regresa vacía —añade—. Nosotros no queremos que el mal ejemplo de Antonio caiga en saco roto. ¡Apréndanse esa lección y úsenla para vencer al Demonio!
En seguida, mira hacia un lado y vuelve a su silencio. Como sabe que la observo, demora más de lo acostumbrado con el rostro escondido. Aprieta los puños sobre las rodillas, mece el tronco hacia atrás y hacia delante. Se ve demacrada, oprimida por el fracaso.
José Luis insiste en que su padre los ha sometido a una pesadilla demasiado larga. Para la mayoría de la gente en la calle, Pambelé es, a pesar de todo, un espectro inofensivo. Lo ves en la televisión, lo ves en el periódico, lo ves en tu barrio, lo ves en la sopa, pero al fin y al cabo, verlo no te mata. Él allá y tú acá. Él, envuelto en llamas y tú, fresco. Él, en el fondo del pantano y tú, a salvo en la tierra firme. Es cierto que si va tomado o drogado y tú te le acercas, el problema es inminente. Mantén una prudente distancia y conjurarás cualquier peligro. De todos modos, hay que admitirlo, puede ocurrir que te lo tropieces de frente en un espacio reducido y él te conecte con un mortífero uppercut de izquierda en la punta de la barbilla. Pero en ese caso, viejo, te tocará reconocer que la culpa no es de Pambelé, carajo, sino de tu mala suerte. La posibilidad de que se encuentre contigo, precisamente contigo, y te atice un soplamocos con la poderosa zurda, sigue siendo más remota de lo que muchos suponen. Así que volvemos a lo mismo: tú, sentado bajo la sombra del almendro y Pambelé, calcinándose en la mitad del sol. Tú, engordando en tu vida sedentaria y Pambelé, enflaqueciéndose en su andadura febril. No temas, que él se va alejando, se va alejando, se va alejando y se va alejando, hasta convertirse en una rastra de humo en la memoria.
A su esposa y a sus hijos, en cambio, les sucede lo contrario: pase lo que pase, Pambelé siempre se acerca. Hoy o dentro de seis meses, pero se acerca. Cuando vuelve es un lío; cuando se va, también. Están atados a su destino. Les toca cargar con él y con su fantasma, que para ellos pesa el doble. Encorva la espalda y duele muy hondo. Todo lo que Pambelé haga frente a ellos o a leguas de distancia puede afectarlos irremediablemente. Cuando él se pierde del mapa, ellos no tienen tregua, porque, de todos modos, él sigue repercutiendo en sus vidas de manera contundente. Es cierto que cuando él se encuentra lejos, la atmósfera es tranquila y los platos están a salvo. Pero en ese caso, las preocupaciones no desaparecen sino que cambian de foco. ¿Habrá armado un nuevo escándalo? ¡Claro, a la fija atacó a alguien y lo metieron preso! Luego se preguntan si está vivo. Se ponen tensos, se alteran con el mínimo ruido de la calle, llaman por teléfono, averiguan si lo han visto. De pronto, en medio del sobresalto, se miran las caras y comprenden que no están buscándolo por deber sino porque lo extrañan. Pobrecito, tal vez no ha comido. Quién sabe dónde le tocará dormir esta noche. Empiezan a pensar que es una criatura enferma, una víctima, un tipo que no tiene la culpa de haber venido al mundo con un corazón bueno y una cabeza mala. Porque, eso sí, ¿quién va a negar que cuando el hombre está en sus cabales es la decencia en persona? Y de la generosidad, ni hablemos. Acuérdense de la cantidad de gente a la cual ayudó sin estar obligado a eso. Primos, concuñados, compadres de ocasión.
Recuerden que él desde chiquito tuvo que hacer las veces de papá de sus cinco hermanos menores, porque el padre de verdad, el viejo Manuel, estaba perdido en Venezuela y hacía años que de él no había razón ni larga ni corta. Y cuando fue campeón mundial hizo que le pusieran la luz y el agua a Palenque, un adelanto para el pueblo, sí señor, con presidente y todo, que eso es algo que los viejos todavía comentan. ¡Ese era el tipo correcto en la vida! Ahí donde lo ven tan loco estaba pendiente de su gente. Cuando se ganó la corona y cobró los cinco mil dólares de la bolsa, pagó la nevera de la mamá —que se la iban a embargar— y compró por fin su primera cama doble, ya que hasta ese momento dormía con mamá Carlina en un estrecho catre de resortes. Juicioso, compa, juicioso. Y honrado. Usted podía mandar un saco de monedas de oro con él y no se extraviaba ni una sola. No le debía un centavo a nadie. Al contrario: se quitaba la ropa para regalarla. Sudaba para conseguir lo que necesitaba. En vísperas de un combate, no tomaba gaseosa, le hacía mala cara a la grasa, se apartaba si veía un sancocho, mejor dicho, mírame y no me toques. Se cuidaba más que un obispo, mi hermano. Cero trasnocho, mucho trote. Hasta pasaba la noche en un cuarto independiente, estudiando los videos del boxeador al que iba a enfrentar, analizando por dónde era que le iba a meter uno de los puños esos que, según el periodista Melanio Porto Ariza, tenían cloroformo. Cuando ya ganaba su pelea, otra vez dormía con mamá Carlina. Y ella amanecía con una sonrisa de oreja a oreja. Él cocinaba y nos llevaba el desayuno a la cama. Después tocaba las palmas, como si nos estuviera aplaudiendo, pero en realidad lo que nos quería decir con ese gesto era que nos bañáramos rápido para salir a pasear. Escríbalo como suena: éramos felices en esta casa. Bueno, quiero decir, antes de que él probara el veneno ese que lo malogró.
Una vez más, Carlina Orozco se anima a meter su cuchara en la conversación.
—Antonio es de mala cabeza pero él no se desgració solo. ¡Bastante que lo aprovecharon cuando estaba arriba! ¿Usted cree que nosotros no sabemos quiénes fueron? Nosotros sabemos todo, lo que le robaron, las porquerías que le dieron, todo. Sabemos dónde lo metían para dañarlo. Lo que pasa es que no vamos a mover ni un solo dedo para castigar a nadie, porque en la Biblia está escrito que el que a hierro mata, a hierro muere, y Dios ya le tiene su paga guardada a cada quien.
Fiel a su costumbre, Carlina vuelve a callar. Mira hacia un lado. Se mece. José Luis me reta ahora a comprobar que de los once hijos que tuvo su padre con cuatro mujeres, ninguno siguió su mal ejemplo. Al contrario, explica, todos exageran los buenos modales, sin duda para notificarle a su interlocutor, desde el comienzo, que están hechos de otro material. Pero —añade a continuación— con su padre esa cortesía no siempre funciona. Y además, la paciencia se agota. Cuando eran niños se resignaban al pánico en forma pasiva. Soportaban el maltrato a su madre, el escarnio público. No tenían manera de impedir que el huracán destruyera su morada. Estaban montados contra su voluntad en un carrusel de atrocidades que pulverizaba los nervios y nunca terminaba de girar. Además de padecer barbaridades, oían comentarios sobre las penurias económicas que se avecinaban: Pambelé remató los ocho apartamentos de Bocagrande y los cinco del Edificio Comodoro. Pambelé llegó al banco en bermuda, camisilla y chancletas, y retiró 10 mil dólares por ventanilla. Pambelé vació las tres cuentas corrientes y las dos de ahorros. Pambelé ferió los últimos 50 mil dólares que le quedaban de sus propiedades en Venezuela.
Pambelé vendió su colección de vehículos de lujo y quién sabe en qué se gastó la plata. Pambelé cambió una finca de 300 hectáreas por una noche de farra. Pambelé —y esto ya es el colmo— dejó perder hasta la casa que le había regalado a su mamá, a la pobre vieja Ceferina. Todas estas mortificaciones, afirma José Luis, se acumularon en forma dañina. Un día, cuando él y su hermano Rubén sintieron que habían crecido lo suficiente como para levantar el pecho, se sublevaron. En ese momento descubrieron que de todos modos no tenían alternativas: desterrar a su padre los pone a salvo de sus impertinencias, pero también les genera zozobra. Amarrarlo es librarse de sus golpes, pero condenarse a ver una escena pavorosa que duele hasta las lágrimas.
¿Para qué les ha servido, entonces, haberse rebelado? Por lo menos —responde Rubén— para conservar esta casa—finca, que fue lo único que le quedó a su madre. La lucha ha sido brava, añade. Varias veces han tenido que perseguir con machete a desconocidos que aparecen de repente pidiéndoles desalojar el predio, dizque porque ya Pambelé les firmó la promesa de compraventa.
III. Pambelé, el memorioso
El sol es ahora menos inclemente. Sopla la brisa, ladra el perro dormilón, se espanta la gallina latosa. El ruido es ensordecedor. Desquicia. Los niños se desordenan cada vez más. Corren, gritan, sacan la lengua. Parecen tener la energía suficiente para saltar durante tres días seguidos. De pronto, uno de ellos se desprende del grupo y se viene para donde yo estoy. Tiene la cara amoratada por el trajín, chorrea sudor. Me cuenta, con la voz entrecortada por la agitación, que se llama Bryan, que tiene ocho años y es hijo de José Luis.
—Oiga, señor, ¿esa grabadora graba lo que uno dice?
—Sí, claro.
—Yo quiero grabar algo sobre mi abuelo.
El chico se frena, mira a su padre y a su abuela. Se nota que busca aprobación. Como no ve la señal por ninguna parte, se mordisquea el dedo índice, agacha la cabeza, sonríe apenado.
—¿Qué quieres decir? —insisto.
Pero el muchachito no se pasa de la raya ni un milímetro. Duda otra vez. Sonríe. En ese momento su padre le arroja el salvavidas.
—¡Ajá, di lo que quieres decir!
Entonces, como impulsado por un resorte, Bryan acerca el rostro a la grabadora, se pone las manos alrededor de la boca en forma de bocina y habla con un tono fuerte.
—¡Mi abuelo a veces se porta bien y a veces se porta mal!
Cuando termina de hablar permanece acurrucado con la vista fija en la grabadora.
—¿Qué hace cuando se porta bien?
De nuevo, arma una bocina con las manos y levanta el tono para responder.
—Cuando se porta bien compra Bom Bom Bun y me da a mí y le da a Brenda.
—¿Y cuando se porta mal?
—Le pega una lluvia de puños a la ropa que está ahí colgada y dice: “¡No jodaaa, yo soy el campeón mundial Kid Pambeléeeee!”.
En esta última frase se esforzó por remedar el vozarrón de su abuelo. Además, trató de copiar sus ademanes. Por eso, respondió lanzando puñetazos en el aire, como si él también les estuviera pegando a las camisas tendidas en la cuerda del patio. Después hundió el rostro en el vientre de mamá Carlina y se quedó quieto.
—El problema de mi papá es ese —dice ahora Rubén—. Él no quiere aceptar que ya no es campeón mundial. A nosotros nos han dicho los médicos y varios conocidos de él, que eso es lo que le hace más daño.
Son muchas las personas que, en efecto, dan fe de ese delirio. Como Orlando García, el gran lanzador del béisbol colombiano. En 1987, los dos ex deportistas coincidieron en la sucursal de Hogares Crea en Barranquilla, con el propósito de curarse de la adicción a las drogas. Desde el principio —cuenta García— el líder del grupo les dejó en claro que allí no serían tratados como celebridades sino como seres enfermos. Por eso les pidió borrar el pasado y empezar de cero.
“Usted, por ejemplo”, añadió, “aquí no se llama Pambelé sino Antonio. ¡Pambelé fue el boxeador y lo dejamos allá afuera, porque aquí adentro nos importa una mierda! ¡Aquí no queremos nombres sino hombres!”.
Al principio, Pambelé se pasaba la norma por la faja. Era displicente si le llamaban Antonio, recitaba cada rato, en voz alta, los pormenores de su gloria; actuaba como lo que siempre ha creído ser: el campeón. Un día los compañeros lo sentaron en el banquillo de los acusados y lo acribillaron en una terapia de confrontación de quince minutos.
—¡Qué vas a ser tú campeón mundial ni qué nada!
—¡Olvídate del tango, que ya Gardel murió!
—¡No creas que eres mejor que nosotros! ¡Recuerda que estás aquí por soplador!
—¡Hablando basura y permitiste que tu vieja quedara otra vez en la calle!
—¡Tú no eres más que un pobre negro hijueputa, cabezón y maluco!
El periodista Eugenio Baena cuenta que ha sido testigo, por lo menos dos veces, de cómo Pambelé, en momentos de desvarío, confunde el pasado con el presente. “Yo estuve con él en el Madison Square Garden, cuando peleó contra Miguel Montilla. Eso fue en 1979. Hace como dos años me lo encontré en la Plaza de los Coches y me preguntó que cuándo había regresado de Nueva York”.
Baena recuerda que en ese momento, como vio que se acercaba un grupo de turistas extranjeros, Pambelé tiró varias combinaciones de golpes en el aire, acentuadas por su respiración. Movió la cintura, echó la cabeza hacia atrás, como esquivando un leñazo, y al final sacó un violento uppercut de izquierda que con seguridad le quebró la quijada a su rival imaginario.
Los turistas, que se habían detenido para ver la inesperada exhibición, aplaudieron. Los comerciantes del Portal de los Dulces rieron a carcajadas. Lo rodearon. Alguien gritó: “¡Buena esa, campeón!”. Otro dijo: “¡Mataste a ese pobre man!”. Pambelé levantó el puño derecho hacia el cielo. Lo agitó en el aire, como si estuviera agradeciendo con un pañuelo los cumplidos del público. Luego se dirigió otra vez al periodista.
—Doctor Baena: dígale a esta gente cómo dejó la nieve esa de Nueva York. Yo me vine primero que usted porque el frío me acobarda. Además, voy a vender el Mercedes Benz deportivo.
Más adelante, cuando por fin encuentre a Pambelé, comprobaré cuán atinadas son todas estas voces que, en el camino, me lo van retratando como un rehén de su pasado. Oyéndolo hablar durante horas en diferentes cafeterías del centro de Bogotá, concluiré que es un hombre encandilado por su propia gloria. El fogonazo de sus recuerdos es tan vasto que no le permite ver lo que ocurre más allá. Es un resplandor que lo persigue de manera obsesiva, recurrente, en la vigilia y en el sueño. Pambelé es incapaz de precisarte, por ejemplo, qué camisa se puso hace dos días o cuál era el apellido de Rosita, su primera novia. Si le preguntas cuántos nietos tiene, tartamudea. Si le pides que te diga quién es su sobrino mayor, bosteza. No sabe dónde botó el papelito en el que, hace 10 minutos, le anotaste tu número telefónico. Pero en cambio evoca con pelos y señales los detalles de sus 21 peleas por el título mundial: el día y la hora, los hoteles en los cuales se alojó, lo que se comió y lo que se bebió, los titulares de los periódicos, los colores de cada pantaloneta suya y de los rivales, el olor de los camerinos. Tú le mencionas un nombre —Nicolino Locche, pongamos por caso— y en seguida te recita la película completa: Gimnasio Maracay, diez mil espectadores, sábado 17 de marzo de 1973, nueve de la noche. Locche con la ceja rota en el segundo round. Locche con una hemorragia brutal en el quinto. Locche llorando porque en el noveno su esquina tiró la toalla, en señal de rendición. ¡Nocaut técnico, señores! ¡No hay quien pueda con Pambelé! ¡Tenemos campeón para rato!
Se sabe cada pelea de memoria. Te puede decir en qué punto exacto del ring derribó al oponente, con qué clase de golpe lo fulminó, quiénes llegaron a su esquina para felicitarlo, en qué restaurante fue la cena de celebración, con qué tipo de vino fue el brindis. Tú sólo tienes que darle un nombre, y listo. Él cuenta entonces que a Chang Kil Lee lo tumbó con la derecha y a Víctor Millón Ortiz, con la zurda. Que a Héctor Thompson lo noqueó con un directo a la mandíbula y a Norman Sekgapane, con un gancho al hígado. Cuando le toca hablar de Esteban de Jesús, suspira profundo y dice: “Pobrecito, después murió de sida”. Si le mencionas a Pepermint Frazer, su respuesta es más larga, pues a ese rival le arrebató el título, el 28 de octubre de 1972, en el Gimnasio Nuevo Panamá. En la revancha —agrega a continuación— lo noqueó más rápido. Él todavía conserva, sí señor, la foto que sacó El Tiempo en primera página, al día siguiente de ese combate: aparece Peppermint gateando, los ojos vidriosos, el protector bucal tirado en el piso, bajo el siguiente epígrafe: “¡Porque sé que de este golpe ya no voy a levantarme!”.
De su vida como campeón, a Pambelé no se le escapa nada, ni lo grande ni lo pequeño, ni lo sufrido ni lo bailado. Él recuerda, por ejemplo, en qué aerolínea viajó a Panamá cuando iba a pelear contra Lion Furuyama; a qué hora aterrizó en Seúl cuando iba a defender el título ante Kwang Min Kim y quiénes eran sus acompañantes en cada uno de esos vuelos. Luego te informa que el día que se enfrentó a Wilfredo Benítez, en San Juan de Puerto Rico, comió pescado en un restaurante español. Que la tarde que le ganó a Benny Huertas, en Cali, comió churrasco en un asadero argentino. Y todo eso te lo cuenta sin titubeos. En uno que otro caso, incluso, te da el color y la moda de la camisa que tenía puesta durante la cena.
¿Anécdotas? ¡Ufff, un montón! En Tokio terminó con las manos hinchadas de tanto pegarle a Yasuaki Kadota. En todos los rounds lo tiraba a la lona una o dos veces. Cada caída era más aparatosa que la anterior. Kadota no parecía al borde del nocaut sino de la muerte. Sin embargo, siempre que lo derribaban se levantaba del suelo con un entusiasmo irritante, digno de mejor causa. Otra vez le atizaban un porrazo que lo acostaba con las piernas para arriba, y de nuevo se reincorporaba, se sacudía las nalgas y se aprestaba a reanudar la contienda. Lo suyo ya no era coraje sino capricho. O, como dice Pambelé, “puras ganas de joder”.
En el minuto de descanso anterior al sexto round, el campeón lucía desesperado por el dolor en las manos. Entonces fue cuando le disparó a su entrenador una de las ocurrencias más sublimes de la historia del boxeo.
—Oye, Tabaquito, yo creo que estos japoneses me están cambiando al tipo. Fíjate a ver si es el mismo.
Contagiado por la carcajada que genera su historia, Pambelé sonríe. En seguida dice que en Palenque también le sucedió algo gracioso. Fue el día de la inauguración del servicio de energía. Los paisanos que habían concurrido a la plaza principal no parecían tan interesados en la ceremonia oficial como en desfilar delante de la imagen de San Basilio, el patrono del pueblo. La gente llegaba donde el santo, le decía unas palabras y se iba. Muertos de curiosidad, el presidente Misael Pastrana y el alcalde de Cartagena, Juancho Arango, decidieron acercarse para ver qué estaba pasando. Entonces oyeron la insólita plegaria.
—San Basilio bendito, San Basilio bendito, como Pambelé pierda el título, ¡te jodes con nosotros!
Cuando le pregunto de dónde sacó ese chiste, responde que “esas son vainas del doctor Fidel Mendoza Carrasquilla”.
Más adelante, cuando por fin encuentre a Pambelé, compararé su memoria con una videocinta que solo contiene imágenes de su pasado como campeón. Descubriré que a veces, cuando habla, no parece estar recordando sino encendiendo la casetera. Play, y empieza el combate. Forward, y la acción se adelanta hasta el siguiente nocaut. Review, y proyecta la caída del rival desde otro ángulo. Pause, y congela el cuadro para ufanarse de la precisión del jab. Repetir las escenas es repetirse a sí mismo en la gracia, volver a tener en los músculos la consistencia del acero. Es recuperar los laureles estropeados por la calamidad, sentarse de nuevo en el trono de la Diosa Fortuna. Es verse inundado de luz por los siglos de los siglos, indestructible y hermoso, besado por las azafatas en los aeropuertos, venerado por presidentes y ministros.
Todo eso, claro, lo pensaré cuando esté por fin frente a Pambelé. Por lo pronto, como todavía no lo he encontrado, sigo armando un bosquejo previo con las voces que voy oyendo en el camino. Ahora, el turno es para Billy Chams, el empresario boxístico barranquillero. Alguna vez que Pambelé trató de rehabilitarse, Billy le brindó la oportunidad de trabajar en su cuerda como entrenador. Quienes lo veían en aquella época —verbigracia, el periodista José Marenco— se asombraban con su progreso: estaba juicioso, totalmente entregado a sus deberes. La sobriedad se le acabó la noche en que peleó Miguel Happy Lora contra Lucio Metralleta López. Antes del combate, los organizadores de la velada les rindieron honores a los campeones mundiales de boxeo —retirados o activos— que había producido Colombia. Uno a uno, los homenajeados fueron subiendo al ring para recibir el respaldo del público. Cuando le tocó el turno a Pambelé, tambalearon las graderías. La gente, tal vez conmovida por la recuperación de su ídolo, se puso de pie y le tributó el más grande aplauso que se haya oído jamás en la Plaza de Toros de Cartagena. Esa noche, Pambelé se perdió, en sentido metafórico y en sentido literal. Pero antes de evaporarse en las tinieblas lo vieron tirar puños en el aire, destapar una botella de ron y gritar que él es el único, el campeóoooon mundialllllllllll. Nunca más volvió a asomar sus narices por la oficina de Billy Chams.
El médico Christian Ayola declara que las drogas y el alcohol no ocasionaron el problema de Pambelé, como todo el mundo cree, sino que lo agravaron. Ayola descarta, además, posibles secuelas del boxeo, ya que Pambelé no fue un hombre golpeado. “Yo estudié su cerebro y no tiene ni una sola lesión neurológica”, agrega. “Mi diagnóstico es el siguiente: trastorno bipolar afectivo, lo que anteriormente se conocía como enfermedad maniaco—depresiva”. Según Ayola, se trata de un mal genético que Pambelé heredó de su madre, doña Ceferina Reyes. “Obviamente, en el caso de él, la crisis se recrudece por el uso de sustancias alucinógenas y por su sentido totalmente errado del éxito y del fracaso”.
Humberto Martínez, quien estuvo a cargo de Pambelé en el Hospital Siquiátrico de La Habana, explica que justamente ese mal manejo del éxito y del fracaso es lo que genera su conducta agresiva. “Él fue un ganador nato y quiere aferrarse a eso hasta que se muera. Sin darse cuenta, plantea su vida en el pasado y trata de resolverlo todo con los golpes, porque necesita sentir que todavía puede ganar”.
Tal vez fue por eso que hace dos años el periodista Raúl Porto Cabrales lo vio peleando a puñetazo limpio, en pleno centro de Cartagena, contra el también ex boxeador Milton Méndez. Ambos estaban descamisados bajo la canícula atroz de la una de la tarde, en medio de un círculo de bárbaros que los azuzaban a gritos. Los dos lucían rotos, hinchados y el público les reclamaba más sangre. De pronto, en forma inesperada, dejaron de pegarse y se dieron un abrazo inmenso. Intercambiaron elogios. Los espectadores no entendían nada. Y quedaron más confundidos aún cuando Pambelé sacó del bolsillo del pantalón un billete de 20 mil pesos y se lo entregó a Milton Méndez. Alguien preguntó qué carajos era lo que pasaba. La respuesta fue de Milton Méndez.
—Hombe, mi hermano, lo que pasa es que Pambelé llegó buscando problema. Ustedes saben cómo es él. Yo le dije: mierda, Pambe, yo peleo contigo ¡pero si me das 20 mil barras!
El cronista Jaime de la Hoz Simanca considera que Pambelé comete sus famosos atropellos de manera inconsciente. Lo que él busca, en su delirio, no es abusar de las demás personas sino ratificarse como el campeón. No es que él quiera robarle al taxista el dinero del servicio, ni pasarse de listo con la señora que le vendió el almuerzo. Al negarse a pagar, cree simplemente que está ejerciendo un derecho. ¿Acaso olvidas que él es Pambelé? ¡Pero cómo así, mi brother! ¿Estás loco? ¡Tuviste a Pambelé en tu restaurante, brother, en tu restaurante! ¿Y pretendes cobrarle? ¡No, brother, déjate de venir a inventar películas de terror! ¿Tú piensas que Pambelé es uno de los clientes pringacaras esos que comen en tu negocio todos los días? ¡Qué falta de respeto es esa, brother!
Cuando Pambelé está en crisis no distingue el pasado del presente. Recuerda el nocaut antiguo, lanza de nuevo el uppercut. Y va por ahí disparando puñetazos alucinados que también a él le duelen. Pega y vuelve a pegar pero recibe muchos golpes, a menudo más brutales que los suyos. Vive convencido de que las calles son un ring del que puede salir airoso sólo con la potencia de sus nudillos. Pero allí la violencia es a otro precio, viejo Pambe. Allí no te muelen la osamenta con una trompada sino con un garrote, ni te parten la ceja con un jab sino con un pico de botella.
Y ese peligro es el que a Rubén Cervantes, su hijo, le inspira más temor. Mientras entramos en la sala, me comenta que su padre festeja cada 28 de octubre —día en que ganó el título mundial— con una borrachera tremenda. Desde temprano empieza a llamar por teléfono a sus amigos, para que lo feliciten. “¿Tú sabes qué día es hoy?”, les pregunta. Cuando ellos reafirman la fecha, entonces Pambelé les contesta. “Bueno, saca la cuenta. ¿Cuánto hace que soy campeón?”.
Noto que la pared principal de la sala está llena de fotografías del Pambelé victorioso: con el brazo derecho en alto, con presidentes y cantantes, levantado en hombros, asediado por los micrófonos, inmenso como una catedral sobre un rival que agoniza en la lona. Rubén me informa que el propio Pambelé fue quien armó esta galería y que se sabe de memoria la posición de cada retrato. Si alguien le cambia el orden a una foto, él lo descubre en la primera ojeada. Y agarra una rabieta monumental.
Carlina Orozco, que se ha venido detrás de nosotros y está parada al frente de la galería, se persigna. Sólo dice dos palabras, antes de esconder la mirada y taparse la boca otra vez con el dedo índice.
—Pobre Antonio.
IV. Perder es cuestión de método
El empresario cartagenero Nelson Aquiles Arrieta recuerda con nitidez la imagen del muchacho. Llegó una mañana de 1963 a su oficina, con una bolsa de cigarrillos de contrabando debajo de la axila derecha y un cajón de lustrar zapatos en la mano izquierda. Fiel a su costumbre, Arrieta lo examinó de pies a cabeza en el primer vistazo. Lo midió al ojo, le calculó el peso. Su olfato de tiburón se excitó en el acto, reconoció en aquel intruso de extremidades largas y aceradas, al campeón soñado. Era magro como una anguila pero sólido como una roca. Daba la impresión de que, en la misma noche, podía bailar una tanda de mapalé y pelear contra cinco tipos. Sin preámbulos, —y todavía de pies— el visitante fue al grano: dijo que se llamaba Antonio Cervantes Reyes, que había nacido en Palenque de San Basilio el 23 de diciembre de 1945 y que quería una oportunidad como boxeador.
Esa misma tarde comenzó a entrenar en el gimnasio. Arrieta demoró varios minutos para creer lo que estaba viendo: Cervantes soltaba las manos con la rapidez de un relámpago y la fuerza de un mortero. Cada vez que le asestaba un golpe al saco de arena de 120 kilos, lo desplazaba 90 centímetros. Ninguno de los otros boxeadores de la cuerda había logrado una hazaña similar. Arrieta sintió que se había ganado el premio gordo de la lotería sin necesidad de comprar el boleto.
—Lo único que no me gusta —le dijo al muchacho cuando terminó la práctica— es tu nombre. ¡De ahora en adelante te llamarás La Amenaza Negra!
El optimismo de Arrieta, sin embargo, se desvaneció apenas su pupilo debutó en el ring. ¡Cuánta torpeza, por Dios! Usaba la guardia tan abierta que recibía todos los golpes que le lanzaban. Era muy frío. Podía permanecer un round completo sin soltar las manos, como si la lluvia de golpes que le estaba cayendo en el rostro no fuera un problema suyo. Cuando por casualidad tiraba un puño, fallaba de la manera más ridícula.
En aquella época, el público deliraba con la técnica refinada de Bernardo Caraballo y con el coraje suicida de Mario Rossito. Cervantes, tosco y apático, era la antítesis de los dos ídolos. Para sobrevivir en el mercado boxístico de aquella Cartagena racista y de ínfulas virreinales, era necesario polarizar a la gente: encarnar, por ejemplo, la rabia de los oprimidos. O ser el negro pedante al que todos los blancos quisieran ver con las costillas rotas. Cervantes no representaba ni lo uno ni lo otro. Nadie se herniaba haciendo fuerza para que ganara, nadie apostaba un ojo por su derrota. Los que lo veían pelear, se aburrían. Pero al día siguiente ya todo el mundo lo había olvidado.
Arrieta se avergonzó de haber visto a Cervantes como el campeón mundial de sus sueños. Sin embargo, cuando dejó de confiar en él no lo marginó, sino que empezó a utilizarlo como relleno en sus carteleras. ¿Que no vino el boxeador panameño que iba a pelear contra Barbulito Zuluaga? Ahí está Cervantes, vayan a buscarlo. ¿Que se necesita un oponente de última hora para medirse contra Félix Salgado? Traigan a Cervantes. Un día el empresario notó que los cartageneros no querían verlo ni siquiera como bulto de ocasión. Entonces decidió que era hora de probar nuevas alternativas. Supuso que en los pueblos, como había una menor oferta de entretenimiento, su pupilo sería recibido sin prevenciones y sin exigencias. De modo que un sábado lo programaba en Cereté y a los 15 días en María La Baja. En un lugar era presentado como La Pantera Asesina y en el otro, como La Araña Negra. Después de probar varios apodos impuestos por el mánager, el propio Cervantes solicitó que lo llamaran Kid Pambelé, el mote que, allá en Palenque, le había acuñado su tío Pablo Salgado, en homenaje a un boxeador nicaragüense. A esas alturas, por andar peleando de carpa en carpa, tenía el aire bonachón de los leones de circo. No inspiraba respeto.
Los compañeros de Kid Pambelé en sus correrías rurales eran los otros boxeadores de la cuerda de Nelson Aquiles Arrieta, casi todos pegadores del montón. Se la pasaban peleando entre sí mismos, en un círculo repetitivo. El adversario más recurrente de Cervantes en aquella etapa era José Godoy, un mecánico empírico al que usaban como escalera de los muchachos que venían surgiendo. Todo el que lo enfrentaba, avanzaba un peldaño en el escalafón. Su asombrosa cadena de derrotas inspiró un chiste: se decía que una fábrica de jabones pretendía contratarlo como objeto publicitario, y que para tal fin pondría el anuncio en la suela de sus botines, ya que de esa forma el público apreciaría mejor la marca del producto, en el momento en que Godoy cayera a la lona con los pies para arriba. A Godoy, sin embargo, no había derrota que lo desmoralizara. Siempre estaba disponible para el próximo combate. A cualquier hora del día o de la noche que llegaran a buscarlo, abandonaba el taller y se iba. Ni siquiera preguntaba para dónde lo llevaban ni a quién tendría que enfrentarse.
—Antonio y yo peleamos cuatro veces —me dice José Godoy—. Él me ganó siempre.
Nos encontramos en el Gimnasio del Pie del Cerro, donde Godoy se desempeña como celador. Sin esperar mi nueva pregunta, me informa que precisamente por haber peleado tanto contra Pambelé fue que llegó a quererlo como lo quiere. Viajaban juntos en los buses, compartían las habitaciones de paso, almorzaban en las mismas fondas de carretera. Gastaban como amigos el poco dinero que habían ganado golpeándose como enemigos. Era muy raro, a propósito, que dos púgiles se odiaran. A veces alimentaban en público la idea de una inquina feroz, para que los aficionados se tragaran el anzuelo y acudieran en masa a ver el espectáculo. Pero tenían un profundo sentido de la solidaridad social.
—Se ve muy maluco que un pobre escupa a otro pobre, le dijo una vez el boxeador Enrique Higgins al periodista José Ignacio Betancur. Y ese principio, en aquella época, era sagrado. Cuando Bernardo Caraballo noqueó a Antonio Mochila Herrera, se puso contento porque al fin había reunido el dinero suficiente para ampliar su casa. Al día siguiente fue a buscar al único albañil que, según él, merecía ganarse los honorarios de la obra: nada menos que el mismísimo Mochila Herrera, quien todavía tenía los párpados inflamados por la muenda.
Cuando le pregunto a Godoy su concepto sobre Pambelé, se explaya en elogios: el más grande, el de la pegada más poderosa, el que puso en alto el nombre de Colombia, el que hizo que el país se fijara en el boxeo, el mejor campeón mundial de su peso en toda la historia. Como persona —añade después de una pausa— también es lo máximo, siempre y cuando se encuentre sobrio. A veces, cuando le pagan la pensión, viene al gimnasio por el mediodía y manda a comprar almuerzos para los boxeadores que permanezcan entrenando.
—Pobre Antonio —suspira—. ¡Venir a tropezarse con esa mala enfermedad! Él cuando se encuentra conmigo, me abraza. La última vez que vino por aquí me dijo: fíjate, cabezón, lo que es la vida. Tú perdías con todo el mundo y estás mejor que yo.
—Y usted, ¿qué le contestó?
—Yo le dije: marica, tú te volviste bueno fue después, porque cuando andábamos peleando por los pueblos esos, pasabas las de San Quintín. ¡Casi ni a mí me podías ganar!
—Así es —confirma ahora Nelson Aquiles Arrieta—. ¡Casi ni a Godoy le podía ganar!
Después cuenta que tampoco en los pueblos había público para las presentaciones de Pambelé. En Calamar, por ejemplo, la taquilla fue tan pobre que sólo alcanzó para pagarle el almuerzo. Le pregunto a Arrieta por qué Cervantes, a pesar de tantos descalabros, insistía en pelear. “Porque cualquier cosa que le diera el boxeo era mejor que lo que tenía antes”, responde sin vacilar.
¿Y qué era lo que tenía antes? En principio, allá en su natal Palenque, era un niño doblegado por la aspereza de su rutina diaria: tenía que madrugar a buscar el agua, arrear las hojas de bijao para envolver los pasteles que hacía su madre, cortar una carga de leña, vender pescado de casa en casa —a pleno sol y con los pies descalzos— y por la tarde llevarle a su abuela, en Cartagena, un bulto de plátano verde para que ella lo revendiera en el Mercado del Arsenal. Era el mayor de los seis hermanos. Esa circunstancia, sumada a que el otro varón de la familia era todavía un bebé y a la ausencia prolongada de su padre, le impuso desde muy temprano obligaciones de adulto.
Antonio no había cumplido los 10 años cuando los Cervantes Reyes se mudaron para Cartagena. En su pueblo —uno de los primeros enclaves de negros cimarrones que hubo en América— escaseaba el dinero, pero sobraban los alimentos. La yuca crecía silvestre, el ñame se extendía como la plaga y los peces se multiplicaban en cualquier época del año. Nunca faltaba un sancocho de hueso humeante en el fogón del patio. Tampoco, un allegado que cocinara cerdo y te regalara, por lo menos, la asadura. Había comida suficiente para que te hartaras y te olvidaras de que eras pobre. Pero ahora, en Cartagena, Antonio debía acostarse algunas noches con el estómago vacío.
Su familia se estableció en Chambacú, un tugurio ubicado en las afueras del sector colonial. Aquello era entonces un fangal de olvido disputado por los zancudos y los vándalos. Una tarde, un hombre atracaba a otro con una hachuela de carnicero. Al día siguiente, dos mujeres peleaban a arañazos y mordiscos por el amor de un negro que tenía tres dientes forrados en oro. En el barrio siempre estaba sucediendo algo espantoso que parecía definitivo. El apremio de cada hora impedía ver más allá del momento. Nadie se preocupaba por el mañana, pues lo verdaderamente urgente era terminar con vida la noche actual.
Antonio se preguntaba si sobreviviría a la hostilidad de las calles y a la miseria de su casa. Le mortificaba que los haraganes de esquina se mofaran de su acento palenquero. Sufría viendo las angustias de su madre. Un día entendió que nadie lo respetaría en aquel universo de infamia, si no era capaz de castigar a todo el que le faltara con una buena trompada en el caracol de la oreja. ¡Santo remedio! Para combatir al otro enemigo —el hambre— se consiguió un cajón de lustrabotas y un cartón de cigarrillos de contrabando. Y se fue a probar suerte en el Camellón de los Mártires.
No tardaría en descubrir que en aquella época la única opción digna que la ciudad les ofrecía a los muchachos negros y pobres como él era el boxeo. De modo que cuando por fin se calzó los guantes no fue para empezar la pelea sino para seguirla, porque, como advertía el periodista Melanio Porto Ariza, “el primer ring es la vida misma, que manda unos porrazos fuertes de hambre y dolor”.
—A mí me impresionaba mucho —dice Nelson Aquiles Arrieta— que él no expresaba desilusión por su falta de carisma para atraer al público. Era un conformista de tiempo completo.
Tan resignado estaba Pambelé a su papel de perdedor, que cuando volvieron a programarlo en Cartagena le apostó a su propia derrota. Dos días antes de la pelea fue contactado por unos desconocidos, que le prometieron dinero si se arrojaba a la lona en el cuarto asalto. Y claro: aceptó en menos de lo que canta un gallo. Lo que no imaginaba era que su adversario, Chico González, le arruinaría el plan. En el segundo round, sin que Pambelé le rozara un pelo, el tipo se tiró al piso. Torció los ojos, estiró una pierna. El árbitro empezó entonces el conteo fatídico.
—Uno, dos.
El público vio claramente que, antes de los diez segundos de rigor, a González no lo levantarían del suelo ni con una grúa.
—Seis, siete.
—¡Párate, hijueputa, que no te he pegado!, gritó Pambelé.
—Nueve, diez. ¡Nocaut fulminante!
Todo el mundo en Cartagena se enteró de que González parrandeó esa noche, hasta el amanecer, con los carniceros del mercado, quienes habían urdido la patraña. Pocos días después, la Federación Colombiana de Boxeo determinó suspender por un año a los dos protagonistas del insólito tongo doble, único caso de su género en los anales de este deporte.
Maniatado por la sanción y abochornado por los comentarios de la gente, a Pambelé no le quedó más opción que irse del país. Su nuevo destino: Caracas, la capital de Venezuela.
V. Paseando en el carro de bomberos
Quienes lo conocieron en Cartagena como un simple relleno de carteleras quedaron desconcertados la noche del 28 de octubre de 1972, cuando la radio empezó a difundir la noticia de que se había convertido en el primer campeón mundial de Colombia.
Algunas personas, convencidas de que su victoria por nocaut sobre Alfonso Peppermint Frazer había sido producto de un golpe de suerte, vaticinaron que sería un monarca efímero, dueño de un trono de papel que volaría en pedazos con la brisa más leve. Sin embargo, Pambelé ganó su primera defensa del título y después la segunda. Luego siguió aniquilando retadores, hasta imponer la más férrea dictadura que se recuerde en la categoría de las 140 libras. El torpe se había transformado en un verdugo implacable, en una máquina de demolición que no tenía fisuras por ninguna parte.
En el ring lucía más bien sereno, nada de despilfarrar los golpes como si fueran baratijas. Erguido, los pies separados en un compás perfecto, lanzaba los puños solamente cuando tenía la certeza de que iban a dar en el blanco. La mano izquierda adelantada mantenía a raya al contrincante, con una arrogancia nunca antes vista. No era el típico jab que apenas sirve para demarcar el territorio e impedir que el otro se acerque, sino un martillo persistente que aturdía y perforaba. Pum, en la boca. Pum, en la boca adolorida. Pum, en la boca rota. Pum, en la boca que chorreaba sangre. El martillo pegaba y pegaba, obsesivamente, donde más te dolía, y sólo te dejaba en paz al final de su tarea asesina. Pum, pum, pum. Cuando lograbas superar el cerco de esa mano izquierda de pesadilla, entonces te esperaba, inexorable como un trancazo, la derecha.
Si el porrazo explotaba en la punta de tu barbilla, te garantizo que caías al piso como un tronco cercenado por un hacha. Es posible que en esos diez segundos de penumbra soñaras, como Sonny Liston, con una manada de cocodrilos interpretando un concierto de violines. Pero al despertar no encontrabas música sino un mapa borroso que te confundía.
El repertorio ofensivo de Pambelé era completo. Podía noquearte con un solo golpe o con la combinación de varios, en el estómago y en el tabique nasal, por arriba y por abajo. Incluso se permitía pegar mientras retrocedía, una virtud que sólo han poseído unos pocos elegidos en la historia del boxeo. Sereno, la izquierda por delante, la derecha al acecho, esperaba su oportunidad. Entre tanto, miraba sin parpadear, con la concentración de un felino que prepara su zarpazo. Pum, el jab en el ojo. Pum, el jab en la ceja. Cuando su olfato de bestia detectaba el desfallecimiento del rival, lo remataba sin contemplación, con una eficacia deslumbrante.
En total realizó 21 combates de título mundial, un récord para la división walter junior. En 1980, cuando perdió la corona, los colombianos entendieron que esa era la consecuencia lógica de su desorden. Además, ya contaba 35 años —que en el boxeo equivalen a la ancianidad— mientras que su rival, Aaron Pryor, era diez años menor. Y tenía hambre.
En octubre de 1998, Pambelé fue incluido por expertos internacionales en el Salón de la Fama, un museo consagrado a honrar la memoria de los mejores de todos los tiempos. A la emotiva ceremonia, llevada a cabo en Bangkok, Tailandia, tuvo que viajar el periodista Estewil Quezada, porque Pambelé llevaba varios días perdido y nadie sabía dónde se encontraba. Cuando apareció, recibió el premio: un anillo de oro que tenía escrito su nombre en alto relieve.
Le pido a Pambelé por enésima vez que me informe dónde está el anillo de oro que le dieron en el Salón de la Fama. Se hace el loco, sorbe el pitillo de su gaseosa. Nos encontramos sentados en el segundo piso de una solitaria cafetería del centro de Bogotá. Llevo cinco días entrevistándome con él y no le he oído ni una sola respuesta concreta sobre los temas espinosos de su vida.
Siempre contesta que quiere mucho a los colombianos, que él es un hombre del pueblo y que gracias a Dios todavía hay salud. No pronuncia ni media palabra sobre la posibilidad de comenzar otro tratamiento en Cuba, ni aclara para dónde se va cada tarde, cuando terminamos la sesión de diálogo y él se mete por el callejón del frente. Uno le pregunta que si ha llamado a Carlina y él responde que casi todos los días habla por teléfono con José Luis. No dice, en cambio, cuándo regresará a Turbaco para ver a sus hijos, ni cuándo fue la última vez que compartió la pensión con su mujer. No hay por dónde agarrarlo. Agita la botella de gaseosa, sorbe el pitillo y evade los ojos de su interlocutor. Cae en un silencio incómodo, tamborilea en la mesa con los dedos de la mano derecha, consulta el reloj. Me gustaría que precisara —le digo a quemarropa— en qué momento se volvió adicto y qué tipo de drogas ha consumido. El hombre me observa con fastidio. Luego declara, con el más serio de sus rostros, que ya no se acuerda de esa parte de su vida “porque fue hace mucho tiempo”.
—¿Usted todavía se cree campeón mundial?
—No.
Y no agrega ni un suspiro. Pambelé te oye con sumo cuidado, te calibra aunque parezca que no te presta atención. Calcula la respuesta. Luego dispara un monosílabo tajante, como un jab con el cual pretende mantenerte a distancia. Jamás deja escapar una palabra que lo comprometa. No dice, por ejemplo, quiénes fueron esos cartageneros de clase alta que, en las fiestas de Bocagrande, le enseñaron a esnifar cocaína. “Toda esa gente ya se ha ido muriendo”, es lo máximo que suelta, cuando ya te tiene algo de confianza. Si lo interrogas sobre los perjuicios que le ha ocasionado a su familia, pone cara de confusión, como si le estuvieras hablando en chino. Si lo cuestionas sobre sus arranques de ira, también se muestra desconcertado. Debe ser un error, te aclara, porque él nunca ha llegado a su casa rompiendo objetos ni lanzando porrazos contra todo lo que se mueva. Tampoco admite que arma líos en la calle. “Lo que pasa —explica— es que yo tengo una voz muy fuerte y cuando hablo muchas personas piensan que estoy peleando”. De los hospitales —agrega ahora, mientras revuelve el pitillo dentro de la botella— recuerda muy poco. Al final, como si descargara el recto de derecha largamente preparado, se viene con una de esas frases felices que pronuncia cuando quiere cerrar un tema embarazoso. “Menos mal que ya salí de los problemas y ahora soy un hombre nuevo. Gracias, Colombia, te lo dice Pambelé”.
—¿Ahora sí me va a decir dónde quedó el anillo de oro?
—Hay unas personas de Cartagena que lo tienen guardado porque van a montar un museo sobre la vida mía.
—¿Quiénes son esas personas?
—Vamos a dejar las cosas de ese tamaño. Tú sabes, ese es un anillo de oro fino y no es bueno que la gente sepa dónde está.
—Él nunca va a decir dónde vendió el anillo ese —me advierte Miguel Gómez—. Es la persona más mentirosa y manipuladora que yo he conocido en mi vida.
Gómez es el propietario de Bogotana de Ediciones, una empresa distribuidora de libros donde Pambelé actúa como “relacionista público”. Los dos piden citas en diferentes empresas de la capital, para ofrecer enciclopedias didácticas. Ante los obreros reunidos en pleno, el ex boxeador pronuncia unas palabras sobre su caída en el vicio. Hace dos días, por cierto, los acompañé a visitar un cultivo de flores de la sabana de Bogotá. Pambelé comenzó su intervención recordándoles a los presentes que él había sido el primer campeón mundial de boxeo nacido en Colombia. Lo tuvo todo a sus pies —prosiguió— pero cayó en la mala situación “por culpa del licor, las drogas y las mujeres malas”. Luego, sin dar mayores explicaciones, soltó una conclusión feliz.
—He encontrado la luz al final del túnel.
Me pareció que seguía al pie de la letra un libreto gastado en la memoria, deteriorado por el uso. No era el testimonio vibrante de alguien que se ha sumergido hasta el fondo en el horror, sino un parlamento epidérmico, recitado a la carrera como parte de una estrategia comercial. El hombre no abría su corazón: trabajaba.
Sin embargo, el auditorio lo escuchaba con la boca abierta. Cuando Pambelé terminó la presentación, Gómez sacó la caja de la mercancía y la puso sobre la mesa. En cuestión de minutos, se vendieron las enciclopedias. Cada empleado se arrimaba después a Pambelé, para que le autografiara su ejemplar. Cualquiera que hubiera visto la escena sin conocer al personaje, habría podido confundirlo con una celebridad literaria de El Congo. Ese mismo día, por la noche, se fue para Barranquilla sin avisarle a nadie. Entonces, convertido de nuevo en su propio fantasma, emprendió el camino inverso de su discurso, hasta encontrar otra vez el túnel al final de la luz.
—Es manipulador —repite ahora Miguel Gómez.
Estamos sentados en el altillo de su casa, en el norte de Bogotá. En Turbaco, los hijos de Pambelé me habían comentado que tienen una deuda de gratitud con Gómez, no sólo por el sueldo que le paga a su padre, sino también por la protección que le ha brindado a toda la familia durante casi 15 años.
Hoy, sin embargo, Gómez se declara aburrido por la conducta de Pambelé. Le ha aguantado muchas fallas, me dice. Una vez, en Manizales, tuvo que ir en persona a sacarlo de una bodega, donde estaba revuelto con seres cadavéricos que llevaban varios años consumiendo bazuco sin ver la luz del sol. Después, en Bogotá, debió hospitalizarlo de emergencia, porque la mesera de un restaurante del barrio Santa Fe le había partido el pómulo con una botella. También le ha tocado rescatarlo en Cali y en Armenia. Lo peor —añade— no son sus desmanes públicos sino sus mentiras. Para justificar su apreciación, cuenta la historia de la madrugada en que lo llamaron a su casa, para avisarle que Pambelé estaba retenido. Cuando Gómez llegó a la estación de policía, encontró a los agentes de turno asustados por la posibilidad de que Pambelé resultara matándose delante de ellos, ya que tenía las manos sangrantes de tanto estrellarlas contra las paredes. Además, lloraba como un niño y le pegaba cabezazos desesperados al borde de una banca.
Ya liberado, cuando Miguel Gómez le preguntó por qué lo habían retenido en la estación, Pambelé le dio una respuesta que lo dejó perplejo.
—¿Y a ti quién te dijo que yo estaba preso? Lo que pasa es que esos policías son amigos míos y me invitaron a tomar tinto.
Gómez —como muchas de las personas con las que me entrevisté— considera que a Pambelé le hizo daño el no haber conservado su arraigo social cuando fue campeón. Marcado por su infancia tan pobre, sentía quizá que debía mejorar el estrato económico para que su éxito fuera completo. Por eso se mudó para el exclusivo sector de Bocagrande, donde nunca antes habían aceptado a un negro, y cambió a sus amigos de siempre por gente famosa o adinerada como él. Ensoberbecido en las alturas, olvidó quién era y de dónde venía. No entraba en el Mercado de Bazurto porque le parecía hediondo ni visitaba a sus antiguos compadres porque vivían muy lejos. Caminaba sin mirar para los lados. Y ya no quería comerse el pescado con la mano sino con cubiertos de plata. Extraviado en un círculo social al que no pertenecía, sus relaciones dependían más del dinero que del afecto. Algunos de los vecinos que le abrían calle de honor cuando lo veían a bordo de su Mercedes Benz deportivo tal vez habían pasado frente a él, sin saludarlo, cuando era un muchacho pobre que andaba en chancletas vendiendo Marlboro de contrabando por el Camellón de los Mártires. ¿Quién, en ese universo ancho y ajeno, tendría interés en protegerlo?
En cambio Rodrigo Valdez —me decían las fuentes— preservó el sentido del arraigo cuando fue campeón mundial del peso mediano. Siguió viviendo en Olaya Herrera, con el argumento de que el pobre es pobre aunque tenga plata. Compraba buses para darles trabajo a sus compadres, abría las puertas de su casa, se comía el pescado con las manos. Como era tan tímido, sólo se sentía cómodo entre su gente. Huía de los extraños —aun de los más distinguidos— como si fueran el mismísimo demonio. Una noche le dejó la cena servida nada menos que al Príncipe de Mónaco, con la excusa monda y lironda de que tenía mucho sueño. Al día siguiente, mientras desayunaba, alguien le dijo que había actuado mal. “Verdad que sí —admitió— qué pena con ese pobre príncipe”.
—Gracias a algunos de sus nuevos amigos ricos —dice Gómez—, Pambelé probó la cocaína. Claro que lo peor de él es eso de creer que es campeón mundial.
—Es su obsesión.
—Yo no sé si tú recuerdas que antes, cuando los boxeadores regresaban a Colombia después de ganar el título, los subían en un camión del Cuerpo de Bomberos y los paseaban por las calles para que la gente los viera. Él sigue creyendo que es 28 de octubre de 1972 y que ya vienen a buscarlo para darle su paseo.
—¿Usted no cree que ponerlo a firmar libros es seguirle dando tratamiento de campeón?
—Si a eso vamos, ¿dónde quedan los periodistas que le hacen reportajes?
De las palabras de Miguel Gómez me acordé la última tarde que me vi con Pambelé. Fue en la carrera 7a. con calle 17, igual que las veces anteriores. Lo encontré parado en la esquina, con un vaso de tinto en la mano derecha. Cuando empezamos a caminar rumbo a la cafetería, un pordiosero que estaba acurrucado en el piso lo saludó levantando el pulgar derecho. Luego un agente de la Policía, guiñando un ojo, dijo que así como se veía hoy era como todos los colombianos querían verlo. Lo saludaron el vendedor de libros piratas y la empleada de la tienda de discos. En la cuadra siguiente nos tropezamos con un hombre que, al reconocerlo, le tiró un gancho suave en el estómago. De pronto, los pasajeros de un bus estacionado en el frente, empezaron a llamarlo a gritos:
—¡Adiós, campeón!
—¡Campeónnn!
Pambelé hizo la “V” de la victoria con la mano izquierda, aparentemente despreocupado por establecer de dónde venían los gritos. Sonrió, tocó la cabeza de un niño que venía en un coche. Entonces tuve la impresión de que ya no avanzaba a pie sino encaramado en lo más alto del camión de los bomberos, donde jamás de los jamases volvería a alcanzarlo la derrota. Lo vi desamparado en su quimera, pero dispuesto a defender hasta el final el único trono que le queda.

Los enanitos toreros

Publicado: 4 diciembre 2009 en Alberto Salcedo Ramos
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2
Hugo Martínez —39 años, 118 centímetros— bebe un nuevo buche de cerveza y empieza a enumerar las ventajas de los enanos: no se descalabran con los travesaños de las puertas, ni sufren cuando se agachan y, como si fuera poco, se libran de toparse cara a cara con Dennis Rodman, ese tipo tan feo.
Sus compañeros de juerga, enanos como él, largan la risotada. Uno de ellos le golpea la cabeza con la palma de la mano, otro lo empuja, los demás le piden que no les embrome la vida. Todos lucen achispados, felices. Martínez, a gusto en su papel picaresco, levanta las nalgas y las menea en forma chistosa. Después continúa su función.
Cuando se presenta un asesinato —dice—, un enano jamás es el primer sospechoso, así se encuentre al lado del cadáver con una pistola humeante en la mano. Además, como sus ojos están cerca del suelo, tiene muchas posibilidades de descubrir, al lado de una alcantarilla, aquel extraviado billete de 20 mil pesos que los seres normales no pudieron ver por andar englobados en las alturas.
Larry Plazas —16 años, 120 centímetros— le pide a Martínez que suspenda las payasadas, porque ya le duele el estómago de tanto reírse. Martínez lo amonesta con una mirada severa que, evidentemente, es fingida. Sonríe, le pellizca la mejilla. Luego se tambalea como borracho y dice que aún no ha mencionado la ventaja más grande de todas. En este punto se dirige a mí y me advierte que yo no lograría, ni en sueños, un momento de placer con Jennifer López. Lo máximo que conseguiría, si la viera, sería un autógrafo, o comprobar que soy más alto que ella.
—En cambio yo, papá —exclama, con el rostro súbitamente enrojecido—, si me pongo junto a ella, le doy por el culo.
Sus secuaces vuelven a reír de un modo estridente. Uno de ellos opina que Hugo tiene tanta gracia que debería llamarse Chris Rock. Hugo, siempre chusco, le responde que está pensando en ir a una notaría para reemplazar su apellido Martínez por Norrea. Entonces todos comienzan a gritar en coro:
— ¡Hugo Norrea!
— ¡Hugo Norrea!
— ¡Hu—Gonororrea!
— ¡Hu—Gonorrea!
La escena tiene lugar en Mariquita, Tolima, un sábado por la tarde. Faltan tres horas para que los ocho enanos toreros del grupo El Gran Tin Tin comiencen su actuación. Así que mientras llega el momento definitivo, la cuadrilla aprovecha para dejarse caer unas cuantas cervezas entre pecho y espalda. El más sediento es Víctor Prieto —30 años, 135 centímetros—, quien le pide a Hugo, con un gesto teatral, que deje “la hijueputa vulgaridad”.
—Marica, recuerde que a mí me llaman ‘Vulgarcito’ —le contesta Hugo, antes de volver a empinarse la botella de cerveza.
Todos siguen riendo a carcajadas en el patio de la señora Elinor Elles, dueña de la cantina de mayor tradición en el pueblo.
***
¿Por qué lanzar al ruedo a los enanos, precisamente a los enanos, le pregunto a Ezequiel Vargas, dueño de El Gran Tin Tin. Estamos sentados en la sala de su casa, ubicada en la urbanización Arborizadora Baja, en el sur de Bogotá. Son las nueve de la mañana de un viernes cualquiera. Nos acompañan Jorge Ricaurte —26 años, 117 centímetros— y Serafín Zapata 35 años, 127 centímetros—, los dos enanos que viven con Vargas, más conocido en el ambiente taurino con el remoquete de ‘el Curro’.
Vargas se pone a la defensiva y dice que no inventó el toreo bufo, una actividad más vieja que él. Lo que quiero saber, aclaro, es por qué se presume que una gavilla de novilleros diminutos resulta cómica. ¿Será porque nos parece risible el contraste entre su fragilidad y la dureza que se le atribuye a la tauromaquia? ¿O porque los necesitamos como chivos expiatorios de nuestra barbarie? ¿O porque suponemos que las anomalías ajenas son divertidas? Vargas admite que los toreros enanos generan un placer retorcido: la gente se ríe de sus desplantes caricaturescos, claro, pero también disfruta viéndolos arriesgar el pellejo frente a los cachos de un becerro. Noto que, como en el antiguo circo, el gozo es consecuencia del sacrificio. O, por lo menos, del peligro. Alguien debe inmolarse de vez en cuando para que la puñetera vida de todos los días tenga sentido. Es algo que está en la naturaleza de los seres humanos, qué le vamos a hacer. Bien dice el escritor Henry Stein que cuando un niño se planta en el baño mientras su padre se afeita, no es porque considere que ese ritual insulso valga la pena, sino porque abriga la esperanza de que el adulto se desbarate la cara con la cuchilla. Porque lo cierto es que el hombre invoca mucho los mandamientos cristianos, pero a la hora de la verdad le importa un pepino la suerte del prójimo. En el caso que nos ocupa —concluyo— los espectadores no solo festejan la faena jocosa de los protagonistas, sino el hecho de que los enanos sean otros y no ellos.
Vargas se niega a cuestionar las motivaciones del público. Pero en cambio se siente obligado a defender su espectáculo hasta las últimas consecuencias. En principio están las razones económicas. Los enanos que no desafían la cornamenta de una vaca, los que no se contorsionan de manera estrafalaria sobre la barra de un bar, los que no se desnudan en las fiestas de despedida de solteros, los que no actúan como hazmerreír de ferias, son un cero a la izquierda, un yerbajo del rosal. Excluidos del mercado laboral, deben resignarse a ejercer, a ratos, oficios no calificados. Sus estudios son precarios, en parte por discriminación y en parte por la ignorancia de ciertos padres, que consideran una pérdida de tiempo darles educación. Ni siquiera cuentan, literalmente, como ciudadanos rasos, ya que los censos de población los desdeñan. La Asociación de Pequeños Gigantes de Colombia, creada hace tan solo dos años, estima que en este país de 43 millones de habitantes, hay unos siete mil enanos.
¿Cuál es el destino de esos enanos, se pregunta ‘el Curro’, dándose una palmada vehemente sobre la rodilla derecha. Para responder el interrogante, dice, nada mejor que recordar qué hacían y cuánto ganaban los miembros de su elenco cuando él los conoció. Jorge Ricaurte repartía hojas volantes para promocionar un negocio de brujería en el centro de Bogotá. Devengaba 12 mil pesos diarios. Ángel Leal —20 años, 115 centímetros— era vendedor ambulante de juguetes en las calles del sector 20 de Julio. En los días mejores no ganaba más de 10 mil pesos. Víctor Prieto se levantaba a las tres de la madrugada para ir al mercado de Corabastos a desgranar 100 libras de arveja, por la módica suma de 18 mil pesos. Javier Martínez —26 años, 125 centímetros— era blanco de la Policía, por andar traficando con discos compactos piratas. Su patrón, un mercachifle de cuello blanco, apenas le pagaba 10 mil pesos. Larry Plazas estaba sin empleo.
Hoy, como colaboradores de El Gran Tin Tin, reciben honorarios que oscilan entre los 60 mil y los 250 mil pesos por cada velada. Y cuentan con seguridad social porque están afiliados a la Unión de Toreros de Colombia. Cuando peor les va, hacen unas diez funciones al mes, pero durante las temporadas altas esta cifra se duplica. Para los enanos toreros —insiste ‘el Curro’—, los dividendos son palpables. Hugo Martínez, por ejemplo, vive en España seis meses al año, durante los cuales recorre las principales fiestas de su género en ese país. Con los ahorros de sus reiteradas expediciones, ha logrado construir su casa, ladrillo sobre ladrillo, en el barrio La Victoria, en el sur de Bogotá. Javier Martínez es el sostén de su familia, pues sus hermanos normales están desempleados. Laureano Páez —55 años, 135 centímetros— ha viajado por una docena de países. Y Víctor Prieto le ha regalado un techo a su madre, con lo cual consiguió, de paso, apartarla por fin de su marido alcohólico.
Jorge y Serafín, que habían permanecido callados durante todo este tiempo, dicen que los beneficios van mucho más allá de lo material. Incluyen también, según ellos, el respeto de la gente.
***
Dos horas antes de llegar a la plaza, los toreros del grupo salieron a recorrer Mariquita. El propósito era promocionar la corrida, atraer una mayor cantidad de público. Los enfiestados habitantes, en efecto, los vitoreaban y les abrían calle de honor, los recibían con carcajadas. Un solo enano es motivo suficiente para la curiosidad, pero ocho enanos juntos repartiendo adioses desde una camioneta sin carpa son ya el colmo de la rareza, el principio de la comedia. Inevitable preguntarse quiénes son, de dónde salieron, cuándo llegaron y para dónde van, cómo se conocieron y qué diablos se proponen, todas esas inquietudes que nadie se plantea frente a un tropel de personas comunes y corrientes. Los seres humanos son capaces de alquilar balcón para apreciar mejor los defectos de sus semejantes. Nada le produce al hombre tanto morbo y tanta hilaridad como la anormalidad de otro hombre. Por eso el circo es el escenario natural para burlarse del prójimo. Y para deshacerse de él entregándoselo a los leones. O a las vaquillas encrespadas como la que a esta hora, siete de la noche, acaba de saltar al ruedo. Se trata de un animal berrendo de carrera impetuosa, que en menos de un minuto se estrella dos veces contra la cerca.
Ángel le saca dos muletazos. Larry le ofrece el capote a la distancia, pero no se le enfrenta. Hugo le muestra la lengua desde el burladero. De pronto, la becerra embiste a Serafín y lo arrastra un par de metros. El público se agita: aplaude, chilla, se carcajea. La cuadrilla auxilia a Serafín y este se levanta del piso y se sacude las nalgas. Luego hace una voltereta en el aire.
Un rato después, la vaquilla pierde el último brío que le queda y jadea perezosamente recostada contra la valla. Pero en seguida agacha la cabeza y resopla con fuerza, hurga la tierra con las pezuñas delanteras, parece envalentonarse en un segundo aire. La amenaza se queda en el puro aspaviento, porque está claro que ningún poder de este mundo moverá a ese animal del punto donde se ha afincado. Entonces, los pequeños toreros se abalanzan en manada contra la novilla. Unos la jalan por el rabo, otros la trincan por los cachos, los demás se le cuelgan en el pescuezo y en el lomo. El público ruge, el animador se exalta. La vaca cae al suelo, dominada por los hombrecillos que están hincados en ella como sanguijuelas. En las graderías estalla una salva de aplausos.
Al final de la jornada, ya en el camerino, los enanos conversan sobre las cuatro horas de viaje terrestre que les esperan a continuación, para regresar a Bogotá esta misma noche. Dormirán muy poco, dicen, porque mañana temprano partirán hacia Yopal. Después vendrá un nuevo destino, y luego otro, y así. Luis Alberto Ballén, el conductor de la buseta que los transporta, estima que en el año 2006 han recorrido unos 10 mil kilómetros.
—Esa fue la vida que elegimos— señala, Serafín, alzando el pecho de manera solemne.
Todos están con los torsos desnudos y en calzoncillos bóxer. De repente, Hugo agarra una daga para cortar un hilo que se le salió a su chaqueta verde. Entonces me mira con sorna y lanza otra de sus bromas.
—Huy, hermano, no se me ponga tan cerca. Recuerde que no hay nada más peligroso que un enano con navaja. Los compañeros, como siempre, sueltan la risotada.
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Irónicamente, Serafín y Jorge no alcanzan el timbre de la casa donde viven, la de ‘el Curro’. Cuando llegan de la calle, deben silbar fuerte para que les abran la puerta. Si los de adentro tienen la lavadora encendida o están oyendo música, no perciben la señal. En ese caso, a Serafín y a Jorge les toca acudir a la ayuda de cualquier transeúnte que les haga el favor de presionar el timbre.
Pese a los beneficios graciosos que menciona Hugo, ellos saben que no son, precisamente, tipos que anden por ahí tocando el cielo con las manos. La literatura rosa los ha idealizado bastante, personificándolos, a menudo, como débiles capaces del heroísmo más increíble. Pero este mundo no es Liliput, donde las criaturas minúsculas pueden sojuzgar a los gigantes como Gulliver. Y esta vida no es una quimera en la que a David se le permita derrotar a Goliat. La realidad prosaica de todos los días es que el pez grande se sigue comiendo al chico, que los vendavales se ensañan con los arbustos más enclenques.
A eso se refieren ahora Serafín y Jorge, mientras visitamos a Víctor en Corabastos. En un día como hoy, me explican, cuando no tienen compromisos con El Gran Tin Tin, cada quien aprovecha el tiempo a su manera. Víctor continúa madrugando a desgranar sus arvejas.
Lo que abunda en la cotidianidad —recalcan los tres compadres— son las desventajas: el estribo demasiado elevado del autobús, la silla alta del bar que les oprime el corazón, la curiosidad abrumadora de la gente. Para ellos todas las manzanas del árbol son remotas, prohibidas. Y las mujeres, inaccesibles. En este punto Jorge comenta que hace poco se separó de su esposa, Dayra Bulla, que mide 1,76. La humanidad produce a diario toneladas de esquelas románticas para justificarse en medio de la tormenta, pero alguien debería empezar a hablar de los amores que naufragan por los centímetros de más y por los centímetros de menos.
Para sobreponerse al mundo cabrón que les tocó en suerte, es que torean. Todos han recibido cornadas feroces, cierto, pero ese es el precio que deben pagar para demostrar que son capaces de derribar al novillo temible. Y para que todas las plazas de toros del mundo sean Liliput, ese país justo en el que los enanos pueden someter al más gigante.



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